EL CONDE DE MONTECRISTO segunda parte, capitulo X

Capítulo diez: Los bandoleros romanos

A1 día siguiente Franz se despertó antes que su compañero, y así que estuvo vestido, tiró del cordón de
la campanilla. Aún vibraba el sonido de ésta, cuando maese Pastrini entró en el aposento.
-¡Y bien! -dijo el fondista con aire de triunfo, sin esperar a que Franz le interrogase-, bien lo
sospechaba ayer cuando no quería prometeros nada. Habéis acudido demasiado tarde ya, y no hay en
Roma un solo carruaje desalquilado, para los tres últimos días, se entiende.
-Justamente -exclamó Franz-, para los días que más falta nos hace.
-¿Qué hay? -preguntó Alberto entrando-. ¿No tenemos carruaje?
-Así es, querido amigo -respondió Franz-, lo habéis adivinado.
-¡Vaya una ciudad! ¡Buena está la tal Roma!
-Es decir -replicó maese Pastrini, que quería mantener dignamente con los extranjeros el pabellón de la
capital del mundo cristiano-, es decir, que no hay carruaje desde el domingo por la mañana, hasta el
martes por la noche, pero hasta entonces encontraréis cincuenta si queréis.

Alberto dijo:
-¡Ah!, eso ya es algo. Hoy es jueves, ¿quién sabe de aquí al domingo lo que puede suceder?
-Que llegarán diez o doce mil viajeros -respondió Franz-, los cuales harán mayor aún la dificultad.
-Amigo mío -dijo Morcef-, aprovechemos el presente y olvidémonos por ahora del futuro.
-Pero a lo menos -preguntó Franz-, ¿tendremos una ventana?
-¿Dónde?
-En la calle del Corso.
-¡Oh! ¡Una ventana! -exclamó maese Pastrini-, completamente imposible. Una solamente quedaba en el
quinto piso del palacio Doria, y ha sido alquilada a un príncipe ruso por veinte cequíes al día.

Los dos jóvenes se miraron atónitos.
-Pues mira, querido -dijo Franz a Alberto--, lo mejor que podemos hacer es irnos a pasar el carnaval en
Venecia; al menos allí, si no encontramos carruaje, encontraremos góndolas.
-No, no -exclamó Alberto-. Estoy decidido a ver el carnaval en Roma, y lo veré aunque sea en zancos.
-¡Caramba! -exclamó Franz-. Es una gran idea, sobre todo para apagar los moccoletti; nos
disfrazaremos de polichinelas, de vampiros o de habitantes de las Landas, y tendremos un éxito
magnífico.
-¿Desean aún sus excelencias tener un carruaje para el domingo?
-¡Pues qué! ¿Creéis que vamos a recorrer las calles de Roma a pie, como si fuéramos pasantes de
escribano?
-¡Bien!, voy a apresurarme a ejecutar las órdenes de sus excelencias -dijo maese Pastrini-, pero les
prevengo que el carruaje les costará seis piastras al día.
-Y yo, querido maese Pastrini -dijo Franz-, yo que no soy vuestro vecino el millonario, os advierto que
como es la cuarta vez que vengo a Roma, conozco el precio de los carruajes, tanto los domingos y días de
fiesta como los que no lo son, os daremos doce piastras por hoy, mañana y pasado, y aún sacaréis muy
buen producto.
-Con todo, excelencia... -dijo maese Pastrini procurando rebelarse.
-Andad, andad, mi querido huésped --dijo Franz-, o voy yo mismo a ajustar el carruaje con vuestro
affettatore, que es también el mío. Es un antiguo amigo que durante su vida me ha robado bastante dinero,
y que con la esperanza de robarme más, pasará por un precio menor que el que os ofrezco; de este modo
perderéis la diferencia y será vuestra la culpa.
-¡Oh!, no os toméis esa molestia, excelencia -dijo maese Pastrini con la sonrisa del especulador italiano
que se confiesa vencido--, cumpliré vuestro encargo lo mejor que me sea posible y espero que quedaréis
contento.
-Estupendo, eso se llama hablar con juicio.
-¿Cuándo queréis el carruaje?
-Dentro de una hora.
-Pues dentro de una hora estará a la puerta.

En efecto, una hora después el carruaje esperaba a los dos jóvenes. Era un modesto simón que, atendida
la solemnidad de la circunstancia, habían elevado al rango de carruaje. Pero, a pesar de la mediana
apariencia que tuviese, los dos jóvenes se hubieran dado por muy dichosos con tener una covacha
semejante para los tres últimos días.
-Excelencia -gritó el cicerone al ver a Franz asomarse a la ventana-, ¿se acerca la carroza al palacio?

Por muy acostumbrado que estuviese Franz al énfasis italiano, su primer movimiento fue mirar a su
alrededor, pero a él era a quien se dirigían en efecto aquellas palabras. Franz era la excelencia, la carroza
era el fiacre, y el palacio era la fonda de Londres. Todo el genio encomiástico de la nación estaba
encerrado en aquella frase.

Franz y Alberto bajaron. La carroza se acercó al palacio, sus excelencias subieron, y el cicerone saltó a
la trasera.
-¿Adónde quieren sus excelencias que les conduzca?
-Primero a San Pedro y en seguida al Coliseo-dijo Alberto.

Pero éste ignoraba que para ver San Pedro se necesitaba un día, y para estudiarlo, un mes.

Quise decir que se pasó el día en ver San Pedro.

Los dos amigos no echaron de ver que se hacía tarde hasta que el día empezó a declinar. Franz sacó su
reloj, eran las cuatro y media. Emprendieron inmediatamente el camino de la fonda y al apearse dio Franz
al cochero la orden de estar allí a las ocho. Quería hacer contemplar a Alberto el Coliseo a la luz de la
luna, tal como le había hecho ver San Pedro a la luz del sol.

Cuando se hace ver a un amigo una ciudad que uno ya conoce, se usa de la misma coquetería que para
enseñarle la mujer a quien se ama; de consiguiente, Franz trazó al cochero su itinerario: debía salir por la
puerta del Popolo, costear la muralla exterior y entrar por la puerta de San Juan. Y de esta manera el
Coliseo se les aparecería de improviso y sin que el Capitolio, el Foro, el Arco de Septimio Severo, el
templo de Antonino Faustino y la Via Sacra, hubiesen servido de escalones situados en medio del camino
para acortarlo.

Se sentaron a la mesa, y aunque maese Pastrini había prometido a sus huéspedes un festín excelente, sin
embargo, sólo les dio una comida pasable, de la que a lo menos no tuvieron que quejarse.

Al fin de la comida entró el fondista. Franz creyó que era para recibir las gracias, y se disponía a
dárselas cuando le interrumpió a las primeras palabras.
-Excelencia -dijo-, mucho me lisonjea vuestra aprobación, pero no he subido para eso a vuestro cuarto.
-¿Es acaso para decirnos que habéis encontrado carruaje? -preguntó Alberto, encendiendo un cigarro.
-Nada de eso. Lo mejor que podéis hacer es no pensar más en ello, y tomar un partido. En Roma las
cosas se pueden o no se pueden, y cuando se os ha dicho que no se podía, punto concluido.
-¡Oh! En París es mucho más cómodo; cuando una cosa no se puede se paga el doble, y al instante se
tiene lo pedido.
-Sí, sí; ya he oído decir eso a todos los franceses -dijo maese Pastrini algún tanto picado-, y entonces no
comprendo cómo viajan.
-Es que los que viajan -dijo Alberto arrojando flemáticamente una bocanada de humo hacia el techo, y
balanceándose sobre las patas traseras de su silla-, son solamente los necios y los locos como yo, pues las
personas sensatas no abandonan su habitación en la calle de Helder, el paseo Gand y el café de París.

Excusado es decir que Alberto vivía en dicha calle, daba todos los días su paseo fashionable y comía
cotidianamente en el único café en que se come cuando se está en relaciones con los jóvenes solteros de
París. Maese Pastrini quedóse un instante silencioso. Era evidente que meditaba la respuesta que le había
dado Alberto, respuesta que sin duda alguna no le parecía del todo clara.
-Pero, en fin -dijo Franz a su vez interrumpiendo las reflexiones geográficas de su huésped-, vos habéis
venido aquí para algo; servíos, pues, indicarnos el objeto de vuestra visita.
-¡Oh! Justamente. ¿Habéis mandado venir el carruaje a las ocho?
-Sí.
-¿Teníais intención de visitar el Colosseo?
-Es decir, el Coliseo.
-Es exactamente lo mismo.
-Sea.
-¿Habéis dicho a vuestro cochero que saliera por la puerta del Popolo, que diese la vuelta por el lado
exterior de las murallas y que entrase por la puerta de San Juan?
-Eso fue lo que dije, en efecto.
-¡Pues bien! Ese itinerario es imposible, o por lo menos muy peligroso.
-¿Y por qué es peligroso?
-A causa del famoso Luigi Vampa.
-Ante todo, mi querido huésped, ¿quién es el famoso Luigi Vampa? -preguntó Alberto-. Puede ser muy
famoso en Roma, pero os advierto que en París es completamente desconocido.
-¡Cómo! ¿No le conocéis?
-No tengo ese honor.
-¡Pues bien! Es un bandido junto al cual son niños de teta los Decesaris y los Gasparone.
-Atención, Franz -exclamó Alberto-. ¡Al fin encontramos un bandido! Os prevengo, querido huésped,
que no voy a creer una palabra de lo que digáis. Sabido esto, hablad cuanto queráis, estoy pronto a
escucharos. Había una vez... Vaya, ¡y qué! ¿No proseguís?

Maese Pastrini se volvió hacia Franz, que le parecía mucho más juicioso que su compañero, y le dijo
gravemente:
-Excelencia, si creéis que miento, es inútil que os diga lo que quería deciros; puedo, sin embargo,
afirmaros que lo hacía por el interés de vuestras excelencias.
-Alberto no dice que mintáis, querido señor Pastrini -replicó Franz-. Dice que no os creerá enteramente,
pero yo sí os creeré; tranquilizaos, pues, y hablad.
-Mas, sin embargo, excelencia, bien comprendéis que si ponéis en duda mi veracidad...
-Amigo mío -interrumpió Franz-, sois más susceptible que Casandra, la cual era una profetisa a quien
nadie escuchaba; siendo así que vos, a lo menos, estáis seguro de la mitad de vuestro auditorio. Vamos,
sentaos, y decidnos quién es ese señor Vampa.
-Ya os lo he dicho, excelencia, es un bandido cual no se ha visto otro después del famoso Mastrilla.
-Pero, ¡vamos a ver! ¿Qué tiene que ver ese bandido con la orden que he dado a mi cochero de salir por
la puerta del Popolo, y de entrar por la puerta de San Juan?
-Tiene -repuso maese Pastrini- que por la una sin duda podréis salir, pero dudo que por la otra podáis
entrar.
-¿Y eso por qué, señor Pastrini? -preguntó Franz.
-Porque llegada la noche, ya no se está seguro a cincuenta pasos de las puertas.
-¿Palabra de honor? -exclamó Alberto.
-Señor conde -dijo maese Pastrini, siempre picado por la duda que tenía Alberto de su veracidad-, no
hablo con vos, sino con vuestro compañero, que conoce a Roma, y que sabe que no se gastan chanzas
sobre tal punto.
-Oye, querido -dijo Alberto dirigiéndose a Franz-, puesto que se nos presenta ocasión de emprender una
aventura, oye lo que podemos hacer: cargamos nuestro coche de pistolas, trabucos y escopetas de dos
cañones. Luigi Vampa viene a prendernos, y en lugar de prendernos él a nosotros, le cogemos nosotros a
él. Le llevamos inmediatamente a Su Santidad, que nos pregunta qué puede hacer en reconocimiento a
nuestro servicio, y entonces reclamamos lisa y llanamente una carroza y dos caballos de sus caballerizas,
sin contar con que probablemente el pueblo romano, reconocido también, nos corone en el Capitolio, y
nos proclame, como a Curcio y a Horacio Coclés, salvadores de la patria.

Entretanto Alberto deducía esta consecuencia, maese Pastrini gesticulaba de una manera difícil de
describir.
-En primer lugar -preguntó Franz a Alberto-, dime dónde encontrarás esas pistolas, esos trabucos, esas
escopetas de dos cañones, con que quieres atestar el coche.
-Lo que es en mi armería no será -dijo Alberto-, pues que en la Terracina me despojaron hasta de mi
puñal, ¿y a ti?
-A mí me sucedió lo mismo en Acuapendente.
-¡Ah!, querido huésped -dijo Alberto encendiendo su segundo cigarro en la punta del primero-, sabéis
que es muy cómoda para los ladrones esa medida, y que me parece que ha sido tomada de acuerdo con
ellos.

Sin duda maese Pastrini encontró aquella pregunta muy embarazosa, pues no respondió sino a medias,
dirigiendo aún la palabra a Franz como al único ser razonable con el cual pudiera entenderse.
-¿Sabe su excelencia que cuando uno es atacado por bandidos, no es costumbre defenderse?
-¡Cómo! -exclamó Alberto, cuyo valor se rebelaba a la sola idea de dejarse robar sin decir una palabra-.
¡Cómo! ¿Que no es costumbre defenderse?
-No, porque toda defensa sería inútil. ¿Qué queréis hacer contra una docena de bandidos que salen de
un foso, de una choza o de la misma tierra, si así puede decirse, y que os apuntan a boca de jarro todos a
un tiempo?

Alberto exclamó:
-Pues quiero que me maten.

El posadero se volvió hacia Franz, con un aire que quería decir: «Decididamente, vuestro camarada está
loco.»
-Querido Alberto -replicó Franz-, vuestra respuesta es sublime, y vale tanto como el qu'il mourut de
Corneille, sólo que cuando Horacio respondía esto, se trataba de la salvación de Roma, y la cosa valía por
cierto la pena. Pero, en cuanto a nosotros, daos cuenta de que se trata sólo de un capricho que queremos
satisfacer y que sería ridículo que por este capricho arriesgásemos nuestra vida.
-¡Ah! ¡Per Bacco! -exclamó maese Pastrini-, eso se llama saber hablar.

Alberto se llenó un vaso de Lacryma-Christi, el cual bebió a pe. queños sorbos murmurando palabras
ininteligibles.
-Y bien, maese Pastrini -replicó Franz-, ya que mi compañero está tranquilo, y ya que habéis podido
apreciar mis disposiciones pacíficas, decidnos ahora, ¿quién es ese señor Vampa? ¿Es pastor o patricio?
¿Es joven o viejo? ¿Alto o bajo? Describidnos su figura con objeto de que si le encontramos por
casualidad en el mundo, como Juan Sbogard o Lara, podamos a lo menos reconocerle.
-Pues para obtener detalles exactos, a nadie mejor que a mí pudierais dirigiros, porque he conocido
desde la niñez a Luigi Vampa, y un día que había caído en sus manos al ir de Florencia a Alatri, se
acordó, felizmente para mí, de nuestro antiguo conocimiento. Me dejó ir entonces, no tan sólo sin
hacerme pagar nada, sino que quiso dárselas de generoso, me regaló un precioso reloj y me contó su
historia.
-Mostradnos el reloj -dijo Alberto.

Maese Pastrini sacó de su bolsillo un magnífico Breguet en que se veía grabado el nombre de su autor,
el timbre de París y una corona de conde.
-Aquí está.
-¡Diantre! -exclamó Alberto-. Os doy la enhorabuena. Tengo uno semejante -añadió sacando a su vez el
reloj del bolsillo de su chaleco-, que me ha costado tres mil francos.
-Ahora contadnos la historia -dijo Franz a su vez, haciendo señas a maese Pastrini para que se sentara.
-Si permiten sus excelencias...
-¡Qué diablos! -dijo Alberto-, no sois ningún predicador para estar hablando de pie.

E1 posadero se sentó, después de haber hecho a cada uno de sus oyentes una respetuosa y profunda
cortesía, lo cual indicaba que estaba pronto a dar los informes que le pedían acerca del famoso bandido
Luigi Vampa.
-A propósito -exclamó Franz deteniendo a maese Pastrini en el momento en que iba a empezar a
hablar-, decís que habéis conocido a Luigi Vampa desde su niñez; ¿es todavía joven?
-¡Cómo!, pues no ha de ser joven, excelencia, si apenas tiene veintidós años. ¡Oh!, todavía ha de meter
mucho ruido.
-¿Qué os parece, Alberto? Es muy raro el haberse adquirido ya a los veintidós años una reputación -dijo
Franz.
-Sí, ciertamente, y a su edad Alejandro, César y Napoleón, que después han figurado tanto, no habían
adelantado lo que él.
-Así pues -replicó Franz dirigiéndose a su huésped-, ¿el héroe cuya historia vais a relatar, tiene
veintidós años?
-Tal vez aún no los ha cumplido, como he tenido el honor de deciros.
-¿Es alto o bajo?
-De estatura mediana, así como vuestra excelencia -dijo el huésped, señalando a Alberto.
-Gracias por la comparación -dijo éste, inclinándose.
-¡Vaya!, proseguid, maese Pastrini -replicó Franz, sonriéndose de la susceptibilidad de su amigo-. ¿Y a
qué clase de la sociedad pertenecía?
-Era un pobre pastor de la quinta de San Felice, situada entre Palestrina y el lago de Cabri; había nacido
en Pampinara, y entrado a la edad de cinco años al servicio del conde. Su padre, pastor en Anagui, poseía
un pequeño rebaño, y vivía de la lana de sus carneros y de la leche de sus ovejas que venía a vender a
Roma. De niño, el pequeño Vampa tenía un carácter muy raro. Un día, a la edad de siete años, fue a
buscar al cura de Palestrina y le rogó que le enseñase a leer, lo cual era difícil, pues el joven pastor no
podía abandonar un instante su ganado, pero el buen cura iba todos los días a decir misa a una pobre aldea
demasiado reducida para pagar un sacerdote, y que no teniendo nombre, era conocida bajo el de Borgo.
Le dijo a Luigi que le esperase en el camino por donde él precisamente pasaba a su vuelta, y que de este
modo le daría su lección, previniéndole que ésta sería corta y que por consiguiente tendría que
aprovecharse de ella. El pobre muchacho aceptó lleno de júbilo.

Diariamente, Luigi llevaba a apacentar su ganado hacia el camino de Palestrina a Borgo, y todos los
días, a las nueve de la mañana, el cura y el muchacho se sentaban sobre la hierba y el pastorcillo daba su
lección en el breviario del sacerdote. A1 cabo de tres meses, sabía leer, pero no era esto suficiente,
necesitaba aprender a escribir. Encargó el sacerdote a un profesor de escritura de Roma que le hiciera tres
alfabetos: Uno con letra muy gruesa, otro con letra mediana y el tercero con una letra muy pequeña. A1
recibirlós, el cura dijo a Luigi que copiando aquellas letras en una pizarra, podía, con ayuda de una punta
de hierro, aprender a escribir. Aquella misma noche, así que hubo metido el ganado en la quinta, Vampa
corrió a casa del cerrajero de Palestrina, cogió un grueso clavo, lo forjó, lo machacó, lo redondeó,
consiguiendo hacer de él una especie de estilete antiguo. Al día siguiente, había reunido una porción de
pizarras y trabajaba en ellas. Al cabo de tres meses ya sabía escribir.

»El cura quedó asombrado de aquella maravillosa inteligencia, e interesándose vivamente por tan rara
disposición, le regaló unos cuantos cuadernos de papel, un mazo de plumas y un cortaplumas. Éste fue un
nuevo estudio, estudio que no era nada al lado del primero, así que ocho días después manejaba la pluma
lo mismo que el esthete. Contó el cura esta anécdota al conde de San Felíce, que quiso ver al pastorcito, le
hizo leer y escribir delante de él, mandó a su mayordomo que le hiciese comer con sus criados, y le dio
dos piastras al mes. Con este dinero, Luigi compró libros y lápices.

Había aplicado a todos los objetos aquella facultad de imitación que tenía, y, como Giotto, dibujaba
sobre las pizarras sus ovejas, los árboles, las casas y con la punta de su cortaplumas empezó a tallar la
madera y a darle todas las formas que quería. Así fue como empezó Pinelli, el escultor popular. Una niña
de seis o siete años, es decir, un poco más joven que Vampa, guardaba por su parte el rebaño de una
quinta próxima a Palestrina; era huérfana, había nacido en Valmontone y se llamaba Teresa. Los dos
niños se encontraban, sentábanse uno al lado del otro, dejaban que sus rebaños se mezclasen y paciesen
juntos, charlaban, reían y jugaban, y después por la noche, apartaban los carneros del conde de San Felice,
de los del barón de Cervetri, y se separaban para volver a sus respectivas quintas, prometiendo
reunirse al día siguiente. Cada día volvían a darse y cumplir la cita, y de ese modo fueron creciendo
juntos. Vampa llegó a los doce años y Teresa a los once.

Iban entretanto desarrollándose también sus caracteres diferentes. A su noble afición a las artes, en
que había sobresalido cuanto le era posible en su aislamiento, unía Luigi crueles arrebatos de un carácter
imperioso, colérico, burlón. Ninguno de los jóvenes de Pampinara, de Palestrina o de Valmontone había
podido, no solamente tener influencia alguna sobre él, sino que ni llegar a ser su compañero. Altanero era
su temperamento, siempre dispuesto a exigir, sin querer nunca conceder, apartaba de su lado todo instinto
amistoso, toda demostración simpática. Teresa era la única que mandaba con una palabra, con una
mirada, con un gesto, aquel carácter fiero que se humillaba bajo la mano de una mujer, y que bajo la de
un hombre cualquiera hubiérase rebelado como una serpiente al sentirse pisoteada.

El carácter de Teresa era entera y totalmente opuesto; viva, alegre, pero coqueta hasta el extremo, las
dos piastras que daba a Luigi el mayordomo del conde de San Felice, y el precio de todos los juguetillos
que vendía en Roma, se gastaban en pendientes de perlas, en collares, en alfileres, así es que gracias a la
prodigalidad de su joven amigo, Teresa era la aldeana más hermosa y elegante de los alrededores de
Roma. Los dos jóvenes seguían creciendo, pasando todo el día juntos, y entregándose sin obstáculos a los
instintos de su carácter; así, pues, en sus conversaciones, en sus deseos, en sus sueños, Vampa se veía siempre
hecho un capitán de navío, general de ejército o gobernador de una provincia, y Teresa
se imaginaba rica, envidiada, vestida con un hermoso traje, adornada con hermosos diamantes y seguida
de lacayos con librea. Además, cuando habían pasado el día juntos, adornando su porvenir con aquellos
locos y brillantes arabescos, se separaban para conducir los rebaños a los establos y descender desde la
elevación de su sueño hasta la real humildad de su posición. Un día, el joven pastor dijo al mayordomo
del conde que había visto que un lobo salido de las montañas de la Sabina acechaba su ganado. El
mayordomo le entregó una escopeta; esto era lo que quería Vampa.

El arma aquella tenía por casualidad un excelente cañón de Brescia, que calzaba bala como una
carabina inglesa, sólo que un día el conde, persiguiendo a un zorro, rompió la culata, y ya habían arrinconado
el arma como inútil. Pero no era esto una dificultad para un escultor como Vampa. Examinó la
culata primitiva, calculó la figura que había de tener, y al cabo de unos cuantos días hizo otra culata
cargada de adornos tan maravillosos que, si hubiera querido venderla sin el cañón, hubiera seguramente
ganado quince o veinte piastras; pero él no pensaba hacer tal use de ella, porque una escopeta había sido
durante su vida el pensamiento fijo del joven.

En la totalidad de los países en que la independencia ha sustituido a la libertad, la primera necesidad
que experimenta todo corazón fuerte, toda organización poderosa, es la de un arma que asegure al propio
tiempo el ataque y la defensa, y que haciendo terrible al que la lleva, le haga también temido. Desde este
momento Vampa dedicó todo el tiempo que le quedaba libre al ejercicio del arma. Compró pólvora y
balas a hizo servir de blanco todos los objetos que se le ponían delante. Tan pronto ensayaba su puntería
en el tronco de un olivo, como en el zorro que salía de su cueva al anochecer para dar comienzo a su caza
nocturna. Tan pronto era su blanco la mata más insignificante del borde de un camino, como el águila que
orgullosamente se cernía en el aire. Pronto llegó a ser tan diestro que Teresa dominó el temor que en un
principio experimentara al oír la detonación, y se divertía en ver a su joven compañero poner la bala en el
punto que de antemano advertía, con tanta exactitud y limpieza como si la colocara allí con su propia
mano.

Salió, en efecto, una noche un lobo de un bosque cerca del cual tenían por costumbre reunirse los dos
jóvenes, pero apenas hubo dado el animal diez pasos por el llano, cayó atravesado por una bala. Envanecido
Luigi de tan buen tiro, cargóse el lobo a cuestas y lo llevó a la quinta.

Estos y parecidos detalles daban a Vampa cierta reputación en todos aquellos alrededores, porque es
verdad que el hombre superior, doquiera que se halle y por ignorado que sea, se forma un círculo más o
menos mayor de admiradores. Por todos los alrededores se hablaba de aquel joven pastor como del más
fuerte y del más valiente contadino que había en el circuito de diez leguas, y aunque Teresa por su parte
pasase por una de las jóvenes más hermosas de la Sabina, nadie osaba decirle una palabra, porque sabían
que Vampa la amaba.

Y, sin embargo, no se habían confesado nunca tal amor. Habían ido creciendo el uno y el otro como
dos árboles que mezclan sus raíces bajo la tierra, sus ramas en el aire, su perfume en el cielo, pero su
deseo de vivir juntos era el mismo. Unicamente que este deseo había llegado a ser una necesidad y mejor
hubieran preferido la muerte que la separación de un solo día, por más que esta idea no les hubiese venido
jamás a la imaginación. Teresa tenía dieciséis años y Vampa diecisiete.

Fue por entonces cuando se empezó a hablar mucho de una cuadrilla de bandidos que se iba
organizando en los montes Lepini.

Los salteadores no han sido nunca enteramente extinguidos en los alrededores de Roma, y aunque
algunas veces les faltan jefes, cuando se presenta uno jamás le falta una partida. El famoso Cucumetto,
perseguido en los Abruzzos, arrojado del reino de Nápoles, donde había sostenido una verdadera guerra,
atravesó el Garigliano, como Manfredo, y fue a refugiarse entre Sonnino y Juperno, a orillas del
Almasina. Este era quien se ocupaba en reorganizar alguna tropa y quien seguía las huellas de Decesaris y
de Gasparone, a quienes pronto esperaba sobrepujar. Muchos jóvenes de Palestrina, de Frascati y de
Pampinara desaparecieron, y aunque al principio sus amigos y allegados ignoraron su paradero, pronto
supieron que se habían ido a unirse a la banda de Cucumetto. Al cabo de algún tiempo, Cucumetto llegó a
ser el objeto de la atención general, citándose a propósito de este jefe rasgos llenos de una audacia y de
una brutalidad extraordinarias y casi sin ejemplo.

Un día raptó a una joven, era la hija del agrimensor de Frosinone. Las leyes de los bandidos son en
cuanto a esto terminantes: una joven pertenece al que la ha raptado, después a cada uno por suerte, y la
desgraciada sirve para los placeres de toda la compañía hasta que la abandonan o muere. Cuando los
parientes son bastante ricos para rescatarla, envían un mensajero que trata del rescate, y la cabeza del
prisionero responde de la seguridad del emisario. Pero si son rehusadas las condiciones del rescate, el
prisionero es condenado irrevocablemente.

La joven de que hemos hablado tenía a su amante en la partida de Cucumetto; se llamaba Carlini. Ál
reconocer al joven, se creyó salvada y le tendió los brazos, pero el pobre Carlini al verla sintió que se le
partía el corazón, porque aún ignoraba la suerte que estaría destinada a su amada.

Sin embargo, como era el favorito de Cucumetto, como había compartido con él sus peligros hacía
más de tres años, como le había salvado la vida matando de un pistoletazo a un carabinero que tenía ya el
sable levantado sobre su cabeza, esperó que Cucumetto se apiadaría de él. Llamó aparte, pues, a su
capitán, mientras que la joven se apoyaba contra el tronco de un gran pino que se elevaba en medio de
una plazuela del bosque; había hecho un velo con su adorno, traje pintoresco de las paisanas romanas, y
escondía su rostro a las lujuriosas miradas de los bandidos. Allí se lo contó todo: sus amores con la
prisionera, sus juramentos de fidelidad, y cómo cada noche, desde que estaban en aquellos alrededores, se
daban cita en unas ruinas. Precisamente aquella noche Cucumetto envió a Carlini a un pueblo vecino, y
no pudo acudir a la cita. Pero el capitán se había hallado allí por casualidad, según decía, y entonces raptó
a la joven.

Carlini suplicó a su jefe que se le hiciese una excepción en su favor y que respetase a Rita, diciéndole
que su padre era rico y que pagaría un buen rescate. Cucumetto pareció rendirse a las súplicas de su
amigo y le encargó que buscase un pastor a quien pudiese enviar a casa del padre de Rita, a Frosinone.
Carlini se acercó entonces muy gozoso a la joven, le dijo que estaba salvada, y la invitó a que escribiese a
su padre una carta en la cual le contase todo lo que había pasado, y le anunciase que su rescate estaba
fijado en trescientas piastras. Concedían al padre por todo término doce horas, es decir, hasta el día
siguiente, a las nueve de la mañana.

Una vez escrita la carta, Carlini cogióla al punto, corrió a la llanura para buscar un mensajero, y
encontró a un joven pastor que guardaba un rebaño. Los mensajeros naturales de los bandidos son los
pastores que viven entre la ciudad y la montaña, entre la vida salvaje y la vida civilizada. El joven pastor
partió en seguida, prometiendo estar en Frosinone antes de una hora, y Carlini volvió lleno de gozo a
reunirse con su querida para anunciarle aquella buena noticia.

Toda la banda se encontraba en la plazuela, donde cenaba alegremente las provisiones que los
bandidos exigían de los paisanos como un tributo; tan sólo en medio de aquellos alegres compañeros
buscó en vano a Cucumetto y a Rita. Preguntó por ellos y los bandidos le respondieron con una carcajada.

Carlini sintió que un sudor frío empezaba a inundar su frente y que una mortal zozobra empezaba a
helar su corazón. Renovó su pregunta; uno de los bandidos llenó un vaso de vino de Orvieto y se lo
mostró, diciendo:
-¡A la salud del valiente Cucumetto y de la hermosa Rita!

En aquel instante Carlini creyó oír un grito de mujer; todo lo adivinó. Tomó el vaso y lo rompió contra
el rostro del que se lo presentaba y se lanzó en dirección de donde oyera el grito. A los cien pasos, a la
vuelta de un matorral, vio a Rita desmayada en los brazos de Cucumetto. Al ver a Carlini, Cucumetto se
levantó pistola en mano y ambos bandidos se miraron durante un momento, el uno con la sonrisa de la
injuria en los labios, el otro con la palidez de la muerte en la frente. Hubiérase creído que iba a suceder
alguna escena terrible entre aquellos dos hombres, pero poco a poco las facciones de Carlini se
apaciguaron volviendo a su estado normal. Su mano, que había llegado a una de las pistolas de su
cinturón, permaneció inmóvil; Rita estaba tendida entre los dos y la luna iluminaba esta escena.
-¡Y bien! -le dijo Cucumetto-. ¿Has hecho la comisión que lo había encargado?
-Sí, capitán -respondió Carlini-, y el padre de Rita estará aquí mañana a las nueve, con el dinero.
-Perfectamente. Mientras tanto vamos a pasar una noche deliciosa. Esta joven es encantadora. Te
aseguro que tienes buen gusto, Carlini; así, pues, como no soy egoísta, vamos a volver al lado de los
camaradas y sortear a quién tocará ahora.
-Entonces, ¿estáis decidido a abandonarla a la ley común? -preguntó Carlini.
-¿Y por qué había de hacer una excepción en su favor?
-Creí que mis súplicas. ..
-¿Y por qué has de ser tú más que los demás?
-Es justo.
-Vamos, tranquilízate -prosiguió Cucumetto riendo-, un poco antes, un poco después, ya llegará lo
turno.

Los dientes de Carlini rechinaban de rabia.
-Vamos -dijo Cucumetto, dando un paso hacia los bandidos-, ¿vienes?
-Os sigo al momento.

Cucumetto se alejó sin perder de vista a Carlini, porque temía que le hiriese por detrás, pero nada
anunciaba en el bandido una intención hostil. En pie, con los brazos cruzados, estaba al lado de Rita, que
continuaba sin haber recobrado el conocimiento. Cucumetto creyó por un instante que el joven iba a
tomarla en sus brazos y huir con ella, pero poco le importaba, había conseguido lo que deseaba,

y en cuanto al dinero, trescientas piastras repartidas entre los compañeros hacían una suma tan pobre
que le era indiferente el que se las diesen o no. Continuó, pues, su camino hacia la plazuela, pero con gran
asombro suyo, Carlini llegó casi al propio tiempo que él.
-¡El sorteo! ¡El sorteo! -gritaron todos los bandidos al divisar a su jefe.

Y brillaron de alegría los ojos de aquellos hombres, mientras que la llama de la hoguera esparcía sobre
sus rostros un resplandor rojizo que los hacía asemejarse a los demonios.

Nada más justo que lo que pedían, y por lo tanto hizo el capitán un signo con la cabeza indicando que
accedía a su demanda. Pusiéronse todos los nombres en un sombrero, así el de Carlini como los de los
demás, y el más joven de la compañía sacó una papeleta de aquella improvisada urna y leyó en alta voz el
nombre que en ella estaba escrito. Era el de Diavolaccio, el mismo que había propuesto a Carlini un
brindis a la salud del jefe y a quien Carlini contestó haciendo pedazos el vaso contra su rostro. Una
extensa herida le cogía de la sien hasta la boca, de la que manaba sangre en abundancia. Diavolaccio, al
verse así favorecido por la fortuna, soltó una carcajada.
-Capitán -dijo-, hace poco que Carlini no quiso beber a vuestra salud; proponedle que beba a la mía.
Tal vez tenga para con vos más condescendencia que para conmigo.

Todos esperaban una explosión de parte de Carlini, pero, con gran asombro de los bandidos, tomó con
la mano un vaso, con la otra una botella y llenando el vaso dijo con perfecta mente tranquila:
-¡A lo salud, Diavolaccio! -y bebió el contenido del vaso sin que el más mínimo temblor agitase su
mano.

Hecho esto, fue a sentarse junto a la hoguera.
-Dadme la parte de cena que me toca -dijo-, pues el camino que acabo de hacer me ha abierto el
apetito.
-¡Viva Carlini! -exclamaron los bandidos.
-Enhorabuena, eso se llama tomar las cosas como buenos compañeros.

Y todos formaron un círculo en torno a la hoguera, mientras que Diavolaccio se alejaba.

Carlini comía y bebía como si nada hubiese sucedido.

Los bandidos le observaban asombrados, sin comprender aquella impasibilidad, cuando oyeron
resonar de pronto, junto a ellos, unos pasos lentos y pausados.

Se volvieron y divisaron a Diavolaccio que conducía a la joven en sus brazos; tenía la cabeza
inclinada hacia atrás, de modo que sus largos cabellos rozaban la tierra. A medida que iban entrando en el
círculo de la luz proyectada por la hoguera, notaban la palidez de la joven y del bandido. Esta aparición
tenía un aspecto tan extraño y tan solemne, que todos se levantaron, menos Carlini, que se quedó sentado
y continuó comiendo y bebiendo, como si nada pasase a su alrededor. Diavolaccio siguió avanzando en
medio del más profundo silencio y depositó a Rita a los pies del capitán.

Entonces todos conocieron la causa de la gran palidez de la joven y del bandido, porque Rita tenía un
cuchillo clavado hasta la empuñadura en el corazón.

Todas las miradas se fijaron en Carlini; la vaina que colgaba de su faja estaba vacía.
-¡Ya! -dijo el capitán-, ¡ya!, ahora comprendo por qué se quedó atrás Carlini.

Por salvaje que sea todo carácter, se inclina ante una acción sublime, y aunque es probable que
ninguno de los bandidos hubiese hecho lo que Carlini, todos apreciaron el valor de aquella acción.
-¿Y ahora -dijo Carlini levantándose a su vez con la mano apoyada en el gatillo de una de sus
pistolas-, y ahora, se atreverá alguien a disputarme esta mujer?
-No-dijo el jefe- Es tuya.

Entonces Carlini la tomó en sus brazos y la condujo fuera del círculo de luz que proyectaba la llama
de la hoguera.

Distribuyó Cucumetto los centinelas como de costumbre, y los bandidos se tendieron en sus capas
alrededor de la hoguera.

A medianoche el centinela dio la señal de alarma y en seguida el capitán y sus compañeros estuvieron
en pie. Era el padre de Rita que venía en persona a traer el rescate de su hija.
-Toma -dijo a Cucumetto, presentándole un saco lleno de dinero-, aquí tienes trescientos doblones;
devuélveme a mi hija.

El jefe, sin pronunciar siquiera una palabra y sin tomar el dinero, le hizo señas de que le siguiese.

El anciano obedeció. Los dos se alejaron y perdieron entre los árboles, a través de cuyas ramas
penetraban los débiles rayos de la luna. Cucumetto se detuvo finalmente, tendió la mano, y mostrando al
anciano dos personas agrupadas al pie de un árbol, le dijo:
-Mira, pide lo hija a Carlini, que él más que nadie puede darte cuenta.

Y sin decir una sola palabra más, volvió la espalda, encaminándose al sitio donde se hallaban sus
compañeros.

El anciano permaneció inmóvil y con los ojos fijos. Sentía que pesaba sobre su cabeza alguna
desgracia desconocida, inmensa, pero tomando de pronto una resolución, dio algunos pasos hacia el
grupo.

Con el ruido que hizo, Carlini levantó la cabeza, y las formas de dos personas comenzaron a aparecer
más distintas a los ojos del anciano. Vio a una mujer tendida en tierra, con la cabeza apoyada sobre las
rodillas de un hombre sentado a inclinado hacia ella. Al levantarse este hombre, fue cuando pudo
descubrir el rostro de la mujer que apretaba contra su corazón. El anciano reconoció a su hija y Carlini
reconoció al anciano.
-Te esperaba -dijo el bandido al padre de Rita.
-¡Miserable! -contestó éste-. ¿Qué has hecho?

Y miraba con terror a Rita, inmóvil, pálida, ensangrentada, con un cuchillo hundido en el pecho. Un
rayo de luna la iluminaba con su blanquecina luz.
-Cucumetto había violado a lo hija -dijo el bandido-, y como yo la amaba más que a mí mismo, la he
matado, porque después de él iba a servir de juguete a toda la compañía.

Los labios del anciano no se entreabrieron para murmurar la más mínima palabra, pero su rostro
volvióse tan pálido como el de un cadáver.
-Ahora -prosiguió Carlini-, si he hecho mal, véngala.

Y arrancó el cuchillo del seno de la joven, que presentó con una mano al anciano, mientras que con la
otra apartaba su camisa y le presentaba su pecho desnudo.
-Has hecho bien -le dijo el anciano con voz sorda-. ¡Abrázame, hijo mío!

Carlini se arrojó llorando en los brazos del padre de su amada. Eran aquellas las primeras lágrimas que
vertían los ojos de aquel hombre.

Y ya que todo acabó -dijo con tristeza el anciano a Carlini-, ayúdame a enterrar a mi hija.

Carlini fue a buscar dos azadones y el padre y el amante se pusieron a cavar al pie de una encina cuyas
espesas ramas debían cubrir la tumba de la joven. Así-que hubieron abierto una fosa suficiente, el padre
fue el primero en abrazar el cadáver, el amante después, y en seguida levantándolo el uno por los pies y el
otro por los brazos, lo colocaron en el hoyo. Luego se arrodillaron a ambos lados y rezaron las oraciones
de difuntos. Cuando concluyeron, cubrieron el cadáver con la tierra que habían sacado hasta tanto que la
fosa estuvo llena. Entonces, presentándole la mano, dijo el anciano a Carlini:
-Ahora déjame solo. Gracias, hijo mío.
-Pero... -replicó éste.
-Déjame solo..., lo lo mando.

Carlini obedeció. Fue a reunirse con sus compañeros, se envolvió en su capa, y pronto pareció tan
profundamente dormido como los demás. Como el día anterior se había decidido que iban a cambiar de
campamento, cosa de una hora antes de amanecer, Cucumetto despertó a sus camaradas y se dio la orden
de partir, pero Carlini no quiso abandonar el bosque sin saber lo que había sido del padre de Rita.
Dirigióse hacia el lugar donde le había dejado y encontró al anciano ahorcado de una de las ramas de la
encina que daba sombra a la tumba de su hija. Hizo entonces sobre el cadáver del uno y la tumba de la
otra, el juramento de vengarlos, mas este juramento no pudo realizarse, porque dos días después, en un
encuentro con los carabineros romanos, Carlini fue muerto. Aunque lo que a todos llenó de asombro fue
que haciendo frente al enemigo hubiese recibido la bala por la espalda. Cesó, sin embargo, este asombro
cuando uno de los bandidos hizo notar a sus compañeros que Cucumetto estaba colocado diez pasos
detrás de Carlini cuando éste cayó.

En la madrugada del día en que partieron del bosque de Frosinone, había seguido a Carlini en la
oscuridad y escuchado el juramento que hiciera, por lo que a fuer de hombre cauto y previsor había tratado
de evitar el resultado, que para él podía ser muy desagradable.

Aún se contaban sobre este terrible jefe de bandidos otras muchas historias no menos curiosas que
ésta, de manera que desde Fondi a Perusa todo el mundo temblaba al solo nombre de Cucumetto.

Estas historias habían sido con frecuencia el objeto de las conversaciones de Luigi Vampa y de
Teresa. Esta temblaba al oír tales aventuras, pero Vampa la tranquilizaba con una sonrisa dirigiendo una
mirada a su soberbia escopeta que tan certero tiro tenía, y si esto no bastaba a tranquilizarla, le mostraba a
cien pasos un cuervo sobre alguna rama, le apuntaba, la bala salía y el animal herido caía al pie del árbol.
Sin embargo, el tiempo corría, los dos jóvenes habían proyectado casarse cuando Vampa tuviese veinte
años y Teresa diecinueve y como los dos eran huérfanos y no tenían que pedir permiso a nadie más que a
sus amos, a éstos se lo habían pedido ya y les había sido concedido.

Hablando de sus futuros proyectos, un día oyeron dos o tres tiros y de repente un hombre salió del
bosque, cerca del cual acostumbraban los dos jóvenes llevar a apacentar sus ganados, y corrió hacia ellos.

Así que estuvo a distancia de poder ser oído, exclamó:
-Me persiguen, ¿podéis ocultarme?

Los jóvenes diéronse cuenta inmediatamente de que aquel fugitivo debía ser algún bandido, pero hay
entre el aldeano y el bandido romano una simpatía desconocida que hace que el primero esté siempre
pronto a hacer un servicio al segundo. Vampa, sin pronunciar una palabra, corrió a la piedra que encubría
la entrada de la gruta, descubrió dicha entrada apartándola, hizo una señal al fugitivo para que se
refugiase en aquel sitio desconocido de todos, luego volvió a colocar en su lugar la piedra y se sentó
tranquilamente junto a su novia.

Pocos instantes tardaron en salir de la espesura del bosque cuatro carabineros a caballo; tres de ellos
parecían buscar al fugitivo, el cuarto conducía por el cuello a un bandido prisionero. Los tres primeros
exploraron el terreno con una ojeada, percibieron a los dos jóvenes, corrieron a galope hacia ellos y les
hicieron varias preguntas; nada sabían ni nada habían visto.
-Lo lamento -dijo el cabo-, porque el bandido a quien buscamos es el capitán.
-¡Cucumetto! -exclamaron a la vez Luigi Vampa y Teresa.
-Sí -contestó el cabo-, y como su cabeza está valorada en mil escudos romanos, os darían quinientos a
vosotros si nos hubieseis ayudado a descubrirle.

Los dos jóvenes se miraron y el cabo tuvo alguna esperanza.

Quinientos escudos romanos son tres mil francos, y tres mil francos son una inmensa fortuna para dos
pobres huérfanos que van a casarse.
-Sí, también lo siento yo, pero no le hemos visto -dijo Vampa.

Entonces los carabineros recorrieron el terreno en diferentes direcciones, pero fueron inútiles todas las
pesquisas. Al fin se retiraron.

Vampa apartó entonces la piedra y Cucumetto salió del escondrijo.

Había visto, al través de las rendijas de la trampa de granito, a los dos jóvenes hablar con los
carabineros, dudó al pronto del resultado de la conversación, pero leyó en el rostro de Luigi Vampa y de
Teresa la firme resolución de no entregarle. Sacó entonces de su bolsillo una bolsa llena de oro y se la
ofreció, mas Vampa levantó la cabeza con orgullo, y en cuanto a Teresa, sus ojos brillaron al pensar en
las ricas joyas y hermosos vestidos que podría comprar con aquella gran cantidad de oro.

Cucumetto era un demonio muy astuto, pero había tomado la forma de un bandido en vez de tomar la
de una serpiente. Sorprendió aquella mirada, reconoció en Teresa una digna hija de Eva, y entró en el
bosque volviendo muchas veces la cabeza bajo el pretexto de saludar a sus libertadores. Transcurrieron
muchos días sin que se volviese a ver a Cucumetto, sin que se oyese hablar de él.