EL CONDE DE MONTECRISTO tercera parte, capitulo X

Capítulo diez: Roberto el diablo

El pretexto de ir a la ópera fue tanto más oportuno cuanto que aquella noche había gran función en la
Academia Real de Música. Levasseur, después de una larga indisposición, se presentó en el papel de
Beltrán, y como de costumbre la obra del maestro a la moda atrajo al teatro la sociedad más brillante de
París. Morcef, como la mayor parte de los jóvenes ricos, tenía su palco de orquesta; además el de diez
personas conocidas, sin contar con aquel a que tenía derecho, es decir, al de los calaveras de buen tono.

Chateau-Renaud ocupaba el palco próximo al suyo.

Beauchamp, como periodista, era rey del salón, y tenía sitio en todas partes.

Aquella noche Luciano Debray tenía a su disposición el palco del ministro, y lo había ofrecido al conde
de Morcef, el cual, no habiendo querido ir Mercedes, lo había enviado a Danglars, mandándole decir que
tal vez él iría a hacer aquella noche una visita a la baronesa y a su hija si querían aceptar el palco que les
ofrecía. La señora Danglars y su hija aceptaron.

Por lo que a Danglars se refiere, había declarado que sus principios políticos y su calidad de diputado
de la oposición no le permitían ir al palco del ministro. La baronesa escribió a Luciano suplicándole que
fuese a buscarla, puesto que no podía ir a la ópera sola con Eugenia.

En efecto, si las dos mujeres hubiesen ido solas, habrían creído esto de mal tono, al paso que yendo la
señorita Danglars con su madre y el amante de su madre, nada había ya que objetar.

Levantóse el telón, como de costumbre, ante un salón casi vacío.

También es una de las costumbres del mundo parisiense, llegar al teatro cuando la función ha
empezado. De aquí resulta que el primer acto transcurre de parte de los espectadores que van llegando, no
en mirar o escuchar la pieza, sino en mirar entrar a los espectadores que llegan, y no oír más que el ruido
de las puertas y el de las conversaciones.
-¡Cómo! -dijo Alberto de repente, al ver abrirse un palco principal-. ¡Cómo! ¡La condesa G...!
-¿Quién es esa condesa G...? -preguntó Chateau-Renaud.
-¡Oh!, barón, ésa es una pregunta que no os perdono. ¿Me preguntáis quién es la condesa G...?
-¡Ah!, es verdad -dijo Chateau-Renaud-, ¿no es esa encantadora veneciana?
-Justamente.

En aquel momento la condesa G... reparó en Alberto, y cambió con él un saludo acompañado de una
sonrisa.
-¿La conocéis? -dijo Chateau-Renaud.
-Sí -exclamó Alberto-, le fui presentado en Roma por Franz.
-¿Queréis hacerme en París el mismo favor que Franz os hizo en Roma?
-Con muchísimo gusto.
-¡Silencio! -gritó el público.

Los dos jóvenes continuaron su conversación, sin hacer caso del deseo de la concurrencia de oír la
música.
-Estaba en las carreras del Campo de Marte -dijo Chateau-Renaud.
-¿Hoy?
-Sí.
-En efecto, había carreras. ¿Estabais comprometido en ellas?
-¡Oh!, por una miseria, por cincuenta luises.
-¿Y quién ganó?
-Nautilus, yo apostaba por él.
-¿Pero había tres carreras?
-Sí. El premio del Jockey Club era una copa de oro. Por cierto que ocurrió algo bastante extraño.
-¿Qué?
-¡Chist... ! -gritó el público, impacientándose.
-¿Qué. .. ? -replicó Alberto.
-Un caballo y un jockey completamente desconocidos han ganado esta carrera.
-¿Cómo?
-¡Oh!, sí, nadie había fijado la atención en un caballo señalado con el nombre de Vampa, y un jockey
con el nombre de Job, cuando de repente vieron avanzar un magnífico alazán y un jockey como el puño.
Viéronse obligados a introducirle veinte libras de plomo en los bolsillos, lo cual no impidió que se
adelantase diez varas a Ariel y Bárbaro, que corrían con él.
-¿Y no se ha sabido a quién pertenecía el caballo y el jockey?
-No.
-Decís que el caballo llevaba el nombre de...
-Vampa.
-Entonces -dijo Alberto- yo estoy más adelantado que vos, y sé a quién pertenece.
-¡Silencio...! -gritó por tercera vez el público.

Las voces fueron creciendo ahora hasta tal punto, que al fin los jóvenes notaron que el público se
dirigía a ellos. Volviéronse un momento buscando en aquella multitud un hombre que tomase a su cargo
la responsabilidad de lo que miraban como una impertinencia, pero nadie reiteró la invitación, y se
volvieron hacia el escenario.

En aquellos instantes se abrió el palco del ministro, y la señora Danglars, su hija y Luciano Debray
tomaron sus asientos.
-¡Ahí!, ¡ahí! -dijo Chateau-Renaud-, ahí tenéis a varias personas conocidas vuestras, vizconde. ¿Qué
diablos miráis a la derecha? Os están buscando.

Alberto se volvió y sus ojos se encontraron en efecto con los de la baronesa Danglars, que le hizo un
saludo con su abanico. En cuanto a la señorita Eugenia, apenas se dignaron inclinarse hacia la orquesta
sus grándes y hermosos ojos negros.
-En verdad, amigo mío -dijo Chateau-Renaud-, no comprendo qué es lo que podéis tener contra la
señorita Danglars, es una joven lindísima.
-No lo niego -dijo Alberto-, pero os confieso que en cuanto a belleza preferiría una cosa más dulce, más
suave, en fin, más femenina.
-¡Qué jóvenes estos! -dijo Chateau-Renaud, que como hombre de treinta años tomaba con Morcef
cierto aire paternal-, nunca están satisfechos. ¡Cómo! ¡Encontráis una novia, o más bien otra Diana cazadora
y no estáis contento!
-Pues bien, entonces mejor hubiera yo querido otra Venus de Milo o de Capua. Esta Diana cazadora
siempre en medio de sus ninfas, me espanta un poco. Temo que me trate como a otro Acteón.

En efecto, una ojeada que se hubiera dirigido sobre la joven podía explicar casi el sentimiento que
acababa de confesar el joven Morcef.

Eugenia Danglars era hermosa, como había dicho Alberto, pero era una belleza un poco varonil. Sus
cabellos de un negro hermoso, pero un tanto rebeldes a la mano que quería arreglarlos; sus ojos negros
como sus cabellos, adornados de magníficas cejas, y que no tenían más que un defecto, el de fruncirse con
demasiada frecuencia, eran notables por una expresión de firmeza que todos se maravillaban de encontrar
en la mirada de una mujer. Su nariz tenía las proporciones exactas que un escultor habría dado a una diosa
Juno. Sin embargo, su boca era demasiado grande, aunque adornada de unos dientes hermosos que hacían
resaltar unos labios cuyo carmín demasiado vivo se distinguía sobre la palidez de su tez; en fin, dos
hoyitos más pronunciados que de costumbre en los extremos de su boca, acababan de dar a su fisonomía
ese carácter decidido que tanto espantaba a Morcef.

Por lo demás, el resto del cuerpo de Eugenia estaba en armonía con la cabeza.que acabamos de
describir. Como había dicho ChateauRenaud, era Diana la cazadora, si bien con un aire más duro y más
muscular en su belleza.

Respecto a la educación que había recibido, si había algo que reprocharle, era que, lo mismo que en su
fisonomía, parecía pertenecer un poco al otro sexo. En efecto, hablaba dos o tres lenguas, dibujaba fácilmente,
hacía versos y componía música. De este último arte era sobre todo muy apasionada.
Estudiábalo con una de sus amigas de colegio, joven sin fortuna, pero con todas las disposiciones posibles
para llegar a ser una excelente cantatriz. Según decían, un gran compositor profesaba a ésta un interés casi
paternal y la hacía trabajar con la esperanza de que algún día encontrase una fortuna en su voz.

La posibilidad de que la señorita Luisa de Armilly (éste era su nombre) entrase un día en el teatro, hacía
que la señorita Danglars, aunque la recibiese en su casa, no se mostrara en público con ella.

Sin embargo, sin tener en la casa del banquero la posición independiente de una amiga, disfrutaba de
mucha franqueza y confianza. Unos segundos después de la entrada de la señora Danglars en el palco,
había bajado el telón, y gracias a la facultad de pasear o hacer visitas en los entreactos a causa de ser éstos
demasiado largos, la orquesta se había dispersado al poco rato.

Morcef y Chateau-Renaud habían sido de los primeros en salir; la señora Danglars creyó por un
momento que aquella prisa de Alberto por salir tenía por objeto el irle a ofrecer sus respetos, y se inclinó
al oído de su hija para anunciarle esta visita, pero ésta se contentó con mover la cabeza sonriendo, y al
mismo tiempo, como para probar cuán fundada era la incredulidad de Eugenia respecto a este punto,
apareció Morcef en un palco principal. Este palco era el de la condesa G...
-¡Hola! Al fin se os ve por alguna parte, señor viajero -dijo ésta presentándole la mano con toda la
cordialidad de una antigua amiga-, sois muy amable, primero por haberme reconocido, y después por
haberme dado la preferencia de vuestra primera visita.
-Creed, señora -dijo Alberto-, que si yo hubiese sabido vuestra llegada a París y las señas de vuestra
casa, no hubiera esperado tanto tiempo. Mas permitid os presente al barón Chateau-Renaud, amigo mío,
uno de los pocos hidalgos que aún hay en Francia, y por el cual acabo de saber que estabais en las
carreras del Campo de Marte.

Chateau-Renaud se inclinó.
-¡Ah! ¿Os hallabais en las carreras, caballero? -dijo vivamente la condesa.
-Sí, señora.
-¡Y bien! -repuso la señora G...-. ¿Podéis decirme de quién era el caballo que ganó el premio del jockey
Club?
-No, señora -dijo Chateau-Renaud-, y ahora mismo hacía la propia pregunta a Alberto.
-¿Deseáis saberlo..., señora condesa? -preguntó Alberto.
-Con toda mi alma. Figuraos que... ¿pero lo sospecháis acaso, vizconde?
-Señora, ibais a contarme una historia, habéis dicho: Imaginaos...
-¡Pues bien! Figuraos que aquel encantador caballo y aquel diminuto jockey de casaca color de rosa me
inspiraron a primera vista una simpatía tan viva que yo en mi interior deseaba que ganasen, lo mismo que
si hubiese apostado por ellos la mitad de mi fortuna. Así, pues, apenas los vi llegar al punto, dejando
bastante retirados a los otros caballos, fue tal mi alegría que empecé a palmotear como una loca.
¡Imaginad mi asombro cuando al entrar en mi casa encuentro en mi. escalera al jockey de casaca color de
rosa! Creí que el vencedor de la carrera vivía casualmente en la misma casa que yo, cuando lo primero
que vi al abrir la puerta de mi salón fue la copa de oro, es decir, el premio ganado por el caballo y el
jockey desconocido. En la copa había un papelito que decía:

«A la condesa G..., lord Ruthwen.»
-Eso es, justamente -dijo Morcef.
-¡Cómo! ¿Qué queréis decir?
-Quiero decir que es lord Ruthwen en persona.
-¿Quién es lord Ruthwen?
-El nuestro, el vampiro, el del teatro Argentino.
-¿De veras? -exclamó la condesa-. ¿Está aquí?
-Sí, señora.
-¿Y vos le habéis visto? ¿Le recibís? ¿Frecuentáis su casa?
-Es mi íntimo amigo, y el señor Chateau-Renaud también tiene el honor de conocerle.
-¿Y cómo sabéis que es él quien ha ganado?
-Por su caballo, que lleva el nombre de Vampa.
-¿Y qué?
-¡Cómo! ¿Es posible que no recordéis el nombre del famoso bandido que me hizo su prisionero?
-¡Ah, es cierto!
-¿Y de las manos del cual me sacó milagrosamente el conde?
-Sí, sí.
-Llamábase Vampa. Bien veis que era él.
-¿Pero por qué me ha enviado esa copa?
-Primeramente, señora condesa, porque yo le había hablado mucho de vos. Después, porque se habrá
alegrado de encontrar una compatriota y de ver el interés que se tomaba por él.
-¿Espero que no le habréis contado las locuras que hemos hablado de él?
-¡Oh!, de ningún modo. Pero me extraña la manera de ofreceros esa copa bajo el nombre de lord
Ruthwen...
-¡Pero eso es espantoso, me compromete de una manera terrible!
-¿Es por ventura ese proceder el de un enemigo?

No; lo confieso.
-Entonces...
-¿Conque está en París?
-Sí.
-¿Y qué sensación ha producido?
-¡Oh! -dijo Alberto-, se habló de él ocho días, pero después acaeció la coronación de la reina de
Inglaterra y el robo de los diamantes de la señorita Mars, y no se ha hablado más que de eso.
-Amigo mío -dijo Chateau-Renaud-, bien se ve que el conde es vuestro amigo y que le tratáis como tal.
No creáis lo que dice Alberto, señora condesa. Al contrario, no se habla más que del conde de
Montecristo en París. Primeramente empezó por regalar a la señora Danglars dos caballos por valor de
treinta mil francos. Después salvó la vida a la señora de Villefort. Ha ganado la carrera del jockey Club,
según parece. Pues yo sostengo, diga Morcef lo que quiera, que no se ocupa la gente en este momento
más que del conde de Montecristo, y que no se ocuparán sino de él por espacio de un mes, si continúa con
sus excentricidades, lo cual, por otra parte, parece que es su modo habitual de vivir.
-Es posible -dijo Morcef-, ¿pero quién ha tomado el palco del embajador de Rusia?
-¿Cuál? -preguntó la condesa.
-El intercolumnio principal, me parece completamente renovado.
-En efecto -dijo Chateau-Renaud-, ¿había en él alguien durante el primer acto?
-¿Dónde?
-En ese palco.
-No -repuso la condesa-, no he visto a nadie. De modo que -continuó, volviendo a la primera
conversación-, ¿creéis que es vuestro conde de Montecristo quien ha ganado el premio?
-Estoy seguro.
-¿Y quien me ha enviado la copa?
-Sin duda alguna.
-Pero yo no le conozco -dijo la condesa-, y tengo ganas de devolvérsela.
-¡Oh!, no lo hagáis, porque entonces os enviará otra tallada en algún zafiro o en algún rubí. Son sus
maneras de obrar, qué queréis, es preciso conformarse con sus manías.

En aquel instante se oyó la campanilla, que anunciaba que el segundo acto iba a empezar, y Alberto se
levantó para volver a su asiento.
-¿Os volveré a ver? -preguntó la condesa.
-En los entreactos, si lo permitís. Vendré a informarme de si puedo seros útil en algo aquí en París.
-Señores ---dijo la condesa-, todos los sábados por la noche, calle de Rivoli, 22, estoy en mi casa para
los amigos.

Los jóvenes saludaron y salieron del palco de la condesa.

Cuando entraron en el salón vieron a todos los espectadores de la

platea en pie, con los ojos fijos en un solo punto. Sus miradas siguieron la dirección general, y se
detuvieron en el antiguo palco del embajador de Rusia. Un hombre vestido de negro, de treinta y cinco a
cuarenta años, acababa de entrar en él con una mujer vestida a la usanza oriental. La mujer era
admirablemente hermosa y el traje de tal riqueza, que, como hemos dicho, todos los ojos se habían vuelto
hacia ella.
-¡Cómo! -dijo Alberto-. Montecristo y su griega.

En efecto, eran el conde y Haydée.

Al cabo de un instante, la joven era el objeto de la atención, no solamente del público de la platea, sino
de todo el teatro. Las mujeres se inclinaban fuera de los palcos para ver brillar bajo los luminosos rayos
de la lucerna, aquella cascada de diamantes.

El segundo acto desarrollóse en medio del sordo rumor que indica en las grandes reuniones de personas
un suceso notable. Nadie pensó en gritar que callaran. Aquella mujer tan joven, tan bella, tan deslumbrante,
era el espectáculo más curioso que se hubiera podido ver.

Esta vez, una señal de la señora Danglars indicó claramente a Alberto que la baronesa deseaba que la
visitase en el entreacto siguiente. Morcef era demasiado amable para hacerse esperar cuando le indicaban
claramente que le estaban esperando. Concluido el acto, se apresuró a subir al palco. Saludó a las dos
señoras, y presentó la mano a Debray. La baronesa le acogió con una encantadora sonrisa y Eugenia con
su frialdad habitual.
-A fe mía, querido -dijo Debray-, aquí tenéis a un hombre sumamente apurado, y que os llama para que
le saquéis del compromiso. La señora baronesa me anonada a fuerza de preguntas respecto del conde, y
quiere que yo sepa de dónde es, de dónde viene, adónde va. ¡A fe mía!, yo no soy Cagliostro, y para
librarme de sus preguntas, dije: Averiguad todo eso por medio de Morcef, conoce a Montecristo bastante
a fondo, y entonces fue cuando os llamaron.
-¿No es increíble? -dijo la baronesa- que teniendo medio millón de fondos secretos a su disposición, no
esté mucho mejor instruido?
-Señora -dijo Luciano-, creed que si yo tuviese medio millón a mi disposición, lo emplearía en otra
cosa que no en tomar informes sobre el señor de Montecristo, que a mis ojos no tiene otro mérito que el
ser dos veces más rico que un nabab. Pero he cedido la palabra a mi amigo Morcef, arreglaos con él.
-Seguramente un nabab no me habría enviado dos caballos de treinta mil francos v cuatro diamantes de
cinco mil francos cada uno.
-¡Oh!, los diamantes -dijo Morcef riendo-, ésa es su manía. Yo creo que, cual otro Potemkin, lleva
siempre los bolsillos llenos, y los va derramando por el camino.
-Debe haber encontrado alguna mina -dijo la señora Danglars-. ¿Sabéis que tiene un crédito ilimitado
sobre la casa del barón?
-No, no lo sabía -respondió Alberto-, pero se comprende muy bien.
-¿Y que ha anunciado al señor Danglars que pensaba permanecer un año en París y gastar seis
millones?
-Es el sha de Persia que viaja de incógnito.
-Y esa mujer, señor Luciano -dijo Eugenia-, ¿habéis reparado qué hermosa es?
-En verdad, señorita, jamás conocí a otra que supiera hacer justicia como vos.

Luciano acercó su lente a su ojo derecho.
-Encantadora -dijo.
-¿Y sabe el señor de Morcef quién es esa mujer?
-Señorita -dijo Alberto-, casi lo sé. Quiero decir, como sé todo lo que concierne al misterioso personaje
de que nos ocupamos. Esa mujer es una griega.
-Eso se conoce fácilmente por su traje, y no me habéis dicho sino lo que todo el salón sabe tan bien
como nosotros.
-Siento -dijo Morcef- ser un cicerone tan ignorante, pero confieso que ahí acaban todos mis
conocimientos. Sé, además, que es música, porque un día que almorcé en casa del conde, oí los sonidos
de una guzla que sin duda estaba tocando ella.
-¿Recibe vuestro conde? -preguntó la señora Danglars.
-Y de una manera espléndida, os lo aseguro.
-Es preciso que me empeñe con el señor Danglars para que le ofrezca alguna comida, algún baile, a fin
de que nos lo devuelva.
-¡Cómo! ¿Iríais a su casa? -dijo Debray riendo.
-¿Por qué no? ¡Con mi marido!
-Pero si es soltero el misterioso conde.
-Ya veis que no lo es -dijo riendo la baronesa señalando a la bella griega.
-Esa mujer es una esclava, según él mismo me ha dicho.
-Convenid, mi querido Luciano -dijo la baronesa-, que más bien tiene aire de una princesa.
-De las Mil y una noches.
-De las Mil y una noches, no digo, ¿pero qué es lo que hace de ella una princesa? Los diamantes, y en
ésa no se ve otra cosa.
-Lleva demasiados -dijo Eugenia-; estaría más hermosa sin ellos, porque quedarían al descubierto su
cuello y sus brazos, que son de encantadoras formas.
-¡Oh!, la artista -dijo la señora Danglars-, ¡cómo se entusiasma!
-¡Me apasiona todo lo hermoso! -dijo Eugenia.
-Pero ¿qué decís entonces del conde? -dijo Debray-. Me parece también muy buen mozo.
-¿El conde? -dijo Eugenia, como si aún no le hubiese mirado-, el conde está demasiado pálido.
-Precisamente en esa palidez -dijo Morcef- está el secreto que buscamos. La condesa G... dice que es
un vampiro.
-¿Está de vuelta la condesa G... ? -preguntó la baronesa.
-En ese palco de al lado -dijo Eugenia-, casi enfrente de nosotros, madre mía. Esa mujer de unos
cabellos rubios admirables, ella es.
-¡Ah! , sí -repuso la señora Danglars-, ¿no sabéis lo que debierais hacer, Morcef?
-Mandad, señora.
-Ir a hacer una visita a vuestro conde de Montecristo y traérnoslo.
-¿Para qué? -dijo Eugenia.
-¡Oh!, para hablarle. ¿No tienes tú curiosidad por verle?
-Absolutamente ninguna.
-¡Qué rara eres! -murmuró la baronesa.
-¡Oh! -dijo Morcef-, vendrá probablemente él mismo. Ya os ha visto, señora, y os saluda.

La baronesa devolvió al conde su saludo acompañado de la más encantadora sonrisa.
-Vamos -dijo Morcef-, me sacrifico. Os dejo, y voy a ver si hay medio de hablarle.
-Id a su palco, es lo más sencillo.
-Pero aún no he sido presentado...
-¿A quién?
-A la bella griega.
-Es una esclava, según decís.
-Sí, pero vos decís que es una princesa... No. Espero que me vea salir, y él también saldrá.
-Es posible, id.
-Ahora mismo.

Morcef saludó y se fue.

Efectivamente, en el momento en que pasaba delante del palco del conde, se abrió la puerta, el conde
dijo algunas palabras en árabe a Alí, que estaba en el corredor, y se cogió del brazo de Morcef.

Alí cerró la puerta de nuevo y se quedó en pie a su lado. Había en el corredor un círculo de gente que
rodeaba al nubio.
-En verdad -dijo Montecristo-, vuestro París es una ciudad extraña, y vuestros parisienses un pueblo
singular. Diríase que es la primera vez que ven a un nubio. Miradlos estrecharse alrededor de ese pobre
Alí, que no sabe qué significa eso.. Sólo os digo una cosa, y es que un parisiense puede ir a Túnez, a
Constantinopla, a Bagdad o al Cairo, y la gente no le rodeará como hacen aquí.
-Es que vuestros orientales son personas sensatas, y no miran lo que no vale la pena de mirar, pero,
creedme, Alí no goza de esa popularidad sino porque os pertenece, y a estas horas vos sois el hombre de
moda.
-¡De veras! ¿Y qué es lo que me vale ese favor?
-¡Diantre!, vos mismo. Regaláis caballos que valen mil luises. Salváis la vida a la mujer del procurador
del rey. Hacéis correr bajo el nombre del mayor Black caballos de raza y jockeys como un puño. En fin,
ganáis copas de oro y las enviáis a una mujer bellísima por cierto.
-¿Y quién diablo os ha contado todas esas tonterías?
-Primero, la señora Danglars, que se muere de deseos por veros en su palco, o más bien porque os vean
en él. Después, el periódico de Beauchamp, y últimamente mi imaginación. ¿Por qué llamabais a vuestro
caballo, Vampa, si queréis guardar el incógnito?
-¡Ah! ¡Es verdad! -dijo el conde-, es una imprudencia. Pero, decidme, ¿el conde de Morcef viene
algunas veces a la ópera? Le he buscado por todas partes y no lo he visto.
-Vendrá esta noche.
-¿Dónde?
-Creo que al palco de la baronesa.
-¿Esa encantadora joven que está con ella es su hija?
-Sí.
-Os doy mis parabienes.

Morcef se sonrió.
-Ya hablaremos de esto más tarde y detalladamente -dijo¿Qué decís de la música?
-¿De qué música?
-¿De qué ha de ser...?, de la que acabamos de oír.
-Digo que es una música muy hermosa, para ser compuesta por un compositor humano, y cantada por
pájaros sin plumas, como decía Diógenes.
-¡Ah!, querido conde, ¡parece que pudierais oír cantar los siete coros del Paraíso!
-Así es, en efecto. Cuando quiero oír música admirable, vizconde, como ningún mortal la ha oído,
duermo.
-Pues bien, querido conde, dormid. La ópera no se ha inventado para otra cosa.
-No, de veras. Vuestra orquesta hace demasiado ruido. Para dormir yo con el sueño de que os hablo,
necesito tranquilidad y silencio, y además cierta preparación...
-¡Ah! ¿El famoso hachís?
-Exacto, vizconde, cuando queráis oír música, venid a cenar conmigo.
-Pero ya la oí cuando fui a almorzar a vuestra casa -dijo Morcef.
-¿En Roma?
-Sí.
-¡Ah! , era la guzla de Haydée. Sí, la pobre desterrada se entretiene a veces en tocar algunos aires de su
país.

Morcef no insistió más. Por su parte, el conde se calló también.

En este momento oyóse la campanilla.
-Disculpadme -dijo el conde dirigiéndose hacia su palco.
-¡Cómo!
-Mil recuerdos de parte mía a la condesa G..., de parte de su vampiro.
-¿Y a la baronesa?
-Decidle que, si lo permite, iré a ofrecerle mis respetos después de que termine el acto.

El tercer acto empezó.

Durante el mismo, entró el conde de Morcef en el palco de la señora Danglars, según lo había
prometido.

El conde no era uno de esos hombres que causaban impresión con su presencia. Así, pues, nadie reparó
en su llegada más que las personas en cuyo palco entraba.

Montecristo le vio, sin embargo, y sonrió ligeramente.

En cuanto a Haydée, no veía nada mientras el telón estaba levantado; como todas las naturalezas
primitivas, adoraba todo lo que habla al oído y a la vista.

El tercer acto transcurrió como de costumbre. La señorita Noblet, Julia y Leroux, cantaron sus
respectivos papeles. El príncipe de Granada fue desafiado por Roberto-Mario. En fin, este majestuoso rey
dio su vuelta por el tablado para lucir su manto de terciopelo llevando a su hija de la mano. Bajó después
el telón y toda la concurrencia se dispersó.

El conde salió de su palco, y poco después apareció en el de la baronesa Danglars.

Esta no pudo contener un ligero grito, mezcla de sorpresa y alegría.
-¡Ah!, venid, señor conde -exclamó-, porque, a la verdad, deseaba añadir mis gracias verbales a las que
ya os he dado por escrito.
-¡Oh!, señora-dijo el conde-, ¿aún os acordáis de esa bagatela? Yo ya la había olvidado.
-Sí, pero jamás se olvida que al día siguiente salvasteis a mi amiga, la señora de Villefort, del peligro
que le hicieron correr los mismos caballos.
-Tampoco esta vez, señora, merezco vuestras gracias. Fue Alí, mi nubio, quien tuvo el honor de prestar
a la señora de Villefort este eminente servicio.
-¿Y fue también Alí -dijo el conde de Morcef- quien sacó a mi hijo de las manos de los bandidos
romanos?
-No, señor conde ---dijo Montecristo, estrechando la mano que le presentaba el general-. No; ahora a
quien toca dar las gracias es a mí. Vos ya me las habéis dado, yo las he recibido, y me avergüenzo de que
me deis tanto las gracias. Señora baronesa, hacedme el honor, os lo suplico, de presentarme a vuestra
encantadora hija.
-¡Oh!, por lo menos de nombre ya estáis presentado, porque hace dos o tres días que no hablamos más
que de vos. Eugenia -continuó la baronesa, volviéndose hacia su hija-, el señor conde de Montecristo .

El conde se inclinó, la señorita Danglars hizo un leve movimiento de cabeza.
-Estáis en vuestro palco con una mujer admirable, señor conde -dijo Eugenia-, ¿es vuestra hija?
-No, señorita -dijo Montecristo, asombrado de aquella ingenuidad extremada o de aquel asombroso
aplomo-, es una pobre griega de la que soy tutor.
-¿Y se llama... ?
-Haydée -respondió Montecristo.
-¡Una griega! -murmuró el conde de Morcef.
-Sí, conde -dijo la señora Danglars-, y decidme si habéis visto nunca, en la corte de Alí-Tebelin, donde
habéis servido tan gloriosamente, un vestido tan precioso como el que tenemos delante.
-¡Ah! -dijo Montecristo-, ¿habéis servido en Janina, señor conde?
-He sido general instructor de las tropas del bajá -respondió Morcef-, y mi poca fortuna proviene de las
liberalidades del ilustre jefe albanés, no tengo reparo en decirlo.
-¡Pues vedla ahí! -insistió la señora Danglars.
-¡Dónde! -balbució Morcef.
-Allí -dijo Montecristo.

Y apoyando el brazo sobre el hombro del conde, se inclinó con él fuera del palco.

En este momento, Haydée, que buscaba al conde con la vista, descubrió su cabeza pálida al lado de la
de Morcef, a quien tenía abrazado.

Esta vista produjo en la joven el efecto de la cabeza de Medusa. Hizo un movimiento hacia adelante,
como para devorar a los dos con sus miradas, y al mismo tiempo se retiró al fondo del palco lanzando un
débil grito, que fue oído, sin embargo, de las personas que estaban próximas a ella, y de Alí, que al punto
abrió la puerta.
-¿Cómo? -dijo Eugenia-. ¿Qué acaba de sucederle a vuestra pupila, señor conde?, parece que se ha
sentido indispuesta.
-Así es -dijo el conde-, pero no os asustéis, señorita. Haydée es muy nerviosa, y por consiguiente muy
sensible a los olores. Un perfume que le sea antipático, basta para causarle un desmayo. Pero -añadió el
conde, sacando un pomo del bolsillo-, tengo aquí el remedio.

Y tras haber saludado a la baronesa y a su hija, cambió un apretón de mano con el conde y con Debray,
y salió del palco de la señora Danglars.

Cuando entró en el suyo, Haydée estaba aún muy pálida. Apenas le vio, le cogió una mano.
Montecristo notó que las manos de la joven estaban húmedas y heladas.
-¿Con quién hablabais, señor? -preguntó la griega.
-Con el conde de Morcef, que estuvo al servicio de lo ilustre padre, y que confiesa deberle su fortuna
-respondió el conde.
-¡Ah, miserable! -exclamó Haydée-, él fue quien lo vendió a los turcos y esa fortuna es el pago de su
traición. ¿No sabíais eso?
-Había oído algo de esa historia en Epiro -dijo Montecristo-, pero ignoraba los detalles. Ven, hija mía,
ven y me lo contarás. Debe ser algo curioso.
-¡Oh!, sí, vamos, vamos. Me parece que me moriría, si permaneciese más tiempo viendo a ese hombre.

Y levantándose vivamente, Haydée se envolvió en su albornoz de cachemira blanco, bordado de perlas
y de coral, y salió en el momento en que se levantaba el telón.
-¡En nada se parece ese hombre a los demás! -dijo la condesa G... a Alberto, que había vuelto a su
lado-. Escucha religiosamente el tercer acto de Roberto y se marcha cuando va a empezar el cuarto.