EL CONDE DE MONTECRISTO segunda parte, capitulo IV

Capítulo cuarto: Declaraciones

-Ante todo -dijo Caderousse-, debo rogaros, caballero, que me prometáis una cosa.
-¿Cuál? -preguntó el abate.
-Que si llegáis a hacer use de los detalles que voy a daros, nadie debe saber jamás que los habéis
adquirido de mí, porque aquellos de quienes voy a hablaros son ricos y poderosos, y conque me tocaran
solamente con la punta de un dedo, me harían pedazos como si fuera de cristal.
-Tranquilizaos, amigo mío -dijo el abate- soy sacerdote y las confesiones mueren en mi seno. Acordaos
de que no tenemos otro fin más que cumplir dignamente la última voluntad de nuestro amigo. Hablad,
pues, sin temor y sin odio; decid la pura verdad. Yo no conozco, y probablemente no conoceré jamás, a
las personas de que vais a hablarme; por otra parte, soy italiano, y no francés, pertenezco a Dios, y no a
los hombres, y pronto volveré a entrar en mi convento, del que no he salido más que para cumplir con la
última voluntad de un moribundo. Esta promesa positiva pareció tranquilizar algún tanto a Caderousse.
-¡Pues bien! En ese caso -dijo Caderousse-, quiero, o más bien debo desengañaros acerca de esas
amistades que el pobre Edmundo creía sinceras y desinteresadas.
-Empecemos hablando de su padre, si os parece -dijo el abate-. Edmundo me ha hablado mucho de ese
anciano, a quien profesaba un amor profundo.
-La historia es triste, señor -dijo Caderousse inclinando la cabeza-. ¿Probablemente sabréis el
principio?
-Sí -respondió el abate- Edmundo me lo contó todo, hasta el momento en que fue preso en una taberna
cerca de Marsella.
-En la Reserva. ¡Oh, Dios mío! Sí, me acuerdo como si lo estuviera viendo.
-¿No fue en la comida de sus bodas?
-Sí, y la comida que tan bien empezó, tuvo un fin bastante triste. Un comisario de policía, seguido de
cuatro soldados armados, entró, y Dantés fue preso.
-Hasta ese suceso es lo que yo sé -dijo el sacerdote-. Dantés mismo no sabía más que lo que le era
absolutamente personal, porque no volvió a ver ninguna de las personas que os he nombrado, ni oído
hablar de ellas.
-¡Pues bien! Cuando hubieron detenido a Dantés, el señor Morrel corrió a tomar informes, que fueron
bien tristes. El anciano volvió solo a su casa, dobló su vestido de bodas llorando, pasó todo el día dando
paseos por su cuarto, y no se acostó; porque yo vivía debajo de él, y escuché sus pasos toda la noche. Yo
mismo he de confesar que tampoco dormí, el dolor de aquel pobre padre me causaba mucho mal, y cada
uno de sus pasos me estrujaba el corazón como si hubiese puesto el pie sobre mi pecho. Al día siguiente,
Mercedes fue a Marsella para implorar la protección de M. Villefort, pero nada obtuvo; en seguida fue a
hacer una visita al anciano. Cuando le vio tan sombrío y tan abatido, cuando supo que había pasado la
noche sin acostarse, y que no había comido desde el día anterior, quiso llevárselo a su casa para
prodigarle los cuidados de una hija a un padre, pero el anciano no quiso consentir en ello: «No -decía-, no
saldré de esta casa, porque a mí es a quien más ama mi desgraciado hijo, y si sale de la prisión a quien
primero correrá a ver será a mí. Y entonces, ¿qué diría si no me viese aquí esperándole? »

Yo escuchaba todo esto desde mi cuarto, y hubiera querido que Mercedes determinase al anciano a
seguirla, porque aquellos pasos día y noche sobre mi cabeza no me dejaban descansar.
-Pero ¿no subíais vos a consolar al anciano?
-¡Ah!, caballero -respondió Caderousse-, no se puede consolar al que no quiere ser consolado, y él era
de esta especie; además, no sé por qué, pero me parecía que tenía repugnancia en verme. Pero una noche
que oía sus sollozos, no pude resistir por más tiempo, y subí; pero cuando llegué a la puerta, ya no
sollozaba, oraba.

La elocuencia y ternura de sus palabras, yo no sabré describirla, caballero; aquello era más que piedad,
era más que dolor; así, pues, yo, que no soy muy santurrón y que no gusto mucho de los jesuitas, dije para
mí ese día: «Ahora me alegro de ser solo y de que Dios no me haya enviado ningún hijo, porque si fuera
padre y sintiese un dolor semejante al de ese anciano, no pudiendo hallar en mi memoria ni en mi corazón
todo cuanto él dice al Señor, me precipitaría al mar por no sufrir tanto tiempo.»,
-¡Pobre padre! -murmuró el sacerdote.
-Cada vez vivía más solo y aislado. El señor Morrel y Mercedes venían a verle a menudo, pero su
puerta seguía cerrada y aunque yo tenía completa seguridad de que estaba en su habitación, él no respondía.
Un día que, contra su costumbre recibió a Mercedes, y la pobre joven igualmente desesperada,
procuraba socorrerle: «Créeme, hija mía -le dijo-, ha muerto... y, en lugar de esperarle nosotros, él es
quien nos espera... de este modo yo soy muy feliz; porque soy el más viejo y, de consiguiente, le veré
primero que nadie... »

Por bueno que uno sea, pronto cesa de visitar a las personas que le entristecen; el viejo Dantés acabó
por quedarse completamente solo. Yo no veía subir a su casa más que a personas desconocidas, que
bajaban con algún paquete mal encubierto; comprendí después lo que eran aquellos paquetes. Iba
vendiendo poco a poco, para vivir, lo que tenía. Finalmente se agotaron los recursos del pobre anciano...,
debía tres plazos, le amenazaron con echarle de la casa; entonces pidió ocho días de término y le fueron
concedidos. Supe estos pormenores, porque el casero entró en mi casa después de haber salido de la suya.
Durante los tres primeros días oía sus pasos como de costumbre, pero al cuarto ya no oía nada. Me atreví
a subir, la puerta estaba cerrada y a través del agujero de la llave, le vi tan pálido y tan demudado que,
juzgándole muy enfermo, hice avisar al señor Morrel y corrí a casa de Mercedes. Los dos se apresuraron a
ir a socorrerle. El señor Morrel llevaba consigo un médico, el cual reconoció que aquella enfermedad era
una gastroenteritis, y le mandó que guardase dieta. Yo estaba allí, caballero, y nunca olvidaré la sonrisa
del anciano al oír aquella orden. Desde entonces abrió su puerta, ya tenía una excusa para no comer,
puesto que el médico le había mandado guardar rigurosa dieta.

El abate lanzó un gemido.
-Esta historia os interesa, ¿no es verdad, caballero? -dijo Caderousse.
-Sí -respondió el abate-, me enternece mucho.
-Mercedes volvió y le halló tan demudado, que como la primera vez quiso llevarle a su casa. Tal era la
opinión del señor Morrel, pero el anciano gritó y se desesperó tanto, que tuvieron que dejarle. Mercedes
se quedó a la cabecera de su cama. El señor Morrel se alejó, haciendo señal a la catalana de que dejaba
una bolsa sobre la chimenea. Pero, escudado en el mandato del médico, el anciano no quiso tomar nada.
En fin, después de nueve días de desesperación y de abstinencia, expiró maldiciendo a los que habían
causado su desgracia, y diciendo a Mercedes:
-Si volvéis a ver a Edmundo, decidle que muero bendiciéndole.

El abate se levantó, dio unos cuantos pasos por el cuarto, llevándose ambas manos a la cabeza.
-¿Y vos creéis que ha muerto...?
-De hambre, caballero, de hambre -dijo Caderousse-, os lo aseguro, tan cierto como que los dos somos
cristianos.

El abate cogió el vaso de agua medio lleno con una mano convulsiva, lo bebió de un solo sorbo, y se
volvió a sentar con los ojos inflamados y las mejillas pálidas.
-Confesad que es una desgracia -dijo con voz ronca.
-Tanto mayor cuanto que Dios no se ha mezclado en nada; los hombres únicamente tienen la culpa de
todo.
-Pasemos, pues, a hablar de esos hombres -dijo el abate- pero pensad que os habéis comprometido a
decírmelo todo; veamos, ¿qué hombres son esos que han hecho morir al hijo de desesperación y al padre
de hambre?
-Dos hombres celosos de él, caballero. El uno por amor, el otro por ambición: Fernando y Danglars.
-Y, decidme, ¿cómo se manifestaron esos celos?
-Denunciaron a Edmundo como agente bonapartista.
-Pero ¿quién de los dos le denunció? ¿Quién de los dos fue el verdadero culpable?
-Ambos, caballero; el uno escribió la carta, el otro la echó al correo.
-¿Y dónde se escribió la carta?
-En la misma Reserva, la víspera del casamiento.
-Eso es, eso es -murmuró el abate-. ¡Oh! ¡Faria! ¡Faria! ¡Qué bien conocíais los hombres y las cosas!
-¿Qué decís, caballero? -preguntó Caderousse.
-Nada -replicó el sacerdote-. Proseguid.
-Danglars fue quien escribió la denuncia con la mano izquierda, para que su letra no fuese conocida, y
Fernando quien la envió.
-Pero-exclamó de repente el abate-, vos estabais allí...
-¿Yo? -dijo Caderousse asombrado-. ¿Quién os ha dicho que yo estaba?

El abate comprendió que se había adelantado demasiado.
-Nadie -dijo-, pero para estar tan al corriente de todos esos detalles, es preciso que hayáis sido testigo
de ellos.
-Es verdad -dijo Caderousse con voz ahogada-, allí estaba.
-¿Y no os opusisteis a esa infamia? -dijo el abate-. Entonces sois su cómplice.
-Caballero -dijo Caderousse-, me habían hecho beber los dos hasta el punto que perdí la razón. Todo lo
veía como a través de una nube. Dije cuanto puede decir un hombre en ese estado, pero me dijeron que
sólo era una chanza lo que habían intentado hacer y que esta chanza no tendría consecuencias.
-Al día siguiente... al día siguiente... ya visteis que tuvo consecuencias; sin embargo, no dijisteis nada, y
estabais allí cuando le prendieron.
-Sí; estaba allí, y quise hablar, quise decirlo todo, pero Danglars me contuvo: «Y si es culpable, por
casualidad, si verdaderamente ha arribado a la isla de Elba, si está encargado de una carta para la Junta
bonapartista de París, si le encuentran esa carta, los que le hayan sostenido pasarán por cómplices suyos.»
Tuve miedo de la policía tan rigurosa que había en aquel tiempo. Me callé, lo confieso; fue una cobardía,
convengo en ello, pero no fue un crimen.
-Comprendo, dejasteis obrar.
-Sí, caballero -respondió Caderousse- y eso me causa día y noche espantosos remordimientos. Muchas
veces pido perdón a Dios, os lo juro, tanto más, cuanto que esta acción, la única que tengo que echarme
en cara en mi vida, es sin duda alguna la causa de mis adversidades. Estoy expiando un instante de
egoísmo; así, pues, eso es lo que yo digo siempre a la Carconte cuando me viene con quejas: “Cállate,
mujer, Dios lo quiere así.”

Y Caderousse bajó la cabeza, dando todas las muestras de un verdadero arrepentimiento.
-Bien, bien -dijo el abate-. Habéis hablado con franqueza, acusarse de ese modo es merecer el perdón.
-Por desgracia -dijo Caderousse-, Edmundo ha muerto y no me ha perdonado.
-Sin duda lo ignoraba -dijo el abate.
-Pero ahora lo sabrá tal vez -replicó Caderousse-, dicen que los muertos todo lo saben.

Hubo una pausa. El abate se había levantado y se paseaba pensativo. Después se dirigió al sitio que
ocupaba antes y se volvió a sentar con abatimiento.
-Me habéis nombrado ya por dos o tres veces a un tal Morrel -le dijo- ¿Quién es ese hombre?
-Era armador del Faraón, y principal de Dantés.
-¿Y qué especie de papel ha hecho ese hombre en todo este triste suceso? -preguntó el abate.
-¡Ah!, el papel de un hombre de bien, de un hombre honrado, caballero. Veinte veces intercedió por
Edmundo, y cuando el emperador volvió a ocupar el trono, escribió, suplicó, amenazó, en fin, hizo tanto
para salvar a aquel desgraciado, que en la segunda restauración fue perseguido como bonapartista. Veinte
veces, como ya os he dicho, fue a casa del padre de Dantés para llevarle a la suya, y la víspera o
antevíspera de su muerte, como ya os he dicho, también, dejó sobre la chimenea un bolsillo, con el cual
pudieran pagarse las deudas de aquel buen hombre y atender a los gastos de su entierro, de suerte que
aquel desgraciado anciano llegó a morir como había vivido, sin causar ningún perjuicio a nadie; yo
mismo conservo aún aquel bolsillo, un bolsillo de seda encarnada.
-¿Y vive aún ese señor Morrel... ? -preguntó el abate.
-Sí, señor-dijo Caderousse.
-En ese caso -continuó el abate- a ese hombre le habrá bendecido el cielo... y será rico... feliz...

Caderousse se sonrió con amargura.
-Sí, feliz, tan feliz como yo-dijo.
-¡Pues qué! ¡El señor Morrel es tan desgraciado! -exclamó el abate.
-Se halla ya a las puertas de la miseria, caballero, y lo que es peor aún, a las del deshonor.
-¿Pues cómo es eso?
-¿Qué queréis...? -continuó Caderousse- de esas cosas que suceden; después de veinticinco años de un
continuo trabajo, después de haber adquirido un honroso lugar entre los comerciantes de Marsella, el
desgraciado señor Morrel se ha arruinado completamente. Ha perdido cinco buques en dos años, ha
sufrido tres quiebras espantosas, y todas sus esperanzas están cifradas ahora en ese mismo Faraón que
mandaba el pobre Dantés, que, según dicen, debe volver de las Indias con un cargamento de cochinilla y
de añil. Si El Faraón naufraga también como los otros, el señor Morrel estará perdido.
-¿Y tiene mujer..., tiene hijos ese desgraciado?
-Sí, señor; tiene una mujer que ha sobrellevado las desgracias de su esposo como una santa, tiene una
hija que estaba para casarse con un hombre a quien amaba, y cuya familia no quiso consentir en que se
casase con la hija de un comerciante en quiebra; y tiene, además, un hijo teniente de no sé qué cuerpo,
pero comprenderéis muy bien, todo esto aumenta el dolor en vez de dulcificarlo, a ese infeliz y honrado
señor Morrel. Si fuese solo, es decir, si no tuviese familia, se levantaría la tapa de los sesos y asunto
concluido.
-Pero eso es espantoso -interrumpió el abate.
-He aquí cómo recompensa Dios la virtud, caballero -dijo Caderousse-. Mirad, yo, que nunca he hecho
ninguna mala acción, excepto la que ya os he contado, me encuentro en la miseria más deplorable.
Después de ver morir a mi pobre mujer de una fiebre, sin poder hacer nada por ella, moriré de hambre,
como el padre de Dantés, mientras que Fernando y Danglars nadan en oro.
-¿Cómo es eso?
-Porque todo les sale bien, al paso que a mí, que soy un hombre honrado, todo me sale mal.
-¿Qué ha sido de Danglars, el más culpable; no es así?
-¿Qué ha sido de él? Abandonó Marsella, entró por recomendación de M. Morrel, que ignoraba su
crimen, de primer dependiente en casa de un banquero español. Durante la guerra de España se encargó de una parte de las provisiones del ejército francés, a hizo fortuna con ese primer dinero, jugó sobre los
fondos públicos, y triplicó, cuadruplicó sus capitales, y viudo después de la hija de su principal, se casó
con otra viuda llamada madame Nargonne, hija de M. Servieux, canciller del rey actual, y que goza de la
mayor influencia. Había llegado a ser millonario, le hicieron barón, de modo que ahora es barón Danglars,
y posee un magnífico palacio en la calle de Mont-Blanc, diez soberbios caballos, seis lacayos en la
antesala, y no sé cuántos millones en sus cajas.
-¡Ah! -exclamó el abate con un acento singular-, ¿y es feliz?
-¡Ah!, feliz, ¿quién puede decir eso? La desgracia o la felicidad es secreto de las paredes, las paredes
oyen, pero no hablan, de manera que si para ser feliz sólo se necesita tener una gran fortuna, Danglars
goza de la más completa felicidad.
-¿Y Fernando?
-Fernando es también un gran personaje, aunque por otro estilo.
-Pero ¿cómo ha podido hacer fortuna un pobre pescador catalán, sin educación y sin recursos? Estoy
asombrado, lo confieso.
-A todo el mundo le sucede lo mismo. Preciso es que en su vida haya algún extraño misterio de todos
ignorado.
-Pero, en fin, decidme por qué escalones visibles ha subido a esa fortuna o a esa alta posición social.
-¡A ambas!, tiene fortuna y posición.
-Se diría que me estáis contando un cuento.
-Y lo parece, en verdad. Pero escuchadme y lo comprenderéis.
-Pocos días antes de la vuelta del emperador, Fernando había entrado en quintas. Los Borbones le
dejaron tranquilo en los Catalanes, pero Napoleón decretó a su vuelta una leva extraordinaria, y se vio
obligado a marchar. También yo marché, pero como tenía más edad que Fernando, y acababa de casarme,
me destinaron a las costas.

»Agregado Fernando al ejército expedicionario, pasó la frontera con su regimiento y asistió a la batalla
de Ligny.

»La noche que siguió a la batalla, hallábase Fernando de centinela a la puerta de un general que
mantenía con el enemigo relaciones secretas, y debía de juntarse con los ingleses aquella misma noche.
Propuso a Fernando que le acompañase, y Fernando aceptó abandonando su puesto.

»Lo que hubiera hecho que se le formara consejo de guerra si Bonaparte hubiera permanecido en el
trono, fue para los Borbones recomendación, de manera que entró en Francia con la charretera de
subteniente, y como no perdió la protección del general, que gozaba de mucha influencia, era ya capitán
cuando la guerra de España en 1823, es decir, cuando Danglars hacía sus primeras especulaciones.

»Fernando era español; fue enviado a Madrid a explorar la opinión pública; allí encontró a Danglars,
renovaron las amistades, ofreció a su general el apoyo de los realistas de la corte y de las provincias, le
comprometió, comprometiéndose a su vez, guió a su regimiento por sendas de él sólo conocidas en las
montañas atestadas de realistas, e hizo, en fin, tales servicios en esta corta campaña, que después de la
acción del Trocadero fue ascendido a coronel, con la cruz de oficial de la Legión de Honor y el título de
conde.
-¡Lo que es el destino! -murmuró el abate.
-¡Sí!, pero escuchad, que no es esto todo. Concluida la guerra de España, la carrera de Fernando se
hallaba interrumpida por la larga paz que prometía reinar en Europa. Solamente Grecia, sacudiendo el
yugo de Turquía, principiaba entonces la guerra de la independencia. Los ojos del mundo entero se
fijaban en Atenas. Estuvo de moda compadecer a los griegos y ayudarlos, y el mismo gobierno francés,
sin protegerlos abiertamente, como ya sabréis, toleraba las emigraciones parciales. Fernando pidió y
obtuvo el permiso de it a servir a Grecia, sin dejar por eso de pertenecer al ejército francés.

»Algún tiempo después se supo que el conde de Morcef, que éste era el título de Fernando, había
entrado como general instructor al servicio de Alí-Bajá.

»Como ya sabréis, Alí-Bajá fue asesinado, pero antes de morir recompensó los servicios de Fernando
con una suma considerable, con la cual volvió a Francia, donde se le revalidó su empleo de teniente
general.
-¿De manera que hoy...? -preguntó el abate.
-Hoy -respondió Caderousse- posee una casa magnífica en París, calle de Helder, número 27.

El abate permaneció un instante pensativo y como vacilando, y dijo, haciendo un esfuerzo:
-¿Y Mercedes? Me han asegurado que desapareció.
-Desapareció, sí -repuso Caderousse-, como desaparece el sol para volver a salir más esplendoroso al
otro día.
-¿También ella ha hecho fortuna? -preguntó el abate con una sonrisa irónica.
-Mercedes es en la actualidad una de las más aristocráticas damas de París.
-Seguid, que me parece un sueño todo lo que oigo --dijo el abate-. Pero he visto yo también cosas tan
extraordinarias, que ya no me asombran tanto las que me referís.
-Mercedes se desesperó por la pérdida de Edmundo. Ya os he contado sus instancias a Villefort, y su
afecto al padre de Dantés. En esto vino a herirla un nuevo dolor, la ausencia de Fernando, de Fernando,
cuyo crimen ignoraba, y a quien miraba como a su hermano.
»Con esta ausencia quedó Mercedes completamente sola.
-Sí -respondió Caderousse-, del niño Alberto.
-Pero, ¿tenía ella educación para dársela a su hijo? -prosiguió el abate-. Creo que le oí decir a Edmundo
que era hija de un simple pescador, hermosa, pero ignorante.
-¡Oh! ¡Tan mal conocía a su propia novia! -dijo Caderousse-. Si la corona hubiera de adornar sólo las
cabezas más lindas a inteligentes, Mercedes habría podido ser reina. A medida que su fortuna crecía, iba
creciendo ella moralmente. El dibujo, la música, todo lo aprendía. Creo además (aquí para entre nosotros)
que esto lo hacía por distraerse, para olvidar, y que solamente llenaba su cabeza con tantas cosas por
combatir el vacío de su corazón. Sin embargo, ahora -continuó Caderousse-, será sin duda otra mujer. La
fortuna y los honores la habrán consolado. Ahora es rica, es condesa, y sin embargo...

El posadero se contuvo.
-Sin embargo, ¿qué? -le preguntó el abate.
-Estoy seguro de que no es feliz -dijo Caderousse.
-¿Y por qué lo creéis así?
-Escuchad: cuando más hostigado me vi por la miseria, ocurrióseme que no dejarían de ayudarme un
tanto mis antiguos amigos, y me presenté a Danglars, que no quiso recibirme, y a Fernando que me entregó
cien francos por mediación de su ayuda de cámara.
-¿Luego no visteis ni a uno ni a otro?
-No, pero la señora de Morrel sí que me vio.
-¿Cómo?
-Al salir de su casa cayó a mis pies una bolsa que contenía veinticinco luises. Levanté en seguida la
cabeza, y pude ver a Mercedes, que cerraba la ventana.
-¿Y el señor de Villefort? -inquirió el abate.
-Ni había sido mi amigo, ni yo le conocía tan siquiera, por lo cual nada tenía que pedirle.
-Pero ¿no sabéis qué ha sido de él, ni sabéis la parte que tomó en la desgracia de Edmundo?
-No. Sólo sé que algún tiempo después de la prisión del pobre chico se casó con la señorita de
Saint-Meran, y luego se marcharon de Marsella. Sin duda, la fortuna les habrá sonreído como a los otros;
sin duda Villefort es rico como Danglars y considerado como Fernando. Yo sólo permanezco pobre y
olvidado de Dios, como veis.
-Os equivocáis, amigo -dijo el abate-. Dios tal vez mientras prepara los rayos de su justicia, aparente
olvidar, pero llega un día en que recuerda y así os lo prueba.

Esto diciendo el abate sacó de su bolsillo la sortija.
-Tomad, amigo mío -dijo a Caderousse. Tomad este diamante, que es vuestro.
-¡Cómo! ¡Mío! ¡Mío solo! -exclamó Caderousse-. ¡Ah, señor!, ¿no os burláis?
-El precio de este diamante había de repartirse entre sus amigos; de manera que teniendo Edmundo uno
solo, es imposible la repartición. Tomad este diamante y vendedlo. Os repito que vale cincuenta mil
francos. Con semejante cantidad saldréis de la miseria.
-¡Oh, señor! -dijo Caderousse alargando la mano tímidamente y enjugándose con la otra el sudor que le
bañaba el rostro-. ¡Oh, señor, no toméis a chanza la felicidad o la desesperación de un hombre!
-Bien sé lo que es felicidad y lo que es desesperación, para que en esto nunca me chancee. Tomad,
pues, el diamante, pero en cambio...

Caderousse retiró su mano, que tocaba ya la sortija.

El abate se sonrió.
-En cambio -repuso-, podéis darme ese bolsillo de seda encarnada que dejó el señor Morrel sobre la
chimenea del anciano Dantés, y que vos poseéis, según me habéis dicho.

Cada vez más sorprendido Caderousse, se dirigió a un armario de encina, lo abrió y entregó al abate un
bolsillo largo de torzal encarnado, que adornaban dos anillos de cobre, dorados en otro tiempo.

Cogiólo el abate, y en su lugar entregó al posadero el diamante.
-¡Oh, señor! Sois un hombre bajado del cielo -exclamó Caderousse-. Nadie sabía que Edmundo os dio
este diamante, y hubierais podido quedaros con él.
-¡Vaya! -dijo para sí el abate-. Según eso tú lo hubieras hecho.

Y cogió su sombrero y sus guantes y se levantó.
-¡Ah! -dijo de repente-, ¿eso que me habéis contado es la pura verdad? ¿Puedo creerlo al pie de la letra?
-Esperad, señor abate -respondió Caderousse-, en este rincón hay un Santo Cristo de madera, bendito, y
sobre aquel baúl el devocionario de mi mujer. Abridlo y colocando una mano sobre él y la otra extendida hacia el crucifijo, os juraré por la salvación de mi alma y por mi fe de cristiano, que os he contado todo tal
como pasó, y como el ángel de los hombres lo repetirá al oído de Dios el día del juicio final.
-Bien -repuso el abate, convencido por su acento de que decía Caderousse verdad-. Está bien. Adiós.
Me voy lejos de los hombres, que tanto mal se hacen unos a otros.

Y librándose a duras penas de los transportes de entusiasmo de Caderousse, quitó el abate por sí mismo
la tranca a la puerta, volvió a montar a caballo, saludó por última vez al posadero, que le despedía con
ruidosas señales de agradecimiento, y partió en la misma dirección que había seguido a la ida.

Cuando Caderousse se volvió vio detrás de él a la Carconte, más pálida y más temblorosa que nunca.
-¿Es cierto lo que he oído? -le dijo.
-¿Qué? ¿Que nos daba el diamante para nosotros solos? -respondió Caderousse loco de júbilo.
-Sí.
-Ciertísimo, y si no, míralo.

La mujer lo contempló un instante y luego dijo, con voz sorda:
-¡Si fuera falso...!

Caderousse palideció y estuvo a punto de caerse.
-¡Falso... ! -murmuró-. ¡Falso! ¿Y por qué ese hombre me había de dar un diamante falso?
-Por hacerte hablar sin pagarte, imbécil.

Al peso de esta suposición, Caderousse se quedó como aturdido.
-¡Oh! -dijo después de un instante, cogiendo su sombrero, que se puso sobre el pañuelo encarnado que
tenía a la cabeza-, pronto lo sabremos.
-¿Cómo?
-Hoy es la feria de Beaucaire, habrá plateros de París, voy a mostrárselo. Guarda tú la casa, mujer, que
dentro de dos horas estoy de vuelta.

Y salió Caderousse precipitadamente de la posada, tomando el camino opuesto al que seguía el
desconocido.
-¡Cincuenta mil francos! -murmuró la Carconte al verse sola-, es dinero..., pero no es ningún tesoro.