JULIETTE, segunda parte

SEGUNDA PARTE
El Sr. de Saint-Fond era un hombre de alrededor de cincuenta años, ingenioso, con un carácter muy falso,
muy traidor, libertino, feroz, infinitamente orgulloso, que poseía el arte de robar a Francia hasta el infinito,
y el de distribuir cartas con el sello real de encarcelamiento por el solo deseo de sus más mínimas pasiones.
Más de veinte mil individuos de todo sexo y de toda edad gemían, por sus órdenes, en las diferentes fortalezas
reales que ha heredado Francia; y entre estos veinte mil seres -me decía un día, con mucha gracia- te
juro que no hay uno solo que sea culpable. D’Albert, primer presidente del parlamento de París, estaba también
en la comida; sólo cuando entrábamos me previno Noirceuil.
-Debes las mismas consideraciones -me dice- a ese personaje que al otro; hace doce horas era dueño de
tu vida, sirves de compensación a los miramientos que tuvo contigo; ¿podía pagarle mejor?

Cuatro muchachas encantadoras componían, junto con Mme. de Noirceuil y conmigo, el serrallo ofrecido
a estos señores. Estas criaturas, vírgenes todavía, eran de la casa de la Duvergier. La más joven se llamaba
Eglée, rubia, de trece años y con un rostro encantador. Seguía Lolotte, era el vivo retrato de Flora; nunca se
vio tanta frescura; apenas tenía quince años. Henriette tenía dieciséis, y reunía por sí sola más atractivos de
los que los poetas cantaron a las tres Gracias. Lindane tenía diecisiete años; digna de ser pintada, ojos con
una singular expresión, y el cuerpo más hermoso que sea posible ver.

Seis jóvenes, de quince años, nos servían desnudos y peinados como mujeres: cada uno de los libertinos
que asistía a la comida tenía, como veis por este arreglo, cuatro objetos de lujuria a sus órdenes: dos mujeres
y dos muchachos. Como ninguno de estos individuos estaba todavía en el salón cuando yo aparecí, d
Albert y Saint-Fond, después de haberme besado, mimado y alabado durante un cuarto de hora, me felicitaron
por mi aventura.
-Es una encantadora pequeña criminal -dice Noirceuil- y que, por la sumisión más ciega a las pasiones de
sus jueces, viene a agradecerles la vida que les debe.
-Me habría molestado quitársela --dice d’Albert-: por algo lleva Thémis una venda; y estaréis de acuerdo
en que cuando se trata de juzgar a bonitos seres como estos, debemos tenerla siempre delante de los ojos.
-Le prometo la más absoluta impunidad para su vida -dice Saint-Fond-; puede hacer absolutamente todo
lo que quiera, le juro que la protegeré en todos sus extravíos y que la vengaré, si lo exige la ocasión, de
todos aquellos que quieran turbar sus placeres, por muy criminales que puedan ser.
-Le prometo otro tanto -dice d Albert-; le prometo además para mañana una carta del canciller que la
pondrá al abrigo de todas las persecuciones que, por cualquier tribunal, pudiesen intentarse contra ella en
todo el territorio de Francia. Pero, Saint-Fond, yo exijo algo más; todo lo que estamos haciendo es absolver
el crimen, pero hay que estimularlo: por consiguiente, te pido para ella una pensión de dos mil hasta veinticinco
mil francos, en razón del crimen que cometa.
-Juliette -dice Noirceuil- creo que hay aquí poderosos motivos para que des a tus pasiones toda la amplitud
que pueden tener, y para que no nos ocultes ninguno de tus extravíos. Pero hay que convenir señores prosiguió
mi amante sin darme tiempo a responder que hacéis un uso maravilloso de la autoridad que os
han confiado las leyes y el monarca.
-El mejor posible respondió Saint-Fond-; nunca se actúa mejor que cuando se está trabajando para uno
mismo; nos han concedido esta autoridad para que hagamos felices a los hombres: ¿acaso no la utilizamos
haciendo la nuestra y la de esta amable niña?
-Al investirnos con esta autoridad -dice d’Albertno nos han dicho: haréis la felicidad de tal o cual individuo,
abstracción hecha de tal o cual otro; simplemente nos han dicho: los poderes que os transmitimos
son para que hagáis la felicidad de los hombres; ahora bien, es imposible hacer a todo el mundo igualmente feliz; por consiguiente, desde el momento que hay entre nosotros algunos contentos, nuestro fin está cumplido.
-Pero --dice Noirceuil, que sólo discutía para hacer brillar mejor a sus amigos- sin embargo, vos trabajáis
en la desgracia general al salvar a la culpable y al perder al inocente.
-Eso es lo que yo niego --dice Saint-Fond-; el vicio hace mucho más feliz que la virtud: por lo tanto sirvo
mucho mejor a la felicidad general protegiendo el vicio que recompensando la virtud.
-¡Estos son sistemas propios de pícaros como vos! --dice Noirceuil.
-Amigo mío --dice d’Albert-, ya que también hacen vuestra alegría, no os quejéis.
-Tenéis razón -dice Noirceuil-, además, me parece que deberíamos actuar más en vez de charlar. ¿Deseáis
tener a Juliette sola un momento, antes de que lleguen?
-No, yo no -dice d’Albert-, no tengo ningún interés en los téte-à-téte, soy muy torpe... La gran necesidad
que tengo de ser ayudado en estas cosas hace que me guste tanto aguardar hasta que todo el mundo esté
aquí. -No pienso así -dice Saint-Fond- y voy a pasar un rato con Juliette al fondo de este cuarto.

Apenas estuvimos allí, Saint-Fond me anima a que me desnude. Mientras obedezco:
-Me han asegurado -me dice-, que tendréis una ciega complacencia para mis fantasías, repugnan un poco,
lo sé, pero cuento con vuestra aceptación. Sabéis lo que he hecho por vos, haré todavía más: sois malvada,
vengativa; pues bien -prosiguió mientras me entregaba seis cartas de encarcelamiento en blanco, que sólo
había que llenar-para, hacer perder la libertad a quien bien me pareciese- esto es para que os divirtáis; además,
tomad este diamante de mil luises, para pagaros el placer que tengo en conoceros esta noche... Tomad,
tomad, todo esto no me cuesta nada: es dinero del Estado.
-En verdad, monseñor, estoy confundida con tantas bondades.
- ¡Oh!, no me detendré en esto; quiero que vengáis a verme a mi casa; necesito una mujer que, como vos,
sea capaz de todo; quiero encargaron la partida de los venenos.
-¿Qué, monseñor, vos servís semejantes cosas?
-Es preciso, ¡hay tanta gente de la que estamos obligados a deshacernos!... ¿no sentiréis escrúpulos, espero?
- ¡Ah!, ¡ni el más mínimo, monseñor!, os juro que no hay en el mundo un crimen capaz de aterrorizarme,
y no hay ni uno sólo que no cometa con placer.
-¡Ah!, besadme, ¡sois encantadora! -dice Saint-Fond-, ¡y bien!, en medio de lo que me prometéis aquí,
renuevo mi juramento de conseguiros la más completa impunidad. Haced por vuestra cuenta lo que mejor
os parezca: os aseguro que os sacaré de todas las malas aventuras que pudiesen sucederos. Pero tenéis que
demostrarme enseguida que sois capaz de realizar el trabajo al que os destino. Tomad -me dice entregándome
una cajita-, sentaré cerca de vos a la muchacha que me apetezca para que caiga en la prueba; acariciadla
bien: el fingimiento es el manto del crimen; engañadla lo más hábilmente posible y echad este polvo,
en los postres, en uno de los vasos de vino que se le servirán: el efecto no será largo; en eso reconoceré si
sois digna de mí; y, en tal caso, vuestro puesto os espera.
-¡Oh!, monseñor -respondí con calor-, estoy a vuestra disposición; dadme, dadme, y veréis cómo me
comportaré.
-¡Encantadora!..., ¡encantadora!... Ahora, divirtámonos, señorita, vuestro libertinaje me excita... Sin embargo,
antes de nada, permitidme que os ponga al corriente de una fórmula de la que es esencial que no os
alejéis: os prevengo de que nunca tenéis que apartaros del profundo respeto que yo exijo y que se me debe
por más de una razón; en esto soy un orgulloso implacable. Nunca me oiréis tutearos; imitadme, sobre todo,
no me llaméis nunca más que monseñor; hablad en tercera persona siempre que podáis, y estad siempre
delante de mí en actitud respetuosa. Independientemente del puesto eminente que ocupo, mi nacimiento es
de los más ilustres, mi fortuna enorme, y mi crédito superior al del mismo rey. Es imposible no ser muy
vanidoso cuando se está en tal situación: el hombre poderoso que, por una falsa popularidad, consiente en
dejar que se le acerquen, se humilla y rebaja enseguida. La naturaleza ha colocado a los grandes en la tierra
como a los astros en el firmamento; deben iluminar el mundo y nunca descender a él. Mi orgullo es tal que querría que me sirviesen sólo de rodillas, hablar siempre a esa vil canalla que se llama pueblo mediante un
intérprete, y detesto todo lo que no está a mi altura.
-En este caso -digo- monseñor debe odiar a mucha gente, porque hay muy pocos seres aquí abajo que
puedan igualarse a él.
-Muy pocos, tenéis razón señorita; también aborrezco al mundo entero, excepto los dos amigos que veis
ahí, y algunos otros: odio soberanamente a todos los demás.
-Pero monseñor -me tomé la libertad de decir a este déspota-, ¿acaso los caprichos del libertinaje a los
que os entregáis no os quitan un poco de esa altura en la que me parece que siempre desearíais estar?
-No -dice Saint-Fond- todo eso se alía, y para cabezas dispuestas como las nuestras, la humillación de
ciertos actos de libertinaje sirve de alimento al orgullo (1).

(1) Eso es fácil de comprender: se hace lo que nadie hace; por lo tanto, se es único en su género. Ese es el
pasto del orgullo.
Y como yo estaba desnuda:
-¡Ah!, ¡qué hermoso culo, Juliette! -me dice el disoluto mirándolo-, me habían dicho que era soberbio,
pero supera su fama; inclinaos para que sumerja mi lengua... ¡Ah, Dios!, está de una limpieza queme desespera:
¿no os ha dicho Noirceuil en qué estado quería encontrar este culo?
-No, señor.
-Lo quería enmierdado... lo quería sucio... es de una frescura que me desespera. Vamos, arreglemos esto
con otra cosa. Tomad, Juliette, aquí está el mío... está en el estado en que quería el vuestro: encontraréis
mierda en él... Poneos de rodillas delante de él, adoradlo, felicitaos por el honor que os concedo al permitiros
que ofrezcáis a mi culo el homenaje que querría rendirle toda la tierra... ¡Cuán felices serían otros seres
por estar en vuestro lugar! Si los dioses descendiesen hasta nosotros, ellos mismos desearían gozar de este
favor. Chupad, introducid vuestra lengua; nada de repugnancia, hija mía.

Y fuesen las que fuesen las que yo sintiese, las vencí; mi interés hacía de eso una ley. Hice todo lo que
deseaba el libertino: le chupé los huevos, me dejé abofetear, pero en la boca, cagar en el pecho, escupir y
mear en el rostro, dar tirones a mis pezones, dar patadas en el culo, bofetones, y, al final, joder en el culo,
donde no hizo más que excitarse, para descargarme después en la boca, con la orden de tragar su esperma.

Hice todo; la más ciega docilidad coronó todas sus fantasías. ¡Divinos efectos de la riqueza y el crédito,
todas las virtudes, todas las voluntades, todas las repugnancias se quebrarán ante vuestros deseos, y la esperanza
de ser acogidos por vosotros, someterá a vuestros pies a todos los seres y todas las facultades de esos
seres! La descarga de Saint-Fond era brillante, decidida, violenta; entonces pronunciaba en voz alta las
blasfemias más fuertes y más impetuosas; su pérdida era considerable, su esperma ardiente, espeso y sabroso,
su éxtasis elevado, sus convulsiones violentas y su delirio muy pronunciado. Su cuerpo era hermoso,
muy blanco, el culo más hermoso del mundo, sus huevos muy gordos, y su miembro musculoso podía tener
siete pulgadas de largo, por seis de grueso; estaba rematado con una cabeza de dos pulgadas al menos, mucho
más gorda que la mitad del miembro, y casi siempre desmochada. Era alto, bien construido, la nariz
aquilina, gruesas cejas, hermosos ojos negros, bonitos dientes y el aliento muy puro. Cuando acabó, me
preguntó si no era verdad que su semen era excelente...
-Pura crema, monseñor, ¡pura crema! -respondí-, es imposible tragar uno mejor.
-Alguna vez os concederé el honor de comerlo -me dice-, y también tragaréis mi mierda, cuando esté contento
de vos. Vamos, poneos de rodillas, besad mis pies, y agradecedme todos los favores que he querido
dejaros recoger hoy.

Obedezco, y Saint-Fond me besó jurando que estaba encantado conmigo. Un bidet y algunos perfumes
hicieron desaparecer todas las manchas con que estaba mancillada. Salimos; cuando atravesábamos los
apartamentos que nos separaban del salón de la reunión, Saint-Fond me recuerda la caja.
-¡Y qué! -ligo-, una vez disipada la ilusión, ¿os ocupa todavía el crimen?
-¡Cómo! -me dice este hombre terrible-, ¿acaso has tomado mi propuesta por una efervescencia de la cabeza?
-Así lo había creído.
-Te engañas; son cosas necesarias cuyo proyecto excita mis pasiones, pero que, aunque concebidas en el
momento de un delirio, no deben dejar de ser ejecutadas en la calma.
-Pero ¿vuestros amigos lo saben? -¿Acaso lo dudas?
-Habrá una escena.
-En absoluto, estamos acostumbrados a eso. ¡Ah!, si todos los rosales del jardín de Noirceuil dijesen a
qué sustancias deben su belleza... Juliette... Juliette ¡no hay bastantes verdugos para nosotros!
-Estad tranquilo, monseñor, os he dado mi juramento de obediencia, y lo mantendré.

Volvimos. Nos esperaban; las mujeres habían llegado. En cuanto aparecimos, d’Albert mostró el deseo
de pasar al dormitorio con Mme. de Noirceuil, Henriette, Lindane y dos muchachos, y sólo cuando después
vi actuar a d’Albert, me di cuenta de sus gustos. Me quedé sola con Lolotte, Eglée, cuatro muchachos, el
ministro y Noirceuil; nos entregamos a algunas escenas lujuriosas;, las dos muchachitas, con medios más o
menos parecidos a los que había utilizado yo, intentaron volver a excitar a Saint-Fond; lo lograron; Noirceuil,
espectador, se hacía joder mientras me besaba las nalgas. Saint-Fond acarició mucho a los jóvenes y
tuvo unos minutos de conversación secreta con Noirceuil; ambos reaparecieron muy excitados, y, habiéndose
unido a nosotros el resto de la gente, nos sentamos a la mesa.

Juzgad, amigos míos, mi sorpresa cuando, recordando la orden secreta que me habían dado, veo que con
la mayor afectación colocan a Mme. de Noirceuil junto a mí.
-Monseñor -digo en voz baja a Saint-Fond, que se sentaba al otro lado-... ¡Oh!, monseñor, así pues, ¿es
esa la víctima elegida?
-Con toda seguridad -me dice el ministro-, reponeos de esa turbación; os rebaja ante mí; una semejante
pusilanimidad más y perdéis mi estima para siempre.

Me senté; la comida fue tan deliciosa como libertina; las mujeres, arregladas apenas, exponían a los manoseos
de estos disolutos todos los encantos que les habían distribuido las Gracias. Uno tocaba un pecho
apenas abierto, el otro manoseaba un culo más blanco que el alabastro; solamente ` nuestros coños eran
poco festejados: no es con tales gentes con quienes hacen fortuna atractivos semejantes; convencidos de que
es preciso ultrajar con frecuencia a la naturaleza para reconquistarla, sólo ofrecen el incienso a aquellas
partes cuyo culto se dice que está prohibido por ella. Los vinos más exquisitos, los platos más suculentos
calientan las cabezas, y Saint-Fond agarra a Mme. de Noirceuil; el criminal se excitaba con el atroz crimen
que su pérfida imaginación maquinaba contra esta infortunada; la lleva a un canapé, en una punta del salón,
y la sodomiza mientras me ordena que vaya a cagarle en la boca; cuatro jóvenes muchachos se colocan de
manera que excita a cada uno con una mano, mientras un tercero encoña a Mme. de Noirceuil, y un cuarto,
situado más alto que yo, me hace chupar su miembro; un quinto da por el culo a Saint-Fond.
-¡Ah!, ¡santo cielo! -exclama Noirceuil-, ¡este grupo es encantador! No conozco nada tan bonito como ver
joder así a la mujer de uno; no la tratéis con miramientos, Saint-Fond, os lo ruego.

Y colocando las nalgas de Eglée a la altura de su boca, hace cagar en ella a esta pequeña, mientras que él
sodomiza a Lindane y el sexto muchacho lo da por el cu lo a él. D’Albert, uniéndose al cuadro, viene a
completar la partida izquierda; sodomiza a Henriette, besando el culo del muchacho que fornica al ministro,
y manosea, a derecha e izquierda, todo lo que sus manos pueden alcanzar.

¡Ah!, ¡cuán necesario hubiese sido aquí un grabador para transmitir a la posteridad este voluptuoso y divino
cuadro! Pero la lujuria, al coronar demasiado pronto a nuestros actores, quizás no hubiese dado al artista
el tiempo necesario para captarlos. No es fácil para el arte, que no tiene movimiento, plasmar una acción
cuyo movimiento afecta a toda el alma; y esto es lo que hace del grabado a la vez el arte más difícil y
más ingrato.

Volvimos a sentarnos a la mesa.
-Mañana --dice el ministro- tengo que expedir una carta de procesamiento contra un hombre culpable de
un extravío bastante singular. Es un libertino que, como vos, Noirceuil, tiene la manía de hacer fornicar a
su mujer por un extraño; esta esposa, que sin duda os parecerá muy extraordinaria, ha hecho la tontería de quejarse de una fantasía que haría la felicidad dé muchas otras. Las familias se han mezclado en todo esto
y, definitivamente, quieren que haga encerrar al marido.
-Ese castigo es demasiado duro -dice Noirceuil. -Y yo lo encuentro demasiado suave -dice d’Albert-; hay
un montón de países donde harían perecer a un hombre como ese.
- ¡Oh!, ¡así es como son ustedes, los señores golillas! -dice Noirceuil : felices cuando corre la sangre. Las
horcas de Thémis son vuestra casa; os excitáis pronunciando una sentencia de muerte, y a menudo descargáis
cuando la hacéis ejecutar.
-Sí, eso me ha sucedido algunas veces -dice d’Albert-, ¿pero qué inconveniente hay en hacerse un placer
de los deberes?
-Ninguno, sin duda -dice Saint-Fond-, pero volviendo a la historia de nuestro hombre, estaréis de acuerdo
con que hay mujeres muy ridículas en el mundo.
-Es que -dice Noirceuil- hay un montón que creen haber cumplido sus deberes hacia el marido, cuando
han respetado su honor, y que les hacen comprar esta virtud tan mediocre por la acritud y la devoción, y
sobre todo por negaciones constantes a todo lo que se aleje de los placeres permitidos. Constantemente a
caballo sobre su virtud, las putas de esta calaña se imaginan que nunca las respetan demasiado, y que, de
acuerdo con esto, hay que permitirles la gazmoñería más ofensiva sin ningún reproche. ¿Quién no preferiría
a una mujer tan zorra como os la queráis imaginar, pero que disimulase sus vicios con una complacencia
sin límites, con una sumisión completa a todas las fantasías de su marido? ¡Y!, ¡jodan, señoras, jodan todo
lo que les plazca! Para nosotros es la cosa más indiferente del mundo; pero atended nuestros deseos, satisfacedlos
sin ningún escrúpulo; transformaos para complacernos, desempeñad ambos sexos a la vez, convertíos
en niñas incluso, a fin de dar a vuestros esposos el extremo placer de azotaros, y estad seguras de que
con tales extravíos, cerrarán los ojos a todo lo demás. Para mí, estos son los únicos procedimientos que
pueden mitigar el horror del lazo conyugal, el más terrible, el más detestable de todos aquéllos con los que
los hombres hicieron la locura de atarse.
- ¡Ah!, Noirceuil, ¡no sois galante! -dice Saint-Fond, apretando un poco más fuerte los pezones de la mujer
de su amigo-, ¿olvidáis que vuestra esposa está aquí?
-No por mucho tiempo, espero -respondió malvadamente Noirceuil.
-¿Cómo así? -dice d’Albert lanzando sobre la pobre una mirada tan falsa como hipócrita.
-Vamos a separarnos.
-¡Qué crueldad! -dice Saint-Fond, al que inflamaban extraordinariamente todas estas maldades, y quien,
excitando a un muchacho con su mano derecha, continuaba apretando con la izquierda los bonitos pezones
de Mme. de Noirceuil-... ¡Qué!, ¿váis a romper vuestros lazos... vínculos tan dulces?
-¿Pero no hace poco tiempo que duran?
-Pues bien --dice Saint-Fond, constantemente manoseando y vejando-, si abandonas a tu mujer, yo la tomo;
yo siempre he amado en ella ese aire de dulzura y de humanidad... ¡Besadme, bribona!

Y como estaba cubierta de lágrimas, a causa del daño que, desde hacía un cuarto de hora, le causaba
Saint-Fond, el libertino devora sus lágrimas limpiándolas con su lengua; después, prosiguiendo:
-Ciertamente, Noirceuil, separarse de una mujer tan bella (y la mordía), tan sensible (y la pellizcaba)... os
lo aseguro, amigo mío, es un crimen...
-¿Un crimen? --dice d’Albert-... sí, efectivamente, creo que Noirceuil va a romper sus lazos con un crimen.
-¡Oh, qué horror! --dice Saint-Fond, el cual, habiendo hecho que la desgraciada esposa se levantase,
empezó a tratarle cruelmente el trasero mientras le hacía empuñar el miembro-; mirad, amigos míos, creo
que tengo que sodomizarla una vez más para hacerle olvidar su pena.
-Sí dice d’Albert, acercándose a tomarla por delante-, y yo voy a encoñarla entretanto. Pongámosla en
seguida entre los dos; me gusta increíblemente esta manera de joder su parte próxima.
-¿Y entonces qué haré yo? -dice Noirceuil.
-Vos sujetaréis la vela y maquinaréis --dice el ministro.
-Quiero emplear mejor mi tiempo --dice el bárbaro esposo-, no ocupéis la cabeza de mi dulce compañera;
quiero-gozar con su rostro lleno de lágrimas, abofetearla de vez en cuando, mientras que doy por el culo a
Eglée, y dos muchachos se turnan en mi culo, depilaré los coños de Henriette y de Lolotte, y Lindane y
Juliette fornicarán ante nuestros ojos, una con el culo, otra con el coño, con los jóvenes que quedan.

La sesión fue tan larga como rebuscados habían sido los cuadros; los tres libertinos descargaron y la pobre
Noirceuil no salió de sus manos más que llena de golpes. D "Albert, al perder su semen, le había mordido
una teta con tal fuerza que estaba cubierta de sangre. Imitando a mis amos y fornicada perfectamente
por los dos jóvenes, confieso que descargué increíblemente igual que ellos; roja, desmelenada como una
bacante, les parecí deliciosa cuando salí de eso; sobre todo Saint-Fond no dejaba de colmarme de caricias.
-¡Cuán bien está así! -decía-, ¡cómo la embellece el crimen!

Y me chupaba indistintamente todas las partes del cuerpo.

Seguimos bebiendo, pero sin volvernos a sentar en la mesa; esta forma es infinitamente más agradable, y
uno se embriaga mucho más pronto si la utiliza. Las cabezas ardían de tal forma que hacían temblar a las
mujeres. Vi perfectamente que echaban sobre ellas miradas fulminantes y que sólo les dirigían palabras
llenas de amenazas y de invectivas., Sin embargo, dos cosas se veían claramente: que yo no estaba incluida
de ninguna manera en la conjuración y que ésta se dirigía casi exclusivamente a Mme. de Noirceuil; por
otra parte, lo que yo sabía contribuía a tranquilizarme.

Pasando alternativamente de las manos de Saint-Fond a las de su marido, y de las de éste a las de d’Albert,
la infortunada Noirceuil estaba ya muy maltratada: sus tetas, sus brazos, sus muslos, sus nalgas, y en
general todas las partes carnosas de su cuerpo, empezaban a tener las marcas sensibles de la ferocidad de
estos criminales, cuando Saint-Fond, que estaba muy excitado, la cogió, y, después de aplicarle previamente
doce golpes en el trasero y seis bofetadas de igual fuerza, la puso recta en medio del comedor, a una gran
distancia, con los pies sujetos al suelo y las manos atadas al techo. En cuanto estuvo en esta, postura, le
pusieron doce velas encendidas entre las piernas, de tal forma que las llamas, penetrando por una parte en
el interior de la vagina y por las paredes del ano, y por otra calcinando el monte y las nalgas, destacasen
vivamente los músculos del bonito rostro de esta mujer y los llevasen a las voluptuosas angustias del dolor.
Saint-Fond, armado con otra vela, la miraba atentamente durante esta crisis, haciéndose chupar el pito por
Lindane y el agujero del culo por Lolotte; cerca de allí, Noirceuil, haciéndose joder mientras mordía las
nalgas de Henriette, anunciaba a su mujer que iba a dejarla morir así, mientras que d Albert, sodomizando a
un muchacho y manoseando el culo de Eglée, animaba a Noirceuil a que tratase todavía peor a esta desgraciada
compañera de su suerte. Encargada de servir y cuidar de todo, me di cuenta de que las puntas de las
velas eran demasiado cortas para hacer sentir a la víctima el grado de dolor que se deseaba de ella; levanté
las llamas sobre un taburete; los gritos de la Noirceuil, que se hicieron insoportables, me valieron los mayores
aplausos de parte de sus verdugos. Fue entonces cuando Saint-Fond, con la cabeza extraviada, se permitió
una atrocidad; el criminal, con una vela que mantenía bajo la nariz de la paciente, le quemó las pestañas
y casi el ojo entero; d Albert, apoderándose igualmente de una vela, le calcinó la punta de una teta, y su
marido le quemó el pelo.

Singularmente calentada con este espectáculo, yo animaba a los autores y los llevaba a cambiar de suplicio.
Siguiendo mi consejo, la frotan con alcohol y la prenden fuego; por un momento parecía no formar
más que una llama, y, cuando la materia se apagó, su epidermis, totalmente quemada, le hacía horrible a la
mirada. No es posible imaginarse las alabanzas que me valió esta cruel idea. Saint-Fond, a quien calienta
increíblemente este acto criminal, deja la boca de Lindane para venir a darme por el culo, seguido por Lolotte
que, por orden suya, no deja de acariciarle el culo.
-¿Qué la haremos ahora? -me dice Saint-Fond, devorando mi boca a besos e introduciéndome su miembro
hasta las entrañas-; inventa, Juliette, inventa algo; tu cabeza es deliciosa, todo lo que propones es divino.
-Todavía hay que hacerle sentir mil tormentos -respondí- y cada uno más excitante que el otro.

E iba a proponer algunos, cuando Noirceuil, acercándose a nosotros, dice a Saint-Fond que tenía que
hacerle tragar en seguida la dosis con que yo estaba provista, antes de quitarle las fuerzas necesarias para que nos diese los medios de juzgar y gozar los efectos de este veneno. Consultamos a d’Albert y está de
acuerdo con esta opinión; desatamos a la dama y me la entregan.
-Querida infortunada -le digo después de haber mezclado el polvo en un vaso de vino de Alicante-, tragad
esto para reponeros y veréis cómo este brebaje reconfortará vuestros ánimos.

Nuestra imbécil traga con docilidad, y tan pronto como lo ha hecho, Noirceuil, que no había dejado de
sodomizarme mientras yo actuaba, celoso de no perder ninguna de las contorsiones de esta agonía, me deja
para acercarse a observar más de cerca a la víctima.
-Vais a morir -le dice-, ¿estáis dispuesta?
-La señora es demasiado razonable -prosiguió d Albert- para no darse cuenta de que cuando una mujer ha
perdido la consideración y la ternura de su esposo, que está disgustado y cansado de ella, lo más sencillo es
desaparecer.
-¡Oh, sí!, la muerte... ¡la muerte! -exclamó esta infortunada-, ¡es la última gracia que pido!... ¡En nombre
del cielo, no me la hagáis esperar!
-La muerte que deseas, infame bribona, está en tus entrañas -le dice Noirceuil, haciéndose excitar el
miembro ante los ojos de su triste esposa por uno de los jóvenes-, la has recibido de manos de Juliette; era
tal su afecto por ti que nos ha disputado la felicidad de envenenarte.

Y Saint-Fond, ebrio de lubricidad, no sabiendo ya lo que hacía, sodomizaba a d’Albert, el cual, prestándose
con complacencia a los sodomitas ataques de su amigo, devolvía a un hermoso joven todo lo que recibía
del ministro, cuyo ano acariciaba yo.
-Un poco de orden en todo esto -dice Noirceuil, que empezaba a darse cuenta, por las contorsiones de su
mujer, que era bueno no perderla de vista.

Hace poner una alfombra en medio de la habitación, sobre la que se tiende a la víctima, y formamos un
círculo alrededor de ella. Saint-Fond me da por el culo mientras acaricia a un muchacho con cada mano. D’
Albert es chupado por Henriette, él chupa un miembro acariciándolo con la mano derecha y con la izquierda
trabaja el culo de Lindane; Noirceuil da por el culo a Eglée, se le fornica, él chupa un miembro, y hace
joder a Lolotte sobre sus piernas por el sexto muchacho. Empiezan las crisis; son horribles, no es posible
hacerse idea de los efectos de este veneno; la pobre mujer se retorcía algunas veces hasta el punto de formar
tan sólo una bola; nada igualaba sus crispaciones, sus alaridos se hacían cada vez más espantosos; pero
habíamos tomado nuestras precauciones para no oír nada.
- ¡Oh, cuán delicioso es! -decía Saint-Fond, trabajando mi culo-; no sé lo que daría por sodomizarla en
ese estado.
-No hay nada más fácil -dice Noirceuil-, inténtalo, nosotros te la sujetamos.

La paciente, fuertemente agarrada por los jóvenes, presenta, a pesar de sus esfuerzos, el culo deseado por
Saint-Fond; el criminal se introduce en él.
-¡Oh, joder! -exclama-, no puedo aguantarlo.

D Albert lo sustituye, Noirceuil a continuación; pero en cuanto su desgraciad_ a esposa lo siente encima
de ella, sus esfuerzos se hacen terribles, y escapa a los que la sujetan y se lanza con furia sobre su verdugo;
Noirceuil aterrado se pone a salvo, y el círculo vuelve a formarse. -Dejémosla, dejémosla -dice Saint-Fond,
que acababa de volver a entrar en mi culo-; no hay que acercarse a una bestia venenosa cuando siente los
estertores de la muerte.

Sin embargo, Noirceuil, picado, quiere vengarse del insulto; maquina nuevos suplicios, a los que Saint-
Fond se opone, asegurando a su amigo que todo lo que podría hacer ahora a su víctima sólo serviría para
turbar el examen de los efectos del veneno que se proponía hacer.

¡Y señores! -exclamé-, nada de eso es lo que necesita la señora: en este momento precisa un confesor. Que
se vaya al infierno esa puta dice Noirceuil, chupado por Lolotte en ese momento-; sí, sí, ¡que se vaya
al infierno!... Si alguna vez he deseado un infierno, era con la esperanza de saber que su alma estaría en él,
y de llevar hasta mi último suspiro la deliciosa idea de que no habrían acabado los más vivos dolores para
ella.

Esta imprecación pareció decidir el último estertor; Mme. de Noirceuil entregó el alma, y nuestros tres
pícaros descargaron mientras blasfemaban como criminales.
-Esta es una de las mejores acciones que hayamos hecho en nuestra vida -dice Saint-Fond, apretando su
miembro para exprimir hasta la última gota de semen-; hacía mucho tiempo que deseaba el fin de esta aburrida
tipa; estaba más cansado de ella que su marido.
-A fe mía -dice d’Albert-, os la habíais fornicado por lo menos tanto como él.
-¡Oh!, mucho más -dice mi amante.
-Sea lo que sea -dice Saint-Fond a Noirceuil-, mi hija es vuestra ahora; sabéis que os la he prometido como
recompensa de esta prueba. Estoy encantado con es te veneno, y es una pena que no podamos gozar así
del espectáculo de la muerte de todos aquellos a los que hacemos perecer de esta manera... Vamos, amigo
mío, os lo repito, mi hija es vuestra, ¡que el cielo bendiga una aventura en la que gano un yerno muy querido
y la certeza de no haber sido engañado por la mujer que me proporciona estos venenos!

Aquí Noirceuil pareció hacer una pregunta en voz baja a Saint-Fond, que le respondió afirmativamente.

Y el ministro, dirigiéndome la palabra a continuación:
-Juliette -me dice-, vendréis a verme mañana y os explicaré lo que no he hecho más que aflorar hoy. Al
volverse a casar Noirceuil, no puede teneros ya en su casa; pero los efectos de mi crédito, los favores que
voy a derramar sobre vos, el dinero con que os cubriré, os compensarán muy ampliamente de lo que os
ofrecía mi amigo. Estoy muy contento de vos; vuestra imaginación es brillante, vuestra flema en el crimen
completa, vuestro culo soberbio, os creo feroz y libertina: esas son las virtudes que necesito.

Monseñor -respondí-, acepto con gratitud todo lo que os place ofrecerme, pero no puedo ocultaros que
amo a Noirceuil; no me separaré de él sin pena.
-No dejaremos de vernos, niña mía -me respondió el amigo de Saint-Fond : yerno del ministro e íntimo
amigo suyo, pasaremos la vida juntos.
-Sea -respondí-, con esas condiciones acepto todo. Los jóvenes y las muchachas, a quienes se hizo entrever
una muerte segura en el caso de la menor indiscreción, juraron un silencio eterno; Mme. de Noirceuil
fue enterrada en el jardín, y nos separamos.

Una circunstancia imprevista retrasó el matrimonio de Noirceuil, así como los proyectos del ministro.
Tampoco me fue posible volver a verlo al día siguiente: el rey, especialmente contento de Saint-Fond, acababa
de darle una prueba segura de confianza encargándole un viaje secreto por el que se vio obligado a
partir al momento, y a la vuelta del cual obtuvo una banda azul y cien mil escudos de pensión.
-¡Oh! -me decía mientras me informaba de estos favores-, ¡cuán verdad es que la suerte recompensa el
crimen y cuán imbécil sería aquel que, iluminado con semejantes ejemplos, no recorriese todo el camino de
esta carrera!

No obstante, después de las cartas que Noirceuil obtuvo del ministro, yo recibí la orden de montarme una
casa espléndida. Habiéndoseme proporcionado el dinero necesario para la realización de este proyecto, alquilé
rápidamente una magnífica mansión, en la calle de Faubourg-St-Honoré; compré cuatro caballos, dos
coches encantadores; tomé tres lacayos altos y de porte majestuoso, y con un rostro encantador, un cocinero,
dos ayudas de cámara, un ama de llaves, una lectora, tres camareras, un peluquero, dos criadas y dos
cocheros; deliciosos muebles adornaron mi casa; y al volver el ministro, fui a presentarme en seguida a su
casa. Acababa de cumplir mis diecisiete años y puedo decir que pocas mujeres había en París tan bonitas
como yo; estaba arreglada como la misma diosa de los amores; era imposible juntar más arte a más lujo;
cien mil francos no hubiesen pagado los trajes con que había adornado mis atractivos, y llevaba cien mil
escudos de joyas y diamantes. Todas las puertas se abrieron ante mi aspecto; el ministro me esperaba solo.
Empecé con las felicitaciones más sinceras por las gracias que acababa de recibir y le pedí permiso para besar
las pruebas de su nueva dignidad; consintió en ello, con tal de que lo hiciese de rodillas: conociendo su
altivez, lejos de oponerme a ella, hice lo que deseaba. Es por bajeza como el cortesano compra el derecho
de ser insolente con los otros.
-Me veis, señora -me dice-, en medio de mi gloria; el rey me ha colmado, y me atrevo a decir que he merecido
esos dones; nunca estuvo mi crédito más asegurado, y nunca fue más considerable mi fortuna. Si hago recaer sobre vos una parte de estos favores, es inútil deciros con qué condiciones. Después de lo que
hemos hecho juntos, creo poder estar seguro de vos; tenéis mi mas completa confianza; pero, antes de que
entre en detalles, echad los ojos, señora, sobre esas dos llaves: ésta es la de los tesoros que van a cubriros, si
soy bien servido por vos; aquélla es la de la Bastilla: una eterna prisión está preparada para vos, si faltáis a
la obediencia o a la discreción.
-Entre tales amenazas y una esperanza semejante, no esperaréis que dude -digo a Saint-Fond-; por lo tanto,
confiaos a vuestra sumisa esclava y estad totalmente seguro de ella.
-Dos cuidados muy importantes serán puestos en vuestras manos, señora; sentaos y escuchadme.

Y como iba a sentarme en un sillón inadvertidamente, Saint-Fond me hizo una señal para que me colocase
tan sólo en una silla. Me deshice en excusas, y así es cómo me habló:
-El puesto que ocupo, y en el que quiero mantenerme durante mucho tiempo, me obliga a sacrificar un
número infinito de víctimas. Esta es una caja con diferentes venenos; los utilizaréis de acuerdo con las órdenes
que recibáis de mí; a los que me perjudican están reservados los más crueles; los rápidos, para aquellos
cuya existencia me molesta hasta el punto de no querer perder ni un momento en sacarlos de este mundo;
por último, estos que veis bajo la etiqueta de venenos lentos serán para aquellos cuya existencia debo
prolongar, por poderosas razones políticas, a fin de alejar de mí las sospechas. Todas estas expediciones,
según sea el caso, se harán bien en vuestra casa bien en la mía, algunas veces en provincias o en los países
extranjeros.

Ahora pasemos a la segunda parte de vuestros trabajos: sin duda ésta será la más penosa para vos, pero al
mismo tiempo la más lucrativa. Dotado de una imaginación muy ardiente, hastiado desde hace mucho
tiempo de los placeres ordinarios, habiendo recibido de la naturaleza un temperamento de fuego, gustos
crueles, y de la fortuna todo lo que hace falta para satisfacer estas furiosas pasiones, haré en vuestra casa,
bien con Noirceuil bien con algunos otros amigos, dos comidas libertinas a la semana, en las cuales es necesario
que se inmolen al menos tres víctimas. Quitando del año el tiempo de los viajes, a los que me seguiréis
sin que se trate de tales orgías, veis que esto hace alrededor de doscientas muchachas, cuya búsqueda
sólo os concierne a vos; pero existen cláusulas difíciles para la elección de estas víctimas. En primer lugar,
Juliette, es preciso que la más fea sea al menos tan bella como vos; nunca tienen que estar por debajo de
nueve años, ni por encima de dieciséis; es preciso que sean vírgenes, y de la mejor familia, todas con título,
o, al menos, con una gran riqueza...
-¡Oh monseñor!, ¿y las inmolaréis a todas?
-Por supuesto, señora, el asesinato es la más dulce de mis voluptuosidad es; me gusta la sangre con furor,
es mi pasión más querida; y está en mis principios que hay que satisfacerlas todas, sea al precio que sea.
-Monseñor -digo, viendo que Saint-Fond esperaba mi respuesta-, creo que lo que os he hecho ver de mi
carácter os prueba suficientemente que es imposible que os traicione; mi interés y mis gustos responden de
eso... Sí, monseñor, he recibido de la naturaleza las mismas pasiones que vos... las mismas fantasías, y
aquel que se presta a todo eso por amor a la cosa misma sirve con toda seguridad mucho mejor que aquel
que sólo obedeciese por complacencia: el lazo de la amistad, la semejanza de los gustos, estos son, estad
seguro, los lazos que cautivan con más seguridad a una mujer como yo.
-¡Oh!, ¡no me habléis de la amistad! -respondió vivamente el ministro-; ya no tengo más fe en ese sentimiento
que en el del amor. Todo lo que procede del corazón es falso; sólo creo en los sentidos, sólo creo en
las costumbres carnales... sólo en el egoísmo, en el interés... sí, el interés será siempre, de todos los lazos,
en el que crea más. Por tanto, quiero que el vuestro sea infinitamente halagado, prodigiosamente acariciado
mediante los arreglos que haré con vos. Si el gusto viene después a cimentar el interés, que sea en buena
hora; pero al cambiar los gustos con la edad, puede llegar un tiempo en el que ya no estéis dirigida por
ellos, y nunca se deja de estarlo por el interés. Así pues, calculemos vuestra pequeña fortuna, señora: Noirceuil
os entrega diez mil libras de renta, yo os he dado tres, vos teníais doce: hacen veinticinco; y veinticinco,
cuyo contrato veis aquí, hacen cincuenta; ahora hablemos de las ganancias.

Fui a echarme a los pies del ministro para darle las gracias por este nuevo favor; no se opuso en absoluto,
y habiéndome hecho una señal para que me volviese a sentar:
-Podéis imaginaros, Juliette -continuó-, que con una renta tan pingüe no podríais darme de comer dos veces
a la semana, ni mantener una casa como la que os ordené coger: así pues, os entrego un millón al año
para esas comidas; pero recordad que deben ser de una magnificencia increíble; quiero siempre los platos
más exquisitos, los vinos más raros, la carne de caza y las frutas más extraordinarias; es preciso que la gran
cantidad acompañe a la delicadeza, y, aunque estuviésemos a solas, no habría suficiente con cincuenta platos.
Las víctimas os serán pagadas a veinticinco mil francos la pieza, lo que no es demasiado, según las
cualidades que deseo. Tendréis treinta mil francos más de gratificación por cada víctima ministerial inmolada
por vuestra mano; hay perfectamente unas cincuenta al año: este artículo se eleva, pues, a quinientos
mil francos, a los que añado veinte mil francos al mes de sueldo. Por lo que puedo ver, señora, esto os pone
a la cabeza de seis millones setecientos noventa mil francos; añadiremos doscientas mil libras para vuestros
pequeños placeres, a fin de componeros una suma redonda de siete millones al año, cincuenta mil francos
de los cuales pasados por acta no se os pueden escapar. ¿Estáis contenta, Juliette?

En este punto me esforcé en ocultar mi alegría, a fin de servir todavía mejor a la avaricia que me devoraba,
y contesté al ministro que los deberes que me imponía eran, al menos, tan onerosos como considerables
las sumas que ponía a mi disposición; que en el deseo de servirle bien, no descuidaría nada, y que veía que
era muy posible que los gastos enormes que me vería obligada a hacer excederían en mucho las cuentas;
que además...
-No; así es como quiero que se me hable -me dice el ministro-, me habéis demostrado interés, Juliette, es
lo que quiero, y ahora estoy seguro de estar bien servido; no escatiméis nada, señora, y recibiréis diez millones
al año: ninguno de estos suplementos me asusta; sé de donde cogerlos todos, sin tocar mis rentas.
Sería muy loco el hombre de Estado que no hiciese pagar sus placeres al Estado; ¿y qué nos importa la
miseria de los pueblos, con tal de que nuestras pasiones estén satisfechas? Si creyese que el oro podía correr
por sus venas, los haría sangrar a todos uno detrás de otro para atiborrarme con su sustancia (2).

(2) ¡Helos aquí, hélos aquí, esos monstruos del antiguo régimen! No os los habíamos prometido guapos,
sino verdaderos: mantenemos la palabra.
-Hombre adorable -exclamé-, vuestros principios me trastornan; os he mostrado interés, ahora, creed en
el gusto, .y convenceos, os suplico, de que será mil veces más por idolatría hacia vuestros placeres, que por
otro motivo, por lo que los serviré con tanto celo.
-Lo creo -dice Saint-Fond-, tengo pruebas de ello. ¿Cómo no ibas a amar mis pasiones? Son las más deliciosas
que puedan nacer en el corazón del hombre. Y el que puede decir: ningún prejuicio me detiene, los
he vencido todos; éste es, por un lado, el crédito que legitima todas mis acciones, y, de otro, estas son las
riquezas necesarias para cubrirlas con todos los crímenes; ése, digo, no lo dudes Juliette, es el más feliz de
todos los seres... ¡Ah!, esto me hace recordar, señora, la carta de impunidad que os prometió d’Albert la
última vez que comimos juntos: aquí está, pero es a mí a quien se lo acaba de conceder esta mañana el canciller,
y no a d’Albert, que, según su costumbre, os había olvidado por completo.

La manera en que todas mis pasiones se hallaban halagadas, con esta multitud de acontecimientos felices,
me tenía en una especie de embriaguez... de encanta miento, de donde resultaba una especie de estupidez
que me quitaba hasta el uso de la palabra. Saint-Fond me sacó de este aturdimiento atrayéndome hacia él...
-¿Dentro de cuánto tiempo empezaremos, Juliette? -me dice besando mi boca y pasando una mano por mi
trasero, en el que al momento introdujo un dedo.

Monseñor -le digo-, necesito al menos tres semanas para preparar todos los diferentes servicios que
Vuestra Grandeza exige de mí.
-Os las concedo, Juliette; hoy es primero de mes: como en vuestra casa el veintidós.
-Monseñor -proseguí-, al confesarme vuestros gustos, me habéis dado algún derecho a confiaros los míos.
Vos me habéis reconocido los del crimen, tengo los del robo y la venganza; satisfaré los primeros con
vos: la carta que acabáis de darme me asegura la impunidad del robo, dadme ahora los medios para la venganza.
-Seguidme -respondió Saint-Fond. Pasamos al gabinete de un empleado.
-Señor le dice el ministro-, examinad bien a esta joven; os ordeno que le firméis y entreguéis todas las
cartas de encarcelamiento que os pida, no importa para qué casa.

Y volviendo a pasar al gabinete en que estábamos: -Ya está --prosiguió el ministro-un punto arreglado;
la carta que os he dado satisface el otro. Trincad, cortad, desgarrad, os entrego toda Francia; y cualquiera
que sea el crimen que cometáis, su extensión, su gravedad, respondo de que nunca os pasará nada. Voy más
lejos, y os concedo, como he dicho, treinta mil francos de gratificación por cada uno de los crímenes que
cometáis Por cuenta vuestra.

Renuncio a deciros, amigos míos, lo que me hicieron sentir todas estas promesas, todas estas concesiones.
¡Oh, cielos! -me digo-, con la extraviada imaginación que he recibido de la naturaleza, héme aquí, por
un lado, bastante rica para satisfacer mis fantasías, del otro, con bastante fortuna para estar segura de la
impunidad de todas. No, no existen goces interiores parecidos a éstos; ninguna lubricidad me hace sentir en
el alma un cosquilleo más grande.
-Hay que sellar el trato, señora -me dice entonces el ministro-. En primer lugar aquí está la gratificación continuó,
haciéndome el presente de una caja donde había cinco mil luises en oro, en pedrerías y en magníficas
joyas-, no olvidéis hacer llevar esto con la caja de los venenos.

Atrayéndome entonces a un gabinete secreto, donde el fasto más opulento se unía al gusto más refinado:
-Aquí -me dice Saint-Fond-sólo seréis ya una puta; fuera de aquí, una de las más grandes damas de Francia.
-En todas partes, en todas partes, vuestra esclava, monseñor; en todas partes vuestra admiradora y el alma
de vuestros más delicados placeres.

Me desvestí. Saint-Fond, ebrio de placer al tener por fin una excelente cómplice, hizo horrores. Os he dicho
sus gustos, los refinó todos: si me elevaba saliendo de su casa, me rebajaba cruelmente en su interior;
en voluptuosidad, era el hombre más sucio... más déspota... más cruel. Me hizo adorar su miembro, su culo;
cagó, tuve que hacer un dios de su mismo excremento, pero, por una manía muy extraordinaria, me hizo
mancillar aquello de donde obtenía sus más poderosos motivos de orgullo: exigió que cagase sobre su Espíritu
Santo y me envolvió el culo con su banda azul.

Ante la sorpresa que yo demostré ante esta acción:
-Juliette -me respondió-, quiero mostrarte con esto que todos estos trapos, que están hechos para emocionar
a los tontos, no se imponen de ninguna manera al filósofo.
-¿Y acabáis de hacérmelo besar?
-Eso es verdad; pero de la misma forma que estos juguetes motivan mi orgullo, igualmente lo pongo en
profanarlos: estas son rarezas que no son conocidas más que de libertinos como yo.

Saint-Fond me excitaba extraordinariamente; descargué en sus brazos: con una imaginación como la mía,
no se trata de lo que repugna, sólo es cuestión de lo que es irregular, y todo es bueno cuando es excesivo.
Adiviné el gran deseo que él tenía de hacerme comer su mierda: lo previne; le pedí permiso para hacerlo, él
estaba en las nubes; devoró la mía, uniendo al episodio excitarme el culo a cada bocado. Me enseñó el retrato
de su hija: apenas tenía catorce años, y se parecía al mismo Amor. Le rogué que la uniese a nosotros.
-No está aquí -me dice-, no os habría dejado que os formaseis el deseo si hubiese estado.
-Así pues le digo-, ¿no habéis gozado de ella antes de dársela a Noirceuil?
-Por supuesto -me respondió--, me habría disgustado haber dejado a otros tan deliciosas primicias.
-¿Y ya no la amáis?
-No amo nada, Juliette: nosotros los libertinos, no amamos nada. Esta niña me ha hecho excitarme mucho;
ya no me excita, porque he hecho demasiadas cosas con ella; se la doy a Noirceuil, a quien calienta
mucho; todo esto es un asunto de conveniencias.
-Pero, ¿cuándo Noirceuil esté cansado de ella?
-¡Y bien!, tú conoces la suerte de las mujeres; le ayudaré, verdaderamente; todo eso es bueno, todo eso
está bien; es lo que me gusta...

Y estaba extraordinariamente excitado.
-Monseñor -le digo-, me parece que si estuviese en vuestro lugar, habría ciertos momentos en que me
gustaría abusar de mi autoridad.
-Para excitarte ¿verdad? -Sí.
-Ya veo.
- ¡Oh!, monseñor, sacrifiquemos a algunos inocentes, esa idea me trastorna la cabeza.
Y yo lo excitaba, con uno de mis dedos cosquilleaba el agujero de su culo.
-Tomad -me dice sacando un papel de su portafolios-, sólo tengo que firmar esto, y hago morir mañana a
una persona muy bonita a la que su familia acaba de hacer encerrar a través de mí, únicamente porque le
gustan las mujeres. La he visto; y es encantadora; me divertí con ella el otro día: desde entonces tengo tanto
miedo de que hable, que no he vivido un momento sin el deseo de desembarazarme de ella.
-Hablará, monseñor, hablará, estad seguro; vuestra seguridad depende de la muerte de esta muchacha...
Firmad en seguida, os suplico.

Y cogiendo el papel, lo apoyé sobre mis nalgas, suplicándole que lo firmase allí. Lo hizo.
-Quiero llevar la orden yo misma -le digo.
-Estoy de acuerdo. -me respondió Saint-Fond. Vamos Juliette, tengo que descargar: no os alarméis del
personaje que necesito para el desenlace de esta crisis.

Y como tocó un timbre, apareció al momento un hombre joven bastante guapo.
-Poneos de rodillas, Juliette; es preciso que este hombre os dé tres golpes con un bastón sobre los hombros,
cuya marca permanece algunos días; a continuación, os sujetará mientras yo os doy por el culo.

Y el joven, desnudándose a su vez, hizo en seguida besar su trasero al ministro, que lo lamió gustosamente.
Entretanto, yo obedecía y estaba de rodillas; el joven se sirve de su bastón y me aplica tres golpes tan
fuertes sobre los hombros que tuve la marca durante quince días. Saint-Fond, enfrente de mí, me observaba
durante esta crisis, con una curiosidad lúbrica vino a examinar las magulladuras; se quejaba de lo poco
fuertes que eran, y ordenó al joven que me sujetase; me da por el culo mientras besa las nalgas de aquel que
facilitaba su operación.
-¡Ah, joder! -exclamó descargando-, ¡ah!, ¡santo dios, la puta está marcada!

El hombre se retiró. Sólo mucho tiempo después de esto, un acontecimiento, del que hablaremos, echó
alguna luz sobre éste. El ministro me acompañó, y volviendo a adoptar conmigo, en cuanto estuvimos fuera
de este gabinete, el airé de consideración que había tenido antes de entrar en él:
-Haced que recojan estas cajitas, señora -me dice-, recordad que nuestro arreglo empieza dentro de tres
semanas. Vamos, Juliette, libertinaje, crimen, discreción y seréis feliz. Adiós.

Mi primer cuidado fue examinar si estaba en orden lo que yo llevaba. ¡Dios!, ¡cuál no sería mi asombro
cuando vi que se pedía a la superiora del convento que envenenase secretamente ¿a quién?... ¡a Saint-Elme,
esa encantadora novicia de Panthemont a la que yo había adorado durante mi estancia en el convento! Otra
que no hubiese sido yo habría roto ese monumento de maldad; pero yo había hecho demasiado camino en
la carrera del crimen para volverme atrás: nada me detiene, ni siquiera tengo el mérito de dudar. Entrego la
orden a la superiora de Saint-Pélagie, donde Saint-Elme gemía dEsde hacía tres meses; pido ver a la culpable,
la interrogo, me confiesa que el ministro puso su libertad al precio de su complacencia, y que ha hecho
con él todo lo que puede hacerse. Ninguna de las suciedades a las que se entregaba ese monstruo de lujuria
había sido ahorrada: boca, culo... coño, el infame había mancillado todo, y lo que la consolaba de este sacrificio
era la esperanza de su libertad.
-La traigo yo -digo a Saint-Elme abrazándola.

Me da las gracias, me devuelve mis besos duplicados... Mi crica se moja al traicionarla... Al día siguiente
estaba muerta.

Vamos -me digo, en cuanto supe el efecto de mi maldad-, estoy hecha para actuar a lo grande, ya lo veo;
y trabajando con rapidez en los preparativos de los proyectos de Saint-Fond, en tres semanas, como me
había comprometido, estuve en condiciones de darle su primera comida.

Seis excelentes ayudantes, que tenía bajo mis órdenes, me habían conseguido, para mi debut, tres jóvenes
hermanas, robadas de un convento de Meaux, de doce, trece y catorce años, y con el rostro más celeste que
sea posible ver.

El primer día, el ministro vino con un hombre de sesenta años. Al llegar, se encerró conmigo unos minutos;
miró mis hombros y pareció descontento de no encontrar en ellos las marcas que me había hecho imprimir
la última vez que nos habíamos visto. Apenas me tocó; pero me aconsejó el mayor respeto y la más
profunda sumisión para el hombre que traía, el cual era uno de los grandes príncipes de la corte; este hombre
lo sustituyó en seguida en el gabinete donde me había hecho pasar Saint-Fond. Prevenida por mi amante,
le mostré mis nalgas en cuanto entró. Se acercó con unas gafas en la mano.
-Si no peéis -me dice- daos por mordida.

Y como no le satisfice tan pronto como deseaba, sus dientes se clavaron en mi nalga izquierda y dejaron
profundas huellas. Se me muestra por delante, ofreciéndome un rostro severo y desgraciado:
-Meted vuestra lengua en mi boca -me dice-; y en cuanto la tuvo dentro: Si no eructáis -prosiguió-, daos
por mordida.

Pero, viendo que no podía obedecer, me retiré bastante deprisa para evitar la trampa. El viejo pícaro se
enfureció, cogió un puñado de vergas y me zurró durante un cuarto de hora. Se para y vuelve a mostrarse a

-Veis -me dice-, el escaso efecto que las mismas cosas que me gustan producen ahora en mis sentidos;
mirad este miembro fláccido, nada consigue enderezármelo: para eso haría falta que yo os hiciese mucho
daño.
-Y eso es inútil, mi príncipe -le digo-, porque vais a encontrar en seguida tres objetos deliciosos a los que
podréis atormentar a vuestro gusto.
-Sí... pero vos sois bella... vuestro culo (y no dejaba de manosearlo) me gusta infinitamente; me gustaría
excitarme con él.

Se libera, diciendo esto, de sus ropas, y deja sobre la chimenea un reloj de repetición enriquecido con diamantes,
un estuche, una tabaquera de oro, su bolsa con doscientos luises y dos sortijas soberbias.
-Intentémoslo ahora dice-, mirad, aquí está mi culo, tenéis que pellizcarlo y morderlo fuertemente, excitándome
con toda la elasticidad de vuestro puño. Bien -dice, en cuanto se dio cuenta de un pequeño cambio
en su estado-; ahora acostaos boca abajo sobre ese canapé y dejadme que os pinche las nalgas con esta
aguja de oro.

Me presto; pero al lanzar un grito furioso, y pareciendo que me desmayaba a la segunda herida, el desgraciado
completamente aturdido, y temiendo disgustar al ministro por molestar en demasía a su amante,
sale al momento para que me tranquilice. Echo sus ropas en la otra pieza, salto sobre los efectos preciosos,
los meto en mi bolsa y me apresuro a reunirme con Saint-Fond, que me pregunta la causa de una vuelta tan
rápida.
-No es nada -le digo-, pero mi rapidez en recoger las ropas del señor es la causa de que el dormitorio se
haya cerrado, y la llave está dentro: son cerraduras inglesas que nadie puede abrir; puesto que el señor tiene
todo lo que necesita, podemos dejar para otro momento la entrevista que desea.

Arrastro a mis dos convidados al jardín, donde todo está preparado para recibirles; el príncipe olvida sus
efectos, se pone el traje que le presento y sólo piensa ya en sus placeres.

Hacía una noche deliciosa; estábamos bajo un bosquecillo de lilas y de rosas, mágicamente iluminado,
sentados los tres en tronos sostenidos por nubes, que exhalaban los perfumes más deliciosos; el centro estaba
ocupado por una montaña de las flores más raras, entre las cuales estaban los cuencos del Japón y los
cubiertos de oró que debían servirnos. En cuanto estuvimos colocados, se abrió la parte alta del bosquecillo,
y vimos aparecer en seguida, sobre una nube de fuego, a las Furias, que tenían encadenadas con sus serpientes a las tres víctimas que debían ser inmoladas en esta comida. Descendieron de la nube, ataron cada
cual la que se le había confiado a arbustos cercanos a nosotros, y se prepararon a sernos útiles. Esta comida
sin orden sólo debía ser servida según la voluntad de los convidados; se pedía lo que se pasaba por la cabeza,
y las Furias lo servían al instante. Más de ochenta platos de diferentes especies son pedidos sin que se
niegue uno sólo; diez tipos de vinos son servidos, y todo abunda, todo se sirve con profusión.
-Esta es una comida deliciosa -dice mi amante-. Espero, mi príncipe, que estéis satisfecho del debut de
mi directora.
-Encantado -dice el sexagenario, al que la abundancia de los platos y licores espirituosos había trastornado
de tal forma la cabeza, que casi no podía hablar-.

Realmente, Saint-Fond, vuestra Juliette es divina... ¡Pero qué culo más hermoso tiene!
-Olvidémoslo un momento -dice Saint-Fond-, para ocuparnos de los de estas Furias; ¿sabéis que los creo
soberbios?

Y, a la simple señal de un deseo, estas tres diosas, representadas por tres de las más hermosas muchachas
que habían podido encontrarme en París las ayudantes que había empleado, exponen al momento sus nalgas
a los dos libertinos, que las besan, las lamen, las muerden a placer.
-¡Oh!, Saint-Fond -dice el príncipe-, hagámosnos azotar por estas Furias.
-Con ramas de rosas --dice Saint-Fond.

Y aquí están los culos de nuestros disolutos al aire, cruelmente azotados, con haces de flores y con las
serpientes de estas harpías.
-¡Cuán lúbricos son estos extravíos! -dice Saint-Fond, volviéndose a sentar y mostrando su miembro al
aire. ¿Se os pone tiesa, mi príncipe?
-No, -responde el desgraciado tullido-, nada de todo esto es bastante fuerte para mí: en cuanto estoy en
un acto libertino, me gustaría que las atrocidades me rodeasen sin cesar; me gustaría que todo lo que es
sagrado entre los hombres fuese turbado al instante por mí... que sus más rígidos lazos fuesen rotos por mis
manos pérfidas.
-¿No amáis a los hombres, verdad, mi príncipe?
-Los aborrezco.
-No hay un solo momento en el día -respondió Saint-Fond-, en que no tenga el deseo más vehemente de
hacerles daño: en efecto, no hay una raza más espantosa. ¿Es poderoso este hombre peligroso?, el tigre de
los bosques no lo iguala en maldad. ¿Es desgraciado?, entonces, ¡cuántas bajezas, cuán vil y repugnante se
vuelve! ¡Oh!, ¡a menudo me ocurre ruborizarme por haber nacido entre tales seres! Lo que me complace es
que la naturaleza los aborrece tanto como yo, pues los destruye diariamente; me gustaría tener tantos medios
como ella para aniquilarlos de la tierra.
-Pero vos, vos, respetables seres -interrumpí-, ¿creéis realmente que sois hombres? ¡Y!, ¡no, no!, cuando
se es tan poco parecido a ellos, cuando se los domina con tanta fuerza, es imposible ser de su raza.
-Tiene razón -dice: Saint-Fond-, sí, nosotros somos dioses: ¿acaso no nos basta, como a ellos, formar un
deseo para que sea satisfecho al momento? ¡Ah!, ¿quién duda de que, entre los hombres, haya una clase
bastante superior a la especie más débil, para ser lo que los poetas llamaban en otro tiempo divinidades?
-En cuanto a mí, no soy Hércules, lo sé -dice el príncipe-, pero me gustaría ser Plutón; querría estar encargado
del cuidado de desgarrar a los mortales en el infierno.
-Y a mí -dice Saint-Fond-, me gustaría ser la caja de Pandora, a fin de que todos los males salidos de mi
seno los destruyesen a todos uno por uno.

Aquí, se hicieron oír algunos gemidos; surgían de las tres víctimas encadenadas.
-Que las desaten dice Saint-Fond-, y que se muestren ante nosotros.

Las furias las desatan y las presentan a los dos convidados; y como era imposible unir más gracias a más
bellezas, os dejo pensar cómo fueron cubiertas de lujuria en un momento.
-Juliette -me dice el ministro transportado-, sois una criatura encantadora; puede decirse con razón que
vuestros intentos son golpes maestros; vamos a perder nos por estos bosquecillos, vamos a entregarnos, en
la sombra y el silencio, a todo lo que el desvarío de nuestras cabezas pueda dictarnos... ¿Has hecho cavar
algunas fosas?
-Casi al pie de todos los lugares que pueden ofrecer una sede a vuestras impurezas.
-Bien; ¿y no hay ninguna luz en los paseos?
-Ninguna; la oscuridad le va bien al crimen y gozaréis de él en todo su horror; vamos, príncipe, perdámonos
por estos laberintos, y que nada detenga en ellos la impetuosidad de nuestros arrebatos.

Salimos al principio todos juntos, los dos libertinos, las tres víctimas y yo. A la entrada de un camino de
arbustos, Saint-Fond dice que no podía ir más lejos sin fornicar; y cogiendo a la más joven de las muchachas,
en menos de diez minutos, el villano hace saltar las dos virginidades; entretanto, yo excitaba al viejo
príncipe, al que nada podía poner en erección.
-Así pues, ¿no jodéis vos? -le dice Saint-Fond, apoderándose de la segunda muchacha.
-No, no, desvirgad -dice el viejo disoluto-, me contentaré con vejaciones; dádmelas a medida que salgan
de vuestras manos.

Y en cuanto tiene a la más joven de estas muchachitas, la atormenta de la manera más cruel, mientras que
yo le chupo con todas mis-fuerzas. No obstante, Saint-Fond seguía desflorando, y, después de poner a la segunda
en el mismo estado que la primera, se la entrega al príncipe y agarra a la de catorce años.
-¡Cómo me gusta fornicar así, en la oscuridad! --decía-, los velos de la noche son aguijones del crimen,
¡nunca se cometen mejor que en la sombra!

Saint-Fond, que todavía no había descargado, lo hizo en el culo de la mayor de las muchachas, y preguntando
a continuación al príncipe a cuál quería inmolar, le cede la que acababa de hacerle descargar; y el
viejo disoluto, provisto con todos los instrumentos necesarios para los suplicios que meditaba, se perdió
con sus dos víctimas; y yo seguí a mi amante con la que debía recibir la muerte de sus manos. En cuanto
estuvimos más o menos solos, le declaré el robo que había cometido; se rió mucho conmigo, y me aseguró
que como, para ponerse en situación, el príncipe, siguiendo su costumbre, había ido al burdel antes de venir
a la comida, no había nada más fácil que hacerle creer que lo había perdido todo en ese lugar.
-¿Sois amigo de ese hombre? -digo a Saint-Fond. -No soy amigo de nadie -me respondió el ministro-, trato
con cuidado a este original hombre por cuestiones de política: no deja de contribuir a mi fortuna, y tiene
mucha influencia junto al rey; pero si mañana cae en desgracia, me convertiré en el más ardiente de los que
lo aplasten. Ha adivinado mis gustos, no sé cómo; ha querido compartirlos, he consentido y esos son todos
mis lazos. ¿Es que no os gusta, Juliette?
-¡No puedo soportarlo!
-¡Por mi fe!, si no fuese por las razones de política que acabo de explicaron, os lo entregaría; pero lo perderé
si queréis: me gustáis hasta tal punto, señora, que no hay nada que no haga por vos.
-¿No decís que le debéis favores?
-Algunos.
-Pues bien, ¿cómo, según vuestros principios, podéis mirarlo a la cara un solo momento?
-Dejadme hacer, Juliette, arreglaré todo esto.

Y, al mismo tiempo, Saint-Fond repitió todos sus elogios sobre la forma en que había yo dirigido esta
fiesta.
-Estás -me dice- llena de gusto y de ingenio, y cuanto más te conozco, más necesidad siento de unirme a
ti.

Era la primera vez que me tuteaba; me hizo ver este favor, concediéndome al propio tiempo el de usarlo
con él.
-Te serviré toda mi vida, si quieres, Saint-Fond -respondí-, conozco tus gustos, los satisfaré, y, si tú deseas
ligarte a mí todavía más, contentarás igualmente los míos.
-¡Bésame, ángel celeste!, ¡mañana te serán enviados cien mil escudos: mira si te adivino!
Estábamos en estas, cuando una vieja pobre nos aborda para pedirnos limosna.
-¿Cómo es -dice Saint-Fond sorprendido-que han dejado entrar a esta mujer?

Y el ministro, al verme sonreír, entendió en seguida la broma...
-¡Ah!, bribona -me dice-, ¡es delicioso! Y bien, ¿qué deseáis? -continuó, aproximándose a la vieja.
-¡Ay!, una caridad, monseñor -respondió la infortunada-. Venid, venid a ver mi miseria.

Y cogiendo de la mano al ministro, lo llevó a una pobre barraca, iluminada con una lámpara que pendía
del techo, y en la que dos niños, macho y hembra y de ocho a diez años todo lo más, reposaban desnudos
sobre un poco de paja.
-Ved, ved esta triste familia -nos dice la pobre-, hace tres días que no tengo ni un trozo de pan para darles;
dignaos vos, que tenéis fama de rico, darme algo para sostener su triste vida. ¡Oh!, monseñor, quienquiera
que seáis, ¿conocéis al Sr. de Saint-Fond?
-Sí -respondió el ministro.
-¡Pues bien!, aquí veis su obra: hizo encerrar a mi marido; se ha apoderado del poco bien de que gozábamos;
este es el cruel estado al que nos ha reducido desde hace más de un año.

Y, amigos míos, este es el gran mérito que yo tenía en la escena; todo era exactamente verdad: había descubierto
a estas tristes víctimas de la injusticia y la rapacidad de Saint-Fond, y se las ofrecía realmente, para
despertar su maldad.
- ¡Ah, bribona! -exclamó el ministro mirando fijamente a esta mujer-, sí, sí, lo conozco, y tú también debes
conocerme... ¡Oh!, Juliette, ¡habéis puesto mi alma en un estado con esta hábil escena!... Y bien, ¿qué
tenéis que reprocharme? Hice encerrar a vuestro inocente esposo, eso es verdad; hice todavía más, porque
ya no existe... Vosotros os habíais escapado de mí, quiero trataros de la misma forma.
-¿Qué daño hemos hecho?
-El de tener un bien, a mi alcance, que no queríais venderme; al aplastaros, lo he tenido... Vos morís de
hambre, ¿qué me importa?
-¿Y estos desgraciados niños?
-Hay diez millones de más en Francia: es prestar un servicio a la sociedad podar todo eso -y dándoles la
vuelta con el pie-: ¡Hermoso grano para recoger!

Entonces, el criminal, a quien todo esto excitaba extraordinariamente, agarra al muchacho y lo da por el
culo; después, apoderándose de la niña, la trata de la misma manera.

¡Vieja zorra! -dice entonces-, muéstrame tus arrugadas nalgas, necesito verlas para conseguir una descarga.

La vieja llora y se resiste; colaboro en los proyectos de Saint-Fond. Después de haber colmado de ultrajes
a ese desgraciado culo, el libertino lo enfila, teniendo bajo sus pies a los dos niños, a los que aplasta mientras
descarga en el culo de su madre, a la que salta la tapa de los sesos en el momento de la crisis. Y así
dejamos este infortunio reducido a la nada, siempre con la pequeña víctima de catorce años, cuyas nalgas
había besado durante la operación.
- ¡Y bien!, monseñor -le digo al salir de allí-, ibais a gozar del bien de esa familia con toda seguridad, y
no podíais. Esta gente había encontrado apoyos, iban a organizar un escándalo; sé muy bien que os habríais
burlado de eso, pero estas cosas siempre son desagradables; los he descubierto, los he engañado: ya os
habéis deshecho de ellos.

Y en este punto, Saint-Fond, besándome, estaba en una embriaguez inconcebible.
- ¡Ah!, ¡cuán dulce es el crimen y cuán voluptuosas son sus consecuencias!... Juliette, no puedes creerte
en qué estado ha puesto a mis sentidos la divina acción que acabas de hacerme cometer... Angel mío, mi
único dios, dime lo que quieres que haga por ti.
-Sé que os gusta dejarme hablar del deseo de tener dinero: aumentaréis un poco la suma prometida.
-¿No era de cien mil escudos?
-Sí.
-¡Oh Juliette, te prometo el doble! Pero, ¿qué es esto...? -dice el ministro, asustado de dos hombres que
avanzaban hacia nosotros pistola en mano-, tiemblo; no hay nadie más cobarde que yo... Señores, ¿qué deseáis?
-Vas a verlo -responde uno de estos hombres agarrando a Saint-Fond y atándolo a un árbol, con los panatones
bajados hasta los talones.
-Pero, ¿qué pretendéis?
-Enseñarte dice el hombre, armado con un puñado de vergas con que ya acariciaba el nalguero ministerial-,
sí, criminal, enseñarte a tratar, como tú has hecho, a los pobres habitantes de la choza que dejas.

Y cuando éste ha dado trescientos o cuatrocientos golpes, que sólo han servido para empinar más la máquina
enervada de Saint-Fond, el otro se acerca y perfecciona su éxtasis sodomizándolo con un miembro
enorme. Cuando ha fornicado, azota; y cuando ha azotado, el primer flagelador lo da por el culo. Saint-
Fond, entretanto, manosea las nalgas de la joven a la derecha y las mías a la izquierda; lo desatan, los hombres
desaparecen y nosotros erramos de nuevo en las tinieblas.
- ¡Oh Juliette, no dejaré de decírtelo, eres divina!... Pero, ¿sabes que he- tenido mucho miedo? Es delicioso
dar a dos nervios esta primera conmoción antes de imprimirles da de da voluptuosidad: estas son gradaciones
que dos estúpidos ignoran y que no deberían ser conocidas más que por gente como nosotros.
-Así pues, ¿el miedo actúa con mucha fuerza sobre ti? -digo a Saint-Fond.
-¡Oh, prodigiosamente, querida mía! Soy el más Juan Lanas de todos dos seres, y do confieso sin da más
mínima vergüenza. El miedo no es más que el arte de conservarse, y esta ciencia es da más necesaria para
el hombre: es absurdo atribuir honor a no temer dos peligros; yo pongo el mío en temerlos todos.
- ¡Ah, Saint-Fond!, si el miedo tiene tal efecto sobre tus sentidos, ¡juzga el estado en que pones a das desgraciadas
víctimas de tus pasiones!
-¡Y es do que me gusta! dice el ministro-, me gusta hacerles sentir esa especie de cosa que más cruelmente
turba y trastorna mi existencia... Pero, ¿dónde estamos?... Tu jardín es enorme.
-Aquí estamos -digo-, ad borde de una de esas fosas preparadas para das víctimas...
-¡Ah! ¡Ah! -dice Saint-Fond, tanteando con da mano-; el príncipe tiene que haber inmolado aquí a una de
das suyas: siento un cadáver.
-Saquémoslo -digo-, veamos quién es... No está muerta; es da más joven de das tres hermanas: sólo parece
ahogada, y el criminal da había enterrado completa mente viva; hay que volverla a da vida, tendrás el
placer de matar a dos.

Efectivamente, después de algunos socorros, esta desgraciada vuelve en sí, pero de es imposible decirnos
do que el príncipe de hacía cuando perdió el concimiento. Las dos hermanas se abrazan llorando, y el bárbaro


Saint-Fond des declara que va a matarlas a das dos. Y en efecto procede a ello; pero teniendo muchas
otras aventuras semejantes que contaros, prefiero echar un vedo sobre ésta, a correr el riesgo de caer en da
monotonía. El monstruo había descargado en el culo de da más joven de estas desgraciadas, ad proceder a
su último suplicio; echamos un poco de tierra sobre el agujero, y proseguimos.
-¡Oh!, ¡no hay acción tan voluptuosa como da de da destrucción! -me dice este insigne libertino-, no conozco
otra que cosquillee más deliciosamente; no hay éxtasis semejante al que se siente ad entregarse a esta
divina infamia: si todos dos hombres conociesen este placer, da tierra se despoblaría en diez años. Querida
Juliette, he reconocido, en do que acabamos de hacer, que amas el crimen tanto como yo.

Y convencí a Saint-Fond de que me excitaba quizás todavía más que a él. Mientras decía estas palabras
vimos en el bosque, a da claridad de da duna que salía, una especie de pequeño convento.
-¿Qué es esto? -dice Saint-Fond-, ¿acaso pretendes ahogarme en voluptuosidades?
-Realmente -digo- ignoro dónde estamos; llamemos.

Se presenta una vieja religiosa.
-Mi queridísima madre -de digo-, ¿podéis dar hospitalidad a dos viajeros que se han perdido?
-Entrad -dice da buena mujer-, aunque esto sea un convento de religiosas, da virtud que imploráis no es
extraña a nuestros corazones y nosotras da practicamos tan voluntariamente con vos como acabamos de
hacerlo con un viejo señor de da corte que nos ha pedido do mismo; está con nuestras damas, que acaban de
levantarse para maitines.

Comprendimos, por estas palabras, que el príncipe estaba allí: nos reunimos con él. Otra religiosa y seis
pensionistas de doce a dieciséis años lo rodeaban. El viejo zorro, completamente cubierto con la sangre de
su última víctima, empezaba ya a perder el respeto.
-Señor -dice a Saint-Fond la religiosa que nos encontramos arriba-, oponeos a las tentativas de este ingrato.
Con insultos es como pretende agradecer la hospitalidad que le concedemos.
-Señora -dice el ministro-, mi amigo, que no es más moral que yo, detestando a la virtud como yo, no le
gusta concederle ninguna recompensa; vuestras pensionistas me parecen extraordinariamente bonitas, y, o
pegamos fuego a vuestro convento, o ¡por Dios!, violamos a las seis.

Y Saint-Fond, agarrando al momento a la más pequeña, llenando de puñetazos a las dos religiosas que
quieren defenderla, la viola delante de nuestros ojos, por delante. ¿Qué puedo deciros, amigos míos?, pronto
las otras cinco siguieron la misma suerte, con la diferencia de que Saint-Fond, temiendo que se le debilitase
el instrumento, dejó los coños para perforar los culos. A medida que salían de sus manos, el príncipe se
apoderaba de ellas y las fustigaba hasta hacerlas brotar sangre, alternando esta operación con besos sobre
mis nalgas, a las que adoraba, decía él, por encima de todo. Saint-Fond, dueño de sí, no había descargado;
se apodera de las dos religiosas, una de las cuales tenía sesenta años, se encierra con ellas en una celda vecina,
y vuelve solo al cabo de una media hora.
-¿Has acabado con esas dueñas, amigo mío? -digo al ministro, al verle volver muy emocionado.
-Para ser los amos de la casa -nos dice- teníamos que desembarazarnos de estas guardianas; he comenzado
por divertirme en esa celda: me gustan infinitamente los culos viejos; después, habiendo descubierto una
escalera que llevaba hasta un pozo, las he tirado a él para que se refrescasen.
-¿Y qué vamos a hacer con estas pollitas? Espero que no las dejaremos con vida... -dice el príncipe.

Se cometieron nuevos horrores, que dejo una vez más velados; pero el convento fue devastado.

Los dos libertinos, habiendo descargado completamente con esta escena y viendo que el día estaba a punto
de aparecer, desearon por fin retirarse. Una comida suntuosa, servida por tres mujeres desnudas, nos esperaba
en mis habitaciones privadas; le hicimos un gran honor dada la necesidad que teníamos de ella. El
príncipe quiso, con el permiso de mi amante, pasar unas horas en la cama conmigo; y Saint-Fond, en medio
de dos de mis lacayos, se hizo joder el resto de la noche.

Las tentativas del viejo señor no hicieron correr demasiados riesgos a mi pudor; después de infinitos trabajos,
llegó a introducirse un momento en el agujero de mi culo; pero engañando la naturaleza a su esperanza,
el instrumento se dobló; el villano, que ni siquiera tuvo fuerzas para descargar, porque, decía él,
había perdido semen dos veces en toda la partida, se durmió con la nariz en mi trasero.

En cuanto nos levantamos, Saint-Fond, más encantado que nunca conmigo, me dió un bono de ochocientos
mil francos, a cobrar al instante del tesoro real, y se llevó a su amigo.

La historia de esta primera partida fue más o menos la de todas las demás, con episodios que mi fértil
imaginación tenía buen cuidado en cambiar constantemente. Noirceuil se encontraba en casi todas, pero
nunca volví a ver a personajes tan extraños como el príncipe.

Hacía tres meses que conducía esta barca inmensa con todo el éxito posible, cuando Saint-Fond me anunció
que para el día siguiente tenía un crimen ministerial que cometer. ¡Crueles efectos de la política más
bárbara! ¡Oh amigos míos!, ¿adivinaríais quién era la víctima?, el mismo padre de Saint-Fond, viejo de
setenta años, respetable en todos los conceptos: le ponía trabas en sus asuntos, intentando que lo perdiesen;
incluso lo perjudicaba en la corte, a fin de obligarlo a dejar el ministerio, creyendo, y con razón, que sería
más ventajoso para este hijo criminal dejar el ministerio por sí mismo, que ser despedido. Esta conducta
disgustó a Saint-Fond, quien, por otra parte, ganaba trescientas mil libras de renta con esta muerte, y la sentencia
parricida fue pronunciada muy pronto. Noirceuil vino a explicarme de qué se trataba, y, como observó
que este crimen me espantaba un poco, este es el discurso con el que trató de hacer desaparecer la atrocidad
que mi debilidad suponía imbécilmente en él.
-El mal que creéis hacer al matar a un hombre, y aquél con que queréis agravarlo cuando se trata de un
parricidio, me parece, querida, que es lo que debo combatir a vuestros ojos. No examinaré la cuestión bajo
su primer aspecto: estáis por encima de los prejuicios que suponen que hay un crimen en la destrucción de
un semejante (3). Este homicidio es simple para vos, porque no existe ningún lazo entre vuestra existencia
y la de la víctima: sólo se complica cuando se refiere a un amigo; teméis el parricidio con que éste va a
mancillarse: así pues, debo considerar la acción propuesta bajo este punto de vista.

¿Es el parricidio un crimen o no lo es?

(3) Por otra parte, este sistema se encuentra ampliamente desarrollado más tarde.
Por supuesto, si hay en el mundo una acción que yo crea legítima, es esta; ¿Y qué relación, por favor,
puede existir entre aquel que me ha puesto en el mundo y yo? ¿Cómo queréis que me crea ligado por algún
tipo de gratitud hacia un hombre, porque tuvo la fantasía de descargar en el coño de mi madre? No hay
nada tan irrisorio como este imbécil prejuicio. Pero si no conociese a este padre, si me hubiese puesto en el
mundo sin que yo me enterase ¿me lo indicaría la voz de la naturaleza?, ¿acaso no sería tan frío con él como
con los otros hombres? Si este hecho es seguro, y creo que no puede dudarse de ello, el parricidio no
añade nada al mal supuesto al homicidio. Si matase a un hombre que me hubiese dado la luz, sin conocerlo,
seguramente no tendría ningún remordimiento por haberlo matado como padre: así pues, sólo cuando me
dicen que es mi padre, me detengo o me arrepiento; ahora bien, os ruego que me digáis qué peso puede
tener esta opinión para agravar un crimen y si es posible que ella cambie el impulso natural. ¡Qué!, ¿puedo
matar sin remordimiento a mi padre si no lo conozco, y no puedo si lo conozco?, de manera que no tienen
más que persuadirme de que un individuo al que acabo de matar es mi padre, aunque no lo sea, y héme
entonces con remordimientos aplicados a una falsa noción. Ahora bien, si existen aunque la cosa no sea
cierta, no podrían legítimamente existir cuando lo es. Si podéis engañarme sobre esto, mi crimen es una
quimera; si la naturaleza no me indica, por sí misma, al autor de mis días, es que ella no quiere que yo sienta
por él mas cariño del que me inspira un ser indiferente. Si el remordimiento puede ser aplicado de acuerdo
con vuestra opinión, y vuestra opinión puede engañarme, el remordimiento es nulo; soy un loco al concebirlo.
¿Acaso conocen los animales a su padre, lo sospechan siquiera? ¿Motiváis mi agradecimiento filial
por los cuidados que ese padre se ha tomado en mi infancia? Otro error. Al tomárselos, ha cedido a las costumbres
de su país, a su orgullo, a un sentimiento que él, como padre, puede haber tenido por su obra, pero
del que yo no tengo ninguna necesidad de concebir hacia el obrero; porque este obrero, ocupado únicamente
en su placer, de ninguna manera pensaba en mí cuando le complació proceder, con mi madre, al acto de
la creación: sólo se ocupaba de él y no veo que haya que formarse por esto sentimientos ardientes de gratitud.
¡Ah!, dejemos de hacernos durante más tiempo ilusiones sobre este ridículo prejuicio: no le debemos a
aquel que nos ha dado la vida más que al ser más frío y más lejano nuestro. La naturaleza no nos indica
absolutamente nada hacia él; digo más: no podría indicárnoslo; y la amistad no va mucho más allá; es falso
que se ame al padre, es falso que se pueda siquiera amarlo; se le teme pero no se le ama; su existencia molesta,
pero no complace; el interés personal, la más santa de las leyes de la naturaleza, nos impulsa invenciblemente
a desear la muerte de un hombre del que esperamos nuestra fortuna; y bajo este aspecto, sin duda,
no solamente sería muy sencillo odiarlo, sino, incluso mucho más natural aún, atentar contra su vida por la
gran razón de que es preciso que a cada uno le llegue su hora, y que si mi padre ha gozado durante cuarenta
años de la fortuna del suyo, y yo me veo envejecer, yo, sin gozar de la suya, seguramente y sin ningún remordimiento, debo ayudar a la naturaleza que lo olvida en este mundo y apresurar por todos los medios el
goce de los derechos que me otorga y que sólo retrasa por un capricho que debo corregir en ella. Si el interés
es la medida general de todas las acciones del hombre,, hay, pues, infinita-mente menos mal en matar a
un padre que a otro individuo; porque las razones personales que tenemos para deshacernos de aquel que
nos trajo al mundo deben ser siempre mucho más poderosas que las que tenemos para deshacernos de otra
persona. Hay además en este punto otra consideración metafísica que no debemos perder de vista: la vejez
es el camino de la muerte; la naturaleza, al hacer envejecer al hombre, lo acerca a su tumba; el que mata a
un viejo no hace, entonces, más que cumplir sus intenciones: esto es lo que hizo, en muchos pueblos, una
virtud del asesinato de los viejos. Inútiles para la tierra a la que cargan con su peso, consumiendo un alimento
que falta al más joven, o que éste último se ve obligado a pagar más caro a causa del excesivo número
de consumidores, está demostrado que su existencia es inútil, que es peligrosa, y que no se puede hacer
nada mejor que suprimirla. Así pues, no sólo no es un crimen matar a un padre, sino que además es una
excelente acción; es una acción meritoria hacia uno mismo, al. que sirve, meritoria hacia la naturaleza, a la
que descarga de un peso oneroso, y digna de elogio, porque supone un hombre bastante enérgico, bastante
filósofo para preferirse, él que puede ser útil a los hombres, a ese viejo que sólo estaba ya olvidado. Así
pues, vais a hacer una excelente acción, Juliette, al destruir al enemigo de vuestro amante, quien, sin duda,
sirve al Estado tan bien como puede hacerlo; porque aunque se permita algunas pequeñas prevaricaciones,
Saint-Fond no deja de ser por eso un gran ministro: le gusta la sangre, su yugo es duro, cree que el asesinato
es útil para el mantenimiento de todo gobierno. ¿Se equivoca? Sila, Mario, Richelieu, Mazarino, todos
los grandes hombres ¿han pensado acaso de diferente manera? Maquiavelo ¿dio otros principios? No lo
dudemos; se necesita sangre sobre todo para el sostenimiento de los gobiernos monárquicos; el trono de los
tiranos debe estar cimentado sobre ella, y Saint-Fond está lejos de hacer derramar toda la que debería correr...
En fin, Juliette, conserváis a un hombre que, pienso, os hace gozar de un estado bastante floreciente;
aumentáis la fortuna del que hace la vuestra: pregunto si debéis dudar.
-Noirceuil -digo con desvergüenza-, ¿quién os ha dicho que dudase? Se me ha podido escapar un movimiento
involuntario; soy joven, debuto en la carrera a la que me arrastráis: ¿algunos débiles desvíos deben
asombrar a mis maestros? Pero pronto verán que soy digna de ellos. Que Saint-Fond se apresure en enviarme
a su padre: estará muerto dos horas después de que haya entrado en mi casa. Pero, querido, hay tres
clases de veneno en la cajita que me ha confiado vuestro amigo: ¿de cuál debo servirme?
-Del más cruel de todos, el que hace sufrir más -dice Noirceuil-, es un consejo más que tengo el encargo
de darte, Saint-Fond quiere que su padre, al morir, sea castigado por las terribles intrigas que ha urdido para
perjudicarlo, quiere que sus dolores sean espantosos.
-Lo comprendo -respondí-, dile que estará satisfecho. ¿Y cómo sucederá todo?
-Así será -dice Noirceuil:

En tu calidad de amiga del ministro, invitarás a ese viejo a cenar contigo; tu nota le hará comprender que
quieres charlar con él con el deseo de conciliar todo, y porque tú misma apruebas las razones que él da para
el retiro de su hijo. El viejo Saint-Fond vendrá, lo llevarán enfermo a su casa, su hijo se encarga de lo demás.
Esta es la suma convenida por el crimen que aguarda: un bono de cien mil escudos sobre el tesoro
¿estás contenta, Juliette?
-Saint-Fond me da lo mismo por una fiesta -digo devolviéndole el papel-, dile que le serviré por nada. Aquí
hay un segundo bono por la misma suma dice Noirceuil-, estaba encargado de responder a la objeción,
y ésta no disgusta a tu amante. Quiero que sea pagada, y pagada como lo desea, me dice todos los
días, en tanto me muestre interés y yo satisfaga ese interés, estaré seguro de conservarla.
-Saint-Fond me conoce -respondí-, me gusta el dinero, no lo oculto, pero nunca le pediré más de lo necesario.
Estos seiscientos mil francos son por la ejecución del proyecto; pido otro tanto para el día en que
expire su padre.
-Los tendrás Juliette, puedes estar tranquila, te respondo de eso. ¡Oh, Juliette, cuán feliz es tu posición!
Cuídala, goza y, si sabes conducirte bien, te convertirás, en poco tiempo, en la mujer más rica de Europa:
¡qué amigo te he dado para eso!
-Imbuida ya de tus principios, no te lo agradezco, Noirceuil; esta relación te da placer, tú mismo ganas
con ella, es un orgullo para ti ser el amigo de una mujer cuyo lujo y crédito borran ya el de las princesas de la corte... Me daría vergüenza ir a la Opera como apareció ayer la princesa de Nemours: ni una mirada recibió,
mientras que todos los ojos estaban fijos en mí.
-¿Y gozas con todo eso, Juliette?
-Infinitamente querido; en primer lugar, ruedo sobre oro, lo que es para mí el primero de los goces. -Pero,
¿jodes?
-Mucho; hay muy pocas noches en que no vengan a ofrecerme su homenaje lo mejor que tiene París en
ambos sexos.
-¿Y tus crímenes favoritos?
-Siguen su camino, robo todo lo que puedo... hasta un escudo, como si me muriese de hambre.
-¿Y la venganza?
-Le doy la mayor importancia; el justo castigo del príncipe de X, que constituye la noticia del día, es únicamente
obra mía; cinco o seis mujeres están en la Bastilla desde hace dos meses, por haber querido estar
en mejor situación que yo.

A continuación entramos en algunos detalles sobre las fiestas que yo daba al ministro.
-No te ocultaré -me dice Noirceuil-, que pareces relajarte desde hace un tiempo; Saint-Fond se ha dado
cuenta; en la última comida no había cincuenta platos. Sólo comiendo mucho se descarga bien -prosiguió
Noirceuil- y nosotros los libertinos tenemos muy en cuenta la calidad y la cantidad del esperma. La glotonería
halaga infinitamente todos los gustos que la naturaleza se ha complacido en darnos, y parece que nunca
se tiene el miembro tan erecto y el corazón tan duro como cuando se acaba de hacer una comida suntuosa.
También te aconsejo la elección de las muchachas: Saint-Fond, aunque lo que tú nos des sea muy bonito,
no encuentra en ellas suficientes refinamientos. No puedes ni imaginarte hasta qué punto hay que llevar
los refinamientos: queremos que la caza ofrecida sea no solamente de una excelente raza, sino además que
posea todas las cualidades morales y físicas que puedan hacer su muerte interesante.

Respecto a eso, informé a Noirceuil sobre los excelentes medios que utilizaba; en lugar de seis, veinticuatro
mujeres trabajaban ahora sin descanso, y todas ellas tenían un número parecido de mujeres corresponsales
que recorrían las provincias; yo era la clavija maestra de todo eso, y con toda seguridad que me
dedicaba a ello a fondo.
-Antes de que te decidas por un individuo -me respondió Noirceuil-, aunque esté a treinta leguas, haz por
verlo, y no aceptes nunca más que lo que te parezca delicioso.
-Lo que me aconsejáis es muy difícil -respondí-, porque con frecuencia el individuo es robado antes de
que me hayan hablado de él.
-Y bien -dice Noirceuil-, hay que robar veinte, para tener diez.
-¿Y qué haré con las no aceptadas?
-Te diviertes con ellas, las vendes a tus amigos... a alcahuetas; es lo que en tu condición se llama la vuelta
del bastón; hay cien mil francos que ganar en eso al año.
-Sí, si Saint-Fond me pagase todos los individuos, pero sólo me paga los tres por comida.
-Lo animaré a que te pague todos.
-Será mucho mejor servido. Ahora Noirceuil -proseguí-, entrad en algunos detalles que me son absolutamente
personales. Conocéis mi cabeza: con tantos me dios para hacer el mal, podéis creer que me entrego
por completo a ello; no es posible expresar ya lo que concibo, lo que imagino; pero, amigo mío, necesito
vuestros consejos. ¿No estará Saint-Fond celoso de todos los extravíos a los que me entrego?
-Nunca -me dice Noirceuil-, Saint-Fond es demasiado razonable para no saber que tú debes entregarte a
muchos defectos; sólo esta idea le divierte y me decía ayer: Temo que no sea lo bastante bribona.
- ¡Oh!, ¡en ese caso, que se tranquilice, amigo mío!, aseguradle que es difícil llevar más lejos el gusto por
todos los vicios.
-Algunas veces -dice Noirceuil-, he oído preguntar si los celos eran una manía halagadora o desfavorable
para una mujer, y confieso que nunca he dudado de que, este impulso al no ser más que personal, las mujeres
no tenían nada que ganar con la acción que produce en el alma de sus amantes. No es porque se ame
mucho a una mujer por lo que se está celoso, es porque se teme la humillación que originaría su cambio; y
la prueba de que no hay más que puro egoísmo en esta pasión, es que no hay un sólo amante de buena fe
que no convenga en preferir ver a su amante muerta que infiel. Es esta inconstancia, más que su pérdida, lo
que nos aflige, y sólo nos tenemos en cuenta a nosotros en este acontecimiento. De donde concluyo que,
después de la imperdonable extravagancia de enamorarse de una mujer, la mayor que se puede cometer sin
duda es estar celoso. Este sentimiento es vergonzoso para ella, porque prueba que no se la estima; es penoso
para uno mismo y siempre inútil, puesto que es un medio seguro de dar a una mujer las ganas de engañarnos
el dejarle ver el temor que tenemos de que eso suceda. Los celos y el terror de los cuernos son dos
cosas que dependen absolutamente de nuestros prejuicios sobre el goce de las mujeres; sin esa maldita costumbre
de querer ligar imbécilmente, en este objeto, la moral con el físico, fácilmente nos liberaríamos de
estos prejuicios. ¡Y qué!, ¿acaso no es posible acostarse con una mujer sin amarla, y no es posible amarla
sin acostarse con ella? ¿Pero qué necesidad hay de que el corazón intervenga en lo que sólo es cuestión del
cuerpo? Me parece que son dos deseos, dos necesidades muy diferentes. Araminthe tiene el cuerpo más
hermoso del mundo, su rostro es voluptuoso, sus grandes ojos negros y llenos de fuego me prometen una
amplia eyaculación de su esperma, cuando las paredes de su vagina o de su ano sean electrizadas vivamente
con el frotamiento de mi verga; gozo con ella, te doy mi palabra. ¡Qué necesidad hay, por favor, de que los
sentimientos de mi corazón acompañen el acto que me somete el cuerpo de esta criatura! Una vez más, me
parece que son cosas muy diferentes amar y gozar, y no sólo no es necesario amar para gozar, sino que incluso
basta gozar para no amar. Porque los sentimientos de cariño se conceden a las relaciones de humor y
de conveniencia, pero no se deben de ninguna manera a la belleza de un seno o al bonito torneado de un
culo, y estos objetos que, según nuestros gustos, pueden excitar vivamente los afectos físicos, me parece,
sin embargo, que no tienen el mismo derecho a los afectos morales. Para terminar con mi comparación,
Bélise es fea, tiene cuarenta años, ni una sola gracia en toda su persona, ni un rasgo regular, ni un solo
atractivo; pero Bélise tiene ingenio, un carácter delicioso, un millón de cosas que se encadenan con mis
sentimientos y mis gustos: no tendré ningún deseo de acostarme con Bélise, pero no por eso dejaré de
amarla con locura; desearé con todas mis fuerzas tener a Amarinthe, pero la detestaré cordialmente en
cuanto la fiebre del deseo se me haya pasado, porque sólo he encontrado un cuerpo en ella y no cualidades
morales que podían hacerla digna de los afectos de mi corazón. Por otra parte, no se trata de nada de esto
aquí, y en las infidelidades que Saint-Fond te deja hacer, entra un sentimiento de libertinaje que merece una
explicación muy diferente a la ofrecida. Saint-Fond goza con la idea de saberte en los brazos de otro; él
mismo te pone en ellos, se excita viéndote así; multiplicarás sus goces con la extensión que des a los tuyos,
y nunca serás más amada por Saint-Fond que cuando hayas hecho lo que te valdría el mayor odio de otro.
Estos son extravíos de la cabeza que sólo conocemos nosotros, pero que no son menos deliciosos por ello.
-Me tranquilizáis -digo a Noirceuil-, ¿Saint-Fond amará mis gustos, mi espíritu, mi carácter, y no estará
nunca celoso de mi persona? ¡Oh!, ¡cómo me consuela esta idea!, porque os lo confieso, amigo mío, la continencia
me sería imposible, mi temperamento quiere ser satisfecho, al precio que sea. Con esta sangre impetuosa,
con esta imaginación que vos me conocéis, con la inmensa fortuna de que gozo, ¿cómo podría
resistirme a pasiones que cualquier cosa excita e inflama?
-Entrégate, Juliette, entrégate, es lo mejor que puedes hacer; pero, para el resto de los hombres, un poco
de hipocresía, te exhorto a ello. Recuerda que, en el mundo, la hipocresía es un vicio esencial, para aquel
que tiene la suerte de poseer a todos los otros; con artimañas y falsedad, se logra todo lo que se desee, pues
no es vuestra virtud lo que el mundo necesita, sino solamente poder suponérosla. Para un par de ocasiones
en que necesitéis esta virtud, habrá treinta en la que sólo necesitaréis la mascara: por lo tanto, sabed ponérosla,
mujeres disolutas, pero solamente hasta la indiferencia del crimen, nunca hasta el entusiasmo de la
virtud, porque el primer estado deja en paz el amor propio de los otros y porque el segundo lo irrita. Por
otra parte, es fácil ocultar lo que se ama, sin estar obligada a fingir lo que se detesta; si todos los hombres
fuesen viciosos con buena fe, la hipocresía no sería necesaria; pero, falsamente convencidos de que la virtud
tiene ventajas, quieren mantenerla absolutamente por alguna parte. Hay que hacer como ellos y, para
ganárselos, ocultar todo lo que se pueda de los defectos de uno bajo el manto de este viejo y ridículo ídolo,
dispuesto a vengarse del homenaje forzado que se le presta con sacrificios más grandes al rival. Por otra
parte, la hipocresía, al enseñar a engañar, facilita una infinidad de crímenes; se entregan a vos porque vuestro
aire desinteresado les impone, y claváis el puñal con tanto menos trabajo cuanto menos capaz os creen de meterlo. Esta manera sorda y misteriosa de satisfacer así las pasiones hace su goce infinitamente más
vivo. El cinismo tiene algo excitante, lo sé, pero no os entrega, no os asegura las víctimas como la hipocresía;
y después, la desvergüenza, los crapulosos desvíos del crimen no son realmente buenos más que en los
actos de libertinaje. ¿Quién le impide al hipócrita entregarse a ellos dentro de su casa, cuando satisface su
libertinaje? Pero se me confesará que, lejos de esto, el cinismo está fuera de lugar, es de mal tono y, al alejaros
de la sociedad, nos pone fuera de condiciones de gozar de él. Los crímenes de libertinaje no son los
únicos que presentan delicias: hay muchos llenos con otras muy interesantes, muy lucrativas, que la hipocresía
nos asegura, y de los que nos alejaría el cinismo. ¿Había en el mundo una criatura más falsa, más hábil,
más criminal que la Brinvilliers? Era a los hospitales a donde iba a hacer las pruebas de sus venenos,
era bajo el velo de la piedad y de la buena acción como intentaba con impunidad los deliciosos medios de
sus crímenes. Su padre le decía en el lecho de muerte a donde ella acababa de reducirlo mediante un brebaje
envenenado: " ¡Oh mi querida hija, sólo lamento perder la vida por la imposibilidad en que estaré de
hacerte todo el bien que yo desearía!" Y la respuesta de la hija fue una dosis mayor en el vaso de tisana que
administraba al buen hombre (4). No había en el mundo una criatura más fina, más hábil; jugaba el papel de
la devoción, iba a misa, daba incontables limosnas, y todo ello para asegurar sus crímenes; mucho tiempo
actuó así sin ser descubierta, y quizás no lo hubiese sido nunca, sin su imprudencia y la desgracia de su
amante (5). Que esta mujer te sirva de ejemplo, querida mía, no podría ofrecerte otro mejor.

(4) Ved las Memorias de la marquesa de Frène, el Diccionario de los Hombres ilustrados, etc.
(5) Se sabe que Saint-Croix, amante de la Brinvilliers, murió haciendo un veneno cuya receta se encontrará
más adelante. Se había puesto una máscara de vidrio para evitar respirar las exhalaciones: la violencia
del veneno rompió la máscara, y el químico expiró. La imprudente Brinvilliers reclamó al momento la cajita
donde su amante encerraba sus otros venenos. Eso fue lo que la traicionó. A continuación, esta cajita fue
llevada a la Bastilla, y lo que encerraba ha servido a todos los miembros de la familia de Luis XV. Esta
famosa mujer fue convicta de haber envenenado igualmente a sus dos hermanos y a su hermana, y, en consecuencia,
se le cortó la cabeza en 1976.
-Conozco toda la historia de esta famosa criatura -respondí-, y sin duda deseo ser digna de ella. Pero,
amigo mío, me gustaría como modelo una mujer más cercana a mí; desearía que tuviese más edad, que me
amase, que tuviese mis gustos, mis pasiones, y que, aunque nos excitásemos juntas, me permitiese todos los
otros extravíos sin el menor celo: me gustaría que tuviese una especie de dominio sin, no obstante, intentar
dominarme; que sus consejos fuesen buenos, que tuviese una infinita condescendencia hacia mis caprichos
y experiencia en el libertinaje: sin religión y sin principios, sin costumbres y sin virtud, un espíritu ardiente,
y el corazón helado.

-Tengo lo que deseas -me respondió Noirceuil-, es una viuda de treinta años, de una belleza extraña, criminal
hasta el último extremo, que posee todas las cualidades que tú exiges y que te será de una gran ayuda
en la carrera que acabas de comenzar. Me sustituirá en tu educación; porque ya ves que, separados como lo
estamos, ya no podría seguirte con el mismo calor: Mme. de Clairwil, en una palabra, rica con millones,
conoce todo lo que se puede conocer, sabe todo lo que se puede saber, y respondo de que es lo que te hace
falta.
-¡Ah!, Noirceuil, ¡sois encantador! Pero, amigo mío, todavía no está todo: me gustaría devolver los consejos
que voy a recibir; siento la necesidad de ser instruida tan vivamente como la de contribuir a una educación,
y deseo una alumna con tanto ardor como una institutriz.
-¡Eh!, pero... mi mujer -dice Noirceuil.
-¡Qué! -respondí con entusiasmo-, ¿me confiaréis la educación de Alexandrine?
-¿Podría estar en mejores manos? Te la confiaré con toda seguridad: Saint-Fond desea que haga de ti su
más íntima amiga.
-¿Y por qué se retrasa ese matrimonio?
-Por mi duelo demasiado reciente aún, una baja sumisión a indignos prejuicios, que yo adopto a causa de
la costumbre y que desprecio en el fondo de mi corazón.
-Una cuestión más, amigo mío: ¿no tengo que temer, ante el ministro, de la rivalidad de la mujer cuya
amistad me ofrecéis?
-Ni la menor cosa. Saint-Fond la conoció antes que a ti, se divirtió con ella; pero Mme. de Clairwil no
cumpliría tus funciones, y no encontraría, lo sé, el mismo placer en hacerlas ejecutar.
-¡Ah! -exclamé-, ambos sois divinos, y vuestras bondades hacia mí serán calurosamente correspondidas
por mis cuidados en servir vuestras pasiones. Ordenadme, ¡siempre me sentiré feliz de ser instrumento de
vuestros libertinajes y el primer medio de vuestros crímenes!

No volví a ver a mi amante hasta la ejecución de la fechoría que debía cometer para él; la víspera me recomendaron
de nuevo firmeza, y el buen viejo apareció. Utilicé todo el arte posible, antes de sentarnos a la
mesa, para ponerle a bien con su hijo, y me asombré al ver que la cosa no sería quizás muy difícil. De golpe,
cambié de baterías. No es la reconciliación lo que es necesario ahora, pensé en seguida; si ésta tiene
lugar, pierdo la ocasión de un crimen que me excita mucho y doscientos mil francos prometidos para su
ejecución: dejemos de negociar, actuemos. Administro la droga con la mayor facilidad; el viejo se desmaya,
se lo llevan, y, al día siguiente, me entero con el mayor placer de que ha muerto en medio de horribles
dolores.

Acababa de expirar cuando llegó su hijo para una de las comidas que hacía en mi casa dos veces por semana.
El mal tiempo nos obligó a permanecer en el interior, y Noirceuil era el único convidado que había
admitido ese día Saint-Fond. Les había preparado tres muchachitas de catorce a quince años, más bellas de
lo que era posible ver en todo el mundo; un convento de la capital me las había proporcionado, y me costaban
cien mil francos cada una; ya no dudaba en los precios, desde que Saint-Fond pagaba mucho mejor.
-Aquí tenéis digo, presentándoselas al ministro con qué consolaros de la pérdida que acabáis de sufrir.
-Me afecta muy poco, Juliette dice Saint-Fond, besando mi boca-, haría morir con gusto a quince criminales
como ése por día, sin tener el menor remordimiento. No tengo otra pena que la de no haberle visto
sufrir más; era un estúpido muy despreciable.
-Pero, ¿sabéis -digo- que no estaba lejos de la reconciliación?
-Habéis hecho bien en no seguir su partido. ¡Cuanto me hubiese pesado la existencia de ese canalla, si me
hubiese visto obligado a soportar todavía su peso! Le reprocharé hasta la sepultura los terribles prejuicios
que me obligó a aceptar; hubiese querido ver su cuerpo devorado por las culebras con que envenenó mis
días.

Y, como para aturdirse, el libertino se puso en seguida manos a la obra; mis tres vírgenes fueron inventariadas.
Sobre ellas no podían recaer críticas amargas: por te, familia, primicias, infancia, todo se encontraba
en ellas; pero me di cuenta de que los dos amigos no se excitaban, y que nada complacía a estos insaciables;
vi que no estaban contentos y que, sin embargo, no se atrevían a quejarse.
-Decidme, pues, lo que necesitáis, si estos objetos no os satisfacen -les digo-, porque estaréis de acuerdo
conmigo en que me es imposible adivinar lo que puede valer más que esto.
-Nada más cierto -respondió Saint-Fond, que se hacía manosear inútilmente por dos de estas pequeñas-,
pero Noirceuil y yo estamos agotados, acabamos de hacer horrores, y no sé lo que haría falta para despertarnos
ahora.
-¡Ah!, si me contaseis vuestras proezas, quizás encontraríais en los detalles de esas infamias las fuerzas
necesarias para cometer otras nuevas.
-Lo creo dice Noirceuil.
-Y bien; haced que se desnuden -dice Saint-Fond-, que Juliette se desnude igualmente y escuchadnos.

Dos de las jóvenes rodearon a Noirceuil: una lo chupaba, él lamía a la otra y manoseaba los dos culos; yo
me encargo de excitar al orador, mientras que él golpea las nalgas de la tercera de las vírgenes; y estas son
las atrocidades que nos reveló Saint-Fond:
-He llevado -nos dice- a mi hija a la casa de mi padre moribundo. Noirceuil estaba conmigo; nos hemos
encerrado, con las puertas bien atrancadas; allí (y el miembro del disoluto se levantaba con esta confesión),
digo, allí he tenido la voluptuosa barbarie de anunciar a mi padre que sus dolores eran obra mía; le he dicho
que, siguiendo mis órdenes, lo había envenenado tu mano, y que se acostumbrase rápidamente a la idea de
la muerte. Después, arremangando el vestido de mi hija, la he sodomizado ante sus ojos. Noirceuil, que me adora cuando cometo infamias, me fornicaba entretanto; pero el pícaro, viéndome que desvirgaba por el
culo a Alexandrine, me sustituyó pronto en el puesto... y yo, acercándome al buen hombre, lo obligué a
hacerme descargar mientras lo estrangulaba. Noirceuil se extasiaba durante este tiempo en el fondo de las
entrañas de mi hija. ¡Cuántos goces! Yo estaba cubierto de maldiciones, de imprecaciones, cometía un parricidio,
un incesto, asesinaba, prostituid, sodomizaba! ¡Oh Juliette, Juliette, nunca en mi vida había sido
tan feliz! Mira en qué estaco me pone el relato de estas voluptuosidades, mira cómo se me excita igual que
por la mañana.

El disoluto coge entonces a una de las muchachas, y, mientras que la mancilla por todas partes, quiere
que Noirceuil y yo martiricemos a las otras ante su vista. Lo que inventamos es horrible; la naturaleza ultrajada
en estas dos jóvenes actúa fuertemente en Saint-Fond, y el pícaro está listo para perder su semen,
cuando, para recuperar sus fuerzas, se retira prudentemente del culo de la novicia, para perforar los otros.
Feliz por seguir conteniéndose, se adueña, ese día, de las seis virginidades, dejando a Noirceuil rosas abiertas.
No importa, el disoluto se aprovecha de lo poco que se le da, y mi trasero así como el de Saint-Fond, le
sirven de perspectiva todo el tiempo que tarda en fornicar; los besa, los acaricia, y recibe en su boca los
pedos que nos divertimos en darle.

Comimos, fui la única admitida en los honores del festín, pero desnuda; las muchachas, puestas encima
de la mesa boca abajo, nos iluminaban con velas que les habíamos metido en el culo; y como estas velas
eran muy cortas y la comida muy larga, les habíamos quitado cualquier medio de moverse, y, al llenar su
boca de algodón, les habíamos despojado del de aturdirnos con sus clamores. Este episodio divirtió infinitamente
a nuestros libertinos, y, palpándoles a uno y a otro con mis manos, los encontré durante toda la
comida en el mejor estado del mundo.

Noirceuil --dice Saint-Fond, mientras nuestras novicias se asaban-, explícanos, te lo ruego, con tu metafísica
habitual cómo es posible llegar al placer, bien sea viendo sufrir a los otros, bien sea sufriendo uno
mismo. -Escuchadme -dice Noirceuil-, voy a demostraros eso.

"El dolor, en definición de la lógica, no es otra cosa que un sentimiento de aversión que el alma concibe,
hacia algunos impulsos contrarios a la constitución del cuerpo que anima." Esto es lo que nos dice Nicole,
que distinguía en el hombre una sustancia aérea a la que llamaba alma y que diferenciaba de la sustancia
material que nosotros llamamos cuerpo. En lo que a mí se refiere, que no admito esta edificación frívola y
que no veo en el hombre más que una especie de planta absolutamente material, diré solamente que el dolor
es una secuencia de pequeñas relaciones de los objetos extraños con las moléculas orgánicas de que estamos
compuestos; de suerte que, en lugar de que los átomos emanados de estos objetos extraños se unan con
los de nuestro fluido nervioso, como lo hacen en la conmoción del placer, les presentan en este caso ángulos,
los aguijonean, los rechazan y no se encadenan nunca. Sin embargo, aunque los efectos sean repulsivos,
siguen siendo efectos, y bien sea placer o dolor lo que se nos ofrece, siempre hay una conmoción segura
sobre el fluido nervioso. Ahora bien, ¿qué impide que esta conmoción del dolor, infinitamente más viva
y más activa que la otra, llegue a excitar .en este fluido el mismo abrazo que se propaga por la unión de los
átomos emanados de los objetos del placer?, y conmovido para ser conmovido, ¿qué impide que con la
costumbre yo me habitúe a encontrarme tan bien agitado por los átomos que rechazan como por los que
unen? Hastiado de los efectos de aquellos que sólo producen una sensación simple, ¿por qué no habría de
acostumbrarme a recibir igualmente placer de aquellos cuya sensación es angustiosa? Ambos golpes se
reciben en el mismo lugar; la única diferencia que puede haber es que uno es violento, el otro dulce; pero,
para las gentes hastiadas, ¿no vale el primero infinitamente más que el otro? ¿Acaso no vemos todos los
días a gente que ha acostumbrado su paladar a una irritación que les complace, junto a otra gente que no
podría soportar ni un solo momento esa irritación? ¿No es verdad entonces (una vez admitida mi hipótesis)
que la costumbre del hombre, en estos placeres, es intentar emocionar a los objetos que sirven a su goce, de
la misma manera en que se emociona él, y que estos procedimientos son los que, en la metafísica del placer,
se llaman efectos de su delicadeza? Por lo tanto, ¿qué puede haber de extraño en que un hombre dotado
de órganos como los que acabamos de describir, por los mismos procedimientos de su adversario y por los
mismos principios de delicadeza, crea que emociona al objeto que sirve a su goce por los medios con que él
mismo es afectado? No está más equivocado que el otro, no hace más que lo que el otro hace. Las consecuencias
son diferentes, estoy de acuerdo, pero los primeros motivos son los mismos; el primero no ha sido
más cruel que el segundo, y ninguno de los dos comete una falta: ambos han utilizado sobre el objeto de su
goce los mismos medios de que se sirven para conseguir placer.

Pero eso no me complace, responde a esto el ser agitado por una voluptuosidad brutal. Sea, queda por saber
ahora si puedo obligaros a ello o no. Si no puedo, retiraos y dejadme; si, al contrario, mi dinero, mi crédito
o mi posición me dan o alguna autoridad sobre vos o alguna seguridad de poder destruir vuestras quejas,
sufriréis sin una palabra todo lo que me plazca imponeros, porque es preciso que yo goce, y porque
sólo puedo gozar atormentándoos y viendo correr vuestras lágrimas. Pero en ningún caso os asombréis, me
insultéis, porque yo sigo el impulso que la naturaleza ha puesto en mí, la dirección que me ha hecho tomar,
y porque, en una palabra, al obligaros a mis voluptuosidades duras y brutales, las únicas que llegan a darme
el colmo del placer, actúo por los mismos principios de delicadeza que el amante afeminado que no conoce
más que las rosas de un sentimiento del que yo sólo admito las espinas; porque, al atormentaros, al desgrarraros,
os hago lo único que me emociona, como lo hace, encoñando tristemente a su amante, el que sólo se
agita con cosas agradables; pero esta delicadeza afeminada se la dejo a él, porque es imposible que pueda
emocionar a órganos construidos con tanta fuerza como los míos. Sí, amigos míos prosiguió Noirceuil-,
estad seguros de que es imposible que el ser verdaderamente apasionado por las voluptuosidades de la lujuria
pueda mezclar la delicadeza con éstas; la delicadeza no es más que el veneno de estos placeres, y supone
una repartición imposible para el que quiere gozar bien: todo poder compartido se debilita; es una verdad
reconocida. Intentad hacer gozar al objeto que sirve a vuestros placeres: no tardaréis en daros cuenta de
que sólo lo consigue a expensas vuestras; no existe una pasión más egoísta que la de la lujuria; no hay ninguna
que quiera ser servida con más severidad; no hay que ocuparse más que de uno mismo cuando se excita,
y no considerar nunca el objeto que nos sirve más que como una especie de víctima destinada al furor
de esta pasión. ¿No exigen todas víctimas? ¡Y bien!, el objeto pasivo, en el acto de la lujuria, es el de nuestra
pasión lúbrica; cuanto menos tenido en cuenta es, mejor se cumple el objetivo; cuanto más vivos son los
dolores de este objeto, cuanto más completas son su degradación y su humillación, más completo es nuestro
goce. No son placeres lo que hay que hacer sentir a este objeto, son impresiones lo que hay que producir
en él; y al ser la del dolor mucho más viva que la del placer, es incontestable que vale más que, la conmoción
producida sobre sus nervios por este espectáculo extraño, llegue a través del dolor que a través del
placer. Esto es lo que explica la manía de esa masa de libertinos que, como nosotros, no llegan a la erección
y a la emisión del semen más que cometiendo los actos de la más atroz crueldad, más que atiborrándose
con la sangre de sus víctimas. Los hay que ni siquiera experimentarían la más ligera erección si no considerasen,
en las angustias del dolor más violento, al triste objeto vendido a su lúbrico furor, si no fuesen ellos
mismos las primeras causas de esas angustias. Quieren hacer sentir a sus nervios una conmoción violenta;
saben que la del dolor será más fuerte que la del placer; la utilizan y la encuentran buena. Pero la belleza,
me objeta un imbécil, enternece, interesa; invita a la dulzura, al perdón: ¿cómo resistirse a las lágrimas de
una bonita muchacha que, con las manos juntas, implora a su verdugo? ¡Y!, es lo que se pretende, incluso
es este estado del que el libertino en cuestión obtiene su goce más delicioso: sería para lamentarse si actuase
sobre un ser inerte que no siente nada; y esta objeción es tan ridícula como la de un hombre que me asegurase
que nunca debemos comernos un cordero porque el cordero es un animal dulce. La pasión de la lujuria
quiere ser servida, y exige, tiraniza; por lo tanto, debe ser satisfecha haciendo abstracción total de cualquier
consideración. La belleza, la virtud, la inocencia, el candor, el infortunio, nada de esto debe servir de
refugio al objeto que codiciamos. Al contrario, la belleza nos excita más; la inocencia, la virtud y el candor
embellecen el objeto; el infortunio nos lo entrega, nos lo facilita: todas estas cualidades deben servir solamente
para inflamarnos mejor, y deben ser consideradas por nosotros solamente como vehículos para nuestras
pasiones. Por otra parte, hay en esto un freno más que romper: hay la especie de placer que proporciona
el sacrilegio o la profanación de los objetos ofrecidos a nuestro culto. Esta bella muchacha es un objeto de
homenaje para los imbéciles; al convertirla en el objeto de mis más vivas y duras pasiones, siento el doble
placer de sacrificar a esta pasión un bello objeto, y un objeto digno del culto de los demás. ¿Se necesita
estar pensando mucho tiempo en esto para llegar al delirio? Pero no tenemos constantemente en nuestras
manos tales objetos; sin embargo, estamos acostumbrados a gozar por medio de la tiranía, y querríamos
gozar así todos los días. ¡Y bien? Hay que saber obtener una compensación de otros pequeños placeres: la.
dureza de alma hacia los desgraciados, el negarse a aliviarlos, la acción de sumergirlos uno mismo en el
infortunio, si es posible, sustituyen de alguna manera a ese sublime goce de hacer sufrir a un objeto del
libertinaje. La miseria de esos infortunados es un espectáculo que prepara ya la conmoción que estamos
acostumbrados a recibir mediante la impresión del dolor; nos imploran, no los aliviamos: y casi tenemos ya
conseguido el estremecimiento; un paso más, el fuego se enciende, nace de todos esos crímenes, y nada
lleva con más seguridad al placer como la sal que tiene el crimen. Pero yo he cumplido mi tarea: me habéis
preguntado cómo se puede llegar al placer sufriendo' o haciendo sufrir. Lo he demostrado teóricamente.

Ahora convenzámonos por la práctica, y que los suplicios de estas señoritas sean, de acuerdo con la demostración,
tan vivos, os lo ruego, como nos sea posible.

Nos levantamos de la mesa, y las víctimas, sólo por refinamiento, fueron cuidadas y refrescadas durante
un momento. No sé por qué Noirceuil parecía esa noche más enamorado de mi culo que nunca; no podía
dejar de besarlo, de alabarlo, de acariciarlo, de joderlo; me sodomizaba en todo momento; después retira
bruscamente su miembro para dárselo a chupar a las muchachas; a continuación volvía, y me daba manotazos
extraordinariamente fuertes en las nalgas y en los riñones; incluso se olvidó de excitarme el clítoris.
Todo eso me calentaba prodigiosamente, y les debí parecer a mis amigos de un puterío increíble. Pero,
¿cómo satisfacerse con muchachas manoseadas o con dos libertinos agotados que apenas la tenían empinada?
Les propuse hacerme joder por mis lacayos delante de ellos; pero Saint-Fond, lleno de vino y de ferocidad,
se opuso diciendo que ya no sentía otra necesidad que la del tigre, y que, puesto que allí había carne
fresca, había que darse prisa en devorarla. En consecuencia, luchaba con una fuerza terrible con los tres
pequeños culos de estas encantadoras vírgenes: los pellizcaba, los mordía, los arañaba, los desgarraba; la
sangre corría ya por todos lados, cuando, levantándose como un loco, su miembro pegado al vientre, se
quejó amargamente de la imposibilidad en que se creía ese día de encontrar algo que pudiese hacer sufrir a
las víctimas hasta el grado de sus caprichos.
-Todo lo que invento hoy -nos di e-está por debajo de mis deseos: por lo tanto, imaginemos algo que
tenga a estas putas durante tres días en las más terribles angustias de la muerte.
- ¡Ah! -digo-, descargarías en ese intervalo y, una vez destruida la ilusión, las aliviarías.
-No perdono a Juliette -dice Saint-Fond- que me conozca tan mal en ese aspecto. Estás en un gran error,
ángel mío, si crees que mi crueldad sólo se enciende en el fuego de las pasiones. ¡Ah!, me gustaría, como
Herodes, prolongar mis ferocidades incluso más allá de la tumba; cuando me excito soy bárbaro hasta el
frenesí, y cuando el semen ha corrido, cruel con sangre fría. Algo mejor, Juliette -prosiguió este insigne
criminal-, toma, si quieres, descargaré: comenzaremos el suplicio de estas zorras sólo cuando no haya más
semen en los cojones, y entonces verás si soy más blando.
-Saint-Fond, vos os excitáis mucho -dice Noirceuil-, es lo único claro que veo en cuanto decís; se trata de
lanzar el esperma y, si queréis seguir mis consejos, podemos proceder a ello en seguida. Soy de la opinión
de sencillamente ensartar en un asador a estas señoritas, y, mientras ellas se queman vivas ante nuestros
ojos, Juliette nos excitaría el miembro y nos haría regar con semen tres soberbios solomillos.
- ¡Oh santo Dios! -dice Saint-Fond, mientras frota su miembro con la sangre de las nalgas de la más joven
y más bonita de las tres-, os juro que esta que tengo sufrirá más de lo que os imagináis.
-¿Y qué diablos le harás tú? -dice Noirceuil, que acababa de volver a introducirse en mi culo.
-Vas a verlo -dice aquel criminal.

Y con sus manos, parecidas a tablas de carnicero, le casca los dedos, le disloca todos los miembros, y la
acribilla con más de mil golpes con la punta de un estilete.
-¡Y bien! -dice Noirceuil, que seguía dándome por el culo-, habría sufrido lo mismo asándola.
-También lo será -dice Saint-Fond-, pero al calcinar el fuego sus heridas, sufrirá mucho más que si la
hubieseis asado completamente fresca.
-Vamos -dice Noirceuil- , estoy de acuerdo, hagamos lo mismo con esas bribonas.

Yo agarro a una, él coge a la otra, y, siempre dentro de mi culo, el pícaro la pone en el mismo estado que
la martirizada por Saint-Fond. Yo lo imito, y pronto están las tres asándose en un fuego de infierno, mientras
que Noirceuil, blasfemando contra los dioses del paraíso, descarga en mi trasero y mientras yo hago
eyacular, a base de puñetazos, el semen de Saint-Fond sobre los cuerpos calcinados de estas tres desgraciadas
víctimas de la más terrorífica lujuria. Las tres fueron arrojadas a un agujero. Nos pusimos a beber. Calentados
con nuevos deseos, los libertinos quisieron hombres; mis lacayos aparecieron y se agotaron toda la
noche en sus insaciables culos, sin llegar a excitarlos; y en esta sesión fue donde conocí mejor que nunca
cuán cierto era que estos monstruos eran tan crueles a sangre fría como en el mayor fuego de sus pasiones.

Un mes después de esta aventura, Noirceuil me presentó la mujer que deseaba darme por amiga. Como
su matrimonio con Alexandrine se retrasó una vez más a causa del duelo de Saint-Fond, y no quiero describiros a esta encantadora muchacha hasta que la haya poseído plenamente, vamos a ocuparnos de Mme. de
Clairwil y de los arreglos que hice con esta mujer deliciosa para cimentar nuestra relación.

Noirceuil tenía razón al hacerme los mayores elogios de Mme. de Clairwil. Era alta, digna de ser pintada;
era tal el fuego de sus miradas, que resultaba imposible mirarla fijamente a los ojos; unos ojos grandes y
negros que imponían más que gustaban en general, el conjunto de esta mujer era majestuoso más que agradable.
Su boca, un poco redonda, era fresca y voluptuosa; sus cabellos, negros como el azabache, le llegaban
hasta sus piernas; su nariz, extrañamente bien cortada; su frente, noble y majestuosa; un gran seno, la
piel más hermosa, aunque morena, las carnes firmes, llenas, las formas redondeadas: en una palabra, era el
porte de Minerva con los atractivos de Venus. Sin embargo, bien porque yo fuese más joven, bien porque
mi rostro tuviese en gracias lo que ella tenía de nobleza, yo gustaba más a todos los hombres. Ella sobrecogía,
yo me contentaba con encadenarlos; ella exigía el homenaje de los hombres, y yo me lo apropiaba.

A estas gracias imperiosas Mme. de Clairwil unía una inteligencia muy elevada; era muy instruida, singularmente
enemiga de los prejuicios... que había arranca do de sí en la infancia; era difícil que una mujer
llevase la filosofía más lejos. Por otra parte, tenía muchos talentos: hablaba perfectamente el inglés y el
italiano, representaba comedias como un ángel, danzaba como Terpsícore, sabía química, física, hacía bonitos
versos, dominaba la historia, el dibujo, la música, la geografía, escribía como Sévigné, pero llevaba
quizás un poco demasiado lejos todas las extravagancias del hombre culto, cuyas consecuencias eran en
general un orgullo insoportable con aquellos a los que no elevaba a su altura, como yo... la única criatura,
decía, en quien había hallado realmente inteligencia.

Hacía cinco años que esta mujer era viuda. Nunca tuvo hijos; los detestaba, y esto es una especie de pequeña
dureza que, en una mujer, demuestra siempre insensibilidad: y podía asegurarse que la de Mme. de
Clairwil era completa. Se jactaba de no haber vertido jamás una sola lágrima, de no haberse enternecido
nunca por la suerte de los desgraciados. Mi alma es impasible, decía; desafío a que me afecte algún sentimiento,
excepto el del placer. Soy dueña de los afectos de mi alma, de sus deseos, de sus impulsos; todo en
mí está a las órdenes de mi cabeza; y esto es lo peor que puede haber -continuaba-, porque esta cabeza es
detestable. Pero no me quejo de ella: me gustan los vicios, aborrezco la virtud; soy enemiga jurada de todas
las religiones, de todos los dioses; no temo ni las desgracias de la vida, ni las consecuencias de la muerte; y
aquel que se parece a mí, es feliz.

Con un carácter semejante, era fácil ver que Mme. de Clairwil no tenía más que aduladores y muy pocos
amigos; no creía en la amistad más que en la bondad y tampoco en las virtudes más que en los dioses. Unid
a esto enormes riquezas, una casa muy buena en París, otra deliciosa en el campo, todos los lujos, la mejor
edad, una salud de hierro. O no hay felicidad en el mundo, o el individuo que reune todas estas cosas agradables
puede jactarse de que la posee.

Mme. de Clairwil se abrió a mí desde el primer día con una franqueza que me asombró en una mujer que,
como acabo de decir, estaba tan orgullosa de su superioridad; pero debo hacerle la justicia de confesar que
nunca la tuvo conmigo.
-Noirceuil os ha descrito bien -me dice-; observo que tenemos la misma alma, el mismo carácter, los mismos
gustos; estamos hechas para vivir juntas: unámonos, e iremos muy lejos; pero, sobre todo, desterremos
todos los frenos, sólo están hechos para los tontos. Caracteres elevados, almas orgullosas, espíritus fuertes
como los nuestros rompen todas esas tonterías populares riéndose de ellas; saben que la felicidad está más
allá, la alcanzan con valentía, desechando las pequeñas leyes, las frías virtudes y las imbéciles religiones de
esos hombres de barro que no parecen haber recibido la existencia más que para deshonrar a la naturaleza.

Unos días después, Clairwil, por quien yo comenzaba a estar chiflada, vino a comer a solas conmigo. En
este segundo encuentro fue donde abrimos nuestros corazones, donde nos confiamos nuestros gustos, nuestros
sentimientos ¡Oh!, ¡qué alma la de Clairwil! creo que si el vicio hubiese habitado en la tierra, nunca
hubiese establecido su imperio más que en el fondo de esta alma perversa.

En un momento de mutua confianza, antes de sentarnos a la mesa, Clairwil se inclinó sobre mí; estábamos
ambas en una alcoba de cristal, cómodamente tumbadas sobre unos cojines cuyos blandos plumones
sostenían nuestras espaldas vacilantes; un día muy dulce parecía llamar al amor y favorecer sus placeres.
-¿No es cierto, ángel mío dice Clairwil besándome el pecho-, que dos mujeres como nosotras deben entablar
amistad excitándose mutuamente?

Y la bribona, levantándome el vestido mientras decía eso, introducía ya su lengua encendida en lo más
profundo de mi garganta... Los libertinos dedos alcanzan su meta.
-Está ahí -me dice-, el placer dormita sobre un lecho de rosas; ¿quiere mi tierno amor que lo despierte?
¡Oh Juliette!, ¿me permites que me abrace al fuego de los arrebatos que voy a encender en ti?
-Bribona, tu boca me responde, tu lengua llama a la mía, la invita a la voluptuosidad.
-¡Ah!, devuélveme lo que te he hecho, y muramos de placer.
-Desvistámonos -digo a mi amiga-, los libertinajes de la voluptuosidad no son buenos más que cuando se
está desnudo; no descubro nada de ti, y quiero verlo todo; desembaracémonos de estos velos inoportunos;
¿acaso no son ya demasiados los de la naturaleza? ¡Ah!, cuando excite en ti arrebatos, querría ver palpitar
tu corazón.
-¡Qué idea! -me dice Clairwil-, me pinta tu carácter; Juliette, te adoro; hagamos todo lo que quieras.
Y mi amiga se desnudó como yo; en ese momento, nos examinamos primero durante varios minutos, en
silencio. Clairwill se inflamaba a la vista de las bellezas que me había prodigado la naturaleza. Yo no me
cansaba de admirar las suyas. Nunca se vio un talle más hermoso, nunca un seno mejor sostenido... ¡Esas
nalgas!, ¡ah Dios!, era el culo de la Venus adorada por los griegos: nunca vi uno tan deliciosamente moldeado.
Yo no dejaba de besar tantos encantos, y mi amiga, prestándose al principio con gusto, me devolvía
después centuplicadas todas las caricias con que yo la colmaba.
-Déjame hacer -me dice al fin, después de haberme tumbado en la otomana, las piernas muy abiertas-,
déjame probarte, amada, que sé dar placer a una mujer.

Entonces, dos de sus dedos trabajaron mi clítoris, y el agujero de mi culo, mientras que su lengua, sumergida
en mi crica, sorbía ávidamente el flujo que excitaban sus titilaciones. Nunca en mi vida había sido
excitada de esa manera; descargué tres veces seguidas en su boca con tales transportes que creí desvanecerme.
Clairwil, ávida de mi flujo, cambió, para la cuarta carrera, todas sus maniobras con tanta ligereza
como habilidad. Esta vez introdujo uno de sus dedos en mi coño, mientras que con el otro agitaba mi clítoris,
y su lengua dulce y voluptuosa penetraba en el agujero de mi culo...
-¡Cuánto arte... qué gusto! -exclamé-¡Ah!, Clairwil, me vas a matar.

Y nuevos chorros de flujo fueron el fruto de los divinos procedimientos de esta voluptuosa criatura.
-¡Y bien! -me dice en cuanto me repongo-, ¿crees que sé excitar a una mujer? Las adoro: ¿cómo no iba a
conocer el arte de darles placer? ¿Qué quieres, querida?, ¡soy una depravada! ¿Es culpa mía si la naturaleza
me ha dado gustos contrarios a los de todo el mundo? No conozco nada tan injusto como la ley de mezclar
los sexos para conseguir una voluptuosidad pura; ¿y qué sexo sabe mejor que el nuestro el arte de aguijonear
los placeres, devolviéndonos lo que se hace, para deleitarse uno mismo haciéndonos lo que es propio?
¿No debe lograrlo él mejor que ese ser diferente de nosotras, que no puede ofrecernos más que voluptuosidades
muy alejadas de las que exige nuestro tipo de existencia?
-¡Qué Clairwil!, ¿no te gustan los hombres!
-Me sirvo de ellos porque mi temperamento lo exige, pero los desprecio y los detesto; me gustaría poder
inmolar a todos aquellos ante cuyas miradas he podido envilecerme.
-¡Qué orgullo!
-Es mi carácter, Juliette; a este orgullo uno la franqueza, es el único medio de que me conozcas en seguida.
-Lo que dices supone crueldad; si deseas lo que acabas de expresar, lo harías si pudieras.
-¿Quién te dice que no lo haya hecho? Mi alma es dura y estoy muy lejos de creer que la sensibilidad sea
preferible a la feliz apatía de que gozo. ¡Oh Juliette! -prosiguió mientras nos vestíamos-, quizás te equivocas
sobre esa peligrosa sensibilidad con la que se honran tantos imbéciles.

La sensibilidad, querida, es el hogar de todos los vicios, como es el de todas las virtudes. Conduce a Cartucho
a la horca, de la misma forma que inscribe en letras de oro el nombre de Tito en los anales de la bondad.
Por ser demasiado sensibles nos entregamos a las virtudes; por serlo demasiado queremos las fechorías.
El individuo privado de sensibilidad es una masa bruta, tan incapaz del bien como del mal y que sólo tiene de hombre el rostro. Esta sensibilidad, puramente física, depende de la conformidad de nuestros órganos,
de la delicadeza de nuestros sentidos, y más que nada, de la naturaleza del fluido nervioso, en el que
yo sitúo generalmente todos los afectos del hombre. La educación y, después de ella, la costumbre, adiestran
en tal o cual sentido la parte de sensibilidad recibida de manos de la naturaleza; y el egoísmo... lo que
cuida nuestra vida, viene a continuación a ayudar a la educación y a la costumbre para que se decidan por
tal o cual elección. Pero la educación nos engaña casi siempre, en cuanto ha acabado, y la inflamación causada
sobre el fluido eléctrico en relación a los objetos exteriores, operación a cuyo efecto llamamos pasiones,
impulsa a la costumbre al bien o al mal. Si esta inflamación es mediocre, en razón de la densidad de
los órganos que se opone a una acción ejercida por el objeto exterior sobre el fluido nervioso, o de la poca
velocidad con la que el cerebro le renvía el efecto de esta presión, o incluso de la poca disposición de ese
fluido a ser puesto en movimiento, entonces los efectos de esta debilidad nos impulsan a la virtud. Si, al
contrario, los objetos exteriores actúan sobre nuestros órganos fuertemente, si los penetran con violencia, si
provocan una acción rápida en las partículas del fluido nervioso que circulan en la concavidad de nuestros
nervios, en este caso, los efectos de nuestra sensibilidad nos impulsan al vicio. Si la acción es todavía más
fuerte, nos arrastra al crimen, y definitivamente a las atrocidades, si la violencia del efecto alcanza su último
grado de energía. Pero, bajo todos los aspectos, observamos que la sensibilidad no es más que mecánica,
que todo nace de ella, y que ella es la que nos conduce a todo. Si observamos en una persona joven el
exceso de esta sensibilidad, hagamos rápidamente su horóscopo, y convenzámonos de que esta sensibilidad
acabará por llevarla un día al crimen; porque no es, como podría creerse, el tipo de sensibilidad lo que conduce
al crimen o a la virtud: es su último grado; y el individuo en el que su acción es lenta estará dispuesto
al bien, como es seguro que aquel en el que esta acción hace estragos se inclinará necesariamente hacia el
mal, al ser el mal más excitante, mas atrayente que el bien. Así pues, hacia él deben dirigirse los efectos
violentos, por el gran principio que acerca y junta siempre, en la moral y en lo físico, todos los efectos iguales.

Por consiguiente, es cierto que el procedimiento necesario, en semejante caso, frente a una persona joven
a la que se está formando, sería debilitar esta sensibilidad, puesto que dirigirla es imposible. Quizás perderéis
algunas virtudes al debilitarla, pero os ahorraréis muchos vicios, y, en un gobierno que castiga severamente
todos los vicios, y que no recompensa nunca las virtudes, vale infinitamente más aprender a no hacer
mal, que escoger hacer el bien. No hay absolutamente ningún peligro en no hacer el bien, pero lo hay en
hacer el mal, antes de la edad en que se siente la obligada necesidad de ocultar aquel mal al que nos arrastra
invenciblemente la naturaleza. Digo más: que lo más inútil del mundo es hacer el bien, y lo más esencial
del mundo es no hacer el mal, no por uno mismo, pues la mayor de todas las voluptuosidades nace a menudo
del exceso del mal, no por la religión, porque nada es tan absurdo como creer en la idea de un Dios, sino
únicamente en relación a las leyes, porque, descubierta su infracción, por muy deliciosa que ésta pueda ser,
nos arrastra siempre al infortunio cuando nos falta experiencia.

Por consiguiente, no habría ningún peligro en poner al joven individuo, cuya educación suponemos aquí,
en tal estado de ánimo que nunca hiciese en verdad una buena acción, pero que, como recompensa, nunca
imaginase una mala... al menos antes de la edad en que su experiencia le advierta de la necesidad de la
hipocresía. Ahora bien, el procedimiento que habría que utilizar en semejante caso sería embotar radicalmente
su sensibilidad, tan pronto como nos diésemos cuenta de que su excesiva actividad podría arrastrarlo
al vicio. Porque, aun suponiendo que de la apatía a la que reduciríais su alma pudiesen nacer algunos peligros,
esos peligros serán mucho menores que los que pudiesen nacer de su excesiva sensibilidad. Los crímenes
cometidos, en el caso del endurecimiento de la parte sensitiva, lo serán siempre a sangre fría y por
consiguiente el supuesto alumno tendrá tiempo de ocultarlos y de compaginar sus consecuencias, mientras
que los cometidos en la efervescencia lo arrastran, sin que tenga tiempo de prevenirlo, a los últimos excesos
del infortunio. Los primeros serán quizás más sombríos, pero también más secretos, porque la flema con la
que serán cometidos dará el tiempo suficiente para prepararlos sin tener que temer sus consecuencias; los
otros, al contrario, cometidos con la cara al descubierto y sin reflexión, llevarán a su autor al cadalso. Y lo
que debe preocuparos no es que vuestro alumno, convertido en hombre, cometa o no crímenes, porque, en
realidad, el crimen es un accidente de la naturaleza cuyo instrumento voluntario es el hombre, de la que es
preciso que sea juguete a pesar de sí mismo, cuando sus órganos lo fuerzan; sino que debe preocuparos,
digo, el que este alumno cometa el delito menos peligroso, teniendo en cuenta las leyes del país que habita,
de tal forma que si lo más inocuo es castigado y lo más terrible no lo es, hay que dejarle hacer lo más terrible.
Porque, una vez más, no es del crimen de lo que hay que protegerlo, sino de la espada que cae sobre el
autor del crimen; el crimen no tiene el menor inconveniente, pero el castigo muchos. Da exactamente igual para la felicidad de un hombre que cometa crímenes o no; pero es esencial para esa misma felicidad que no
pueda ser castigado por los que haya hecho, de cualquier tipo o atrocidad que puedan ser los crímenes. Por
lo tanto, el primer deber de un instructor sería dar al alumno que tiene a su cargo las facultades necesarias
para que pueda entregarse al menos peligroso de los males, puesto que desgraciadamente, es demasiado
verdad que tiene que inclinarse hacia uno o hacia otro; y la experiencia os demostrará fácilmente que los
vicios que puedan nacer del endurecimiento del alma serán mucho menos peligrosos que los producidos por
el exceso de sensibilidad y esto por la gran razón de que la sangre fría puesta en unos ofrece los medios de
protegerse del castigo, mientras que está demostrado que es imposible que pueda escapar de él aquel que, al
no haber tenido tiempo de preparar nada, se entrega ciegamente a la efervescencia de sus sentidos. De esta
forma, en el primer caso, quiero decir al dejar a una persona joven toda su sensibilidad, hará algunas buenas
acciones que hemos demostrado como inútiles; en el segundo, no hará ninguna buena, lo que no tiene el
menor inconveniente; y la educación que le habéis dado no le hará cometer más que el tipo de infracción
que pueda ser cometida sin peligro. Pero vuestro alumno llegará a ser cruel... ¿Y cuáles serán los efectos de
esta crueldad? Con un poco de energía, consistirán en negarse constantemente a todos los efectos de una
piedad que no admitirá la transformación que habréis dado a su alma. Hay muy poco peligro en esto: son
algunas virtudes menos, pero la virtud es lo más inútil del mundo, puesto que es penosa para el que la ejerce
y puesto que en nuestros climas no obtiene ninguna recompensa. Con un alma fuerte y vigorosa, esta
crueldad puesta en práctica consistirá en algunos crímenes sordos, cuyas relaciones agudas inflamarán,
mediante su frotamiento, las partículas eléctricas del fluido nervioso de sus nervios, y que quizás costarán
la vida a algunos seres oscuros. ¿Qué importa?, al no haber alterado la efervescencia de su pasión las facultades
de su juicio, habrá procedido en todo con tal misterio... con tal arte, que la antorcha de Thémis no
podrá penetrar nunca en sus recovecos; por lo tanto, habrá sido feliz sin arriesgar nada: ¿no es esto todo lo
que hace falta? No es el mal lo que es peligroso, sino su apariencia; y el más odioso de todos los crímenes,
si está bien oculto, tiene infinitamente menos inconvenientes que la más mínima debilidad al descubierto.
Ahora, dirigid los ojos al otro caso. Dotado del completo ejercicio de sus facultades sensitivas, el supuesto
alumno ve un objeto que le conviene; los padres se lo niegan: acostumbrado a dar a su sensibilidad toda la
amplitud posible, matará, envenenará todo lo que, rodeando a este objeto, pueda obstaculizar sus deseos y
será ahorcado. Como puede verse, en los dos casos, siempre supongo lo peor: no ofrezco más que un ejemplo
de los peligros de una y otra situación, y dejo a la inteligencia la combinación de los otros datos. Si,
cuando estén hechos vuestros cálculos, aprobáis, como no puedo dejar de creerlo, la extinción de toda sensibilidad
en un alumno, entonces la primera rama que hay que podar del árbol es necesariamente la piedad.
En efecto ¿qué es la piedad? Un sentimiento puramente egoísta que nos lleva a lamentar en los otros el mal
que tenemos para nosotros. Presentadme un ser en el mundo que, por su naturaleza, esté exento de todos los
males de la humanidad, y este ser no solamente no tendrá ninguna especie de piedad, sino que ni siquiera la
concebirá. Una prueba mayor aún de que la piedad no es más que una conmoción puramente pasiva, impresa
en el fluido nervioso, en razón o en proporción de la desgracia acaecida a nuestro semejante, es que
siempre seremos más sensibles a esta desgracia si sucede ante nuestros ojos, aunque sea un desconocido,
que a la desgracia que puede haber sentido a cien leguas de nosotros el mejor de nuestros amigos. ¿Y por
qué esta diferencia, si no estuviese demostrado que este sentimiento sólo es el resultado físico de la conmoción
del accidente sobre nuestros nervios? Ahora bien, yo pregunto, si un sentimiento semejante puede tener
en sí mismo algo de respetable y si puede ser visto de otra forma que como debilidad. Además, es un
sentimiento muy doloroso, puesto que sólo aparece en nosotros por una comparación que nos reduce a la
desgracia. Por el contrario, su extinción produce un goce, ya que permite darse cuenta, a sangre fría, de un
estado del que estamos exentos y entonces nos permite una comparación ventajosa... destructiva, si nos
ablandamos hasta el punto de lamentar el infortunio, lo hacemos sólo por el cruel pensamiento de que, quizás
mañana, puede ocurrirnos otro tanto. Afrontemos este desagradable temor, sepamos arrastrar sin miedo
ese peligro por nosotros mismos, y ya no lo lamentaremos en los otros.

Otra prueba de que este sentimiento no es más que debilidad y pusilanimidad, reside en que afecta mucho
más a las mujeres y a los niños que a aquellos cuyos órganos han adquirido toda la fuerza y la energía convenientes.
Por la misma razón, el pobre, más cerca del infortunio que el rico, tiene de modo natural el alma
más abierta a los males que ofrece a sus miradas la mano de la suerte; como estos males están más cerca de
él, los compadece más. Por consiguiente, todo esto prueba que la piedad, lejos de ser una virtud, no es más
que una debilidad nacida del temor y de la desgracia, debilidad que debe ser eliminada antes de nada, cuando
se trabaja en embotar la excesiva sensibilidad de los nervios, enteramente incompatible con las máximas
de la filosofía.

Estos son, Juliette, estos son los principios que me han llevado a esta tranquilidad, a este reposo de las
pasiones, a este estoicismo que me permite ahora hacer y soportar todo sin emoción. Así pues, date prisa en
iniciarte en estos misterios -prosiguió esta encantadora mujer, que todavía no sabía en qué punto estaba yo
sobre todo esto-. Apresúrate a aniquilar esa estúpida conmiseración que te turbaría al menor espectáculo
desgraciado que se ofreciese a tu vista. Una vez que hayas llegado a este punto, ángel mío, a través de continuas
experiencias que te convencerán pronto de la extrema diferencia que media entre ti y ese objeto, de
cuya triste suerte te lamentas, convéncete de que las lágrimas que derramases sobre este individuo no lo
aliviarían y, sin embargo, te afligirían a ti; de que las ayudas que le prestases no podrían añadir realmente
más que un placer insípido a tus sentidos, y que puede nacer otro muy vivo de la negación de tales ayudas.
Persuádete de que sacar de la clase de la indigencia a los que han querido colocarse en ella es turbar el orden
de la naturaleza; que, enteramente sabia y consecuente en todas sus operaciones, tiene sus designios
sobre los hombres, designios que no nos corresponde conocer ni contrariar; que sus intenciones respecto a
nosotros se demuestran por la desigualdad de las fuerzas, seguida necesariamente por la de las fortunas y
las condiciones. Considera ejemplos antiguos, Juliette; tu mente está llena de ellos: recuerda tus lecturas.
Acuérdate del emperador Licinio, que, bajo las penas más rigurosas, prohibía toda compasión hacia los
pobres y todo tipo de ayuda a la indigencia. Recuerda esa secta de filósofos griegos que sostenía que era un
crimen querer turbar los matices establecidos por la naturaleza en las diferentes clases de hombres; y, cuando
hayas llegado al mismo punto que yo, entonces deja de deplorar la pérdida de las virtudes producidas
por la piedad; porque al no tener estas virtudes como base más que el egoísmo, no pueden ser respetables.
Puesto que no existe ninguna seguridad de que hagamos bien sacando al desgraciado del infortunio en que
lo ha colocado la naturaleza, es mucho más simple ahogar el sentimiento que nos hace sensibles a sus desgracias
que dejarlo germinar, quizás con la aprehensión de ultrajar a la naturaleza si trastornamos sus intenciones
con la compasión: entonces, lo mejor es ponernos en tal estado que sólo veamos ya esos males con
indiferencia. ¡Ah!, querida amiga, si, como yo, tuvieses la fuerza de dar un paso más, si tuvieses el valor de
encontrar placer en la contemplación de los males de otro, sólo por la satisfactoria idea de no experimentarlos
uno mismo, idea que produce necesariamente una voluptuosidad segura, si pudieses llegar hasta
ese punto, sin duda habrías ganado mucho para tu felicidad, puesto que habrías llegado a convertir en rosas
una parte de las espinas de la vida. No dudes ni un momento de que los Denis, Nerón, Luis XI, Tiberio,
Venceslas, Herodes, Andrónico, Heliogábalo, Retz, etc. (6), han sido felices por estos principios, y que si
ellos pudieron hacer todas las atrocidades que hicieron sin temblar, no fue con toda seguridad más que porque
habían llegado a encender la voluptuosidad en la llama de sus crímenes. Eran monstruos, me objetan
los estúpidos. Sí, según nuestras costumbres y nuestra forma de pensar; pero con respecto a las grandes
intenciones de la naturaleza sobre nosotros, no eran más que los instrumentos de sus designios; para que
cumpliesen sus leyes, ella los dotó con esos caracteres feroces y sanguinarios. De esta forma, aunque parecía
que ellos hacían mucho mal según las leyes humanas, cuyo fin es conservar al hombre, no hacían ninguno
según las de la naturaleza, cuyo fin es destruir por lo menos tanto como crea. Al contrario, hacían un
bien real, puesto que cumplían sus intenciones; de donde resulta que el individuo que tenga un carácter
semejante al de estos pretendidos tiranos, o el que llegase a demostrar el suyo, no solamente evita grandes
males, sino que incluso podría encontrar, en el cumplimiento de esos sistemas, la fuente de una voluptuosidad
muy grande, a la que podría entregarse con tanto menos temor cuanto que estaría totalmente seguro de
ser tan útil a la naturaleza, bien con sus crueldades bien con sus desórdenes, como el más honrado de los
hombres con sus cualidades bienhechoras y con sus virtudes. Alimenta todo esto con acciones y ejemplos;
mira con frecuencia a los infortunados; acostúmbrate a negarles ayuda, a fin de que tu alma se habitúe al
espectáculo del dolor abandonado a sí mismo; atrévete a hacerte culpable, por tu cuenta, de algunas crueldades
más atroces, y pronto verás que entre los males producidos que no te afectan y la conmoción de esos
males que han hecho experimentar a tus nervios una vibración voluptuosa, aunque no fuese más que por la
comparación del bien con el mal que tú has sacado de él, que ves toda en tu favor, aunque no fuese, digo,
más que a causa de eso, no podrías dudar ni un momento. Entonces, tu sensibilidad se embotará inperceptiblemente;
no habrás evitado grandes crímenes, sino que al contrario, los habrás hecho cometer y los habrás
cometido tú misma, pero habrá sido, al menos, con flema, con esa apatía que permite a las pasiones velarse
y que, al ponerte en estado de prever sus consecuencias, te preserva de todos los peligros.

(6) Es del mariscal de quien se habla aquí.
-¡Oh Clairwill, me parece que con esta manera de pensar, no te has arruinado con buenas obras.
-Soy rica -me respondió esta mujer extraordinaria-, hasta el punto de no saber bien lo que tengo. ¡Y
bien!, Juliette, te juro que preferiría tirar mi dinero al río antes que emplearlo en lo que los tontos llaman limosnas,
plegarias o caridades: creo que todo esto es muy perjudicial para la humanidad, fatal para los pobres,
cuyas energías absorben tales costumbres, y todavía más peligroso para el rico, que cree haber adquirido
todas las virtudes cuando ha dado unos escudos a curas o a holgazanes, medio seguro de cubrir todos
sus vicios animando los de los otros.
-Mujer adorable -digo a mi amiga-, si conoces mi puesto ante el ministro, debes imaginarte que mi moral,
respecto a todos los temas de los que me acabas de hablar, no es mucho más pura que la tuya.
-Con toda seguridad -me dice-, sé todos los servicios que prestas a Saint-Fond. Siendo amiga suya, así
como de Noirceuil, desde hace mucho tiempo, ¿cómo no iba a conocer los excesos a los que se entregan
esos dos criminales? Tú los sirves, yo te alabo; los serviría yo misma en caso de necesidad; me basta que
esos extravíos sean criminales para adorarlos. Pero también sé, Juliette, que al trabajar mucho por los otros,
sólo haces muy poco por ti misma, y dos o tres robos no son hechos con la suficiente fuerza como para que
no necesites todavía ejemplos y lecciones: así pues, déjame que te anime y te impulse a más grandes acciones,
si realmente quieres ser digna de nosotros.
- ¡Ah! -digo-, ¡cuánta estima y amistad te debo por tales cuidados! Sigue con ellos, y estoy segura de que
en ninguna parte encontrarás una escolar más sumisa. No hay nada que yo no emprenda contigo, nada que
no imagine, guiada por tus consejos; y voy a poner todas mis pretensiones para el futuro en la firme ambición
de sobrepasar un día a mi maestra. Pero, querida mía olvidamos nuestros placeres; yo los he recibido
divinos de ti, y tú todavía no me has permitido devolvértelos: ardo en deseos de hacer pasar a tu alma una
parte de esta llama divina con la que acabas de abrasarme.
-Juliette, eres deliciosa, pero soy demasiado vieja para ti: ¿has pensado que tengo treinta años? Hastiada
de las cosas ordinarias, necesito refinamientos tan groseros, episodios tan fuertes... Necesito tantos preliminares
para excitarme, tantas ideas monstruosas, tantas acciones obscenas para que descargue... Mis costumbres
te aterrorizarán; mi delirio te escandalizará; mis exigencias te cansarán...

Después, mientras sus hermosos ojos se llenaban de fuego y sus labios se cubrían con la espuma de la lubricidad
-¿Tienes mujeres aquí? -me dice-, ¿son lascivas?... Bonitas, eso me da lo mismo; sólo me calentaré contigo
pero al menos quiero que esas criaturas sean bien zorras, impúdicas, pacientes, enérgicas, que juren
increíblemente, y que sólo desnudas lleguen hasta mí. ¿Cómo puedes hacerme ver semejantes mujeres?
-No tengo aquí más que cuatro -respondí- para mis más apremiantes necesidades.
-Son muy pocas: rica como eres, cada día deberían estar a tus órdenes al menos veinte mujeres, y deberías
renovarlas cada semana. ¡Ah!, ¡cómo necesitas que te enseñe a gastar el dinero con que te cubres! ¿Acaso
eres avara? No estaría mal. Yo idolatro el oro hasta el punto de haberme excitado ante la inmensidad de
luises que amaso, y eso en la idea de que puedo hacerlo todo con las riquezas que están ante mi vista. Así
pues, encuentro muy sencillo que se tenga el mismo gusto, pero sin embargo, yo no quiero negarme nada;
los tontos son los únicos que no comprenden que se pueda ser avaro y pródigo a la vez, que se pueda tirar la
casa por la ventana para los placeres de uno y negarse a todo para buenas obras... Vamos, haz que vengan
tus cuatro mujeres, y sobre todo varas, si quieres verme descargar.
-¡Varas!, ¿es que acaso azotas, querida mía?
- ¡Ah!, ¡hasta hacer brotar sangre, mi amor!... E igualmente recibo. No hay una pasión más deliciosa para
mí; no hay ninguna que inflame con más seguridad todo mi ser. Nadie duda hoy de que la flagelación pasiva
es de la mayor efectividad para devolver el vigor apagado por los excesos de la voluptuosidad. Por lo
tanto, no hay que asombrarse de que toda la gente agotada por la lujuria busque ávidamente en la dolorosa
operación de la flagelación el soberano remedio para el agotamiento, para la debilidad de sus riñones y para
la pérdida total de sus fuerzas, o para un físico frío, vicioso y mal organizado. Esta operación da necesariamente
a las partes relajadas una conmoción violenta, una irritación voluptuosa que se apodera de ellos y los
hace lanzar el semen con infinitamente más fuerza: el agudo sentimiento del dolor de las partes golpeadas
nos hace más sutiles y precipita la sangre con más abundancia, atrae los sentidos dando a las partes de la
generación un calor excesivo, por último proporciona al ser libidinoso que busca el placer el medio de consumar
el acto de libertinaje, a pesar de la misma naturaleza, y de multiplicar sus goces impúdicos más allá de los límites de esta naturaleza madrastra. Respecto a la flagelación activa, ¿puede haber en el mundo una
voluptuosidad mayor para seres endurecidos como nosotros? , ¿hay alguna que dé mejor la imagen de la
ferocidad, que satisfaga más, en una palabra, esa inclinación a la crueldad que hemos recibido de la naturaleza?...
¡Oh Juliette!, someter a esta degradación a un objeto joven, interesante y dulce, y que tenga la mayor
cantidad de afinidades posible con nosotros, hacerle experimentar duramente esta forma de suplicio,
cuyos alcances tienen todos por emblema la voluptuosidad, divertirse con sus lágrimas, excitarse con sus
penas, exaltarse con sus saltos, inflamarse con sus brincos, con esos retorcimientos (7) voluptuosos que
arranca el dolor de la víctima, hacer correr su sangre y sus lágrimas, encarnizarse con ellas, gozar sobre su
bonito rostro de las contorsiones del dolor y de los juegos musculares impresos por la desesperación, recoger
de su lengua esos chorros púrpura que tan bien contrastan con el tinte de los lirios de una piel suave y
blanca, aparentar que te calmas un momento para aterrorizar a continuación con nuevas amenazas, y no
realizar las amenazas más que con otros refinamientos más ultrajantes y más atroces todavía, no ahorrar
nada dé cólera, y recorrer con la misma rabia las partes más delicadas, las mismas que la naturaleza parece
haber creado para homenaje sólo de los tontos, como el pecho o el interior de la vagina, como el mismo
rostro. ¡Oh, Juliette, qué delicias! ¿No es de alguna manera invadir los derechos del verdugo?, ¿no es desempeñar
su papel?, ¿y esta sola idea no basta para determinar invenciblemente la eyaculación del esperma
en seres que, hastiados como nosotros de todas las cosas ordinarias y simples, necesitan esos sabios refinamientos
para reencontrar lo que los excesos les ha hecho perder? Que no te sorprenda semejante gusto en
una mujer. El mismo Brantôme, del que acabamos de tomar una expresión, nos habla con candor e ingenuidad
de diferentes ejemplos que apoyan estas máximas (8). Había -dice él-, una dama de mucho mundo,
tan hermosa como rica, y viuda desde hacía varios años, a la que nadie igualaba en la corrupción de las
costumbres. Rodeada de jóvenes muchachas de compañía, siempre extremadamente bellas, se complacía en
hacerlas desnudar y en golpearlas con su mano, sobre las nalgas, lo más fuerte que podía. Les inventaba
faltas con el fin de tener el derecho de castigarlas: entonces, las azotaba con varas y hacía consistir toda su
voluptuosidad en verlas agitarse bajo sus golpes; cuanto más se movían, más se lamentaban, más sangraban,
más -lloraban, más feliz era la puta. Algunas veces se contentaba con arremangarlas el vestido, en lugar
de ponerlas desnudas, encontrando en el acto de levantar y sujetar sus faldas más placer aún que en la
excesiva facilidad ofrecida por su completa desnudez.

(8) Tomo I de las Vidas de las Damas galantes de su tiempo, edición en Londres, 1666, in-12. Quizás
tendríamos que haber col piado literalmente al autor citado; dos razones nos lo han impedido: la primera es
que las citas siempre forman abigarramientos desagradables; la segunda, que Brantôme no ha hecho más
que esbozar lo que nosotros hemos querido pintar con más fuerza, sin alejarnos, no obstante, de la verdad.
(7) Expresiones de Brantóme, en el mismo artículo, que se va a citar en seguida.
Un gran señor -dice un poco más lejos- experimenta también el mismo placer en fustigar extrañamente a
su mujer o desnuda o remangada.

Una madre -añade el mismo autor- azotaba regularmente a su hija dos veces al día, no por alguna falta
que hubiese cometido, sino por el placer de contemplar la en este dolor. Cuando la joven alcanzó la edad de
catorce años, inflamó de tal manera la concupiscencia de su madre, que ésta se pasaba cuatro horas al día
fustigándola cruelmente.
-Pero -prosiguió Clairwil- si nos contentásemos con nuestros anales, ¡cuántos modelos más interesantes
encontraríamos en ellos sobre este tema!, y tu amigo Saint-Fond, que no pasa un solo día sin azotar a su
hija, ¿no podría coronar acaso nuestras modernas investigaciones?
-He sido la víctima de ese gusto -respondí-, y a pesar de eso, lo comprendo hasta el punto de adoptarlo
quizás un día, siguiendo tu ejemplo. ¡Oh sí!, Clairwil, tendré todos tus gustos, quiero identificarme contigo
¡ya no puede haber felicidad en el mundo para Juliette hasta que no haya aprendido todos tus vicios!

Entraron las cuatro mujeres: estaban desnudas, como había deseado mi amiga, y le ofrecían con toda seguridad
uno de los más hermosos conjuntos de lubricidad que sea posible ver. La mayor no tenía todavía
dieciocho años, la más joven quince: era difícil ver cuerpos más hermosos y rostros más agradables.
-Están bien -dice Clairwil, examinándolas por encima.

Y como cada una traía un puñado de varas, Clairwil las cogió y puso a las cuatro cerca de ella.
-Acercaos -dice a continuación a la más joven (visitó a una tras otra por orden de edad)-, sí, acercaos, y
prosternándoos a mis pies pedid humildemente perdón por las tonterías que hicisteis ayer.
-¡Oh!, señora, no hice ninguna.

Un enérgico bofetón fue la respuesta de Clairwil.
-Os digo que hicisteis tonterías, y os ordeno que me pidáis perdón de rodillas.
-Y bien, señora -dice la pequeña obedeciendo-, os lo pido de todo corazón.
-No os concederé ese perdón hasta que hayáis sido castigada; levantaos y venid a ofrecerme humildemente
vuestras nalgas.

Entonces Clairwil, que había frotado ligeramente el bonito culo con la palma de su mano, le aplica una
bofetada tan fuerte que sus cinco dedos quedaron señalados. Las lágrimas empezaron a correr sobre las
hermosas mejillas de esta pobre niñita, que al no haber sido prevenida y al no haber experimentado nunca
nada semejante, se encontraba dolorosamente afectada por esta recepción. Clairwil la examina y le chupa
los ojos en cuanto ve lagrimas en ellos; los suyos lanzaban llamas, su respiración se hacía cada vez más
agitada, su bello seno, al moverse de excitación, parecía seguir las palpitaciones de su corazón. Metió su
lengua en la boca de esta muchacha, la chupó durante mucho tiempo, después, animándose todavía más con
esta segunda caricia, le aplicó una segunda bofetada sobre el culo, más fuerte que la primera.
-Sois una putilla -le dice-, ayer os sorprendí excitando vergas, y no soportaré que ultrajéis las buenas costumbres
hasta ese punto... Me gustan las costumbres, deseo el pudor en una joven.
-Os respondo, señora...
-Vamos, ni una excusa, zorra -interrumpió Clairwil dando un enérgico puñetazo en los costados de la joven-;
culpable o no, es necesario que os veje y me divierta. Pequeños seres tan despreciables como vos sólo
son buenos para los placeres de una mujer como yo.

Y diciendo esto, Clairwil pellizca sobre las partes más carnosas de su bonito cuerpecito, hasta el punto de
hacerla gritar; y, en cuanto la desgraciada lanzaba un grito, nuestra libertina lo ahogaba al paso recogiéndolo
en su boca. Su cólera aumentó; entonces, las palabras mas sucias y más crapulosas, los juramentos más
infames, exhalaron de sus labios impuros; eran entrecortados como suspiros; inclinó a la víctima sobre el
canapé, examinó lúbricamente su trasero, lo entreabrió, metió su lengua, después, volviendo a las nalgas,
las mordió en cuatro sitios diferentes, lo que la joven no soportó sin saltos y brincos que divertían mucho a
mi amiga y que excitaban en ella esas risas malvadas que salen más bien de la ferocidad que de la alegría.
-Vamos, jodida bribona, ¡vas a ser azotada! -le dice-, sí, sagrado bribón de Dios, voy a zurrarte, deseando
que cada uno de los golpes que recibas de mi mano deje sobre tu villano culo huellas imborrables.

Entonces, cogiendo un puñado de varas, hace levantarse a la joven, le enlaza el cuerpo con su brazo izquierdo,
y metiéndole una rodilla en el vientre, le hace ofrecer el culo en la más hermosa posición; lo examina
un momento en este estado; después, comenzando a zurrar con su mano derecha, sin preparativos,
sin miramientos, aplica primero veinticinco golpes que mancillan ese culo fresco y de color de rosa de tal
forma que ya no se veía ni una sola parte que no estuviese cubierta de cardenales. Entonces, llama a las
otras tres mujeres una detrás de otra, hace que cada una de ella le meta la lengua en la boca, ordenándolas,
a medida que se hace besar, que le manoseen con fuerza las nalgas, que le exciten el agujero del culo y que
llenen de elogios la operación que ella hace, sobre todo denunciándola algunas nuevas faltas de .a delincuente.
Yo pasé después de las tres muchachas y la besé de la misma manera, socratizándola, aprobando el
suplicio que ella imponía a la víctima y alimentando su rabia lúbrica con una sarta de calumnias sobre esta
infortunada. Cuando la besé, quiso que le llenase la boca de saliva, y se la tragó; volviendo a continuación a
la obra, aplicó, en esta segunda sesión, el doble de golpes que había propinado en la otra; después, en seguida,
una tercera sesión, que elevó a ciento cincuenta el número de golpes recibidos. El culo de la muchacha
más joven estaba cubierto de sangre; ordena a las otras tres mujeres que laman esa sangre y que se la
entreguen en la boca; y en cuanto a mí, me besó, devolviéndome toda la sangre que ella había recibido.
-Juliette -me dice-, la fiebre del delirio se apodera de mis sentidos; te prevengo de que tus otras tres zorras
van a ser azotadas con más fuerza.

Lame a la pequeña, y se hace pasar ligeramente la lengua por el coño y el culo.
-Vamos -dice a la segunda, designando a la que seguía en edad-, ¡vamos, avanza, puta!

Esta, aterrorizada por lo que acababa de hacer a su compañera, se echa hacia atrás en lugar de obedecer.
Pero Clairwil, que no estaba de humor para concederle la gracia, la atrae con fuerza hacia ella con un brazo
y la abofetea un montón de veces. La joven se echa a llorar.
-¡Bien! -dice Clairwil-, eso es lo que me gusta.
Y como esta encantadora criatura, de dieciséis años, tenía ya el pecho bastante hermosamente formado,
se lo apretó hasta el punto de hacerla gritar; después, besándola en seguida, la mordió hasta dejarle marcas.
-Vamos -le dice, jurando-, veamos vuestro culo.

Y como le pareció delicioso, no pudo dejar de decir, antes de golpearlas:
-¡Ah!, ¡qué hermosas nalgas!

La misma superioridad que las concedía la obligó a nuevos homenajes: se curva, besa el sublime trasero
y acaricia el agujero, le da la vuelta, hace otro tanto con el clítoris y vuelve prontamente al culo. Pero no
son bofetadas lo que aplica esta vez, son enérgicos puñetazos lo que distribuye y extiende desde las piernas
hasta los hombros, de tal forma que en un momento vuelve negras las partes tan blancas de este hermoso
cuerpo.
-¡Santo Dios! -exclama-, ¡me excito!, esta zorrilla tiene uno de los culos más hermosos que yo haya visto
en mi vida.

Coge las varas y se pone a fustigar extraordinariamente; pero, al cabo de algunos golpes, utiliza con esta
un episodio que no había empleado con la otra: con la mano izquierda, con la que le enlaza el cuerpo, separa
las nalgas de la paciente, para que los golpes que le da con la mano derecha caigan sobre las partes más
sensibles del agujero del culo y las carnes delicadas que lo rodean; así, toda esa parte está bien pronto ensangrentada.
En este punto, quiso que los besos que se le daban en la boca y las caricias de su trasero tuviesen
lugar durante toda la operación. Las otras tres muchachas y yo cumplimos esto; sin embargo, sólo conmigo
observó el rito de tragar y hacerme tragar saliva. La tercera muchacha fue tratada como la primera, y
la cuarta como la segunda; todas fueron desgarradas sin piedad, todas fueron cubiertas de sangre. Saliendo
de esto como una bacante, y más hermosa que Venus, Clairwil hizo que las cuatro muchachas se colocasen
en fila una junto a otra, a fin de comparar el conjunto de sus culos y verificar si todos estaban igualmente
lacerados. Al encontrar uno mejor tratado, volvió a coger las vergas y le aplicó cincuenta nuevos golpes
que pronto lo pusieron en un estado tan deplorable como el de sus vecinos.
-Juliette me dice-, ¿quieres que te zurre a ti también?
-Claro -respondí-, ¿cómo puedes sospechar que no desee con tanto ardor como tú lo que parece aumentar
la suma de tus voluptuosidades? Azota, aquí está mi culo, este es mi cuerpo, aquí está toda mi persona a tus
órdenes.
-Y bien -me dice-, súbete a los hombros de la más joven de esas muchachas, y, mientras yo te azoto, que
las otras tres observen lo que voy a prescribir. Apoderaos de varas, que empiece la menos fuerte; a continuación,
las otras das; vos, de quien voy a recibir los primeros latigazos, escuchad con atención lo que tenéis
que hacer: os arrodillaréis ante mi culo, lo elogiaréis, lo besaréis, separaréis mis nalgas, deslizaréis
vuestra lengua muy dentro del agujero, pasando por debajo uno de vuestros dedos, que irá a parar al clítoris;
os volveréis a levantar y, llenándome de insultos y amenazas, me aplicaréis todo seguido, y sin parar,
doscientos golpes sobre el trasero, aumentando constantemente su fuerza; vosotras, las que debéis seguir,
me habéis oído, imitaréis a vuestra compañera; empecemos.

Clairwil atormentaba, con pellizcos y arañazos, el culo de la pequeña, sobre cuyos hombros estaba yo, y
al mismo tiempo me zurraba de la forma más enérgica. Por otra parte, ejecutaban a las mil maravillas lo
que ella había aconsejado; y la puta, que quería hacer uso de todo, besaba alternativamente las bocas de
aquellas que no la azotaban. A medida que mi culo recibía las impresiones de sus varas, la feroz criatura
besaba y lamía las marcas con avidez: en cuanto recibió el número de golpes que ella misma había fijado,
cambió de postura.

La muchacha de dieciocho años se puso de rodillas ante ellas; Clairwil le apoyó el coño sobre el rostro,
frotando con todas sus fuerzas los labios de su vagina y su clítoris sobre la nariz, la boca y los ojos de la muchacha, a la que recomendó que la lamiese. Una muchacha apostada a la derecha, y otra a la izquierda,
zurraban enérgicamente a mi amiga, que, con un puñado de varasen cada mano, se vengaba sobre los dos
culos de los golpes que ella recibía; a caballo sobre la cabeza de la que le lamía el coño, le presentaba el
mío para que lo chupase; en este momento la puta descargó, pero con gritos, blasfemias y convulsiones que
caracterizaban uno de los delirios más lúbricos y más lujuriosos que yo había observado en mis días; el
bonito rostro contra el que había luchado la bribona estaba inundado de flujo.
-¡Vamos, santo Dios!, hagamos otra cosa -exclamó, sin darse tiempo a respirar-, nunca descanso cuando
mi esperma está corriendo; ¡trabajadme, putas!, ¡sacudidme, azotadme, excitadme de la forma más fuerte!

La muchacha de dieciocho años se tumba sobre la otomana, yo me siento sobre su rostro, Clairwil acampa
sobre el mío; yo le devolvía cuanto a mí me chupaban elevada por encima de mí, la más joven de las
muchachas hacía besar sus nalgas a Clairwil, a quien otra daba por el culo con un consolador; la más delgada
de las cuatro, inclinada, excitaba con sus dedos el clítoris de Clairwil, casi encima de mi boca, y presentaba,
al mismo tiempo, su coño a las mismas poluciones ejercidas por la mano de mi amiga. De esta
manera, nuestra libertina lamía un culo con su lengua, era acariada, sodomizada, y excitada en el clítoris.
-Juliette -me dice al cabo de unos minutos-, ya te dije que sólo me excitaba con imaginación; una de las
cosas que más calienta la mía es oír jurar mucho alrededor de mí: tus putas no dicen una palabra.

Esto era harto difícil; estas muchachas, elegidas de la clase de la mejor burguesía, y habiendo sido libertinas
únicamente conmigo, conocían mal el lenguaje que podía convenir a Clairwil. Hicieron lo que pudieron;
pero yo me vi obligada a suplirlas y a sostener, casi yo sola, las caústicas injurias que se complacía en
oír dirigir al Ser supremo; en la existencia del cual la zorra no creía más que yo. En consecuencia, la que le
excitaba el clítoris--me había sustituido en acariciarla; y yo la excitaba blasfemando contra los tres despreciables
dioses del cristianismo como nunca lo habían sido en su vida. La bribona- se movía mucho, pero no,
llegaba a nada, una vez más había que cambiar de posturas y de episodios. Nunca había visto -grada tan
hermoso ni tan animado como esta mujer cuando-salió de esta escena: si se hubiese querido pintar a la diosa
misma de la lubricidad, hubiese sido imposible buscar otro modelo. Me salta al cuello, me lengüetea
durante un cuarto de hora, me enseña su culo: parecía escarlata y contrastaba agradablemente con la resplandeciente
blancura de su piel.
-¡Ah!, sagrado Dios en el que me jodo -me dice exaltada-, ¡cómo me excito! ¡Juliette!, ¡y qué no emprendería
yo en el estado en que estoy! No hay ningún tipo de crimen, de cualquier naturaleza, de cualquier
violencia que quieras suponer, que no ejecutase en este mismo instante. ¡Oh!, mi amor..., ¡oh!, mi puta...,
¡oh!, mi querida bribona..., ¡oh!, tú a la que amo infinitamente y en cuyos brazos quiero perder mi flujo,
convén conmigo en que no hay nada que lleve a los horrores; como la tranquilidad, la impunidad, las riquezas
y la salud de que gozamos: así pues, dame la idea de algún crimen... que yo lo ejecute ante tus ojos;
hagamos algo infame, te lo suplico...

Y como me di cuenta de que la más joven de las muchachas la excitaba, y que ella le chupaba en exceso,
alternativamente la boca, el culo y el coño, le pregunté en voz baja si quería maltratarla.
-No -me dice-, eso no me satisfaría; yo azoto, zurro voluntariamente un momento a las mujeres, pero por
la disolución total de la materia, tú me entiendes... necesitaría un hombre, son los únicos que me excitan a
la crueldad; me gusta vengar a mi sexo de los horrores que le han hecho sentir, cuando los criminales se
encuentran más fuertes. No podrías creer con qué delicia asesinaría a un hombre en este momento. ¡Oh
Dios!, ¡cuántos tormentos le haría soportar!; ¡por qué oscuros y tenebrosos caminos lo conduciría a la
muerte!... Vamos, veo que al no haber llegado tu imaginación a este punto, no puedes ofrecerme nada de
este tipo; en ese caso, acabemos la escena, con algunas suciedades libidinosas ya que no podemos con crímenes.

Las suciedades, ejecutadas con toda la precisión y todos los episodios deseados, la agotan por fin; se precipita
a un baño de rosas; la asean, la perfuman, la visten con el más indecente vestido, y comemos.

Clairwil, tan caprichosa en los excesos de la mesa como en los del lecho, tan intemperante, tan extraña en
unos como en otros, sólo se alimentaba de aves y de caza siempre deshuesadas, y siempre dispuestas bajo
las formas más variadas y mejor disimuladas. No hacía ningún uso de los alimentos populares: era preciso
que todo lo que se la sirviese fuese refinado; su bebida corriente era agua azucarada y helada en todas las estaciones, a la que echaba, por color, veinte gotas de esencia de limón y dos cucharadas de agua de azahar;
nunca bebía vino, pero sí mucho licor y café; por otra parte, comía en exceso, no hubo un solo plato que no
atacase, de los cincuenta que le fueron servidos. Prevenida de antemano de sus gustos, todo se dispuso según
sus deseos, y es increíble lo que engulló. Esta mujer encantadora, cuya costumbre era que los demás
adoptasen sus gustos en la medida que podían, los preconizó de tal forma que me hizo seguir su régimen,
pero no su abstinencia de vino; yo siempre he hecho un gran uso de él, y verdaderamente me gustará toda
mi vida.

Mientras comíamos, confesé a Clairwil que estaba confundida con su libertinaje.
-No has visto nada -me dice-, sólo te he dado un ligero esbozo de mis excesos lujuriosos: quiero que
hagamos juntas cosas mucho más extraordinarias; te haré entrar en una sociedad de la que soy miembro, y
donde se realizan obscenidades de otra clase muy diferente; allí, cada esposo debe llevar a su mujer, cada
hermano a su hermana, cada padre a su hija, cada soltero a una amiga, cada amante a su querida; y, reunidos
en un gran salón, cada uno goza de lo que más le gusta, no teniendo más reglas que su deseo, más frenos
que su imaginación; cuanto más se multiplican los extravíos, más dignos de elogios somos, y más premios
fundados se distribuyen entre los que se han distinguido por las mayores infamias, o entre los que han
inventado nuevas formas de saborear el placer.
-¡Oh!. mi querida amiga -exclamé, echándome en los brazos de Clairwil-, ¡hasta qué punto encienden mi
cabeza esos detalles y cómo ardo en deseos de ser de los vuestros!
-Sí, pero ¿serás digna de ser admitida? Las pruebas exigidas por los que reciben son terribles.
-¿Acaso puedes dudar de mí? y, de cualquier tipo que sean esas iniciaciones, ¿se podrá temer verme dudar,
después de todo lo que he hecho en las reuniones de Saint-Fond y de Noirceuil?
-¡Pues bien!, seres recibida, te lo prometo. Después, volviendo con entusiasmo:
-¡Oh Juliette!, como siempre es al disgusto, a la impaciencia, a la desesperación de no haber encontrado
ni relaciones, ni semejanzas con el objeto al que la costumbre nos liga, a lo que se deben todas las desgracias
del himeneo; haría falta, para remediarlo, para contrarrestar la terrible obligación que liga eternamente
a dos objetos que no se convienen, haría falta, digo, que todos los hombres formasen entre ellos club parecidos.
Allí, cientos de maridos, de padres, en unión con sus mujeres o de sus hijas, se procuran todo lo que
les falta. Al dar a mi esposo a Climène, le cedo todos los atractivos que le faltan al suyo, y encuentro en el
que ella me abandona, todos los encantos que no podía ofrecerme el mío. Los cambios se multiplican y, en
una sola noche, como puedes ver, una mujer goza de cien hombres, un hombre de cien mujeres; allí, se
desarrollan los caracteres, se estudian, se conocen; profesamos la más entera libertad de gustos; el hombre
que desprecia a las mujeres no goza más que de sus semejantes; la mujer que sólo ama a su sexo se entrega
igualmente a sus fantasías; no hay ninguna obligación, ningún pudor... El único deseo de extender sus goces
hace que se pongan en común todas sus riquezas. Desde ese momento, el interés general sostiene el
pacto, y el interés individual se encuentra unido al interés general, lo que hace indisolubles los lazos de la
sociedad: hace quince años que dura la nuestra, y no he visto un sólo enredo, ni un sólo impulso de mal
humor. Arreglos semejantes destruyen los celos, absorben para siempre el temor de los cuernos, (dos venenos
crueles de la vida) y, por eso mismo, deben merecer la preferencia sobre esas sociedades monótonas
donde dos esposos, languideciendo toda su vida uno enfrente del otro, están destinados o al aburrimiento
perpetuo de no gustarse, o a la desesperación de no conseguir disolver sus lazos más que con la deshonra de
ambos. ¡Que nuestros ejemplos puedan persuadir a todos los hombres a imitarnos! Estoy de acuerdo en que
hay que combatir algunos prejuicios; pero cuando estas sociedades están basadas, como la nuestra, en la
filosofía, el prejuicio desaparece pronto. Yo fui admitida en ella el primer año de mi matrimonio; apenas
tenía dieciséis años. ¡Pues bien!, cuando comencé, te confieso que enrojecía ante la obligación de prestarme
desnuda a las fantasías de todos esos hombres,- a los caprichos de todas esas mujeres, de las que puedes
creer que pronto me rodearon por mi edad y mi rostro... pero fue cuestión de tres días. El ejemplo me sedujo,
y apenas si había visto a mis lascivas compañeras disputarse el honor de la elección y la invención de las
lubricidades, apenas si las había visto revolcarse cínicamente en la indecencia y en la infamia, cuando ya
las superaba a todas tanto en la teoría como en la práctica.

La descripción de esta deliciosa asociación me hizo tanto efecto, que no quise dejar a Clairwil sin que antes
me hubiese jurado que me haría admitir en su club. El juramento fue sellado con el flujo que derramamos juntas una vez más, haciéndonos iluminar por tres altos lacayos, ante los cuales Clairwil pretendió que
teníamos que excitarnos sin permitirles ni un solo deseo.
-Así es -me dice-, como se acostumbra uno al cinismo, y así es como tú debes ser para que seas digna de
nuestra sociedad.

Nos separamos encantadas la una de la otra, y prometiéndonos que nos volveríamos a ver lo más pronto posible.

Noirceuil se apresuró a pedirme noticias de mi relación con Mme. de Clairwil; mis elogios le probaron
mi gratitud. Quiso detalles; se los di; y, como Clairwil me censuró el que no tuviese en mi casa mayor número
de mujeres, al día siguiente aumenté ese número en ocho, lo que me compuso un serrallo con las doce
criaturas más bellas de París; me las cambiaban todos los meses.

Pregunté a Noirceuil si iba a la sociedad de mi amiga. -Mientras los hombres tenían la preponderancia me
respondió-, yo era de una exactitud escrupulosa; he renunciado a ella desde que todo está en manos de
un sexo cuya autoridad no me gusta. Saint-Fond ha seguido mi ejemplo. No importa -añadió Noirceuil-, si
esas orgías te divierten, puedes seguirlas con Clairwil: hay que probar todo lo que es vicio; no conozco
nada tan aburrido como la virtud. Allí serás perfectamente excitada, deliciosamente fornicada; se te alimentará
con excelentes principios; así pues, te aconsejo que consigas que te admitan en seguida.

A continuación me preguntó si mi nueva amiga había entrado en detalles sobre sus aventuras.
-No, digo.
-Por muy filósofa que tú seas -respondió Noirceuil-, te habría escandalizado con toda seguridad. Es un
verdadero modelo de lujuria, de crueldad, de libertinaje y de ateísmo; no hay ningún horror, ninguna execración
con la que no se haya mancillado; su crédito y sus grandes riquezas la han salvado siempre del cadalso,
pero lo ha merecido veinte veces; en una palabra, podrían contarse sus crímenes por sus acciones
diarias, y el número de suplicios que ha merecido se evaluaría por el de los días de su existencia. Saint-
Fond la quiere mucho; sin embargo sé que te prefiere a ti por más de una razón: por lo tanto, Juliette, sigue
mereciendo la confianza de un hombre que tiene en sus manos la felicidad y la desgracia de tu vida.

Convencía Noirceuilde los esfuerzos que hacía constantemente para ello. Venía a recogerme para que
fuese a comer a su casita, donde pasamos la noche con otras dos bonitas personas; allí hicimos todas las
extravagancias que se le ocurrieron a este profeso en lubricidad. Fue algún tiempo después de esto, cuando
calentada por todo lo que veía, por todo lo que oía, se me hizo imposible resistirme a la gran necesidad que
tenía de cometer un crimen por mi propia cuenta; por otra parte, era muy fácil ver si podía realmente fiarme
de la impunidad que se me había prometido. Por lo tanto, me decidí a horrores dignos de las lecciones que
yo recibía cada día. Queriendo probar a la vez mi valor y mi ferocidad, me visto de hombre y, con dos pistolas
en mis bolsillos, me voy sola a esperar en una calle alejada al primer transeúnte que caiga en mis manos,
con la única intención de robarlo y degollarlo para mi placer. Apoyada contra la pared, estaba en una
especie de turbación causada por las grandes pasiones, cuyo choque sobre nuestros espíritus animales es
necesariamente el principio de la primera voluptuosidad del crimen. Escuchaba... Cada ruido alimentaba mi
esperanza. Al más mínimo movimiento imaginaba ver por fin a mi víctima, cuando se oyeron lamentaciones...
Vuelo hacia el ruido; distingo quejas; me acerco: una pobre mujer, acostada delante de una puerta,
lanzaba los gemidos que acababan de golpear mi oído.
-¿Quién sois? -digo, acercándome por completo a esta criatura.
-La más infortunada de las mujeres -me respondió llorando esta desgraciada, que no me pareció tener
más de treinta años; y si vos me traéis la muerte, me haréis un gran favor.
-Pero ¿de qué tipo son vuestros reveses?
-Sin duda terribles -respondió esta mujer, levantándose lo suficiente para dejarme ver, a la débil luz de
los faroles, unos rasgos muy dulces e interesantes-, sí..., sí, son terribles, mis reveses. Hace ocho días que
no tenemos trabajo; no hemos podido pagar el mínimo precio de la habitación que ocupábamos en esta casa,
ni el mes de nodriza de nuestro hijo... Han llevado a esta miserable criatura al hospital y han metido en
la cárcel a mi marido; sólo la huida me ha preservado de la rabia de los monstruos que nos trataban con
tanto rigor; me veis tendida en el umbral de la puerta de una casa que me perteneció en otro tiempo: no siempre he sido desgraciada. Situada con más comodidad, ¡ay de mí!, aliviaba a los pobres: ¿me devolveréis
lo que hice por ellos?

Con estas palabras, un fuego sutil se desliza por mis venas... ¡Oh!, santo Dios -me digo-, ¡qué ocasión para
un crimen detestable, y cómo excita mis sentidos!
-Levántate -digo a esta mujer-, ves que soy un hombre, quiero divertirme con tu cuerpo.
-¡Oh!, señor, ¿estoy en condiciones de excitar deseos en el seno de las lágrimas y el infortunio?
-Es lo que inflama los míos; por lo tanto, date prisa en obedecerme.

Y, agarrándola por un brazo, la obligo a prestarse a las manipulaciones que quiero hacer con ella. No hay
duda de lo que encontré bajo sus faldones: unas carnes muy firmes, muy blancas y muy rellenas...
-Excítame -le digo--, llevándole la mano sobre mi coño-, soy una mujer, pero una mujer que está loca por
su sexo y quiere masturbarse contigo.
-¡Oh cielos!, dejadme..., dejadme. Todos vuestros horrores me hacen temblar: soy buena, aunque en el
infortunio, no me humilléis hasta ese punto.

Quiere escapar, la agarro del pelo y le disparo con mi pistola en la sien:
-Ve, bribona -le digo-... ve a decir a los infiernos que éste es el primer golpe de Juliette.

Cae ahogada en su sangre... y lo confieso, amigos míos, sí, debo informaros de los efectos que experimenté:
la inflamación del fluido nervioso fue tal con esta acción, que me sentí inundada de flujo mientras la
cometía. ¡Y estos son los resultados del crimen! -me digo-. ¡Cuánta razón tenían en pintármelo delicioso!
¡Dios!, ¡cuál es su dominio sobre una cabeza como la mía y hasta qué punto sirve al placer!

Algunas ventanas que se abrieron al ruido de mi arma me hacen pensar en mi seguridad; por todas partes
oigo gritar: ¡A los guardias!... Apenas era medianoche; soy detenida, encuentran mis pistolas, no hay duda,
me preguntan quién soy.
-Os lo diré en la casa del ministro -respondí descaradamente-: que me llevan al hotel de Saint-Fond.

El sargento, asombrado de mi aire, no se atreve a oponerse a este ruego; me atan..., me agarrotan..., y gozo
una vez más; son deliciosos los hierros del crimen que gusta, uno se excita al llevarlos. Saint-Fond no
estaba acostado; le informan, soy introducida; Saint-Fond me reconoce.
-Basta -dice al sargento-, hubieseis sido colgado si no hubieseis traído a esta dama a mi casa; volved a
vuestras funciones, señor, habéis cumplido con vuestro deber. Lo que acaba de suceder es un misterio en el
que no debéis entrar.

A solas con mi amante, le informé de todo; le hice excitarse; me preguntó si había podido juzgar las contorsiones
de esta mujer en el suelo.
-No tuve tiempo -respondí.
-¡Ah!, eso es lo que tienen de desagradable esas acciones: que no se goza de la víctima.
-Sí, monseñor, pero un crimen de calle...
-Sí, lo sé, el escándalo... la calle... el camino principal... las leyes castigan todo eso más severamente; y
eso compensa... y después el estado de esa mujer, su miseria... Tenías que haberla llevado a tu casa, nos
habríamos divertido con todo eso... ¿Qué nombre ha dicho el sargento que se ha encontrado sobre el cadáver?
-Simon, monseñor, lo recuerdo.
-¿Simon?... Hace cuatro o cinco días que pasó por mis manos ese asunto... Lo recuerdo, soy yo quien ha
hecho encerrar a ese Simon y llevar al niño al hospital... ¡Cómo!, pero esa mujer es muy buena y muy bonita.
La reservaba para tus ayudantes: la infortunada no te ha engañado, esas gentes han estado en muy buena
posición, una bancarrota los ha arruinado. ¡Ah!, Juliette, no has hecho más que rematar mi crimen y la
aventura es deliciosa.

Ya os he dicho que Saint-Fond se excitaba; mi disfraz masculino perfeccionaba su delirio. Me llevó al
cuarto donde me había visto la primera vez que me había presentado en su casa. Un ayuda de cámara apareció,
y Saint-Fond, desabotonando mis pantalones con una especie de goce, hizo primero que su ayuda me
sobase mis nalgas; él le excitaba el miembro cerca del agujero, después, introduciéndose pronto en ese agujero
al que parecía querer hacer los honores, el disoluto me sodomizó, obligándome a chupar el miembro de
su hombre, hasta que estuviese tieso para introducirlo en su culo. Una vez acabada la operación, Saint-Fond
me dice que había descargado mejor desde que sabía que el culo que acababa de joder había merecido la
horca.
-El que me fornicaba y al que te he hecho chupar está en la misma situación -me dice el ministro-, es un
decidido criminal: ya lo he salvado seis veces de la rueda. ¿Has visto cómo me ha jodido, y el hermoso
miembro de que está provisto? Toma, Juliette, esta es la suma que te prometí por los crímenes que cometieses
tú sola. Un coche te espera, vuélvete a casa. Mañana, saldrás para esa tierra más allá de Sceaux que te
compré el mes pasado; lleva poca gente a la casa de campo, cuatro de tus mujeres ordinarias... las más bonitas...
tu cocina... tu servicio y las tres vírgenes de la próxima comida.

Estarás esperando mis órdenes, es todo lo que hoy puedo explicarte.

Salí, muy contenta del éxito de mi crimen... muy cosquilleada por el placer de haberlo cometido; y habiéndolo
preparado todo para el día siguiente, fui a dormir donde me había ordenado el ministro.

Apenas estuve instalada en el campo, aislada de todas partes y solitaria como Theabides, cuando uno de
los míos vino a advertirme de la llegada de un extraño con buena pinta, que pedía hablarme, anunciándose
de parte del ministro. Me guardé muy bien de no hacerlo pasar al momento; abro sus despachos.

Que vuestros criados se apoderen en seguida del hombre que os entregará esto -me decía la carta-; que
sea encerrado en los calabozos que hice construir en vuestra casa; me respondéis de esa persona con vuestra
vida; lo seguirán su mujer y su hija. Las trataréis del mismo modo. Tratad de ejecutar mis órdenes con
la puntualidad más escrupulosa; sobre todo, poned en esto toda la falsedad, toda la crueldad de que sé que
sois capaz. Adiós.
-Señor -digo en seguida al portador de la carta, sin dejar leer en mi cara la más ligera alteración-, ¿sois
sin duda amigo de monseñor?
-Hace mucho tiempo, señora, que colma a mi familia y a mí de bondades.
-Lo veo por su carta, señor... Permitid que vaya a dar a mis gentes las órdenes necesarias para recibiros
como él parece desearlo.

Y salí después de haberlo invitado a que descansase. La gente que me servía, esclavos más que criados,
se proveyeron en seguida de cuerdas y entran conmigo en la habitación.
-Llevad al señor -les digo- al cuarto que le destina monseñor.

Y los mozos, lanzándose al momento sobre este infortunado, lo arrastran ante mis ojos al más abominable
calabozo.
-¡Oh!, señora, ¡qué traición!, ¡qué horror! -exclama esta desgraciada víctima de la falsedad de Saint-Fond
y de la mía.

Pero firme, impasible a sus gemidos, llevo la obediencia ciega del ministro hasta el punto de encerrarlo
yo misma, sin querer responder una sola palabra a todas las preguntas con que me llena.

Apenas estaba de vuelta en mi salón, cuando entró un coche en él patio. Eran la mujer y la hija de ese
desgraciado, que me traen de buena fe, como él, cartas que contenían absolutamente las mismas órdenes.
Saint-Fond -me digo, al ver a estas dos mujeres, admirando la belleza de la madre con apenas treinta años,
las gracias y la gentileza de la hija que alcanza a lo más dieciséis años-, ¡ah!, Saint-Fond, ¿acaso no entra tu
maldita y criminal lubricidad en esta ejecución ministerial? Y en este caso, como en todas las acciones de
tu vida, ¿no tendrías como guía tus vicios más bien que los intereses de tu patria?

Difícilmente puedo deciros los gritos y las lágrimas de estas dos desgraciadas cuando se vieron arrastradas
con ignominia a los calabozos que les estaban destinados igualmente; pero, tan insensible a las lágrimas de la madre y de la hija como lo había sido a las del padre, se tomaron con ellas las precauciones más severas,
y no me sentí tranquila hasta que tuve en mis bolsillos todas las llaves de estos importantes prisioneros.

Reflexionaba sobre la suerte de esos individuos, no imaginando que se pudiese tratar de otra cosa más
que de una detención, ya que las ejecuciones a muerte me competían a mí y no había sido advertida de nada,
cuando me anuncian la llegada de un cuarto personaje. ¡Dios!, ¡cuál no sería mi sorpresa al reconocer
en éste al mismo hombre por el que recordáis que Saint-Fond me había hecho aplicar tres golpes de bastón
sobre los hombros, la primera vez que me había presentado en su casa!; como traía una carta, la leí en seguida:

Recibid a ese hombre a las mil maravillas -me decía Saint-Fond-; tenéis que acordaros de él, habéis llevado
sus marcas durante cierto tiempo, y fueron sus manos las que os sostuvieron a mis fuegos la primera
vez que me divertí con vos en mi casa. Será el actor principal de la sangrienta escena que debe representarse
mañana. En una palabra, es el verdugo de Nantes, hecho venir por mis órdenes para la ejecución de
las tres personas que ahora están bajo vuestras llaves. Obligado a llevar pasado mañana esas tres cabezas
a la reina, so pena de perder mi puesto, comprenderéis que me habría encargado yo solo de la ejecución,
si Su Majestad no hubiese expresado el deseo más ardiente de recibirlas de ,la mano misma de un verdugo.
A causa de esto no hemos querido el de París; este ignora el motivo que lo lleva a vuestra casa. Ahora
podéis informarle, pero no le hagáis ver las víctimas: esta cláusula es esencial. Llegaré mañana por la
mañana sin falta. Tratad a vuestros prisioneros, sobre todo a las mujeres, con el más absoluto rigor; que
no tengan pan... ni agua, y nada de luz.
-Señor -digo a este personaje-, el ministro tiene razón al decir en su carta que nos conocemos... Me tratasteis
un día de una manera...
-¡Oh!, señora, perdonad, las órdenes...
-No os guardo rencor -interrumpí, tendiéndole una mano que besa con ardor...-, pero es hora de cenar;
vamos a la mesa, hablaremos después.

Delcour era un hombre de veintiocho años, con un rostro muy bonito, y cuyo aspecto y oficio pronto calentaron
mi cabeza. Las atenciones que le demostré eran obra de mi corazón; después de la cena, le hice las
más bellas coqueterías. Delcour me convenció en seguida del éxito de mis avances. Su estrecho pantalón se
hinchaba asombrosamente, no pude soportarlo...
-¡Santo Dios! -le digo-, amor mío, veamos lo que posees ahí. Ese soberbio miembro calienta mi cabeza,
tu profesión acaba por inflamarla; quiero que me forniques.

Después, una vez sacado al aire ese soberbio instrumento, el primer uso que hago de él, según mi costumbre
con todos los hombres, es chuparlo hasta los cojones; pero apenas si puedo contenerlo en mi boca.
En cuanto está en ella, Delcour se apodera de mi coño, lo acaricia, y, en dos segundos, nos salimos ambos.
Este hermoso joven, viéndome tragar su semen, se lanza ardientemente sobre mí.
-¡Ah, santo Dios! -dice-, la excesiva prontitud me ha perdido; pero voy a reparar mi falta.

Al bribón no se le había bajado; me tira sobre una poltrona, imprime sus labios en los míos, todavía mojados
en su esperma, y me encoña con una fuerza muy rara cuando la perla está todavía en la punta: nunca
había sido tan bien fornicada. Delcour me trabajó durante tres cuartos de hora; se retiró, por prudencia,
cuando se sintió a punto de descargar; y yo, haciendo correr por segunda vez en mi boca el semen espeso
que sólo se debía a mi coño, tragué pronto esta segunda dosis con el mismo placer que la primera.
-Delcour -digo en cuanto volví un poco en mí-, puedo razonar mi extravagancia, pues sin duda estáis sorprendido
de la rapidez con que os he recibido. Una conducta tan ligera, avances tan rápidos harán que me
toméis por una gran puta; sin embargo, por mucho que desprecie lo que los estúpidos llaman reputación, no
quiero dejaros ignorar que más que a mi coquetería, más que a mi físico, es a mi cabeza a quien debéis esta
buena fortuna. Sois un criminal... un verdugo... muy guapo además, que excita a las mil maravillas... ¡Y
bien!, os lo digo... sí, vuestra profesión, eso es lo que me ha lanzado a vuestros brazos; despreciadme, detestadme,
me río de eso: me habéis fornicado, es todo lo que yo deseaba.
-Angel celeste -me respondió Delcour-, no, no os despreciaré; mucho menos os odiaré; no estáis hecha
vos ni para uno ni para otro de estos sentimientos. Os adoraré, porque merecéis serlo, y sólo lamentaré no
deber vuestro delirio más que a lo que me vale el desprecio de los otros.
-Qué importa -digo-, todo eso depende de la opinión: veis cómo es varia, ya que os prefiero precisamente
a causa de lo que os separa del resto de los hombres. Sin embargo, no toméis esto por una cuestión de libertinaje:
el afecto que tengo por el ministro, la forma en que vivo con él, no me permiten ninguna intriga, y
ciertamente no la tramaré nunca. Sacaremos de la velada y de la noche todo el partido posible, y nos quedaremos
en eso.
-¡Ah!, señora -me dice entonces este joven con el mayor respeto-, sólo os pido vuestra protección y vuestras
bondades.
-Siempre tendréis lo uno y las otras; pero es preciso que os prestéis hasta el final a todo el desorden de mi
imaginación; y os prevengo de que con vos, únicamente a causa del prejuicio vencido, irá quizás un poco
lejos.

Y como Delcour, después de un momento, se había puesto a manosear mi pecho con una mano, excitándome
el clítoris con la otra, y de vez en cuando metiendo su lengua en mi boca, lo exhorté a ser bueno y a
responder con la verdad a las preguntas que iba a hacerle.
-En primer lugar, dime por qué razón Saint-Fond, cuando yo os vi por primera vez, tuvo la extraña fantasía
de hacerme golpear por vos sobre los hombros.
-Asunto de libertinaje, señora, excitación de la cabeza: conocéis al ministro.
-Así pues, ¿os utiliza en esas escenas de lujuria?
-Siempre que estoy en París.
-¿Os ha fornicado?
-Sí, señora.
-Y vos ¿se lo habéis devuelto?
-Claro.
-¿Lo habéis golpeado, azotado?
-A menudo.
- ¡Ah joder!, ¡cómo me excita eso!... Menéalo... menéalo... ¿Y os ha hecho pegar o azotar a otras mujeres?
-Varias veces.
-¿Habéis llevado las cosas más lejos?
-Permitidme, señora, que respete los secretos del ministro; conociéndole tan bien como vos, es fácil adivinar
todo.
-¿Le habéis oído alguna vez proyectos contra mí?
-¡Oh!, ¡nunca, señora!, en él sólo he visto por vos la confianza y el cariño; os aseguro que os quiere mucho.
-Yo le correspondo... lo adoro, espero que esté convencido. Hablemos de otras cosas, ya que queréis que
respete vuestros secretos. Decidme, os lo ruego, cómo es posible atentar contra la vida de un individuo que
nunca os ha hecho nada; cómo la piedad no habla desde el fondo de vuestra alma en favor del desgraciado
que la ley os encarga asesinar a sangre fría.
-Estad totalmente segura, señora -me respondió Delcour-, de que ninguno de nosotros llega a ese grado
de ferocidad reflexionada, sin principios quizás desconocidos para el resto de los hombres.
-¿Principios?, y bien, eso es lo que quiero saber: ¿cuáles son?
-Tienen su fuente en la más completa inhumanidad; se nos acostumbra desde la infancia a tomar la vida
de los hombres por nada y la ley por todo; de aquí resulta que degollamos a nuestros semejantes con la
misma facilidad que un carnicero mata a un ternero, y sin hacer más reflexiones.
-Pero lo que justificáis para la ejecución de la ley, ¿lo justificaríais igualmente para la satisfacción de
vuestras inclinaciones?
-Por supuesto, señora, desde el momento en que el prejuicio ya no existe en nosotros y que no vemos ningún
mal en el asesinato.
-¿Cómo se puede no suponerlo en la destrucción de sus semejantes?
-Yo os preguntaría a mi vez, señora, cómo es posible sospecharlo en esta acción. Si una de las primeras
leyes de la naturaleza no fuese la destrucción de todos los seres, seguramente yo creería que se ultraja a esta
naturaleza ininteligible realizando esta destrucción; pero desde el momento en que no existe un solo procedimiento
de la naturaleza que no nos pruebe que la destrucción le es necesaria y que ella sólo puede crear a
fuerza de destruir, con toda seguridad todo ser que se entregue a la destrucción no hará más que imitar a la
naturaleza. Digo más: aquel que se niegue a ello la ofenderá gravemente; y si, como no es posible dudarlo,
sólo le proporcionamos medios de crear destruyendo, seguramente cuanto más destruyamos más serviremos
a sus intenciones. Si el asesinato es la base de las leyes regeneradoras de la naturaleza, el hombre que
mejor sirva a la naturaleza será el homicida, y, desde ese momento, cuanto más multiplique sus asesinatos,
mejor cumplirá las leyes de una naturaleza cuyas únicas necesidades son los asesinatos (9).

(9) Todo esto no es más que un mínimo informe de lo que el lector encontrará sobre este importante tema
en los volúmenes siguientes.
-Esos son sistemas muy peligrosos.
-Son ciertos, señora... si alguna vez os los exponen mejor que yo, veréis que siempre se partirá de la
misma base.
-Amigo mío -digo a Delcour-, me habéis dicho ya suficiente para hacerme reflexionar mucho; una sola
idea lanzada en una cabeza como la mía produce en ella el efecto de la chispa sobre el salitre; tengo grandes
disposiciones para pensar como vos. Tenemos aquí a tres víctimas; estáis en este castillo únicamente
para sacrificarlas: os aseguro que tendré un gran placer en veros actuar sobre ellas. Pero acabad, por favor,
querido mío, de echar sobre todo esto la mayor cantidad de luz que os sea posible derramar. ¿No es verdad
que sólo con la ayuda del libertinaje llegáis a vencer la naturaleza, o más bien, el prejuicio?
-¿Qué queréis decir, señora?
-Os pregunto si no es cierto, como yo he oído decir, que sólo llenándoos la cabeza de libertinaje llegáis a
aturdiros sobre los asesinatos que vuestro oficio os obliga a cometer: en una palabra, si no es verdad que os
excitáis siempre en las ejecuciones.
-Es cierto, señora, que el libertinaje lleva al asesinato; es una constante que un individuo hastiado debe
reencontrar sus fuerzas en esta manera de cometer lo que los estúpidos llaman un crimen: y esto porque, al
doblar sobre sus nervios la suma de las conmociones producidas en un individuo cualquiera, debemos necesariamente
encontrar las fuerzas que nos han hecho perder los excesos. El asesinato es realmente uno de
los más deliciosos vehículos del libertinaje; pero no es verdad que haya que llenarse la cabeza de libertinaje
para cometer el asesinato. La prueba de esto nos la da la extrema sangre fría con la que todos nuestros
compañeros proceden a él... por el tipo de pasión, muy diferente de la del libertinaje, que actúa sobre aquellos
que se entregan a esta misma acción, bien por ambición bien por venganza o avaricia, sobre aquellos
que se entregan a él por el simple impulso de la crueldad, sin que ninguna otra pasión los impulse a ello, lo
que debe establecer, como veis, varias clases de asesinatos, entre los cuales tiene la suya el libertinaje, sin
que eso nos impida concluir que ninguna de estas clases de asesinatos ultraja a la naturaleza y que, de cualquier
tipo que sean, entran en sus leyes más que la violan.
-Todo lo que decís es exacto, Delcour, pero no por eso dejo de sostener que sería deseable que, por el
mismo interés de los-asesinatos, el que los comete no encendiese su furor más que en la llama de la lubricidad,
porque esta pasión no deja nunca remordimientos y sus recuerdos son goces; en lugar de que, una
vez extinguida la energía de los otros, se esté devorado por los remordimientos, sobre todo cuando los principios
no están establecidos; y sería muy fácil no entregarse nunca a esta acción sin haberse excitado mediante
el libertinaje. Me parece que se podría matar con la intención que se quiera, pero siempre excitándose,
y esto para consolidar mejor la acción, para impedirse ser acuciado por el gran remordimiento que nunca
alcanza al libertinaje... y que siempre es vengado por él.
-En ese caso --dice Delcour-, ¿creéis que todas las pasiones pueden acrecentarse o alimentarse con la de
la lujuria?
-Ella es a las pasiones lo que el fluido nervioso es a la vida: las sostiene a todas, les presta fuerza a todas,
y la prueba de eso es que un hombre sin cojones nunca tendría pasiones.
-Así, imagináis que se puede ser ambicioso, cruel, avaro, vengativo, con los mismos motivos que los de
la lujuria.
-Sí, estoy convencida de que todas estas pasiones hacen excitar, y que una cabeza desierta y bien organizada
puede calentarse con todas como lo haría con la lujuria. No os estoy diciendo nada que no haya experimentado;
me he excitado y he descargado completamente con ideas de ambición, de crueldad, de avaricia
y de venganza. No hay un sólo proyecto de crimen, cualquiera que sea la pasión que lo inspirase, que no
haya hecho circular por mis venas el fuego sutil de la lubricidad: la mentira, la impiedad, la calumnia, la
bribonería, la dureza de alma, la misma gula, han producido en mí esos efectos; y, en una palabra, no hay
ninguna manera de ser viciosa que no haya encendido mi lujuria; y su llama, si lo preferís, que ha producido
en mí el incendio de todos los vicios, echando sobre todos ese fuego divino que sólo le pertenece a ella;
les ha comunicado a todos esa sensación voluptuosa que la gente mal organizada parece no esperar más que
de su mano. Esta es mi opinión, con toda seguridad.
-Y es también la mía, señora -respondió Delcour-, no podría ocultárosla durante más tiempo.
-Cuánto os agradezco que seáis franco conmigo: vamos, querido, creo que ahora os conozco lo suficiente
para estar segura de que necesitáis llenaros la cabeza de libertinaje cuando cometéis los asesinatos que se os
ordenan, lo que hace que los ejecutéis con mucha más voluptuosidad que vuestros compañeros que sólo
proceden a ellos maquinalmente.
-¡Y bien!, señora, lo habéis adivinado.
-Criminal... -digo sonriendo y volviendo a coger el miembro de este joven encantador al que yo excitaba
para darle un poco más de energía- ¡Oh insigne libertino!, es decir, que hoy te excitas para gozar de mi
existencia, y mañana descargarías quitándomela...

Y viendo el embarazo del joven:
-Amigo mío -le digo-, está absolutamente en tus principios y debo perdonarte todo lo que resulte de ellos:
divirtámonos con las consecuencias y no discutamos sobre ellas.

Y mi cabeza increíblemente encendida:
-Vamos -digo-, es preciso que me hagáis ahora cosas muy extraordinarias.
-¿Qué, por ejemplo?
-Es preciso que me peguéis, que me ultrajéis, que me azotéis: ¿no hacéis estas cosas todos los días con
muchachas?, ¿no son estas mismas voluptuosidades, con las que os mancháis, las que os electrizan hasta el
punto de volveros capaz del resto?
-A menudo.
-Y bien, tendréis trabajo mañana; preparaos hoy: este es mi cuerpo, os lo entrego.

Y Delcour, siguiendo mis órdenes, habiéndome aplicado previamente una docena de bofetadas, y otras
tantas patadas en el culo, se apoderó de un puñado de varas con las que me zurró las nalgas durante un
cuarto de hora, mientras que una de mis mujeres me acariciaba.
-Delcour -digo-, ¡oh divino destructor de la especie humana! ¡Tú, al que adoro y del que voy a gozar, zurra
á tu puta más fuerte, imprímele las marcas de tu mano, mira cómo ardo en deseos de llevarlas. Descargo
con la idea de verter mi sangre bajo tus dedos, no la ahorres, amor mío!...

Corrió... ¡Oh amigos míos!, ¡cuán transportada me sentía! Ninguna expresión podría explicar el extravío
producido en mí por esta acción: se necesita mi cabeza para concebirla, las vuestras para comprenderla. No
es posible imaginarse la cantidad de flujo que perdí en la boca de mi excitador. Estaba en un desorden... en
una turbación... en una agitación, en la que no me había visto en mi vida...
-¡Oh Delcour! -proseguí-, te queda un último homenaje por rendirme, cuida tus fuerzas para proceder a
él. Este culo, al que acabas de desgarrar, te llama; te invita a que lo consueles. Ya sabes que Venus tiene
más de un templo en Citeres: ven a entreabrir el más secreto, ven a sodomizarme, Delcour, ven... que no
haya un solo goce que no hayamos probado... ni un horror que no hayamos cometido.
-¡Ah!, santo Dios -dice Delcour transportado-... no me atrevía a proponéroslo, señora, pero ved cómo
vuestros deseos inflaman los míos.

Y, en efecto, mi fornicador me mostraba un miembro más firme y más alargado de lo que había visto todavía...
-Amado libertino -le digo-, ¿entonces te gusta el culo?
- ¡Ah!, señora, ¿hay en el mundo goce más delicioso? -Sé perfectamente, querido -respondí-, que cuando
se acostumbra a enfrentarse a alguna de las leyes de la naturaleza, no se goza ya verdaderamente más que
transgrediéndolas todas, una tras otra...
Y Delcour, en posesión del altar que yo le abandonaba por completo, lo cubrió, aunque sangraba, con las
más deliciosas caricias. El cosquilleo de su lengua en el agujero me inflamó. La zorra a la que me había
entregado me hacía otro tanto en el clítoris. No resistí más: yo estaba agotada, pero de ningún modo tranquilizada
y ya no me apetecía Delcour: tanto como lo había deseado, me causaba horror. Este es el efecto
de los deseos irregulares: cuanto más han exaltado nuestras cabezas, más vacías las dejan. Los estúpidos
sacan de aquí las pruebas de la existencia de Dios: yo no encuentro en ello más que las pruebas más seguras
del materialismo: cuanto más rebajéis nuestra existencia, menos obra la creeré de un Dios.

Delcour pasó a su apartamento, y yo me quedé con mi ramera para dormir. Saint-Fond llegó al día siguiente
hacia mediodía; envió a su gente y su coche, y vino en seguida a besarme al salón; un poco inquieta
por la forma en que tomaría la pequeña locura que me había permitido con Delcour, se lo confesé todo.
-Juliette -me dice-, os reñiría si no os hubiese prevenido de que tendría la mayor indulgencia para los extravíos
de vuestra cabeza. Lo que os habéis permitido no es nada; la única falta que habéis cometido es confiaros
a Delcour, que podría cometer una indiscreción. Delcour, a quien es bueno que conozcáis, me sirvió
de amante, cuando tenía catorce y quince años. Era hijo del verdugo de Nantes; esta idea me inflamó; recogí
su virginidad, y cuando estuve cansado de él, lo puse en manos del verdugo de. París, de quien fue ayudante
hasta la muerte de su padre; hoy ejerce su puesto; es un muchacho al que no le falta inteligencia, pero
es excesivamente libertino; y, como acabo de deciros, no es de gran confianza. Ahora es preciso que os
informe de la existencia de los prisioneros a los que vamos a dar muerte.

El Sr. de Cloris es uno de los hombres de Francia que más ha contribuido a mi carrera. El año que fui elevado
al ministerio aunque todavía era muy joven, él se acostaba con la duquesa de G., cuyo poder en la
corte era inmenso, y realmente fue por las cábalas y las intrigas de ambos por lo que el rey me dio el puesto
que ocupo. Desde ese momento, Cloris se convirtió para mí en un objeto horroroso; temía encontrarme con
él, lo detestaba; mientras que su protectora vivió, lo traté con miramientos; ella acaba de morir... quizás por
mis cuidados; a partir de entonces, Cloris está a la cabeza de mi lista de proscripción; se había casado con
mi prima hermana.
-¡Oh!, monseñor, ¡qué!, ¿esta mujer es vuestra prima?
-Claro, Juliette, y ese ha sido un motivo más que ha contribuido no poco a su perdición. Yo deseé a esta
mujer; siempre se me resistió; poco a poco, mis deseos recayeron sobre su hija; y al ser la resistencia todavía
más firme en ésta, mi rabia y mi gran deseo de perder a toda la familia se hicieron más violentos. No
hay ningún tipo de engaños y de perfidias, de mentiras y calumnias que no haya utilizado para perderlos;
acabé por hacer al padre y a la hija tan sospechosos ante la reina, convenciéndola de que Cloris había vendido
su hija al rey, que he llegado a ser vivamente solicitado para perderlos a todos. La reina quiere sus
cabezas mañana; tres millones por cada una de esas cabezas es mi recompensa: juzga la alegría con que voy
a obedecer, y con qué episodios tan deliciosos voy a envolver mi venganza.
- ¡Oh monseñor!, esta complicación de crímenes es terrible, y no puedo deciros hasta qué punto excita mi
cabeza.
-La mía lo está igualmente, ángel mío, y llego hoy con execrables intenciones. Hace ocho días que no
descargo; nadie posee como yo el arte de aguzar las propias pasiones con una hábil abstinencia; no por eso gozo menos: quizás he sido azotado con doscientos golpes, y durante este régimen he visto a cien o ciento
cincuenta individuos de todo sexo, pero sin perder ni una gota de esperma. De este pequeño fraude a la
naturaleza resulta que me encuentro en un- estado muy funesto para los seres sobre los que debe recaer la
tormenta, y aquí es donde quiero que estalle... ¿Habéis dado las órdenes para que estemos solos y para que,
quienquiera que sea, excepto los que sean necesarios para la escena, nadie entre en la casa?
-Sí, monseñor.
-Es que haré que se pierda al momento a quien intente penetrar en ella a pesar mío: en Sceaux hay un
destacamento de guardias para prestarme mano dura en caso de necesidad, y nunca el crimen habrá estado
tan bien sostenido. Saborea como yo el placer de cometerlo, rodeado de tan deliciosas circunstancias y de
una seguridad tan profunda.
-¡Ah!, veis el estado en que me pone todo lo que me decís.
-Realmente, creo que estás descargando.

Y el disoluto, para convencerse de una crisis que yo realmente experimentaba, me arremanga con una
mano hasta el ombligo, introduciendo un dedo de la otra en mi coño, que retira inundado con las pruebas
seguras de la lujuriosa agitación en la que estoy.
- ¡Cómo me gusta ver en ti semejantes efectos -me dice el ministro- y cómo me prueban hasta qué punto
compartes mi forma de pensar! Espera, tengo que sorber el flujo que hago correr.
Y pegando su boca a mi coño, el villano lo chupa durante un cuarto de hora; me da la vuelta:
- ¡Ah! -dice-, aquí está lo que prefiero besar sobre todo... ¡El hermoso agujero!... bribona, veo que te han
sodomizado.
Durante todo este tiempo no dejaba de besar mi culo; se quita los pantalones, me expone el suyo.:. lo acaricio.
-¡Ah!, zorra, ¡cuánto placer me das! -me dice-, realmente, creo que te gusta mi culo... Toma, mira mi
miembro, comienza a tensarse, chúpalo; aconséjame algunas extravagancias, quiero mezclarlas en lo que
hagamos: le corresponde a los cascabeles de la Locura dar las horas de Venus.
-Hace calor -le digo-, me gustaría que te vistieses como un salvaje, que los brazos, las piernas, las nalgas
y el miembro estuviesen al descubierto; te pondrías en la cabeza un tocado de serpiente, tu rostro embadurnado
de rojo, te pondríamos bigotes, un amplio tahalí sostendría todas las armas necesarias para los suplicios
que quieres dar a tus víctimas; este traje aterrorizaría a todo el mundo, y es terror lo que debe inspirarse
cuando uno quiere revolcarse en el crimen.
-Tienes razón, Juliette, sí, tienes razón, me arreglarás de esa manera.
-Está seguro de que este aparato impone: dime si esos saltimbanquis de jueces no se parecen a héroes de
comedia o a charlatanes cuando están en sus tribunales.
-Me gustarían mil veces más terroríficos y sanguinarios: puedes estar segura, Juliette, de que sólo derramando
la sangre de los hombres se llega a dominarlos.

Se sirvió la cena, nos sentamos a la mesa, a solas, y la conversación siguió en el mismo tono.
-Sí, ciertamente -retomó el ministro-, sería preciso que las leyes fuesen más severas; sólo están bien gobernados
los países donde reina la Inquisición. Estos son los únicos que están realmente sometidos a sus
soberanos; hay que estrechar las cadenas de la política a las sacerdotales: la fuerza del cetro depende de la
del incensario; cada una de estas autoridades tiene el mayor interés en prestarse fuerzas mutuamente, y sólo
dividiéndolas podrán los pueblos sacudirse el yugo. Nada somete más al pueblo que los temores religiosos;
es bueno que éstos les hagan temer eternos suplicios si se rebelan contra el rey; y de ahí que las potencias
de Europa vivan siempre en buen acuerdo con Roma. Nosotros, los grandes de la tierra, despreciamos y
hacemos frente a esas ridículas fábulas del despreciable Vaticano, pero hagamos que las teman nuestros
esclavos; una vez más, es el único medio de mantenerlos bajo el yugo. Alimentado con los principios de
Maquiavelo, me gustaría que la distancia entre los reyes y los pueblos fuese como la del astro de los cielos
con la hormiga; que sólo se necesitase un gesto del soberano para hacer correr la sangre alrededor de su trono,
y que, considerado como un Dios en la tierra, nunca fuese más que de rodillas como se atreviesen sus súbditos a acercarse a 'él. ¿Cuál es el ser suficientemente imbécil para comparar el físico... sí, sólo el físico,
de un monarca con el de un hombre del pueblo? Quiero creer que la naturaleza les ha dado las mismas necesidades;
y el león también tiene las mismas necesidades que el gusano: ¿se parecen por eso? ¡Oh Juliette!,
recuerda que si los reyes empiezan a perder su crédito en Europa, es porque su humanidad les ha perdido:
si hubiesen permanecido en el misterio, como los soberanos de Asia, su solo nombre haría temblar todavía
la tierra. Nos familiarizamos con laque-vemos todos los días, y Tiberio de Cabrea debió de aterrar
mucho más a los romanos que Tito en medio de Roma, yendo a consolar a los pobres.
-Pero ese despotismo que tanto os gusta -digo a Saint-Fond- porque sois poderoso, ¿creéis que gusta al
más débil?
-Gusta a todo el mundo, Juliette -me respondió Saint-Fond-, todos los hombres tienden al despotismo; es
el primer deseo que nos inspira la naturaleza, muy ale jada de esa ridícula ley que se le achaca cuya letra es
no hacer a los otros lo que no quieras que te hagan a ti... por miedo a las represalias, tendríamos que añadir,
porque es totalmente seguro que sólo el temor a la reciprocidad ha podido dar a la naturaleza un lenguaje
tan alejado de sus leyes. Por consiguiente, afirmo que la primera y más viva inclinación del hombre es, sin
ninguna duda, encadenar a sus semejantes y tiranizarlos con todo su poder. El niño que muerde la teta de su
nodriza... que rompe constantemente su sonajero, nos hace ver que la destrucción, el mal y la opresión son
las primeras inclinaciones que la naturaleza ha grabado en nuestros corazones, y a las cuales nos entregamos
con mayor o menor violencia, en razón del grado de sensibilidad de que estamos dotados. Por lo tanto,
es muy cierto que todos los placeres que pueden halagar al hombre, todas las delicias que puede saborear,
todo lo que mejor deleita sus pasiones, se encuentran en esencia en el despotismo con que puede gravar a
los otros. La voluptuosa Asia, al encerrar cuidadosamente a los objetos de sus goces, ¿no demuestra acaso
que la lujuria gana con la opresión y la tiranía y que las pasiones se inflaman mucho más con todo lo que se
obtiene por la fuerza que con lo que se concede de buen grado? Desde que está demostrado que la suma de
la felicidad del que actúa se mide en razón de la violencia de la acción cometida, y esto porque cuanto más
fuerte es esta dosis más excita el sistema nervioso, desde el momento, digo, en que esto está demostrado, la
mayor dosis de felicidad posible consistirá, entonces, en el mayor efecto del despotismo y de la tiranía: de
donde resultará que el hombre más duro, más feroz, más traidor y más malvado, será necesariamente el más
feliz; porque, como a menudo te ha dicho Noirceuil, no es ni en el vicio ni en la virtud donde está la felicidad:
está en la manera en que estamos dispuestos para sentir uno u otro, y en la elección que hagamos de
acuerdo con esta organización. No es en la comida ofrecida donde está mi apetito, esta necesidad sólo está
en mí, y esa comida afecta de forma muy diferente a dos personas: excita la voluptuosidad en el que tiene
hambre... repugnancia en el que acaba de calmarla. Sin embargo, como es cierto que debe haber diferencia
en las vibraciones recibidas, y que el vicio debe provocarlas mucho más vivas, en el individuo dispuesto
para él, de las que puede ofrecer la virtud, al ser cuyos órganos están construidos para recibirla; y que, aunque
el alma de Vespasiano fuese buena y la de Nerón malvada y, sin embargo, ambas fuesen sensibles,
había una gran diferencia en el temple de estas almas, con relación al germen de sensibilidad que las constituía
(porque la de Nerón estaba dotada, sin duda, de una facultad sensible muy superior a la de Vespasiano),
es cierto, digo, según esto, que Nerón debió de ser con seguridad más feliz que Vespasiano; y esto por
la indiscutible razón de que lo que afecte más vivamente será siempre lo que haga más feliz al hombre, y de
que un ser vigoroso, construido sólo por eso para recibir mejor impresiones de vicio que impresiones de
virtud, encontrará la felicidad mucho mejor que un individuo dulce y tranquilo, cuya débil complexión sólo
le posibilita la estúpida y monótona práctica de las buenas costumbres. Entonces, ¿qué mérito tiene al practicar
la virtud, si no prefería el vicio? Del mismo modo, Vespasiano y Nerón han sido tan felices como podían
serlo, pero Nerón ha debido de serlo mucho más, porque sus goces han sido mucho más vivos, y Vespasiano,
concediendo favores a un hombre indigente por la mera razón -decía él- de que era preciso que los
pobres viviesen, era excitado de una forma infinitamente menos viva que Nerón viendo arder Roma, con
una lira en la mano, en lo alto de la torre Antonia. Pero, se dirá, uno merecía altares y el otro hogueras. Sea,
si así lo deseáis; lo que yo juzgo no es el efecto de su alma sobre los otros, sino las sensaciones interiores
que uno y otro debieron de recibir, en razón de las diferentes inclinaciones de que uno y otro estaban dotados,
de las diferentes vibraciones con que eran agitados; y, en este sentido, el hombre más feliz de la tierra,
sin duda alguna, será aquel que, por cualquier acción, haya hecho pasar a su alma las sacudidas más violentas
que pueda recibir; y como las sacudidas del vicio son más fuertes, más enérgicas que las de la virtud,
inevitablemente el hombre más feliz de la tierra será aquel que esté más entregado a las infamias, a los más
crapulosos excesos, a las más criminales costumbres, .y que las renueve con mayor frecuencia... aquel que,
cada día, las duplique, las triplique en fuerza.
-Así pues -respondí yo a este discurso-, ¿el mayor servicio que se le puede prestar a una persona joven
sería apagar en ella todas las semillas de virtud que la naturaleza o la educación hayan hecho nacer en ella?
-Con toda seguridad -me respondió Saint-Fond-, porque incluso suponiendo que el individuo en que apagarais
esas semillas de virtud os asegurase que encuentra la felicidad en ella, al ser totalmente seguro que le
haríais encontrar una mucho mayor en el vicio, nunca deberíais dudar en apagar la una para despertar la
otra: es un servicio real que os agradecerá tarde o temprano: y esto es por lo que, muy diferente de mi predecesor,
yo autorizo todas las obras libertinas o inmorales... las creo muy esenciales para la felicidad del
hombre, útiles para el progreso de la filosofía, indispensables para la extinción de los prejuicios y hechas,
bajo todos los aspectos, para aumentar la suma de los conocimientos humanos. Apoyaré a los autores suficientemente
valientes para no temer decir la verdad; son hombres escasos, esenciales para el Estado y cuyos
trabajos nunca estimularé bastante.
-Pero -digo-, ¿cómo se compagina eso con la severidad que deseáis del gobierno?, ¿con esa inquisición
que implantaríais?
-De la mejor forma del mundo -respondió Saint-Fond-; quiero esa severidad para sujetar al pueblo; sólo
para él desea mi imaginación en París los autos de fe de Lisboa; la clase rica, noble o espiritual nunca será
alcanzada por mis dardos.
-Pero esos escritos, leídos por todos, ¿serán funestos para aquellos que parecéis querer eliminar?

Jamás -dice Saint-Fond-. Si el débil encuentra en ellos el deseo de romper sus cadenas (deseo que necesito
para remacharlas), el fuerte encuentra lecciones mucho más enérgicas para hacer pesar sobre el pueblo
esas mismas cadenas. En una palabra, el esclavo tardará años en comprender lo que el jefe sólo tardará un
minuto en ejecutar.
-Se os acusa -objeté una vez más- de una condescendencia igual para la depravación de las costumbres:
se dice que nunca estuvieron más corrompidas que desde que estáis vos en el ministerio.
-Les falta mucho -me respondió Saint-Fond- para que lo estén hasta el punto en que yo querría verlas, y
estoy trabajando en un reglamento de policía que, espero, las pondrá en el grado de depravación en que las
deseo. Aprende, Juliette, que es una política de todos aquellos que conducen un gobierno mantener entre
los ciudadanos el mayor grado de corrupción; mientras el individuo se gangrene y se debilite con. las delicias
del libertinaje, no sentirá el peso de sus cadenas, y se podrá someterlo sin que se dé cuenta. Por lo tanto,
la verdadera política de un Estado es centuplipar todos los medios posibles para la corrupción del individuo.
Muchos espectáculos, un gran lujo, una inmensidad de cabarets, burdeles, una amnistía general para
todos los crímenes de libertinaje: estos son los medios que os someterán a los hombres. ¡Oh vosotros que
queréis reinar sobre ellos!, temed la virtud en vuestros imperios, vuestros pueblos se iluminarán cuando ella
reine, y vuestros tronos, que sólo se apoyan en el vicio, pronto serán derrocados: el despertar del hombre
libre será cruel para los déspotas, y, cuando los vicios no entretengan ya su ocio, querrá dominar como vosotros.
-¿Y cuáles son -digo- las reglamentaciones que vos proponéis?
-En primer lugar quiero trabajar la opinión pública con las modas: conoces la influencia que ellas tienen
sobre los franceses.

1° Establezco trajes de hombre y de mujer que dejen casi totalmente al descubierto todas las partes de la
lubricidad, y sobre todo las nalgas.

2° Habrá espectáculos a imitación de los juegos florales de Roma donde jóvenes de ambos sexos danzarán
desnudos.

3° Los principios de la simple naturaleza sustituirán a los de la moral y la religión en las escuelas públicas.
Todo niño de quince años, de uno y otro sexo, que no pueda encontrar un amante será mancillado, deshonrado
ante la opinión pública, y declarado incapaz de casarse nunca si es una muchacha, de ocupar ningún
puesto si es un muchacho; a falta de un amante, la joven persona de uno u otro sexo será obligada al
menos a presentar un certificado que pruebe que se ha prostituido y que ya no posee sus primicias.

4° La religión cristiana será severamente desterrada del gobierno; en él nunca se celebrará otra fiesta que
la del libertinaje. Y las cadenas religiosas subsistirán a pesar de eso: las necesito para contener al pueblo, acabo de demostrártelo. ¿Qué importa el objeto de los cultos, con tal de que haya sacerdotes? Pondré el
puñal de la superstición tanto en las manos de los de Venus como en las de los adoradores de María.

5° El pueblo será mantenido en una esclavitud, en una servidumbre que lo ponga fuera de estado de alcanzar
nunca la dominación, la invasión o la degradación de las propiedades del rico. Ligado a la gleba
como antiguamente, experimentará como ella todos los diferentes cambios. Las penas recaerán sólo sobre
él y se impondrán por las faltas más pequeñas. Su propietario tendrá sobre él y su familia el derecho de vida
y muerte, y nunca serán escuchadas sus quejas o sus recriminaciones. Nunca habrá escuelas gratuitas para
él: no necesita ciencia para labrar la tierra; la venda de la ignorancia está hecha para los ojos del agricultor;
no se la arrancará nunca sin peligro. El primer individuo, de cualquier clase que pueda ser, que intente exaltar
al pueblo aconsejándole que rompa sus cadenas será echado a los tigres para ser devorado vivo.

6° Se abrirá en todas las ciudades del gobierno un número de casas públicas de ambos sexos proporcionado
a la población de cada ciudad, con la gradación de una de estas casas de uno y otro sexo por mil habitantes;
cada una de ellas contendrá trescientos sujetos, que entrarán allí a los doce años para no salir hasta
los veinticinco. Estos establecimientos serán subvencionados por el gobierno; sólo los individuos de clase
libre tendrán el derecho de entrar en ellos y hacer allí absolutamente lo que mejor les parezca.

7° Todos los que se llaman crímenes de libertinaje, tales como el asesinato de excesos, el incesto, la violación,
la sodomía, el adulterio, no serán castigados nunca más que en las castas esclavas.

8° Se concederán premios a las más famosas cortesanas de las casas de libertinaje, de la misma forma
que a los jóvenes de esos mismos establecimientos que se hagan una reputación en el arte de proporcionar
placer. Igualmente, se concederán recompensas a todo inventor de nuevas lubricidades, a todo autor de libros
cínicos, a todo libertino reconocido como profeso de esta orden.

9° La clase de los hombres en esclavitud existirá como antiguamente la de los Ilotas en Lacedemonia. Al
no haber ningún tipo de diferencia entre el hombre esclavo y el animal, ¿por qué habría de castigarse el
asesinato de uno más que el del otro?
-Monseñor -digo-, creo que esto merece alguna mínima explicación. Desearía que me probaseis que no
existe realmente ninguna diferencia entre el hombre esclavo y la bestia.
-Echa una mirada sobre las obras de la naturaleza -me respondió este filósofo-, y considera por ti misma
la gran diferencia que ha puesto su mano en la formación de los hombres nacidos en la primera clase, y en
los nacidos en la segunda; sé imparcial y decide... ¿Acaso tienen la misma voz, la misma piel, los mismos
gustos, me atrevo a decir, las mismas necesidades? Inútilmente se me dirá que el lujo o la educación han
establecido esas diferencias, y que uno y otro de estos individuos, tomados en estado de naturaleza, se parecen
absolutamente en la infancia. Niego el hecho, y es por haberlo observado yo mismo, por haberlo
hecho observar por hábiles anatomistas, por lo que afirmo que no hay ninguna similitud en las diferentes
conformaciones de uno y otro de estos niños. Abandonad a ambos y veréis que el de la primera casta manifestará
gustos e intenciones muy diferentes de los que demostrará el niño de la segunda: reconoceréis sentimientos,
disposiciones muy diferentes en el uno y en el otro.

Ahora, que se haga el mismo estudio sobre el animal que mas se parece al hombre, como el mono de los
bosques, que se compare, digo, a este animal con el individuo tomado de la casta esclava: ;cuánta proximidad
entre ambos! El hombre del pueblo no es más que la especie que constituye el primer escalón después
del mono de los bosques; y la distancia de este mono a él es absolutamente la misma que la de él a la primera
casta. ¿Y por qué la naturaleza, que observa todas estas gradaciones con tanto rigor en todas sus
obras; las habría de descuidar en éste? ¿Acaso tienen los animales la misma talla y la misma fuerza? ¿Se
parecen todas las plantas? ¿Os atreveríais a comparar el arbusto con el majestuoso álamo, el perro gozque
con el orgulloso danés, el caballito de las montañas de Córcega con el fogoso semental de Andalucía? Vemos
aquí diferencias esenciales en las mismas clases: ¿y por qué no habrían de existir igualmente en las del
hombre? ¿Os atreveríais a acercar Voltaire a Fréron, y el macho granadero prusiano al débil Hotentote? Por
consiguiente, Juliette, no dudéis de estas desigualdades; y desde el momento en que existen, no dudemos en
aprovecharnos de ellas, y en convencernos de que, si la naturaleza ha querido hacernos nacer en la primera
de esas clases de hombres, es para que gocemos a nuestro gusto del placer de encadenar a la otra y de
hacerla servir despóticamente a todas nuestras pasiones y necesidades.
-Abrázame, mi querido amigo -digo echándome en los brazos de un hombre cuyos principios me trastornaban:
eres un dios para mí y quiero pasar mi vida a tus pies.
-A propósito me rice Saint-Fond, levantándose de la mesa, y echándonos ambos en un canapé del salón
olvidaba decirte que el rey me quiere más que nunca; acabo de recibir nueva; pruebas dé ello. Se le ha
puesto en la cabeza que yo debía mucho, y en consecuencia acaba de darme dos millones para que solucione
mis negocios. Es justo que tú participes de este favor, Juliette: te concedo la mitad del don. Sigue amando
mis misterios y sirviéndome bien: y yo te elevaré tan alto que no tendrás ningún trabajo en convencerte
de tu superioridad sobre los otros seres; no podrías creer las delicias que siento en elevarte al pináculo, con
la única cláusula de una profunda humillación, de una obediencia sin límites hacia mí. Quiero que seas a la
vez mi esclava y el ídolo de los otros; nada me hace excitarme tanto como esa idea... Juliette, ¡y bien!, hoy
haremos horrores... ¿no es verdad ángel mío?... ¿atrocidades?

Y me besaba en la boca, excitándome mientras tanto...
-¡Oh mi amor, cuán deliciosos son los crímenes cuando los vela la impunidad, cuando los apoya el delito
y cuando el deber mismo los prescribe! ¡Cuán divino es nadar en oro y poder decir, contando las riquezas:
estos son los medios para todas las fechorías, para todos los placeres; con esto, todas mis ilusiones pueden
realizarse, todas mis fantasías satisfacerse, ninguna mujer se me resistirá, ningún deseo quedará sin efecto,
las mismas leyes se modificarán por mi oro y seré déspota a mi gusto!

Besé mil y mil veces a Saint-Fond y, aprovechando el entusiasmo, la embriaguez en la que él estaba, y
sobre todo sus buenas disposiciones hacia mí, le hice firmar una carta de arresto paca el padre de Elvire,
que quería quitármela, y otras dos o tres gracias que debían valerme quinientos o seiscientos mil francos
cada una. Y al habérsele subido al cerebro los sopores de la excelente cena que yo acababa de ofrecerle, lo
embotaron y le procuraron un sueño profundo del que me aproveché en seguida para disponerlo todo.

Saint-Fond se despertó hacia las cinco. Todo se encontraba dispuesto en el salón y el orden en que estaban
dispuestos los personajes era éste: desnudas y adornadas simplemente con guirnaldas de rosas se veían,
en la parte derecha de la mesa, las tres vírgenes destinadas a las orgías; las había agrupado como las gracias;
las tres eran muchachas de buena posición, educadas en un convento de Melun, y de una sorprendente
belleza.

La primera se llamaba Louise; tenía dieciséis años, rubia, uno de los rostros más interesantes que se puedan
ver.

Hélène era el nombre de la segunda; quince años, talle flexible y ligero, alta para su edad, los cabellos
castaños, los ojos y la boca como el mismo Amor; hubiese pasado por la más bonita de las tres, si Fulvie,
igualmente de la misma edad, pero mucho más bella, no se hubiese llevado la palma.

Para contrarrestar este grupo, había colocado el de la desgraciada familia, igualmente desnudos y cubiertos
con una gasa negra; el padre y la madre estaban en brazos uno del otro; a sus pies estaba la encantadora
Julie; las cadenas pesaban sobre sus carnes descubiertas y las herían; el pezón del pecho izquierdo de Julie
pasaba a través de un eslabón y estaba desgarrado por él; otro trozo de estos dolorosos hierros se veía entre
las piernas de Mme. de Cloris y dañaba los labios de la vagina. Delcour, al que yo había hecho adoptar el
traje terrible de un demonio armado con la espada con que debía golpear a las víctimas, sujetaba la punta de
esta cadena, y desgarraba, tirando de ella de vez en cuando, todas las partes sobre las que se la veía apoyarse.


Mis cuatro mujeres, en la postura de la Venus de las bellas nalgas, el trasero vuelto hacia Saint-Fond,
vestidas con una simple gasa marrón y blanca que dejaba sus culos muy al descubierto, se ofrecían a mi
amante:

La primera, una ir mujer de veintidós años, hermosa como Minerva, y cuyas formas eran todas admirables;
la llamaban Délie:

Montalme era el nombre de la segunda; veinte años, la frescura dé Flora y las carnes más hermosas que
se pueden ver.

Palmire tenía diecinueve años; rubia, un rostro romántico, de esas mujeres a las que siempre se desearía
hacer llorar.

Blaisine tenía diecisiete años; el aire travieso, los dientes soberbios, los ojos más pícaros que nunca
hubiese encendido el amor.

En el rincón izquierdo de este semicírculo, se encontraban situados dos jóvenes altos y gallardos de cinco
pies dos pulgadas, provistos de enormes miembros, de pie, en brazos uno del otro, ambos se excitaban besándose
voluptuosamente en la boca; estaban desnudos.
- ¡Esto es divino! --dice Saint-Fond al despertarse-, reconozco en todo eso la gracia y la imaginación de
Juliette. Que me traigan los culpables -prosigue, queriendo tenerme cerca de él, mientras que Montalme se
acerca a chupar su instrumento y mientras él manosea el hermoso culo de Palmire.
El grupo avanza, conducido por Delcour.
-Se os acusa de tres crímenes enormes -dice el ministro- y tengo órdenes secretas de la reina para haceros
perecer al momento.
-Esas órdenes son injustas -respondió Cloris-, mi familia y yo somos inocentes... ¡Y tú lo sabes, criminal!...
(Aquí Saint-Fond sintió una emoción de placer tan viva que creí que iba a descargar). Sí, lo sabes
bien, pero si somos culpables, que se nos juzgue sin exponernos, como lo han hecho aquí, a la cruel lujuria

de un tigre que no nos sacrifica más que para atizar sus indignas pasiones.
-Delcour -dice Saint-Fond-, hazles, sentir la cadena.

Y de la violenta sacudida que dio el verdugo, la vagina de Mme. de Cloris, el seno de su hija y una de las

piernas del marido fueron lastimadas hasta tal punto que la sangre brotó sobre el hierro.
-Habéis transgredido muy gravemente -dice Saint-Fond- las leyes que hoy imploráis para que os protejan; ahora sólo os está reservada su severidad: tenéis que prepararos para la muerte.
-¡Eres -dice orgullosamente Cloris-, el ministro de un tirano y de una puta! La posteridad me juzgará.

Aquí, Saint-Fond se levanta lleno de furor; está tenso; se hace seguir sólo por mí. Acercándose a este insolente, bien sujeto por las cadenas, le da varias bofetadas con toda la fuerza de su brazo, lo insulta, le escupe
en el rostro, y, excitándose el miembro sobre los pechos de Julie, siempre a sus pies:
-Véngate si puedes -le dice-, ¡véngate!
-¡Oh cobarde!, huirías si estuviese libre.
-Eso es verdad; pero yo te tengo, te desafío a que te vengues y te insulto con placer.
-Me lo debes todo.
-No me gusta el peso de la gratitud.

Le cogió el miembro, lo sacudió; me ordenó que lo excitase. Pero viendo que no avanzaba nada:
-Separad a este hombre de su familia -dice a Delcour-, que lo aten a ese poste. Habiéndome dejado la reina
dueño de los suplicios con los que merecéis ser castigados, y que deben preceder a vuestra muerte continúa
Saint-Fond, dirigiéndose a las mujeres-, vais a sufrir ambas, ante los ojos de Cloris, todos los tipos
de prostitución y de lujuria que me plazca imponeros.

Y como viese que Delcour no ataba bastante fuerte, a su gusto, al esposo en el poste preparado, fue a
ayudar a agarrotarlo él mismo y renovó sus bofetadas, acompañadas de fuertes golpes sobre las nalgas.
-Lo mataré con mi mano -dice a Delcour... - Sí, quiero tener el placer de derramar su sangre, de llenarme
con ella.

Mezclando siempre el horror con la lujuria, se inclinó, chupó el enorme miembro de este hombre y le besó
las nalgas. Como Delcour estaba muy cerca, le cogió igualmente el miembro en la boca, y le acarició el
agujero de su culo; se levantó, y besó durante varios minutos al verdugo en la boca, diciéndome al oído:

Nada de eso hace que me excite...

¡El infame! Venus y su corte estaban allí; y él lo dejaba todo por la crápula y la atrocidad. Volvió a los
objetos de mi sexo...
-¡Ah!, monseñor -le dijeron estas pobres criaturas al ver que se acercaba-, ¿qué hicimos para merecer un
tratamiento tan bárbaro?
-Sed valiente, mujer mía -gritó el esposo infortunado-, pronto la muerte lavará nuestros ultrajes y el remordimiento
desgarrará el alma de ese tigre.
-El remordimiento -dice Saint-Fond, riéndose sarcásticamente- nunca llegará a mi corazón; sólo tendré
que suprimirte.

Mme. de Cloris, desatada la primera, fue conducida hasta él.
-¡Ah, puta! -le dice-, ¿te acuerdas de todas las firmes resistencias que me opusiste en otro tiempo? Querida
y tierna prima, hoy voy a conseguirte por nada.

Estaba extraordinariamente excitado; manosea brutalmente los atractivos de esta mujer; y, cogiéndola por
la mitad del cuerpo, la penetra ante los ojos de su marido, al que, por la postura que ha tomado, puede chupar
el miembro mientras tanto. Cuando, por esta acción, veo su culo bien a mi alcance, lo hago fornicar; el
resto de hombres y mujeres lo rodean, excepto Julie y Cloris, que siguen sujetos por Delcour. Pongo bajo
sus manos y sus ojos indistintamente coños, culos, miembros y tetas. El demonio de la crueldad lo excitaba,
y sus manos de uñas afiladas no se detienen en ninguna parte sin que dejen allí huellas; pero, más por preferencia
que por delicia, las pasea sobre las tetas de la desgraciada mujer gozando de su rabia; las araña y las
hace sangrar.
-Aleja todo eso, Juliette -me dice saliendo del coño de la madre para apoderarse de la hija-, todavía no
quiero descargar.
-Putilla -dice a esta inocente criatura-, tu padre y tu madre saben también todo lo que hice para poseerte:
es preciso que hoy les castigue por las resistencias que me pusieron.

Entonces, hizo colocar al padre de forma que mientras fornicaba a la hija, tuviese como perspectiva el
hermoso nalguero de ese querido papá, al que Delcour debía zurrar con una mano mientras azotaba con la
otra las nalgas de la mamá, puestas a la misma altura. Soy yo quien lo ayudo a desvirgar a Julie; él aprieta,
empuja, entra; ocho culos están alrededor de él. Se le sodomiza; y el villano, no encontrando bastante violentos
los suplicios que Delcour impone por orden suya, se arma con un estilete, y pincha a la vez los pechos
de la madre, los hombros de la hija y las nalgas del padre. La sangre corre.
-Todavía no es el momento de descargar -dice el villano fauno saliendo del coño-, éste -añade sobando el
culo del padre-, este es el altar donde sacrificaré.

Siguiendo sus órdenes, el desgraciado Cloris es extendido sobre el funesto sofá, con las manos atadas como
siempre.
-Delcour -dice al verdugo-, pasadle una cuerda por el cuello, de la que tiraréis, si se resiste, hasta darle
muerte.

Siempre directora de la operación, yo conduzco con arte el fogoso corcel al borde del camino que debe
recorrer; el desgraciado no decía ni una palabra.

Bien enfrente de él están apostados a la derecha el seno de la madre, a la izquierda el lindo culito de la hija.
En cuanto está en el trasero codiciado, sus manos, armadas con el fatal estilete, comienzan a pasearse
sobre los atractivos ofrecidos a sus miradas, y colocados de tal forma, que a medida que los pincha la sangre
de la esposa y de la hija corre sobre la cabeza del padre. Mientras tanto yo le excitaba el culo y dos de
mis mujeres le pinchaban las nalgas.
-Y bien dice-, me he engañado una vez más: había creído derramar mi esperma, pero quiero, antes, tantear
todos los culos de esta familia realmente interesan te. Vuelve a encadenar a este viejo zorro, Delcour,
sólo ha servido para cubrir mi miembro de mierda. Muchacha alta -dice a Montalme-, venid a chupar esto.

Y al ver un poco de repugnancia, ordena a Delcour que dé en seguida cien latigazos sobre las hermosas
nalgas de esta encantadora muchacha para enseñarla a obedecer.
-¡Ah! ¡Ah!, puta -decía mientras la zurraban-, no quieres chupar mi miembro porque tiene mierda; ¿qué
será de ti, entonces, ahora cuando te la haga comer?

Montalme, bien llena de latigazos, vuelve decidida a todo; chupa al disoluto, le lame el culo; y volviendo
él tranquilamente a su obra, ahí lo tenemos sodomizando a la madre, azuzando por una parte el culo del
padre y de otra el coño de la hija. Al cabo de una carrera no muy larga, vuelve a coger a la hija.
-¡Oh! -dice-, espero que, de una vez por todas, sea aquí donde se opere el sacrificio.

Siempre servido por mí, Julie sodomizada; no hay nada que no le haga durante este tiempo para decidir
su descarga; pero, fuese maldad, fuese impotencia, deja una vez más el culo, asegurando que sólo flagelando
a la familia encontrará sus fuerzas agotadas. El padre, de nuevo en el poste, es el primer azotádo. En
cuanto está lleno de sangre, le atan a su mujer a la espalda; y cuando, con más de mil latigazos, ha abierto
las nalgas de ésta, la pequeña, colocada sobre los hombros de la madre, es tratada de la misma manera.
-Deshagamos todo eso -dice el centauro-, una vez más no me he satisfecho con este goce; quiero volver a
azotar a la hija, pero sujeta por su padre y su madre. Juliette y tú, Delcour, poned a cada uno una pistola en
la sien y hacedles volar el cráneo si se resisten mientras sujetan a su hija.

Encargada de la madre, ardía en deseos de verla hacer alguna resistencia; pero, consolándome en seguida
por la certidumbre de que acabaría sus días en algún suplicio más violento que este, dejé de quejarme de la
sumisión que al principio me había alarmado. La pobre Julie, tratada con un furor que no tiene ejemplo,
azotada primeramente con varas, lo fue a continuación con zorros, cuyos azotes hacían brotar la sangre
hasta la habitación; hecho esto, Saint-Fond cae sobre el padre y, golpeándolo con el mismo zorro con puntas
de hierro, en tres minutos lo cubre de sangre. La madre es agarrada después; la colocan sobre el borde
del canapé, las piernas lo más separadas posible, y la azota con los zorros dirigiendo los golpes al interior`.
de la vagina. Yo lo seguía por todas partes, bien excitándolo bien flagelándolo, bien chupando su boca o su miembro. Un acceso de rabia lo acerca a la joven muchacha; le da dos bofetadas con una fuerza tan
terrible que cae de espaldas; la madre quiere socorrerla y la recibe con una patada en el vientre que la manda
al otro lado, a más de quince pies de su hija; Cloris echaba espuma por la boca sin atreverse a decir una
sola palabra; atado constantemente, ¿qué defensa podía ofrecer? Se levanta a la hija; Saint-Fond ordena al
verdugo que la fornique en el coño, y él... sodomiza al verdugo; mientras, a fuerza de seducciones y poniendo
en libertad al padre, le prometo su vida y la de su familia, si accede a dar por el culo a Saint-Fond...
¡Lo que es la esperanza para el alma de un desgraciado! Cuidadosamente excitado por mis manos, lo logra.
Saint-Fond, por las nubes al sentir un miembro tan hermoso en el culo, colea como el pez al que se echa al
agua después de haberlo retirado de ella un rato.
-Es divino, y su gracia es segura -dice Saint-Fond-, si, aprovechando con rapidez el estado en que está
ahora en mi culo, accede a sodomizar a su hija.
-Señor -digo a este hombre-, ¿se puede dudar, y no vale cien veces más que forniquéis a vuestra hija que
la asesinéis?
-¡Asesinarla!
-Sí, señor; vuestra negativa la lleva a la tumba; está muerta si os resistís.

Y mientras una de mis mujeres mantiene las nalgas de la pequeña bien separadas y humedece el agujero,
yo retiro con rapidez el instrumento del culo de Saint-Fond

y lo dirijo a la entrada del de la pequeña: pero Cloris, rebelde, no empujaba.
-Vamos, vamos, ¡matémosla! -dice Saint-Fond-, puesto que no quiere fornicarla.

Esta cruel sentencia lo determina todo; acerco el miembro a los riñones de la joven y meto el terrible instrumento
en el ano; como todo estaba bien preparado, el éxito coronó mis esfuerzos, y Cloris es incestuoso
para no convertirse en parricida. Délie fustigaba a Saint-Fond; entretando, él vejaba el culo de la madre y
besaba las nalgas de uno de los lacayos; pero ese lacayo lo fornicó en seguida, y fueron las nalgas de Délie
las que tenía por perspectiva. El inconstante Saint-Fond rompió el grupo una vez más; obstinándose constantemente
en resistir los impulsos de su semen, se muestra a nosotros más furioso que una bestia feroz;
gritaba, babeaba, juraba: en cuanto Delcour descargó en el coño de Julie, le hizo dar por el culo a la madre.
Por fin, todo se arregla: Saint-Fond se tranquiliza y me ordena que le haga examinar los atractivos de las
tres muchachitas que no se han presentado todavía a sus ojos más que por encima; las separa, las vuelve a
juntar, las compara; mientras tanto, yo lo excitaba; en una palabra, está de acuerdo en que nunca tuve una
elección más feliz. Fulvie, sobre todo, le parece adorable.
-La sodomizaría dice el disoluto-, si no tuviese miedo de descargar.

Después de esta revista, desea hacer la de las cuatro mujeres; Palmire le encanta: dice que nunca ha visto
nada tan hermoso, y las soberbias nalgas de esta bella muchacha hacen sus delicias durante varios minutos.
-Ordena -me dice- a todas estas putas que se pongan de rodillas en semicírculo alrededor de mí, que, a
continuación, vengan en la misma postura a adorar mi miembro y que lo chupen una detrás de otra.

La orden se ejecuta, y cada una recibe dos bofetadas mientras mama su instrumento.

Entre tanto, él chupa miembros, sin exceptuar, tomó podéis imaginar, los de Cloris y Delcour.
-Ya es hora, Juliette me dice-, de acabar con esta escena.

El criminal encula a Julie; los criados sujetan al padre y la madre mientras que él frota el culo de esta niña.
Delcour, armado con su cuchilla, va a separar lentamente la cabeza.
-Ve lento, ve muy lento, Delcour -exclama-, quiero que mi sobrina más querida se sienta morir, quiero
que sufra al mismo tiempo que la fornico.

Apenas ha hecho sentir Delcour el filo de la cuchilla, cuando los gritos de esta desgraciada se oyen por
todas partes.
-Seguid, seguid -dice Saint-Fond bien introducido en el culo-, pero seguid dulcemente; no podéis imaginar
el placer que me transporta; inclínate, Delcour, que yo pueda excitarte el miembro mientras trabajas;
Juliette, adorad las nalgas de Delcour: ahora es un dios para mí, que acerquen el culo de la madre, quiero
besarlo mientras hago asesinar a su hija.

Pero ¡qué besos, gran Dios! Son mordiscos tan crueles que la sangre brota con cada uno de ellos. Un
criado lo sodomiza; el infame está en un éxtasis indecible.
-¡Cómo saboreo el crimen! -exclama jurando-, ¡cuán encantador es para mí! Delcour, haz durar el placer...

El desgraciado padre, abatido, está a punto de perder el conocimiento, sus ojos giran de horror. La hermosa
cabeza de Julie cae por fin como la de una bonita rosa ante los esfuerzos redoblados del aquilón.
-No hay nada tan voluptuoso como lo que acabo de hacer -dice Saint-Fond, saliendo del culo del cadáver-,
no os podéis imaginar la contracción que resulta en el ano de la lenta incisión operada sobre las vértebras
del cuello; ¡es delicioso! Vamos, señora -dice a la madre-, preparaos a darme el mismo placer.

La misma escena vuelve a empezar. Saint-Fond, que encuentra que la operación va demasiado de prisa,
la suspende.
-No sabéis -dice- cuán divino es cortar así, lentamente, el cuello de una mujer a la que se tuvo la debilidad
de amar en otro tiempo: ¡oh!, ¡cómo me vengo de las resistencias de la querida prima!

Continúa excitando el miembro del verdugo, pero quiere besar mis nalgas durante la operación; los dos
criados sodomizan a Delcour y a él; el padre está atado de manera que, armada con un puñado de vergas,
yo pueda azotarle el miembro mientras tanto. Mi feroz amante está en la embriaguez, y se deleita con los
dolores prolongados de su triste pariente, cuya cabeza cae al fin al cabo de un cuarto de hora. Es el turno de
Cloris. Sólo atándolo es posible colocarlo en la postura esencial para la operación. Saint-Fond sodomiza, el
verdugo trabaja, los criados siguen dando por el culo al ordenador y al ejecutor. Esta vez, Saint-Fond quiere
besar las soberbias nalgas de Montalme. Las otras mujeres lo rodean mostrándole los culos; la bomba estalla
al fin. ¡Oh cielos!, si Lucifer hubiese descargado, habría hecho, creo, menos ruido, habría babeado menos,
habría dirigido a los dioses blasfemias e imprecaciones menos espantosas. Saint-Fond descansa un
rato, y nosotros pasamos a otra sala, donde reúno a las siete mujeres y a los dos criados. El ministro se nos
une en seguida, pero, semejante a Venceslas, su verdugo no lo abandona; sin embargo, algunas voluptuosidades
más dulces van a preceder a las orgías caníbales de este nuevo Nerón, y el semen correrá, si es posible,
antes que la sangre.

Sin embargo, como con semejante hombre era necesario conservarlo que llevase la huella de sus placeres
favoritos, fue en nichos adornados con todos los atributos de la fúnebre Parca donde le presenté grupos
voluptuosos. La sala entera estaba tapizada de negro; huesos, cabezas de cadáveres, lágrimas de plata, haces de varas, puñales y zorros adornaban esta lúgubre tapicería; en cada nicho había una virgen manoseada
por una bribona, ambas desnudas, apoyadas sobre cojines negros, con los atributos de la muerte perpendiculares
a su frente. Al fondo de cada nicho, se veía una de las cabezas que acababan de ser cortadas, y
junto a los nichos, a la derecha, había un ataúd abierto, a la izquierda una mesita redonda sobre la que descansaban
una pistola, una copa de veneno y un puñal. Por un refinamiento de increíble barbarie (hecho, y
yo estaba segura de lograrlo, para complacer a mi amante), había hecho cortar los tres troncos de las víctimas
que acababan de ser sacrificadas; sólo se había conservado la parte de las nalgas tomada desde la caída
de los riñones hasta por debajo de los muslos, y estaban suspendidos trozos de carne con lazos negros, a la
altura de la boca, en cada intercolumnio de los nichos: fueron los primeros objetos que llamaron la atención
de Saint-Fond.
-¡Ah! dice acercándose a besarlos-, estoy muy contento de volver a encontrar unos culos que acaban de
darme tanto placer.

Una lúgubre lámpara pendía del techo en medio de la sala, cuya bóveda estaba revestida igualmente de
atributos fúnebres; diferentes instrumentos de suplicio estaban distribuidos aquí y allá; entre otros, había
una rueda muy extraordinaria. La víctima, atada circularmente sobre esta rueda, que estaba dentro de otra
provista con puntas de acero, debía, al dar vueltas contra estas puntas fijas, desollarse poco a poco y en
todos los sentidos; un resorte acercaba la rueda fija al individuo atado a la giratoria, con el fin de que a medida
que las puntas disminuyesen la masa de carne, siempre pudiesen encontrar algo que morder al apretar.
Este suplicio era tanto más horrible cuanto que era muy largo, y que una víctima podía vivir allí diez horas
en las lentas y rigurosas angustias de este tormento; para aumentar o debilitar el suplicio, sólo era cuestión
de acercar más o menos la giratoria. Esta máquina, invento de Delcour, no había sido probada todavía por
Saint-Fond; se entusiasmó al verla, y dio al momento cincuenta mil francos de gratificación al autor. Desde
ese momento, los pérfidos ojos de este monstruo sólo se dedicaron a la elección de cuál de las tres víctimas
sería inmolada de esta manera. ¡Dioses!, la desgraciada Fulvie, como la más hermosa, fue tácitamente condenada
en el fondo del corazón de este tirano. Un beso, que dio en el agujero del culo de esta hermosa muchacha,
mientras consideraba la terrible máquina, me convenció pronto de que estaba en lo cierto. Pero
veamos lo que precedió.

En primer lugar, Saint-Fond se instaló durante un momento, entre Delcour y yo, en un sillón que se hallaba
enfrente de cada nicho. Palmire, una de mis mujeres que no había sido puesta en los nichos, de pie, detrás
del sillón, lo excitaba, besando su boca; él se lo meneaba a Delcour y sobaba mis nalgas; examina: las
bribonas ponen buen cuidado en ofrecerle el cuerpo de la niña, a la que ellas excitan en todas las posturas
posibles; incluso, a veces se la acercan para hacerle besar las diferentes partes. El se levanta, recorre los
nichos; Delcour lo azota entretanto; algunas veces se hace fornicar, y yo lo chupo; me doy cuenta de que su
instrumento empieza a recobrar cierta energía; me sodomiza en la última estación (el nicho donde Blaisine
se lo meneaba a Fulvie) y allí fue donde me dice al oído, besando el culo de esta encantadora muchacha:
-Ella será la que nos estrene la rueda; cuán deliciosamente serán cosquilleadas esas bonitas nalgas, ahí.
Hecho este primer examen, va a tumbarse en una especie de banco estrecho y blando; allí, los hombres y
las mujeres se acercan alternativamente a colocarse a horcajadas sobre su rostro y a cagarle en la boca;
Palmire es la primera que pasa y después le chupará durante toda la operación. Montalme y yo pasamos
después, para que pudiese, de acuerdo con su deseo, manosearnos las nalgas todo el tiempo que estuviese
allí. De las suciedades pasa rápidamente él libertino a los horrores: Delcour, por orden suya, azota a las
siete mujeres delante de él y yo lo excito sobre las cabezas que me ha hecho descolgar con esta intención.

Tres cuadros se representan después ante sus ojos. Mis dos azotadores sodomizan a dos de mis rameras;
en medio, Delcour azota a la tercera; junto a cada grupo hay una joven que Saint-Fond se dispone a desvirgar;
Palmire y yo lo ponemos en situación, una socratizándolo, la otra meneándole el miembro; el libertino,
bien preparado, hace saltar las tres virginidades, vuelve, sodomiza y descarga sodomizando a Fulvie. Yo lo
chupo para devolverle sus fuerzas; quiere que el verdugo le sostenga a todas las mujeres, sin exceptuarme a
mí; nos aplica, a cada una, doscientos golpes de vara; a continuación él sujeta a las mujeres y obliga a Delcour
a que les dé a todas por el culo. Durante esta escena las besaba en la boca y yo participé en ella como
las otras.

Entonces, Saint-Fond coge a cada virgen, una tras otra y pasa a solas con ellas a un gabinete retirado. Ignoramos
lo que les dijo o lo que les hizo; a su vuelta, ni siquiera nos atrevimos a preguntarles. Realmente,
en esta entrevista, tuvo que anunciarles su muerte, porque todas volvieron en lágrimas. Delcour me dice, mientras procedía a esta operación, que una lubricidad secreta seguía ordinariamente a este anuncio; que,
desde que él conocía a Saint-Fond, siempre le había visto mezclar a este episodio sentencias que su ferocidad
dictaba. Esto tenía que gustarle mucho con toda seguridad, porque siempre salía de allí excitadísimo
(10).

(10) Pronto se sabrá lo que era.
-Vamos -dice, echando espumas de lujuria-, ahora veamos por qué suplicios las haremos perecer: quiero
que sean terribles. Delcour, es preciso que tu imaginación se supere hoy; es preciso que estas desgraciadas
sufran todos los tormentos que podrían significarles el infierno.

Y besaba a Fulvie mientras decía esto; era fácil ver que era ella quien más lo encendía.
-Delcour -dice-, te aconsejo esta bonita criatura; cuán bella estará sobre tu rueda, cuán voluptuosamente
se desgarrarán sus blancas y rellenas nalgas.

Y, diciendo estas palabras, la mordió, hasta hacerla sangrar, en cinco o seis partes de su cuerpo; una de
estas mordeduras se llevó el pezón de la teta izquierda y el pícaro se lo traga; le mete un momento el
miembro en el culo; a continuación, apoderándose del instrumento de Delcour, lo introduce él mismo en el
agujero que deja.
-Es preciso -dice- que el verdugo azote a su víctima, eso es indispensable.

Durante todo este tiempo, con sus uñas, arañaba las nalgas, los costados, los muslos, las tetas de esta niña
y chupaba la sangre a medida que salía. Hizo acercarse a

Palmire, que tan prodigiosamente parecía calentarlo, y le dijo:
-Así es como yo trato a las muchachas que hacen excitarme.

Apenas pronunció estas palabras, cuando le introduce el miembro en el culo: después de algunas idas y
venidas, la hace subirse a una silla, para tener siempre sus nalgas en perspectiva y, paralelamente a ella,
hace que Délie se ponga en la misma postura; a continuación, las tres muchachas pequeñas se colocan en
semicírculo alrededor de él; se pusieron de rodillas y les azotó el pecho mientras que Blaisine le meneaba el
miembro. Pinchó los senos apenas abiertos de estas tres infortunadas, se los cortó con una navaja, después
cauterizó al momento la llaga con la punta de un hierro caliente. Mientras tanto yo lo excitaba, teniendo,
por orden suya, el miembro de Delcour en el culo y meneándosela a un criado con cada mano: así, de rodillas,
las hizo juntarse a las tres, espalda contra espalda, y las azotó en los pechos con unos zorros de puntas
de acero cortantes; el culo de Palmire lo seguía en todas estas escenas; se lanzaba constantemente encima, y
lo acariciaba en los intervalos.
-¡Vamos! -dice-, un poco de látigo.

Las siete mujeres (yo fui exceptuada) fueron atadas a columnas colocadas ex profeso en esta sala; con sus
manos levantadas, sujetaban un crucifijo; los pies de las cuatro rameras estaban igualmente sobre crucifijos,
que parecían aplastar con los pies; los de las tres víctimas se apoyaban en bolas provistas de puntas por
todas partes, de manera que el propio peso de su cuerpo las obligaba a ser laceradas; las tetas de éstas fueron
atadas fuertemente con una cuerda de tripa que se incrustaba en sus carnes; una punta de acero muy
aguda pendía sobre sus cabezas y penetraba en ellas a voluntad de Saint-Fond que, por medio de un resorte
del que era dueño, podía hacer entrar esta punta en el cráneo de la muchacha, tan pronto como quisiera;
otras puntas, dirigidas igualmente por Saint-Fond, se encontraban en frente de sus ojos; otra les amenazaba
el ombligo, si, apremiadas por los latigazos, se echaban, por casualidad, hacia delante; cada una de las víctimas
dispuestas de esta manera alternaba con las zorras, felizmente liberadas de todos estos angustiosos
instrumentos.

Saint-Fond utiliza en primer lugar las varas que Delcour y yo le damos; da cien golpes a las víctimas y
cincuenta a las zorras; el segundo asalto se da con zorros de puntas de acero, doscientos golpes a las víctimas,
diez a las zorras. Entonces, Saint-Fond hace entrar en acción a las puntas: las desgraciadas, pinchadas
por todas partes, lanzan gritos que hubiesen ablandado a otros que no fuesen criminales como nosotros.
Saint-Fond, sintiéndose apremiado por el semen que ya espumea en su miembro, hace que le lleven a Louise,
la chica de dieciséis años que quiere ejecutar primero. La besa mucho, lame y soba su culo completamente
sangrante, haciéndose chupar el miembro y el agujero del culo, después se la entrega a Delcour, quien, después de haberle pasado su miembro por los dos agujeros, le aplica ese suplicio chino consistente
en ser cortada completamente viva en veinticuatro mil trozos sobre una larga mesa. Sain-Fond, subido en
un estrado, sentado en las rodillas dé un lacayo que lo fornica, examina ese espectáculo teniendo en sus
piernas a Héléne, que es la siguiente y a la que azota en el culo, mientras que yo se lo meneo y él besa a
Palmire en la boca. El suplicio de la segunda consiste en tener los ojos reventados, tumbada sobre una cruz
de San Andrés, para ahí ser descoyuntada viva. Saint-Fond actúa él mismo mientras que yo lo azoto. La
víctima, así dislocada, le es ofrecida de nuevo; le da por el culo y, mientras que él trabaja en el ano, Delcour
remata a la víctima con un mazazo en la cabeza, que hace volar el cerebro hasta la nariz de Saint-
Fond; todo su rostro se cubre con él.

La encantadora Fulvie queda sola, rodeada por los restos sangrientos de sus dos compañeras: ¿podía dudar
de su suerte? Saint-Fond le muestra la rueda.
-Eso es lo que te espera -le dice-, te he reservado lo mejor.

Y el traidor no deja de acariciarla, de besarla en la boca; la sodomiza una vez más antes de entregarla al
verdugo. Delcour la coge por fin; ella lanza gritos terribles; la coloca; la rueda comienza a girar. Saint-
Fond, fornicado por los dos criados alternativamente, sodomizaba a Delcour, besando sucesivamente las
nalgas de Palmire y las mías y manoseando indistintamente los tres culos que quedaban vacantes. Pronto, el
incremento de los gritos de la víctima nos hace juzgar sus dolores. Os dejo pensar lo acuciantes que debían
de ser: la sangre, lanzada hacia todas partes, brotaba como esas lluvias finas esparcidas por los grandes
vientos. Saint-Fond, que quiere hacer durar el suplicio, cambia sus cuadros y sus goces. Da por el culo a
mis cuatro zorras, mientras que Delcour y yo le componemos otros grupos. La rueda, que se estrecha constantemente,
empieza a pinchar hasta los nervios y la víctima, desmayada por el exceso de los dolores, ya no
tiene fuerzas para hacerse oír, cuando Saint-Fond, agotado de horror y de crueldades, pierde al fin su semen
en el soberbio culo de Palmire, acariciando el de Delcour, manoseando el mío, el de Montalme y considerando,
bajo la fatal rueda, a uno de los criados, que sodomizaba a Blaisine, y fustigado por Délie, que le
chupa la boca para apresurar su descarga.

Los gritos, el desorden, las blasfemias de Saint-Fond, todo fue terrible; lo llevamos, casi sin conocimiento,
a la cama, donde todavía quiso que yo pasase la noche a su lado.

Este insigne libertino, tan tranquilo como si acabase de hacer la acción más loable, durmió diez horas sin
despertarse ,y sin la más mínima señal de agitación. Entonces fue cuando me convencí completamente de
que es fácil crearse una conciencia análoga a las opiniones de uno y que, después de este primer esfuerzo,
está permitido llegar a cualquier cosa. ¡Oh amigos míos!, no lo dudemos, aquel que ha sabido extinguir en
su corazón toda idea de Dios y de religión, al que su oro o su crédito ponen por encima de las leyes, que ha
sabido endurecer su conciencia, plegarla a sus opiniones, desterrar para siempre los remordimientos, ése,
digo, estad seguros, hará siempre lo que quiera sin temer nada.

El ministro, al despertarse, me preguntó si no era verdad que él era el mayor criminal de la tierra. Sabiendo
el placer que le daría respondiendo un sí, no lo pensé demasiado y me abstuve de contradecirle.
-¿Qué quieres, ángel mío? -me dice-, ¿es culpa mía si soy así y si la naturaleza me ha dado el gusto más
irresistible por el vicio y ni una inclinación a la virtud? Por lo tanto, ¿no es verdad que la sirvo igual de bien
que aquel al que su mano imprimió el amor por las buenas acciones? Sería la mayor de todas las extravagancias
el resistirse a las intenciones de la naturaleza acerca de nosotros: soy la planta venenosa que hizo
nacer al pie del bálsamo; no estoy disgustado de mi existencia, como no estaría orgulloso de la del hombre
virtuoso: y desde que es preciso que todo esté mezclado en la tierra, ¿no es igual estar en una clase o en
otra? Imítame, Juliette (11), tus inclinaciones te llevan a eso; que ninguna acción criminal te asuste; la más
atroz es la que más gusta a la naturaleza: el único culpable es el que se resiste; no lo seas de esta manera.
Deja, hija mía, deja que la gente fría diga que es necesario que la honradez y el pudor acompañen los placeres
del goce; desgraciado el que quiera gustarlos de esta manera: nunca los conocerá. Esos tipos de placer
no pueden ser deliciosos más que en tanto se franquea todo para degustarlos; la prueba de ello es que sólo
empiezan a ser tales con la ruptura de algún freno; si se rompe uno más, la excitación será más violenta y
necesariamente de esta forma, de gradación en gradación, no se llegará realmente al verdadero fin de estos
tipos de placeres más que llevando el extravío de los sentidos hasta los últimos límites de las facultades de
nuestro ser, de tal forma que la irritación de nuestros nervios experimente un grado de violencia tan prodigioso
que estén como trastornados, como crispados en toda su extensión. El que quiere conocer toda la fuerza, toda la magia de los placeres de la lubricidad, debe convencerse de que sólo recibiendo o produciendo
sobre el sistema nervioso la mayor sacudida posible, logrará procurarse una embriaguez tal como la
que le es necesaria para gozar bien; porque el placer no es más que el choque de los átomos voluptuosos, o
emanados de objetos voluptuosos, que encienden las partículas eléctricas que circulan en la concavidad de
nuestros nervios. Por consiguiente, para que el placer sea completo, es preciso que el choque sea lo más
violento posible: pero la naturaleza de esta sensación es tan delicada, que cualquier cosa la turba o la destruye;
por lo tanto, es preciso que la mente esté preparada, que esté tranquila, que, por nuestros sistemas o
nuestra posición, se encuentre en un equilibrio tranquilo y feliz, que sea, entonces, al fuego de la imaginación
donde se encienda el hogar de los sentidos. Desde ese momento, dad pleno curso a esa imaginación,
no le neguéis ningún extravío, y procurad, no solamente concederle todo, sino ponerla en condiciones,
por vuestra filosofía y sobre todo por el endurecimiento de vuestro corazón y de vuestra conciencia, de poder
forjarse, crearse nuevas quimeras, las cuales, al alimentar los átomos voluptuosos, las hagan chocar con
más fuerza sobre las moléculas que deben realizar la sacudida, y preparen de esta manera a vuestros sentidos
un tipo de voluptuosidad para cada uno de ellos. Según esto, Juliette, puedes ver cuántos obstáculos
aportaría a tu delirio un espíritu sujeto a las limitaciones de la honradez o de la virtud: serían como hielos
echados al fuego, como cadenas, como trabas que pondríais a un corcel joven que no pidiese más que lanzarse
a la carrera.

(11) Mujeres lúbricas y arrebatadas, leed con atención estos consejos; se dirigen a vosotras como a Juliette,
y si tenéis inteligencia, debéis extraer como ella el mayor partido de ellos. El más ardiente deseo de
vuestra felicidad nos los sugiere; no llegaréis nunca a ésa felicidad por la que nos esforzamos al dirigiros
esto, no, nunca la alcanzaréis si estos sabios avisos no se convierten en la única base de vuestra conducta.
Sin duda, la religión es el primero de todos los frenos que hay que romper en semejante caso, puesto que
es, para el que la adopta, una fuente constante de remordimientos. Pero no hay más que la mitad de trabajo
hecho, cuando sólo se han derribado los altares de un Dios fantástico; esta operación es la más fácil y no
hace falta ni mucha inteligencia, ni mucha fuerza para destruir las repugnantes quimeras de la religión, ya
que no hay ninguna que pueda soportar un análisis. Pero, una vez más, Juliette, esto no es todo; hay una
infinidad de otros deberes, de otras convenciones sociales, de otras barreras, que se te opondrán en seguida,
si tu espíritu, tan fogoso como independiente, no hace del enfrentamiento a todo una ley: igualmente sujeta
por esos despreciables diques, pronto sentirías en tus placeres una constricción igual a la que siente el devoto.
Si, al contrario, lo has desechado` todo para alcanzar el placer, y tu conciencia, bien tranquila sobre todos
los puntos, no viene ya a presentarte los tristes aguijones del remordimiento, sin duda, en este caso, tu
goce será de los más vivos y más completos que pueda conceder la naturaleza, y tu extravío será tal que tus
facultades físicas apenas tendrán suficiente fuerza para soportar su exceso. Sin embargo, no esperes que serás
tan feliz al comenzar como puedes llegar a serlo un día: a pesar de lo que puedas hacer, todavía vendrán
a turbarte los prejuicios, en razón de la magnitud de los frenos que hayas roto: fatales efectos de la educación,
que sólo pueden remediar una profunda reflexión, una perseverancia constante, y sobre todo costumbres
muy arraigadas. Pero, poco a poco, tu espíritu se fortalecerá; la costumbre, esa segunda naturaleza que
con frecuencia llega a ser más poderosa que la primera, que llega hasta destruir los mismos principios naturales
que parecen los más sagrados, esa costumbre esencial para el vicio, que no dejo de aconsejarte, y de la
cual depende todo para tu felicidad en la carrera que adoptas, esa costumbre, digo, ¡destruirá el remordimiento,
hará callar a la conciencia, se reirá de la voz del corazón, y entonces verás cómo te parecen diferentes
todos los objetos! Sorpréndete tú misma de la fragilidad de los lazos que te habían retenido, lamentarás
los días en que, estúpidamente encadenada por estos nudos, pudiste resistirte a los placeres; y aunque algunos
vanos obstáculos tengan que turbar tu felicidad, el encanto de haberla conocido, y los divinos suspiros
que te dará transformarán para siempre en flores las espinas con que hubiesen querido sembrarla. Ahora
bien, en la posición en que te pongo, con la seguridad que te doy ¿qué espinas podrías temer? Reflexiona
un momento sobre tu deliciosa situación; y si la incertidumbre de la impunidad presta al crimen sus más
divinos atractivos, ¿quién mejor que tú en el mundo podrá gozar deliciosamente? Echa una mirada a tus
otros goces: dieciocho años, la mejor salud, el rostro más bonito, el porte más noble, graciosa como un ángel,
un temperamento de Mesalina, nadando en oro y en la opulencia, un crédito seguro, ningún freno, ninguna
cadena, ni padres, amigos que te adoran... y ¿podrías temer a las leyes? ¡Ah!, deja de temer que su
espada se atreva alguna vez a alcanzarte; si un día se elevase sobre tu cabeza, oponle tus encantos Juliette;
sustituye esa languidez que te cautiva en el seno de las voluptuosidad es, por esas toletes llenas de arte que, aumentando todas tus gracias, encadenan a tus pies todos los corazones; reálzate y el universo de rodillas
apartaría al momento todo lo que pudiese derribar o manchar a su más querido ídolo; entonces, el mismo
Amor te serviría de égida, inflamaría todos los corazones y sólo encontrarías amantes que harían que otros
tuviesen que temer a los jueces. Le corresponde al ser aislado... sin fortuna....-sin apoyo... sin consideración,
temblar bajo esos frenos populares: sólo están hechos para él. Pero tú, Juliette. ¡ah!, cambia la
naturaleza entera... ¡trastorna, destruye, arranca! El mundo adorará su divinidad en ti, cuando dejes caer
sobre él algunas bondades, te temerá si lo aplastas, pero siempre serás su dios.

Entrégate, Juliette, entrégate sin temor a la impetuosidad de tus gustos, a la sabia irregularidad de tus caprichos,
a la fogosidad ardiente de tus deseos; caliéntame con tus extravíos, embriágame con tus placeres;
sólo a ellos ten siempre por guía y por ley; que tu voluptuosa imaginación dé variedad a nuestros desórdenes;
sólo multiplicándolos alcanzaremos la felicidad; naturalmente inconstante y ligera, nunca colma con
sus dones más que a aquel que sabe encadenarla: nunca pierdas de vista que toda la felicidad del hombre
reside en su imaginación, que no la puede pretender más que sirviendo todos sus caprichos. El más afortunado
de los seres es aquel que más medios tiene de satisfacer todos los extravíos que ella inspira: ten muchachas,
hombres, niños; haz revertir sobre todo lo que te rodee la suave lascivia de tu alma de fuego; todo
lo que deleita es bueno, todo lo que excita está en la naturaleza. ¿No ves al astro que nos ilumina secar y
vivificar alternativamente? Imítalo en tus extravíos, como se te pinta en tus hermosos ojos. Sigue la conducta
de Mesalina y de Teodora; ten, como estas célebres putas de la antigüedad, serrallos de todos los sexos
donde puedas ir a zambullirte cómodamente en un océano de impureza. Revuélcate en el lodo y en la
infamia: que todo lo más sucio y más execrable que haya, lo más cínico y más indignante, más vergonzoso
y más criminal, más contra la naturaleza, contra las leyes y la religión, sea por eso sólo lo que te complazca
más. Mancilla a tu placer todas las partes de tu hermoso cuerpo; recuerda que no hay una sola donde no
pueda tener un templo la lubricidad y donde los goces más divinos serán siempre aquéllos que creías que
irritaban a la naturaleza. Cuando los odiosos excesos del libertinaje, cuando las bajezas más depravadas,
cuando los actos más indignantes comiencen a deslizarse en tus nervios, reanímate por medio de crueldades:
que las fechorías más terribles, que las atrocidades más indignantes, que los crímenes menos imaginables,
que los horrores más gratuitos, que los desvíos más monstruosos saquen a tu alma del letargo en que
te habrá dejado el libertinaje. Recuerda que toda la naturaleza te pertenece, que todo lo que ella nos deja
hacer está permitido y que ha sido bastante hábil, al crearnos, para quitarnos los medios de turbarla. Entonces,
sentirás que el Amor cambia algunas veces sus flechas en puñales y que los insultos del desgraciado
que atormentamos valen a menudo más, para hacer excitar, que todos los discursos galantes de Cíteres.

Extrañamente halagada por estos discursos, me atreví a hacer comprender a Saint-Fond que todo lo que
yo temía era perder sus bondades.
-Juliette -me dice-, no duraría mucho si yo fuese tu amante, porque los favores de una mujer, por muy
hermosa que pueda ser, no podrían atarme durante mucho tiempo. Aquel que tiene por principio que el
momento en que se acaba de fornicar a una mujer es el más esencial para separarse de ella, debe ciertamente,
si él no es más que amante, hacer entrever lo que tú temes; pero, Juliette, lo sabes, estoy lejos de esta
anodina persona: unidos ambos por semejanza de gustos, de espíritu y de interés, no veo nuestras cadenas
más que como las del egoísmo y éstas cautivan siempre. ¿Te aconsejaría que fornicases si fuese tu amante?
No, no, Juliette, no lo soy, y nunca lo seré. Por lo tanto, no temas mi inconstancia; si alguna vez llego a
abandonarte, serás tú la única causante; sigue conduciéndote bien, sirve siempre mis placeres con actividad;
que cada momento me haga ver en ti nuevos vicios; internamente lleva la sumisión conmigo hasta la bajeza;
cuanto más te arrastres a mis pies, más te haré reinar sobre los otros por medio del orgullo; sobre todo,
que ninguna debilidad, que ningún remordimiento, sea lo que sea que exija de ti, se muestre nunca a mi
vista y te haré la más feliz de las mujeres, como tú me habrás hecho el más afortunado de los hombres.
- ¡Oh mi dueño! -le digo-, recordad que sólo quiero reinar sobre el universo para traeros su homenaje a
vuestros pies.
A continuación entramos en algunos detalles. Estaba desolado por no haber podido hacer sufrir a su sobrina
el suplicio de la rueda; sin la necesidad de quitarle la cabeza, lo hubiese hecho infaliblemente. Esto le
llevó a alabar grandemente a Delcour.
-Está lleno de imaginación -me dice-, por otra parte joven y vigoroso y te agradezco mucho que hayas
deseado su miembro. Por mi parte -continuó Saint -Fond-, lo fornico siempre con placer. Ya he observado
que cuando se ha fornicado a un hombre desde muy joven, se le sigue jodiendo con placer a los cuarenta años. Mira cómo nos parecemos, Juliette: el oficio que hace sabe excitar tu cabeza como la mía y, sin su
profesión, nunca habríamos pensado en él ninguno de los dos.
-¿Habéis tenido a mucha gente de ésta? -pregunté a Saint-Fond .
-Durante cinco o seis años tuve esta manía -me respondió- y recorrí las provincias para tenerlos; sus ayudantes,
sobre todo, me excitaban infinitamente la imaginación: nadie se figura lo que es tener el miembro
de un ayudante de verdugo en el culo. Los sustituí por muchachos carniceros y me gustaba cuando, llenos
de sangre, venían a sodomizarme dos horas.
-Comprendo todos esos gustos -dije a Saint-Fond. - ¡Ah!, puedes estar segura, querida, se precisan la infamia
y la depravación para todo eso; y la lujuria no es nada si la crápula no está en el alma. Pero, a propósito,
-continuó el ministro-, hay una de tus zorras que me excita increíblemente los nervios... esa bonita
rubia, la que, creo, obtuvo mi último semen.
-¿Palmire?
-Sí, así es como la oí llamar. Tiene el más hermoso culo, el más estrecho, el más caliente... ¿Cómo has
conseguido a esa muchacha?
-Trabajaba en una tienda de modas; apenas tenía los dieciocho años cuando me apoderé de ella... y nueva
como el niño que sale del seno de su madre; es huérfana, su nacimiento es bueno, no depende más que de
una vieja tía que me la recomendó mucho.
-¿La amáis, vos Juliette?
-No amo nada, Saint-Fond, no tengo más que caprichos.
-Me parece que esa bonita criatura tiene absolutamente todo lo que es preciso para hacer de ella una deliciosa
víctima: muy hermosa, interesante cuando llora, un bonito tono de voz, al pelo más hermoso del
mundo, un culo sublime y una asombrosa frescura... Mira, Juliette, mira cómo se me pone tiesa con la sola
idea de martirizarla.

Y efectivamente yo nunca había visto su miembro tan lleno de cólera; me apoderé de él, lo excité muy ligeramente.
-Pero si me la apropio -continuó-, te la pagaré mejor que cualquier otra, puesto que la deseo.
-¿Acaso esa sola palabra no es una orden para mí? ¿Queréis que entre al instante?
-Sí, porque únicamente me excito con ella.

En el momento en que Palmire apareció, Saint-Fond, saltando de la cama, se envuelve en un camisón y,
agarrando con brusquedad a esta muchacha, pasa con ella a un gabinete separado. La sesión fue larga; oí
los gritos de Palmire. Al cabo de una hora, volvieron ambos. Como le había hecho dejar sus ropas antes de
llevarla a ese lugar secreto, me fue fácil, al verla volver desnuda, reconocer hasta qué punto había sido maltratada;
y aunque no hubiese visto lo demás, sus lágrimas que corrían todavía me lo hubieran probado. Pero
su pecho y sus nalgas llevaban emblemas tan recientes de las vejaciones que acababa hacerle sentir Sant-
Fond, que era imposible dudar.

Juliette -me dice, apareciendo muy excitado por lo que acababa de hacer-, es una gran desgracia para mí
estar tan acuciado de tiempo como lo estoy; es preciso que esas cabezas estén en el gabinete de la reina en
cinco horas y no puedo entregarme hoy al deseo que tengo de divertirme con esta muchacha. Escuchad lo
que voy a deciros: me la presentaréis pasado mañana en la comida de las tres vírgenes; hasta entonces, que
esté encerrada en el más oscuro y más seguro de vuestros calabozos; os prohibo que le deis de comer, y os
ordeno que la encadenéis tan fuertemente a la pared, que no pueda ni moverse ni sentarse. No le hagáis
ninguna pregunta sobre lo que acaba de ocurrir; sin duda, tengo razones para que lo ignoréis, puesto que os
lo oculto. Os la pagaré al doble de lo que os doy por las otras. Adiós.

Con estas palabras, se lanzó a su coche con Delcour y la caja con las tres cabezas, dejándome en un estado
de agitación que difícilmente podría explicaron.

Amaba a Palmire. Entregarla a ese antropófago me costaba mucho: pero, ¿cómo desobedecer? Sin atreverme
siquiera a decirle una sola palabra, la hice echar don de Saint-Fond quería que estuviese; y apenas estuvo allí, vinieron a combatirme dos sentimientos. El primero fue el deseo de salvar a esta muchacha, de
la que todavía faltaba mucho para que estuviese cansada; el segundo tenía por origen la mayor curiosidad
por saber cuál era esa extraña fantasía a la que se entregaba Saint-Fond con las mujeres contra las que pronunciaba
la última palabra. Cediendo a este segundo deseo, iba a bajar, para preguntarle, a la puerta de su
prisión, cuando me anunciaron a Mme. de Clairwil. Informada por el ministro de que estaría en el campo a
la hora de la cena, venía a rogarme y a recogerme para volver juntas a ver un ballet encantador en la Opera.
Abracé vivamente a mi amiga; le conté todo lo que acabábamos de hacer; no le oculté las locuras a las que
me había entregado antes de la llegada del ministro, ni todas las que las habían seguido. La amable criatura
encontró todo delicioso y me felicitó por los progresos que yo empezaba a hacer en el crimen. Cuando llegué
a la aventura de Palmire:

Juliette -me dice-, guárdate de sustraérsela al ministro y todavía más de profundizar en su misteriosa pasión.
Piensa que tu suerte depende de este hombre y el placer que obtendrías, bien de descubrir su secreto,
bien de conservar los días de tu zorra, no te consolaría nunca de las penas que infaliblemente resultarían de
ello.

Encontrarás doscientas muchachas que valgan más que ésta; y respecto al secreto de Saint-Fond, una infamia
de más o de menos en tu cabeza no te hará más feliz. Cenemos, corazón mío, y larguémonos pronto,
eso te distraerá.

A las seis estábamos en el coche Clairwil, Elvire, Montalme y yo; seis caballos ingleses hendían el aire, y
hubiésemos llegado con toda seguridad a la obertura del ballet, cuando a la altura del pueblo de Arcueil
somos detenidas por cuatro hombres, pistola en mano. Era de noche. Nuestros lacayos, afeminados, flojos y
apoltronados, huyeron con toda la rapidez que les fue posible, y nos quedamos solas con los dos conductores
de nuestros caballos, presas de los cuatro hombres enmascarados que nos detenían.

Clairwil, a la que nada en el mundo asustaba, preguntó imperiosamente, al hombre que parecía ser el jefe,
en razón de qué actuaba de aquella manera: por toda res puesta, nuestros desconocidos, dando la vuelta a
nuestro coche, obligan a nuestra gente a bajar en Arcueil, y a continuación a subir a la altura de Cachan,
donde siguieron un camino estrecho que nos llevó á un castillo muy solitario. El coche entra; las puertas se
cierran, incluso oímos que las atrancan por dentro; entonces, uno de nuestros conductores nos abre la puerta
del coche y, sin decir una sola palabra, nos ofrece la mano para descender.

Extrañamente asustada por esta misteriosa aventura, confieso que mis rodillas flaquearon al bajar de la
carroza: poco faltó para que me desmayase; mis mujeres no estaban más tranquilas que yo; únicamente
Clairwil, siempre descarada, andaba a la cabeza de nosotras y nos animaba. Tres de nuestros raptores desaparecieron
y el jefe nos introdujo en un salón bastante bien iluminado. El primer objeto que nos llamó la
atención fue un viejo en llantos, rodeado de dos jóvenes muy bonitas que intentaban consolarlo.
-Tienen ante ustedes, señoras -nos dice nuestro conductor-, los desgraciados restos de la familia de Cloris.
Ese viejo es el padre del marido, esas dos jóvenes son las hermanas de la esposa, y nosotros somos los
hermanos del esposo. El jefe de esta casa, su mujer y su hija, al haber caído injustamente en desgracia ante
la reina, y más desgraciadamente todavía ante el ministro, quien, sin embargo, les debe todo, al haber desaparecido
ayer estas tres respetables personas, digo, la celeridad de nuestras pesquisas nos ha convencido
de que estas víctimas están detenidas o muertas en la casa de campo de la que acabáis de salir. Pertenecéis
al ministro; una de ustedes es su amante, lo sabemos: necesitamos o que nos devuelvan a las personas que
pedimos o convencernos de su muerte. Hasta tales esclarecimientos, permaneceréis aquí como rehenes. Si
hacéis que nos devuelvan a nuestros parientes, seréis libres; si han sido sacrificados, vuestros manes apaciguarán
los suyos y los seguiréis a la tumba. Es todo lo que tenemos que deciros; informadnos y actuad.
-Señores -dice la valiente Clairwil-, me parece que vuestro proceder es completamente ilegal bajo todos
los aspectos. En primer lugar, ¿es verosímil que dos mujeres, la señora y yo (aquéllas nos sirven), que dos
mujeres, digo, estén suficientemente introducidas en los secretos del ministro como para ser informadas de
un acontecimiento semejante al que nos referís? ¿Creéis que si las personas que reclamáis hubiesen corrido
las desgracias de la corte y la justicia o el ministro hubiesen sido obligados a obrar con severidad, creéis, de
buena fe, que nos hubiesen hecho testigos de semejante ejecución?, ¿y el tiempo que hace que estamos en
la casa del ministro no os prueba que seguramente durante esos días ha ocurrido el acontecimiento del que
nos habláis? Señores, todo lo más que podemos dáros es nuestra palabra de honor, pero no os las ofrecemos
a causa de la profunda ignorancia en que estamos respecto a la suerte de los que se está tratando. No, señores, podemos asegurároslo, nunca hemos oído decir nada de ellos y si sois justos y no tenéis nada más que
decirnos, devolvernos al momento una libertad que no tenéis el derecho de quitarnos.
-No nos divertiremos en refutaros, señora - respondió nuestro conductor-. Hace cuatro días que una de
ustedes estaba en ese campo, la otra ha llegado hoy a cenar. Hace igualmente cuatro días que la familia
Cloris estaba en la misma casa: por lo tanto, una de ustedes está en perfectas condiciones de responder a las
preguntas que se os han hecho y no saldrán de aquí hasta que estemos perfectamente informados.

Entonces, los otros tres caballeros aparecieron y dijeron que, puesto que no queríamos hablar de buen
grado, había medios para hacernos explicar a la fuerza.
-Me opongo, hijos míos dice el viejo-, no habrá aquí ninguna violencia; detestamos los medios que tienen
nuestros enemigos para hacer el mal y nunca los imitamos. Solamente rogaremos a estas damas que escriban
al ministro para que se presente en esta casa; y su billete estará escrito de forma que le haga creer que
sólo son ellas las que lo solicitan para un asunto de la mayor importancia. Vendrá; nosotros lo interrogaremos;
tendrá que decir dónde está mi hijo, dónde está mi hija: esta mano, sin eso, por muy temblorosa que
esté, sabrá encontrar la energía necesaria para clavarle un puñal en el pecho... ¡Pérfidos abusos de la tiranía!...
¡Funestos peligros del despotismo! ¡Oh pueblo francés!, ¿cuándo te rebelarás contra esos horrores?,
¿cuándo, cansado de la esclavitud y consciente de tu propia fuerza, levantarás la cabeza por encima de las
cadenas con que te rodean los criminales coronados y sabrás devolverte la libertad a la que te ha destinado
la naturaleza?... Que se dé papel a estas damas y que escriban.
-Entreténlos digo en voz baja a Clairwil- y déjame redactar ese billete.

Un asunto de la mayor importancia os llama aquí (hice saber al ministro); seguid al guió que os enviamos
y no perdáis ni un minuto.

Enseño la carta, la encuentran bien. Entonces, con un lápiz oculto en mi mano, tengo tiempo, al meterla
en el sobre, de insertar prontamente las palabras siguientes:

Estamos perdidas si no acudios con fuerzas; y es por la fuerza como escribimos lo que precede.

Se cierra el paquete, uno de nuestros conductores parte y nos hacen pasar a una habitación alta, donde
nos encierran cuidadosamente, con un guardia permanente en nuestra puerta.

En cuanto estuve sola con Clairwil, le doy parte de lo que había añadido al billete.
-Eso no basta para tranquilizarme -me dice-, si llega aquí con esa fuerza, somos degolladas en el momento
en que estas gentes lo vean llegar con ella; preferiría esforzarme en seducir a nuestro guardia.
-Eso es imposible -respondí-, estos no son pícaros asalariados; ligados todos por el sentimiento del honor,
con tal de que no lo estén por el de la sangre, puedes comprender que nada en el mundo les hará renunciar
al fatal proyecto de venganza. ¡Ah! Clairwil, no debo de estar todavía muy firme en nuestros principios,
porque temo que una fatalidad cualquiera, a la que puedes dar el nombre que quieras, haga triunfar al fin a
la virtud.
-¡Nunca! ¡Nunca!, el triunfo siempre pertenece a la fuerza, y nada posee tanta como el crimen; no te perdono
esta debilidad.
-Es que este es el primer contratiempo que encuentro.
-Es el segundo, Juliette: recuerda mejor las circunstancias de tu vida y acuérdate de que la fortuna no te
cubrió con sus favores más que al salir de una prisión que debía llevarte a la horca.
-Eso es verdad; esta anécdota olvidada me devuelve mi valor; tengamos paciencia.

Nada en el mundo podía apagar en esta mujer singular los fuegos del libertinaje por los que estaba devorada.
¿Lo podéis creer? No había más que una cama en la habitación donde nos habían relegado: me propuso
que nos echásemos allí las cuatro y que nos masturbásemos hasta la llegada de Saint-Fond. Pero al no
encontrar ni a mis mujeres ni a mí en disposición bastante tranquila para aceptar sus extravagancias, esperamos
charlando el resultado de esta funesta aventura.

El Sr. de Saint-Fond vio, como Clairwil, el inconveniente de hacer atacar el castillo por la fuerza mientras
nosotras estuviésemos allí: el engaño le pareció preferible; y este fue el que utilizó antes de llegar a
medios violentos.

El expreso que habíamos enviado volvió con dos jóvenes desconocidos para nosotras. Y este era el contenido
del billete que traían al viejo:

Un hombre galante no debe retener a mujeres por un asunto que sólo es cosa de hombres: entregad a las
que injustamente detenéis. Os envió a mi primo hermano y mi sobrino como rehenes; creed que tengo más
interés en quitároslos de vuestras manos que a las mujeres que están en depósito en vuestra casa. Por otra
parte, estad totalmente tranquilo sobre la suerte de las personas que os interesan; es cierto que están detenidas,
pero en mi casa; y soy yo quien os responde de ellas: estarán en vuestros brazos dentro de tres dias.
Una vez más, quedaos con mis parientes y enviad alas mujeres; yo mismo estaré en vuestra casa dentro de
cuatro horas.

La mayor presencia de ánimo nos sirvió aquí. El billete apenas había sido leído delante de nosotras, cuando
ya adivinamos.
-¿Conocéis a estos señores? -nos preguntó el viejo.
-Claro -respondí-, son los parientes del ministro; si se ofrecen a quedarse por nosotras, esto rehenes, me
parece, deben bastaros.

Se deliberaba sobre nuestra libertad, cuando, uno de nuestros ladrones, tomando la palabra:
-Esto puede ser una trampa -exclamó-, me opongo a la partida de las mujeres: quedémonos con todos,
son dos rehenes más.

Se llegó a esta opinión y los imbéciles (porque está dicho que es preciso que la virtud haga constantemente
estupideces), los estúpidos animales, nos pusieron a todos en la misma habitación.

Tranquilizaos, señoras -nos dice en seguida uno de los pretendidos parientes del ministro-, veis cuál ha
sido la índole del engaño del Sr. de Saint-Fond. El no dudaba de que quizás no tuviese éxito: no importa ha
dicho-, de todos modos les envío defensores y les dirán, como podemos afirmar, que toda la policía de
París, de la que somos miembros, asedia el castillo dentro de dos horas. Estad tranquilas, estamos bien armados,
y si esta buena gente quiere, al verse engañada, emprender algo contra nosotros, estad seguras de
que os defenderemos.
-Todo mi temor -dice Clairwil- está en que esos animales, al ver la tontería que han hecho en reunirnos,
vengan a separarnos para quitarnos todos nuestros recursos.
-No hay más que --digo infinitamente más tranquila- unirnos de manera que seamos inseparables.
-¿Cómo -dice Clairwil-, tú que temblabas hace un momento en una situación más o menos parecida, te
atreves ahora a tener ideas?
-Es que estoy tranquila -repliqué- y porque realmente estos dos jóvenes son muy guapos.

Uno de ellos, llamado Pauli, tenía efectivamente veintitrés años y el rostro más dulce, más delicado que
fuese posible ver; el otro tenía dos años más, el aire menos afeminado pero digno de ser pintado y el más
hermoso miembro.
-Vamos -dice Clairwil-, estos señores permitirán que dispongamos de ellos. Antes de saber lo que piensan,
aquí está, me parece, lo que hace falta para que todo esto se solucione.

A estas palabras, besamos simultáneamente a nuestros guardianes con tanto ardor, que la respuesta que
tenían que darnos se pintó pronto en sus ojos.
-Sí -siguió Clairwil-, puesto que su consentimiento es tan formal, así es cómo tiene que ocurrir todo. Pauli
va a fornicarte, Juliette; yo me lo haré dar por La noche; en cuanto las dos estemos encoñadas, Elvire me
excitará el clítoris con una mano, el agujero del culo con la otra; Montalme te hará otro tanto. Ambas, al
alcance de ser manoseadas por nuestros fornicadores, les presentarán todo lo que llevan; verás cómo, frotadas
más fuerte, ganaremos a esta infidelidad: todas las mujeres voluptuosas deberían permitirse cosas semejantes,
pronto se darían cuenta del provecho que obtendrían. Sin embargo, constantemente atentas las dos a las sensaciones experimentadas por nuestros jóvenes fornicadores, en cuanto los vean a punto de descargar,
cogerán sus miembros y nos los meterán en seguida en el culo, para que el semen sólo se descargue ahí; en
cuanto hayan descargado los dos, cambiaremos de hombre y de mujer. Pero, colocadas las dos una junto a
la otra, sólo nos ocuparemos de nosotras; nos besaremos, nos lengüetearemos, amor mío, y consideraremos
-me añadió muy bajo- a estos viles seres que trabajarán para darnos placer como esclavos pagados por
nuestras pasiones y que la naturaleza nos somete.
-Así es -digo-, no comprendo que nos pudiésemos excitar con otra idea.

Y en un momento estábamos las dos sobre la cama, con las faldas remangadas hasta por encima del vientre.
Nuestras ayudantes se apoderan primero de los instrumentos, nos los preparan, nos los muestran y los
engullimos pronto en nuestros coños anhelantes. Si Clairwil era vigorosamente fornicada por Laroche, ciertamente,
yo no podía quejarme de Pauli; su miembro no era exactamente tan gordo como el de su camarada,
pero era muy largo y yo lo sentía en el fondo de mi matriz; divinamente excitada además por Montalme,
voluptuosamente besada por mi amiga, ambas habíamos descargado ya dos veces cuando el cambio de mano
ejecutado por Montalme con toda la rapidez posible, me advirtió de la crisis de mi joven amante, cuyos
ríos de semen me inundan el culo de la forma más deliciosa. La hábil Montalme, mientras tanto, sustituía
con tres dedos reunidos lo que mi coño acababa de perder y continuaba excitándome el clítoris. Una blasfemia,
bien asentada por mi amiga, me previno de que ella sentía lo mismo; y los chorros de esperma tan
abundantes no nos inundaron las entrañas hasta la tercera eyaculación.
-Cambiemos dice Clairwil-, prueba a Laroche, voy a coger a Pauli.

Jóvenes y vigorosos los dos, nuestros atletas ni siquiera nos piden un respiro y heme aquí fornicada por
uno de los más hermosos miembros posibles.

Fue durante esta segunda carrera cuando Clairwil, siempre inclinada sobre mí, siempre lengüeteándome y
ocupándose sólo de mí, convino que su abominable cabeza le aconsejaba una infamia.
-¡Oh joder! -le digo-, apresurémonos a ejecutarla, porque los horrores me gustan infinitamente.
-No, quiero sorprenderte -dice Clairwil-... Conténtate con saber solamente que esta extraña idea es la única
causa del semen que pierdo en tus brazos.

Y la pícara partió con convulsiones y brincos con los que seguramente su fornicador no se habría calentado
como lo hizo si hubiese adivinado la causa. Vuelta en sí y con Pauli dentro:
-Escucha -me dice muy bajo-, veo que de todos modos tengo que informarte, porque sin eso no podrías
secundar mis proyectos. Va a haber un ataque; nos defenderemos. Pidamos armas a estos jóvenes, y para
agradecerles todos los servicios que nos prestan, volémosles el cerebro durante la batalla. Este asesinato
pasará a la cuenta de nuestros enemigos y Saint-Fond, más convencido de los peligros que habrás corrido,
te concederá sin duda una mayor recompensa.
-¡Oh!, ¡jodida zorra! -digo a Clairwil, descargando yo misma como una puta ante esta idea-, ¡oh!, ¡santo
Dios!, ¡cómo me inflama este proyecto!

Y durante este tiempo yo inundaba el miembro de Laroche, quien, viéndose a punto de imitarme, hizo su
cambio en el mismo instante de mi descarga, lo que me sumergió en un delirio que me sería imposible pintaros,
sin que haya nada tan delicioso, lo afirmo, como el sentir un miembro penetrar en el culo de uno en el
mismo momento en que se descarga. El ruido que oímos en ese instante nos hizo saltar de la cama.
-Ahí están --dice Clairwil-, dadnos pistolas, hijos míos, para que podamos defendernos.
-Aquí las tenéis -dice Laroche-, hay tres balas en cada una.
-Bien -dice Clairwil-, estad seguros de que pronto estarán en el corazón de alguien.

El ruido aumenta y se hace oír a la vez en todas partes del castillo: " ¡A las armas!" exclaman.
-Vamos -dice Laroche-, empecemos ahora; que estas damas se coloquen en grupo detrás de nosotros, nosotros
las serviremos de muralla.

Era el momento; nuestros raptores, forzados ya en la parte baja del castillo por el destacamento enviado
de París, se retiraban hacia donde nosotros estábamos, con el deseo de degollarnos antes de rendirse; pero desgraciadamente, seguidos desde demasiado cerca, no pudieron entrar más que mezclados con nuestros
liberadores. Se hizo un fuego terrible al forzar nuestra habitación. Colocadas detrás de los que nos defienden,
este es el momento que elegimos para liberarnos del peso de la gratitud. Caen llenos de sangre a nuestros
pies, y nuestros sexos estaban todavía cubiertos del semen de aquellos a los que nuestra inicua maldad
arrancaba tan cruelmente de la vida. Podéis imaginar fácilmente que esta acción fue puesta en la cuenta de
nuestros enemigos, a quienes apuñalaron en seguida los oficiales del destacamento para vengar a sus camaradas.
El viejo y las mujeres jóvenes, que quedaron solos, fueron metidos en un coche y bajo una buena
vigilancia conducidos a la Bastilla; el resto del destacamento, habiendo hecho preparar nuestro coche, nos
escoltó hasta mi casa, donde exigí a Clairwil que no me abandonase hasta después de comer.

Apenas habíamos llegado, cuando nos anunciaron a Saint-Fond.
-¿Le confesaremos nuestro pequeño horror? -digo con prontitud a mi amiga.
-No -me respondió-, hay que hacerlo todo y nunca decir nada.
-El ministro entró, le agradecimos infinitamente los cuidados que se había tomado. A su vez, nos dio excusas
de que un asunto personal suyo nos hubiese comprometido hasta ese punto.
-Hay ocho o diez hombres muertos -nos dice-, entre otros los dos jóvenes que os había enviado, los únicos
que lamento.
-¡Ah! ¡Ah! -dice Clairwil-, sin duda tiene que haber razones para eso.

-Sí, los jodía a ambos desde hace bastante tiempo. -¿Y es Saint-Fond -dice Clairwil- el que lamenta un
objeto fornicado?
-No: eran hábiles, me servían a las mil maravillas en todas mis operaciones misteriosas.
- ¡Oh!, os los sustituiremos -digo a Saint-Fond, haciéndole que se sentase a la mesa-; dejemos las desgracias
y hablemos de vuestros éxitos.
Durante la comida, la conversación giró, como de costumbre, sobre materias de filosofía, y como el ministro
tenía cosas que hacer y nosotras estábamos extremadamente cansadas, nos separamos. En la comida
del día siguiente, mi desgraciada Palmire, a quien se envió a buscar unas horas antes a su calabozo, fue
sacrificada sin piedad después de mil suplicios más bárbaros y más variados los unos que los otros. Saint-
Fond me obligó a estrangularla mientras él la fornicaba el culo. Me la pagó a veinticinco mil francos; y por
las descripciones que le hice de todos los peligros de la víspera, me completó el doble.

Pasaron dos meses sin ningún acontecimiento que pueda añadir algún interés a mis escritos. Y acababa
de alcanzar mis dieciocho años cuando Saint-Fond, llegan do una mañana a mi casa, me dice que había ido
a ver a las dos hermanas de Mme. de Cloris a la Bastilla, que las había encontrado a las dos mucho más
bonitas que la que habíamos sacrificado, pero que la más pequeña, sobre todo, que era de mi edad, era una
de las muchachas más hermosas que fuese posible ver.
-¡Y bien'. digo--, ¿será una partida de placer?
-Claro -me respondió.
-¿Y el viejo?
-Caldo de cultivo.
-Sí, pero son tres prisioneros menos: ¿y el gobernador, que no vive más que de eso?
- ¡Oh!, las sustituciones son fáciles. En primer lugar, os pido el primer puesto para una pariente de Clairwil
que quiere hacerse la mojigata con ella y no la quiere bien, a causa del libertinaje de esta querida amiga.
Respecto a los otros dos, me las guardo, y os prometo hacéroslas firmar en ocho días. Vamos -dice el ministro,
cogiendo una hoja de su agenda-, la comida del hombre y la salida de las mujeres... Sal mañana,
Juliette, y lleva contigo a Clairwil, es encantadora, llena de imaginación: haremos una escena deliciosa.
-¿Os harán falta hombres y zorras?
-No, las escenas particulares valen algunas veces más que las orgías: más recogidas, se hacen más horrores,
y como estamos bien juntos, nos entregamos infinitamente más.
-Pero ¡se necesitarán dos mujeres para ayudar!
-Sí, dos viejas; me las buscarás al menos de sesenta años, es un capricho: hace mucho tiempo que me
aseguran que no hay nada para que se ponga tiesa como la decrepitud de la naturaleza; quiero probarlo.
-Le falta algo a todo eso -dice Clairwil, a quien fui en seguida a dar parte de las intenciones del ministro-.
Esas jóvenes deben de tener amantes: hay que descubrir los, hacerlos robar e inmolarlos con ellas; hay un
millón de detalles voluptuosos que obtener de estas situaciones. Vuelo a casa del ministro; le cuento las
ideas de Clairwil; las aprueba; la partida se retrasa ocho días y los amantes son buscados.

Los horrores necesarios para descubrir a estos nuevos individuos fueron voluptuosidades para Saint-
Fond. Se presenta en la Bastilla, hace meter en el calabozo a cada una de estas muchachas, él mismo va a
interrogarlas, y mezclando hábilmente la esperanza y el temor, utilizándolos alternativamente, logra descubrir
que Mlle. Faustine, la más pequeña de las hermanas de Mme. de Cloris, tenía por amante a un joven
llamado Dormon, exactamente de la misma edad que ella; y que su hermana, Mlle. Félicité, de veinticinco
años, había entregado igualmente su corazón al joven Delnos, uno de los muchachos más hermosos de París
y que podía tener dos años más que ella. Cuatro días bastaron para encontrar faltas a estos jóvenes; no se
reparaba en detalles en un siglo en el que el abuso del crédito era tal, que los ayudantes de gente de posición
hacían ellos mismos encerrar a quien bien les parecía. Estas nuevas víctimas no durmieron más que
una noche en la Bastilla; fueron transferidos la noche siguiente a mi casa de campo, adonde las señoritas
habían llegado la víspera. Clairwil y yo los habíamos recibido y encerrado a todos, pero por separado; y
ninguno de estos prisioneros, aunque bastante cerca los unos de los otros, sospechaba hasta qué punto le
interesaba su vecino.

Después de una gran cena, pasamos a un salón donde estaba todo dispuesto para las execraciones proyectadas.
Las dos viejas, vestidas de matronas romanas, esperaban trenzando verguetas las órdenes que se les
diesen. Antes de empezar nada, atraído por la superioridad del culo de Clairwil, Saint-Fond quiso rendirle
homenaje. Inclinada sobre un sofá, la zorra se lo presenta como una mujer hábil; y, mientras que yo le chupo
el clítoris, Saint-Fond W introduce al menos seis pulgadas de lengua en el culo.

Saint-Fond estaba en erección; sodomiza a Clairwil, besando mi culo; un momento después me sodomiza
a mí, acariciando el voluptuoso culo de Clairwil.
-¡Vamos!, manos a la obra dice Saint-Fond-, descargaré si tardamos; tenéis las dos unos culos a los que
no me puedo resistir.
-Saint-Fond -dice Clairwil-, tengo que pedirte dos favores: el primero es que te muestres muy cruel; no te
puedes imaginar, querido, hasta qué punto lo estoy siendo yo; el segundo es que me dejes el asesinato de
los dos jóvenes. Dar suplicios a los hombres es, lo sabes, mi pasión favorita; tanto como te gusta atormentar
a mi sexo, me gusta a mí vejar al tuyo, y voy a gozar martirizando a esos dos guapos muchachos mucho
más, quizás de lo que te deleitarás tú masacrando a sus dos amantes.
-Clairwil, sois un monstruo.
-Lo sé, querido, y lo que me humilla es ser sobrepasada cada día por ti.

Al haber deseado Saint-Fond ver en primer lugar solo a cada uno de los cuatro amantes, una de las viejas
trajo a Dormon, cuya querida era Faustine, la más pequeña de las hermanas de Mme. de Cloris.
-Joven -le dice Clairwil-, aparecéis aquí ante vuestro amo; pensad que la más completa sumisión y la más
escrupulosa verdad deben dirigir vuestra conducta y vuestras respuestas: en sus manos está vuestra vida.
-¡Ay de mí! -respondió humildemente este desgraciado-, no tengo nada que decir, señora; ignoro por
completo la causa de mi detención y no puedo comprender por qué fatalidad me encuentro hoy como una
víctima de la suerte.
-¿No estabais destinado -le preguntó Clairwil, que lo devoraba con los ojos- a casaros con Faustine?
-Esa unión debía hacer mi felicidad.
-Ignoráis el cruel asunto en el que estaban implicados sus parientes?
-¡Ay!, señora, sólo les conocía virtudes: ¿podía existir el vicio donde había nacido Faustine?
-¡Ah! digo-, ¡es un héroe de novela!
-Seré siempre amigo de la virtud.
-El entusiasmo que se siente por ella a vuestra edad -dice Clairwil- ha perdido con frecuencia a muchos
hombres. Por lo demás, no es de nada de eso de lo que se trata aquí: os hemos hecho venir para informaros
de que vuestra Faustine está aquí, y que si queréis abandonarla al goce del ministro, su gracia y la vuestra
recompensarán el sacrificio.
-No merezco gracia, puesto que no he cometido crímenes -respondió orgullosamente este joven-. Pero
aunque tuviese mil muertes, os declaro que no compraré nunca la vida al precio de la atrocidad que os
habéis atrevido a hacerme entrever.
-¡Vamos!, señora, ¡el culo!, ¡el culo!... -exclamó Saint-Fond excitado-, vemos que este granujilla es un
testarudo al que sólo con la violencia haremos entrar en razones.

Y, a estas palabras, Clairwil y las dos viejas, se lanzan sobre el joven y lo desnudan y agarrotan en un
abrir y cerrar de ojos.

Lo conducen hasta Saint-Fond, que examina detalladamente durante algunos minutos el más bonito culo
de hombre que sea posible ver: y ustedes saben, los señores entendidos, que, respecto a estas partes, ustedes
lo tienen puesto con frecuencia mejor que nosotras.
- ¡Ah! -dice el desgraciado Dormon, en cuanto ve las infamias a las que está destinado-, ¡me han engañado,
estoy en casa de unos monstruos!
-Señor -le dice Clairwil-, pronto se lo probaremos.

Y después de algunos horrores preliminares, se me encargó que trajese a Faustine. Era difícil ser más hermosa,
estar mejor hecha, ser más interesante y más dulce; ¡cuántos nuevos atractivos le prestó el pudor,
cuando vio la escena en que se la recibía! Creyó desmayarse al ver a su amante objeto de las caricias de
Clairwil y de Saint-Fond.

-Tranquilizaos, hermoso ángel -le digo en seguida-: nosotros jodemos, corazón mío, nos zambullimos en
la impudicia; vais a mostrar vuestro hermoso culo como nosotros ofrecemos el nuestro y no os encontraréis
a disgusto.
-Pero ¿qué significa todo esto?... por favor, ¿dónde estoy?... explicadme...
-Estáis en la casa del ministro, vuestro tío, vuestro amigo; vuestro asunto está en sus manos, y no sabéis
cuán grave es lo que os compromete. Sed sumisa y complaciente, monseñor puede solucionarlo todo.
-¿Y Dormon ha podido someterse...?
- ¡Ah! -respondió el desgraciado joven-, soy, como tú, víctima de la fuerza. Pero si el día de la deshonra
luce hoy para nosotros, el de la venganza nos consolará quizás pronto.
-Dejemos el heroísmo, joven dice Saint-Fond, aplicando una vigorosa bofetada sobre las descubiertas
nalgas de este hermoso hablador-, y esa elocuencia incendiaria servirá más bien para entregar a vuestra
amante a todos mis caprichos... y serán violentos a solas con ella... la trataré mal.

Aquí, dos ríos de lágrimas brotan de los soberbios ojos de Faustine, profundos gemidos se hacen oír; el
cruel Saint-Fond, con su miembro en la mano, se acerca a mirarla bajo la nariz.
- ¡Oh, joder! -exclamó-, así es como me gustan las mujeres... ¡Que no pueda reducirlas a todas a este estado
con una sola palabra! Llorad, pequeña, llorad... tomad, llorad sobre mi miembro; sin embargo, no perdáis
todas vuestras lágrimas: pronto las necesitaréis para cosas de mayor importancia.
Realmente, no me atrevo a deciros hasta qué punto llevó el ultraje; parecía que su mayor placer fuese insultar
a la inocencia e injuriar a la belleza desgraciada. Los reflejos de placer que llegamos a hacer experimentar
a esta niña se cambiaron pronto en penas; Saint-Fond enjugó sus lágrimas con su miembro.

La principal pasión de Clairwil no era, como os he dicho, zurrar a las mujeres: ella amaba dar a la naturaleza
la salida de sus inclinaciones hacia la crueldad sobre los hombres; pero aunque ella no actuase ¡lo veía con placer!, y cerca de Dormon, al que excitaba, observaba con una curiosidad malvada todos los ultrajes
realizados sobre Faustine; incluso los aconsejaba.
-Vamos -dice Saint-Fond-, hay que juntar lo que pronto debía afianzar el himeneo; no soy lo suficientemente
cruel -añadió irónicamente-para no ceder al señor una de las dos virginidades de su bonita amante;
Clairwil dispón al macho: yo voy a preparar a la hembra. Nunca habría creído, lo confieso, que esta empresa
fuese posible. El terror, la pena, la inquietud, las lágrimas, en fin, el terrible estado de estos dos amantes
¿podía permitirles el amor? Sin duda se operó aquí uno de los más grandes milagros de la naturaleza y su
fuerza triunfó sobre todos los males de su imaginación: Dormon, arrebatado, fornicó a su amante. Sólo tuvimos
que sujetar a ella; sólo en ella, el dolor, superior a todo, no dejó ya acceso al placer; por mucho que
hicimos, por más que la excitamos, la regañamos o la acariciamos, su alma no salió ya de la horrible situación
en que la sumergía esta aterradora escena; y no obtuvimos de ella más que desesperación y lágrimas...
-La amo más por eso -dice Saint-Fond-: no siento ningún deseo de ver las impresiones del placer sobre el
rostro de una mujer, ¡son tan dudosas!; prefiero las del dolor, engañan menos.

Sin embargo, la sangre corre ya, las primicias están recogidas. Por la postura que había dispuesto Clairwil,
Dormon tenía a Faustine en sus brazos, absolutamente inclinada sobre él, de manera que por medio de
esta postura, la bonita muchachita expusiese las más hermosas nalgas que fuese posible ver.
-Mantenedla en esa postura dice Saint-Fond a una de las viejas-, voy a sodomizarla mientras que se la en-
coña: es preciso que pierda sus dos virginidades a la vez.

La operación tuvo el mejor de los éxitos, sin embargo, no sin hacer lanzar a la joven los gritos más agudos,
a la que jamás había perforado semejante dardo. ¡Ay!, era para ella el funesto día de los dolores. Mientras
fornicaba el disoluto manoseaba a las viejas, en tanto que yo acariciaba a Clairwil; el prudente Saint-
Fond, avaro de su semen, retiene sus esclusas y pasamos a otras lujurias.
-Joven -dice Saint-Fond-, voy a exigir de vos algo muy extraordinario y que sin duda encontraréis muy
bárbaro, pero, aunque puede serlo, estad seguro de que es la única forma de salvar a vuestra amante. Voy a
hacerla atar a esa columna, vos os armaréis con este puñado de varas, y le desgarraréis las nalgas.
-¡Monstruo!, ¿puedes proponerme...?
-¿Preferís que la mate? Dadla por muerta si no obedecéis.
-¿Y qué más da? ¡Es preciso que yo no tenga un punto medio entre esa infamia y el dolor de perder lo
que amo!
-Porque tú eres aquí el más débil -digo yo-, y por consiguiente debes ceder a cualquier cosa: así pues,
realiza lo que se te propone, o tu amante será apuñalada ante tus ojos.

La gran habilidad de Saint-Fond residía en poner siempre a las víctimas en semejante situación, que nunca
tuviesen otro partido que tomar más que aquella de las dos desgracias que convenía más a su pérfido
libertinaje. Dormon, temblando, ni acepta ni se niega; su silencio habla. Faustine es atada por mí; me doy el
gran placer de martirizar las partes delicadas de este hermoso cuerpo con los lazos con que la agarroto; me
gusta presentar de esta forma la inocencia a todas las tentativas del crimen; la malvada Clairwil le chupaba
la boca entretanto. ¡Qué atractivos para martirizar!... ¡Oh!, cuando el cielo no se arma para defenderlos, es
que quiere convencer a los hombres del desprecio que siente por la virtud.
-Tendréis que proceder de esta manera -dice Saint-Fond aplicando diez golpes con toda su fuerza sobre
las blancas y rollizas nalgas que le son ofrecidas-. Sí, de esta manera -continuó-, mientras le cimbraba otros
diez, cuyas violetas magulladuras contrastaban ya maravillosamente con la blancura de esta piel fina y delicada
-¡Oh!, señor, nunca podré...
Y sin embargo, como se redoblan las amenazas, como Clairwil llena de furor exclama que no hay más
que desollarlo a él mismo si se resiste y que era preciso que se decidiese a este ligero ultraje o consentir en
perder lo que ama, Dormon empieza: ¡pero qué debilidad! Es preciso que Saint-Fond sostenga su brazo,
que lo dirija. Mi amante se impacienta, un puñal se eleva sobre el seno palpitante de Faustine; Dormon redobla...
se desmaya...
-¡Ah, joder! dice Saint-Fond, excitado como un carmelita-, veo que hace falta que la maldad se mezcle en
todo esto; el amor no vale nada.

Y dando rienda suelta a su agitación sobre las hermosas nalgas que le son ofrecidas, en menos de un
cuarto de hora inunda de sangre el culo de la víctima. Cerca de allí se cometía otro horror: Clairwil, lejos de
socorrer a Dormon, ejecuta sobre él todo lo que le sugiere su ferocidad.
-Yo vengo a mi sexo -exclama, y sus manos bárbaras devolvían a Dormon, atado por las viejas, todo lo
que Saint-Fond aplicaba a Faustine.

Pronto estuvieron los dos desgraciados amantes en el estado más terrible. Aunque no juzgo a Clairwil,
confieso que su crueldad me sorprendió; pero cuando la vi entregarse a execraciones de muy distinta especie,
cuando la vi embadurnarse las mejillas con la sangre de su víctima, chuparla, tragarla, alimentarse con
ella lúbricamente; cuando la vi frotar su clítoris sobre las sangrantes heridas que hacía a ese desgraciado,
cuando la. oí que me gritaba: ¡Imítame, Juliette!... arrastrada por el terrible ejemplo de esta salvaje y, más
aún, quizás por mi maldita imaginación, tengo que confesarlo, amigos míos, hice como ella... ¿Qué digo? la
superé quizás, quizás encendí su imaginación por fechorías en las que ella no pensaba; pero todo me encendía
igualmente: no había ninguna restricción en mi alma perversa y la conmoción recibida en mí, por los
dolores que yo imponía, llegaba tanto a canibalizar a un hombre como a martirizar a una mujer.

Saint-Fond no quiso proceder a las grandes expediciones hasta que no apareciese la otra pareja. Se ató a
ésta; vino la otra. Delnos y Félicité experimentaron los mismos tratamientos, con la excepción de que las
cosas se realizaron en sentido inverso y que en lugar de persuadir al amante a que abandonase a su querida
bajo las más terribles amenazas, fue a la querida (pero con tan poco fruto como antes) a la que se persuadió
para que abandonase al amante. Félicité era una bonita muchacha de veinte años, un poco menos blanca
que su hermana, pero de formas tan agradables y con los ojos más expresivos; mostró más energía que su
hermana y Delnos mucha menos que Dormon. Sin embargo, nuestro antropófago, cuando iba a sodomizar a
esta segunda muchacha, perdió su semen, a pesar suyo, en el hermoso culo de Delnos, mientras martirizaba
los encantadores pechos de Félicité. Tranquilamente sentado ahora, entre Clairwil que lo socratizaba y yo
que se lo meneaba, en frente de las dos parejas atadas bajo sus ojos, nos consultaba sobre la suerte de las
víctimas.
-Soy el verdugo de toda esta familia -nos decía excitándose-: tres perdieron aquí la cabeza, hice matar a
dos en su casa de campo, he hecho envenenar a uno en la Bastilla y espero no fallar con estos cuatro. No
conozco nada tan delicioso como este cálculo: se dice que Tiberio se entregaba a él todas las noches; el
crimen no sería nada sin sus dulces recuerdos. ¡Oh Clairwil!, ¡a dónde nos arrastran las pasiones! Dime,
ángel mío, ¿tendrías la cabeza suficientemente tranquila... por casualidad habrás descargado lo bastante
para hacerme unos hermosos discursos sobre eso?
- ¡No, joder!, ¡no, no, santo Dios! ---respondió Clairwil, roja como una bacante- tengo más ganas de actuar
que de hablar; un fuego devorador corre por mis venas, necesito horrores, estoy fuera de mí... -
—Cometer infinitas atrocidades es también mi intención dice Saint-Fond-, esas dos parejas me excitan;
es inicuo los tormentos que les deseo y que querría verles sufrir.

Y los desgraciados oían todo lo que decíamos; ¡nos veían conspirar contra ellos... y no se morían!

La fatal rueda, inventada por Delcour, estaba ante nuestra vista. Saint-Fond la consideraba malsanamente,
y la idea de colocar en ella a alguna víctima lanzó en seguida su miembro hacia arriba. Entonces, el criminal,
después de haber explicado bien alto las propiedades de esta infernal máquina, dice que era preciso
que las dos mujeres lo echasen a suertes para saber cuál de las dos sería atada a ella. Clairwil combatió este
proyecto, asegurando que, puesto que Saint-Fond había visto ya a una muchacha en ella, era preciso que se
procurase el placer de ver a un muchacho; pidió la preferencia para Dormon, que le calentaba prodigiosa-
mente la cabeza. Pero Saint-Fond dice que él no quería preferencias; que el honor de perecer el primero, y
por semejante suplicio, era bastante grande, y que no se necesitaban más. Se escriben billetes; los jóvenes
sacan; Dormon tiene el billete negro.
-Hace mucho tiempo que el cielo satisface mis deseos -dice Clairwil-; ¡no he concebido nunca un crimen
que esa execrable quimera, a la que llamáis el Ser supremo, no haya favorecido al momento!
-Besad a vuestra prometida dice mi amante, desatando a Dormon, al que, no obstante le deja las cadenas
de las piernas y de los brazos-, besadla, hijo mío, no os perderá ni un solo momento de vista durante vuestra
ejecución. Os juro que voy a sodomizarla ante vuestros ojos.

Entonces, arrastrando al joven, según su costumbre, bien encadenado, se encierra con él durante una
hora; parecía que en ese momento el libertino confiaba a la víctima un secreto impenetrable y que ésta estaba
como encargada de llevarlo al otro mundo.
-¿Pero qué hace allí? dice Clairwil, aburrida de esperar y acercándose a la puerta del gabinete.
-No sé nada -respondí-, pero deseo saberlo con tal ardor que casi tengo ganas de decirle que me sacrifique
para enterarme.

Dormon sale; sus carnes llevan las huellas de varias vejaciones crueles; sus nalgas y sus muslos, sobre
todo, habían sido violentamente martirizadas: la vergüenza, la rabia, el temor y el dolor se debatían en su
frente alterada; la sangre corría de su miembro y de su escroto y sus mejillas, vivamente coloreadas, llevaban
la huella de varias bofetadas. En cuanto a Saint-Fond, estaba muy excitado; la barbarie más atroz se
pintaba en cada uno de sus rasgos; todavía tenía una mano en el culo de la víctima cuando volvieron.
-¡vamos, jodido bribón! -le dice Clairwil, regocijándose de verlo aparecer así-, ¡vamos, vamos!, tenemos
que empezar... Saint-Fond -prosiguió esta arpía-, no hay suficientes hombres aquí: me gustaría ser prodigiosamente
jodida mientras veo expirar a ese pillo.
-Su amante te lo meneará -dice Saint-Fond- y yo te daré mientras por el culo.
-¿Y correrá la sangre sobre nosotros?
-Sin duda...
-Vamos -dice Clairwil-, bésame, jódeme, antes de ir al suplicio.

Y como se resistía un poco, la zorra le frotó la nariz con su culo; a continuación, se le permitió que fuese
a besar a su amante que se fundía en lágrimas. Clairwil lo excitaba y Saint-Fond acariciaba el clítoris de la
joven; las viejas lo cogen por fin y lo fijan a la rueda fatal. Faustine, tumbada sobre Clairwil, se ve obligada
a meneárselo; mi amiga me besa, me acaricia mientras tanto. Saint-Fond da por el culo a Faustine y pronto
la sangre nos cubre a los cuatro. La joven no soporta este espantoso espectáculo hasta el final: sofocada por
el dolor, expira.
-¡Un momento, un momento! -exclamó Saint-Fond-, creo que la zorra quiere morir sin que sea yo la causa
de ello.

Y el villano descarga, diciendo esto, en un cuerpo que ya no existía. Clairwil, cuyas criminales manos
amasan los cojones de Delnos, mientras yo pinchaba con puntas de aguja las nalgas de este joven, no puede
contenerse ante el espectáculo de Dormon en la rueda y la puta descarga tres veces, profiriendo aullidos
semejantes a los de una bestia feroz.

Ya sólo quedaban Félicité y su joven amante.
- ¡Ah, joder! -dice Saint-Fond-, es preciso que el suplicio de esta zorra me compense del otro; y puesto
que antes fue la querida la que vio morir al amante, ahora quiero que sea el amante el que vea expirar a la
querida.
La conduce al gabinete secreto y, después de una buena media hora a solas, la trae de nuevo en un estado
lamentable. Es condenada a ser empalada viva: el mismo Saint-Fond le mete por el culo una estaca que le
sale por la boca, y esta estaca enderezada permanece con la víctima, de muestra en el salón, todo el día.
-Amigo mío -dice Clairwil-, te pido insistentemente que me dejes la elección del suplicio de esta última
víctima; creo que este pillo se parece a Jesucristo, y quiero tratarlo de la misma manera.

La idea hizo reír mucho; todo se dispone durante la entrevista a solas; no se olvida nada. La historia de la
pasión del bastardo de María se pone encima de la espalda descubierta de una de las viejas; yo estoy encargada
de leer y de dirigir. El joven vuelve ya muy maltratado; Clairwil, Saint-Fond y la otra vieja lo preparan;
lo atan a la cruz y sufre exactamente todo lo que los sabios romanos hicieron soportar al pícaro simplón
de Galilea; se le atraviesa el costado; se le corona de espinas, se le da a beber con una esponja. Por último, viendo que no se muere, se quiere ir más allá del suplicio del imbécil farsante de Judea: se le da la
vuelta al paciente, y no hay ningún tipo de horrores que no hagamos sobre sus nalgas; las pinchamos, las
quemamos, las desgarramos; Delnos expira por fin, violentamente. Clairwil y Saint-Fond, a los que yo excitaba
con mis manos, descargan ampliamente; y como todo esto nos había llevado doce horas, los placeres
deseados de la mesa suceden a estas infamias.

Clairwil, que quería saber el secreto de Saint-Fond, lo aturde a fuerza de vino, de caricias y de alabanzas;
y cuando cree haberlo llevado al punto que deseaba:
-Así pues, ¿qué es lo que haces -le dice- con tus víctimas, un rato antes de entregarlas al suplicio?
-Les anuncio su muerte.
-Hay algo más, estamos seguras.
-No.
-Lo sabemos.
-Es una debilidad ¿por qué obligarme a revelarla?
-Entonces, ¿tienes que tener secretos con nosotras? -digo a mi amante.
-Realmente, no hay ninguno.
-Sin embargo, nos lo ocultas, y te exigimos que nos lo digas..
-¿Para qué serviría?
-Para satisfacernos, para contentar a las dos mejores amigas que tienes en el mundo.
-¡Sois unas mujeres crueles! ¿Pero no os dais cuenta de que no puedo haberos esa confesión sin caer en
una vergonzosa bajeza?
-Es precisamente lo que queremos saber.

Entonces, redoblando ambas los ruegos, las alabanzas, caricias y seducciones, nuestro hombre, vencido,
nos habla de la manera siguiente:
-Por mucho que me haya sacudido el yugo de la religión, amigas mías, no me ha sido posible defenderme
de la esperanza de la otra vida. Si es verdad, me digo, que hay penas y recompensas en otro mundo, las
víctimas de mi maldad triunfarán, serán felices. Esta idea me desespera; mi extrema barbarie hace de ella
un tormento para mí: cuando yo inmolo un objeto, bien a mi ambición, bien a mi lubricidad, querría prolongar
sus sufrimientos más allá de la inmensidad de los siglos. He consultado sobre eso a un célebre libertino,
con el que estaba muy unido antes y que tenía los mismos gustos que yo. Este hombre lleno de conocimiento,
gran alquimista, muy versado en astrología, me ha asegurado siempre que nada es más cierto que
esos castigos y recompensas del futuro, y que, para impedir a la víctima que participe en las alegrías celestes,
era preciso hacerle firmar, con sangre sacada cerca del corazón, que daba su alma al diablo, a continuación
meterle este billete por el agujero del culo con el miembro, e imponerle durante este tiempo el dolor
más fuerte que esté en nuestro poder hacerle soportar. Con este medio, me aseguró mi amigo que nunca
entrará en el cielo el individuo que destruís. Sus sufrimientos, del mismo tipo que el que le habéis hecho
soportar al meterle el billete, serán eternos, y se gozará del delicioso placer de haberlos prolongado más allá
de los límites de la eternidad, si la eternidad pudiese tenerlos.
-Y entonces, ¿eso es lo que haces con tus víctimas? -dice Clairwil.
-Vos habéis querido que os lo confesase... es una debilidad.
-Es una tontería, que prueba que estás más lejos de la filosofía de lo que yo te suponía: ¿acaso se puede,
con inteligencia, adoptar por un momento el dogma absurdo de la inmortalidad del alma? Porque, sin la
adopción de esta quimera religiosa repugnante, me confesarás que sería imposible creer en las penas y las
recompensas de otra vida. Me gusta tu principio, es delicioso -prosiguió Clairwil-, está en mi manera de
pensar: querer prolongar hasta el infinito los suplicios del ser que se entrega a la muerte es digno de tu cabeza;
pero apoyar eso con extravagancias, eso es lo que no perdono de ninguna manera.
-¡Y! dice Saint-Fond-, mi divina esperanza se desvanece si no la apoyo sobre esa opinión.
-Es preferible saber renunciar a ella -dice Clairwil-que basarla en fábulas, porque la adopción de la fábula
te haría un día más daño que el placer que te haya dado. Bah, conténtate con las desgracias que puedes
imponer en este mundo y renuncia al vano proyecto de perpetuarla.
-No hay otra vida, Saint-Fond -digo yo entonces recordando principios de filosofía que había recibido en
mi infancia-, esta quimera sólo tiene como garantía la imaginación de los hombres, que, al suponerla, no
han hecho más que realizar el deseo que tienen de sobrevivirse a sí mismos, a fin de gozar después de una
felicidad más duradera y más pura que la que disfrutan ahora.

¡Qué estúpido absurdo, primero, creer en un Dios, a continuación, imaginar que ese Dios reserva infinitos
tormentos a la mayoría de los hombres! De esta forma, después de haber hecho a los mortales muy desgraciados
en este mundo, la religión les hace entrever que ese Dios extraño, fruto de su credulidad o del engaño,
podrá hacerles temer todavía otras desgracias en la otra vida. Sé bien que la gente sale de esto diciendo
que, para entonces, la bondad de ese Dios sustituirá a su justicia; pero una bondad que deja sitio a la crueldad
más terrible no es una bondad infinita. Por otra parte, un Dios que después de haber sido infinitamente
bueno se convierte en infinitamente malvado, ¿puede ser considerado como un ser inmutable? ¿Un Dios
lleno de furor es un ser en el que se pueda encontrar la sombra de la clemencia o de la bondad? Según las
nociones de la teología, parece evidente que Dios no ha creado el mayor número de hombres más que con
la intención de ponerlos en condiciones de incurrir en suplicios eternos. Por consiguiente, ¿no hubiese estado
más de acuerdo con la bondad, la razón, la equidad, no crear más que piedras y plantas, que formar
hombres cuya conducta podría atraer sobre ellos castigos sin fin? Un Dios bastante pérfido, bastante malvado
para crear un sólo hombre y para dejarlo expuesto a continuación al peligro de hacerse daño, no puede
ser considerado como un ser perfecto; sólo debe serlo como un monstruo de sinrazón, de injusticia, de malicia
y de atrocidad. Lejos de construir un Dios perfecto, los teólogos no han formado sino la más repugnante
quimera, y han acabado de degradar su obra al atribuir a ese abominable Dios la invención de la eternidad
de las penas. La crueldad que constituye nuestros placeres tiene al menos motivos; esos motivos son
explicables y los conocemos; pero Dios no tenía ninguno para atormentar a las víctimas de su cólera, porque
no podría castigar a seres que realmente no han podido ni poner en peligro su poder ni turbar su felicidad.
Por otra parte, los suplicios de la otra vida serían inútiles para los vivos, que no pueden ser testigos de
ellos; serían inútiles para los condenados, porque no se convertirán en el infierno y porque allí el tiempo de
la pretendida misericordia de ese Dios ya no existe: de donde se sigue que Dios, en el ejercicio de su venganza
eterna, no puede tener otro fin que el de divertirse e insultar a la debilidad de sus criaturas; y vuestro
infame Dios, al actuar de una forma más cruel que ningún hombre, y además, a diferencia de ellos, sin ningún
motivo, se convierte, sólo por esto, en infinitamente más traidor, más farsante y más criminal que ellos.
-Vayamos más lejos dice Clairwil-, voy a analizar, si queréis, con mayor detalle ese terrible dogma del
infierno; estoy en condiciones de combatirlo bastante victoriosamente para que no quede ni la menor huella
de su adopción en el espíritu de nuestro amigo. ¿Queréis oírme?
-Claro -respondimos.

Y así es cómo esta mujer, llena de inteligencia y de erudición, se explicó sobre este importante tema:
-Hay dogmas que algunas veces estamos obligados no a admitir, sino a suponer, a fin de estar en condiciones
de combatir otros. Para destruir ante vuestros ojos el imbécil dogma del infierno, tenéis que permitirme
que instaure de nuevo por un momento la quimera deísta. Obligada a servirme de ella como punto de
apoyo en esta importante explicación, tengo que darle absolutamente una existencia momentánea: me lo
perdonaréis, espero, tanto más cuanto que no imaginaréis que yo creo en ese abominable fantasma.

El dogma del infierno está en sí mismo, lo confieso, tan desprovisto de verosimilitud, son tan débiles todos
los argumentos que se intentan proponer para apoyarlo, que casi me ruborizo ante la obligación de
combatirlos. No importa, arranquemos sin piedad a los cristianos hasta la esperanza de volver a encadenarnos
de nuevo a los pies de su atroz religión y hagámosles ver que el dogma sobre el que se basan con más
fuerza para asustarnos se disipa, como todas las demás quimeras, al más débil resplandor de la llama de la
filosofía.

Los principales argumentos de los que se sirven para establecer esta perniciosa fábula son:

1° Que al ser el pecado, respecto al Ser que se ofende, infinito, merece, por consiguiente, castigos infinitos;
que habiendo dictado Dios leyes, está en su grandeza castigar a aquellos que las transgreden.

2° La universalidad de esta doctrina y la forma en que está anunciada en las Escrituras.

3° La necesidad de este dogma para contener a los pecadores y a los incrédulos.

Estas son las bases que hay que destruir.

Estaréis de acuerdo conmigo, me consta, en que la primera se destruye de forma natural por la desigualdad
de los delitos. Según esta doctrina, la falta más mínima sería castigada como la más grave: ahora bien,
yo os pregunto si, admitiendo un Dios justo, es posible suponer una iniquidad de este tipo. Además, ¿quién
ha creado al hombre? ¿Quién le ha dado las pasiones que deben castigar los tormentos del infierno? ¿Acaso
no ha sido vuestro Dios? De esta forma, imbéciles cristianos, ¿admitís que por una parte ese ridículo Dios
otorga al hombre inclinaciones que se ve obligado a castigar por otra? Pero ¿acaso ignoraba que esas inclinaciones
debían ultrajarlo? Si lo sabía, ¿por qué se las da de esa clase?; y si no lo sabía, ¿por qué los castiga
por una falta que sólo él ha cometido?

Según las condiciones que se suponen necesarias para la salvación, parece evidente que, con toda seguridad,
nos condenaremos con más facilidad que nos salvaremos. Ahora bien, preguntó una vez más si forma
parte de la tan ponderada justicia de vuestro Dios haber puesto a su desgraciada y endeble obra en tan cruel
posición; y, según este sistema, ¿cómo se atreven a decir vuestros doctores que la felicidad y la desgracia
eternas se le presentan por igual al hombre y dependen únicamente de su elección? Si la mayor parte del
género humano está destinada a ser desgraciada eternamente, un Dios que lo sabe todo ha debido saberlo:
entonces, según esto, ¿por qué nos ha creado el monstruo? ¿Estaba obligado a ello? Entonces, no es libre.
¿Lo ha hecho a propósito? Entonces, es un bárbaro. No, Dios no estaba obligado a crear al hombre, y si
solamente lo ha hecho para someterlo a semejante destino, desde ese momento la propagación de la especie
se convierte en el mayor de los crímenes y nada sería más deseable que la total extinción del género humano.

Sin embargo, si este dogma os parece por un momento necesario para la grandeza de Dios, os pregunto
por qué ese Dios tan grande y tan bueno no ha dado al hombre la fuerza necesaria para librarse del suplicio.
¿No es cruel que un Dios deje al hombre la facultad de perderse eternamente, y encontraréis alguna vez un
medio de lavar a vuestro Dios del fundado reproche de ignorancia o de maldad?

Si todos los hombres son obras idénticas de la divinidad, ¿por qué no se ponen todos de acuerdo sobre el
tipo de crímenes que le deben valer al hombre esa eternidad de suplicios? ¿Por qué el hotentote condena lo
que merece el paraíso en China y por qué razón allí se asegura el cielo a lo que le merece el infierno al cristiano?
No acabaríamos si quisiésemos relacionar las variadas opiniones de los paganos, de los judíos, mahometanos,
cristianos, respecto a los medios que deben emplearse para escapar a los suplicios eternos y
para obtener la felicidad, si quisiéramos describir las invenciones pueriles y ridículas que se han imaginado
para llegar a ella.

La segunda de las bases de esta ridícula doctrina es la forma en que está anunciada en las Escrituras y su
universalidad.

Abstengámonos de creer que la universalidad de una doctrina pueda llegar a ser alguna vez un título en
su favor. No hay locura ni extravagancia que no haya sido adoptada de modo general en el mundo; no hay
una que no haya tenido sus admiradores y sus creyentes; en tanto que haya hombres, habrá locos, y en tanto
que haya locos, habrá dioses, cultos, un paraíso, un infierno, etc. ¡Pero lo anuncian las Escrituras! Admitamos,
por un momento, que los libros tan famosos tengan alguna autenticidad y que realmente se les deba
algún respeto. Lo he dicho antes, hay quimeras que es preciso reedificar algunas veces, para ponerse en
condiciones de combatir otras. ¡Pues bien!, a eso responderé en primer lugar que es muy dudoso que las
Escrituras lo mencionen. Sin embargo, aun suponiendo que así sea, lo que digan no puede dirigirse más que
a aquellos que tienen conocimiento de esas Escrituras y que las admiten como infalibles: aquellos que no
las conocen, o que se niegan a creerlas, no pueden ser convencidos por su autoridad. Sin embargo, ¿acaso
no se dice que aquellos que no tienen ningún conocimiento de esas Escrituras o aquellos que no las creen
están expuestos a castigos eternos, como aquellos que las conocen o que creen en ellas? Ahora bien, yo os
pregunto si hay en el mundo mayor injusticia que esa.

Me diréis, quizás, que pueblos para los que eran totalmente desconocidas vuestras absurdas Escrituras, no
han dejado de creer en castigos eternos en una vida futura: eso puede ser verdad para algunos pueblos,
mientras que muchos otros no tienen ningún conocimiento de esos dogmas; ¿pero cómo ha podido llegar a
esta opinión un pueblo para el que la Biblia era desconocida? No se dirá, supongo, que es una idea innata;
si fuese así, sería común a todos los hombres. No se sostendrá, pienso, que es obra de la razón; porque la
razón, ciertamente, no enseñaría al hombre que por faltas finitas sufrirá penas infinitas; no es obra de la
revelación, ya que el pueblo que suponemos no la conoce. Este dogma, se convendrá en ello, ha llegado al
pueblo que acabamos de admitir sólo por la instigación de sus sacerdotes, o por su imaginación. Según esto,
¡os preguna9 cuán sólido puede ser!

Si alguien imaginase que la creencia de los castigos eternos ha sido transmitida por tradición a pueblos
que no tenían Escrituras, se podrá preguntar cómo la tenían aquellos que, en el origen, difundieron esta
opinión; y si no se puede probar que la hayan recibido por una revelación divina, nos veremos obligados a
convenir que esta opinión gigantesca sólo tiene por base el desvarío de la imaginación o el engaño.

Aun suponiendo que la Escritura, pretendidamente santa, anuncie a los hombres castigos en una vida futura,
y aun admitiendo este hecho como una verdad incontestable, ¿acaso no se podría preguntar cómo han
podido saber los autores de las Escrituras que existían tales castigos? No se dejará de responder que por
inspiración; lo que les va al pelo, pero aquellos que no han sido favorecidos por esta iluminación particular
se han visto obligados a referirse a otras; ahora bien, yo os ruego que me digáis qué confianza se debe tener
en gente que os dice sobre un hecho de semejante importancia: lo creo porque fulano me ha dicho que lo
había soñado. Y esto es lo que absorbe, lo que hace huraños y tímidos a la mitad de los hombres; ¡eso es lo
que les impide entregarse a las más dulces inspiraciones de la naturaleza! ¿Puede llevarse más lejos el error
y el absurdo? Pero vuestros inspirados no han hablado a todo el mundo; la mayor parte del género humano
ignora sus sueños. No obstante, ¿no están todos los hombres tan interesados en asegurarse de la realidad de
este dogma como puedan estarlo los escritores de la Biblia o sus partidarios? ¿Cómo es que no pueden tener
todos la misma certidumbre? Todos están interesados en saber a qué atenerse sobre los castigos eternos:
entonces, ¿por qué Dios no ha dado este sublime conocimiento a todos, directa e inmediatamente, sin la
ayuda y la participación de gente a la que podría suponerse fraude o error? Haber hecho positivamente todo
lo contrario ¿caracteriza, os pregunto, la conducta de un ser que me pintáis como infinitamente bueno y
sabio? Esta conducta, lejos de eso, ¿no lleva todos los atributos de la tontería y la maldad? En todos los
gobiernos, cuando se hacen leyes que imponen castigos contra los infractores, ¿acaso no se toman todas las
medidas posibles para hacer conocer estas leyes y estos castigos? ¿Se puede castigar con razón a un hombre
por la infracción de una ley que desconoce? ¿Qué debemos concluir de esta serie de verdades? ¿Es que
acaso el sistema del infierno no fue nunca más que el resultado de la maldad de algunos hombres y de la
extravagancia de otros muchos? (12).

La tercera base de este dogma espantoso es su necesidad para contener a los pecadores y a los incrédulos.

(12) “El infierno, dice un gracioso, es el hogar de la cocina que hace hervir en este mundo la marmita sacerdotal;
fue fundado en favor de los curas; para que hagan buena comida, el Padre eterno, que es su primer
cocinero, pone en el asador a los niños que no hayan tenido hacia sus lecciones la deferencia que se les
debe; en los festines del cordero los elegidos comerán a incrédulos asados, ricos en pepitoria, financieros a
la salsa Robert”, etc. etc. Ved la Teología portátil, p.106.
Si la justicia y la gloria de Dios exigiesen que castigase a los pecadores y a los incrédulos con tormentos
eternos, no hay duda de que la justicia y la razón exigirían también que estuviese en poder de los unos no
pecar y en poder de los otros no ser incrédulos: ahora bien, ¿cuál es el que se ciega hasta el punto de no ver
que, arrastrados en nuestras acciones, no somos dueños de ninguna, y que el Dios del que recibimos las
cadenas (suponiendo su existencia, lo que no hago, como veis, más que con repugnancia) sería, digo, el
más injusto y el más bárbaro de los seres, si nos castiga por ser, a pesar de nosotros, víctimas de los reveses
en que nos sumerge con placer su mano inconsecuente?

Por lo tanto, ¿no está claro que es el temperamento que la naturaleza da a los hombres, que son las diferentes
circunstancias de su vida, su educación, sus sociedades, lo que determina sus acciones y su inclinación
hacia el bien o el mal? Pero si esto es así, quizás se nos objetará que son igualmente injustos los castigos
que se nos infligen en este mundo en razón de nuestra mala conducta. Claro que lo son. Pero en este
caso el interés general prevalece sobre el interés particular; es un deber de las sociedades arrancar de su
seno a los malvados capaces de perjudicarlas, y esto es lo que justifica unas leyes que vistas sólo según el interés particular serían monstruosamente injustas. ¿Pero tiene vuestro Dios las mismas razones para castigar
al malvado? No, sin duda; no tiene que sufrir con sus maldades, y si es así, es que le ha complacido a
ese Dios crearlo de esa manera. Por lo tanto, sería atroz infligirle tormentos por haber llegado a ser en la
tierra lo que ese execrable Dios sabía de sobra que llegaría a ser y lo que le da exactamente igual que llegue
a ser.

Ahora probemos que las circunstancias que determinan la creencia religiosa de los hombres no dependen
de ninguna manera de ellos.

En primer lugar pregunto si somos dueños de nacer en tal o cual clima, y si, una vez nacidos en un culto
cualquiera, depende de nosotros someter a él nuestra fe. ¿Es una sola religión la que retiene la llama de las
pasiones?, ¿y no son preferibles las pasiones que nos vienen de Dios a las religiones que nos vienen de los
hombres? ¿Cuál sería ese Dios bárbaro que nos castigara eternamente por haber dudado de la verdad de un
culto cuya admisión aniquila en nosotros mediante las pasiones que la destruyen a cada momento?¡ Qué
extravagancia! ¡Qué absurdo! ¡Y cómo no lamentar el tiempo que se pierde en disipar tales tinieblas!

Pero vayamos más lejos y no dejemos, si es posible, ningún reducto a los imbéciles partidarios del más
ridículo de los dogmas.

Si dependiese de todos los hombres ser virtuosos y creer todos los artículos de su religión, todavía habría
que examinar si sería equitativo que hubiese hombres castigados eternamente, bien a causa de su debilidad
bien a causa de su incredulidad, siendo cierto que no puede resultar ningún bien de estos suplicios gratuitos.

Liberémonos del prejuicio para responder a esta pregunta y, sobre todo, reflexionemos sobre la equidad
que admitimos en Dios. ¿No es desvariar decir que la justicia de ese Dios exige el castigo eterno de los
pecadores y de los incrédulos? La acción de castigar con una severidad desproporcionada a la falta ¿no se
debe más bien a la venganza y a la crueldad que a la justicia? De esta forma, pretender que Dios castiga así
es evidentemente blasfemar contra él. ¿Cómo podrá ese Dios, al que pintáis tan bueno, poner su gloria en
castigar así a las débiles obras de su mano? Con toda seguridad que aquellos que pretenden que la gloria de
Dios lo exige no se dan cuenta de toda la enormidad de esta doctrina. Hablan de la gloria de Dios y no podrían
hacerse una idea de ella. Si fuesen capaces de juzgar la naturaleza de esta gloria, si pudiesen formarse
nociones razonables de ella, se darían cuenta de que, si este ser existe, no podría basar su gloria más que en
su bondad, su sabiduría y el poder ilimitado de dar la felicidad a los hombres.

En segundo lugar, para confirmar la odiosa doctrina de la eternidad de las penas, se añade que ha sido
adoptada por un gran número de hombres profundos y de sabios teólogos. Primeramente, niego tal hecho:
la mayor parte de ellos han dudado de ese dogma. Y si la otra parte ha aparentado tener fe, es fácil ver el
motivo: el dogma del infierno era un yugo, un lazo más con el que los sacerdotes querían sobrecargar a los
hombres; es conocida la fuerza del terror sobre las almas, y se sabe que la política necesita siempre el terror,
en cuanto que se trata de subyugar.

Pero esos libros pretendidamente santos que me citáis ¿proceden de una fuente suficientemente pura para
no poder rechazar lo que nos ofrecen? El más sencillo examen es suficiente para convencernos de que, lejos
de ser, como se atreven a decirnos, la obra de un Dios quimérico, que nunca ha escrito ni ha hablado, no
son, al contrario, más que la obra de hombres débiles e ignorantes y que, bajo este aspecto, sólo les debemos
desconfianza y desprecio. Pero, suponiendo que estos escritores tuviesen algún buen sentido, ¿cuál
sería el hombre lo bastante necio como para apasionarse en favor de tal o cual opinión, sólo porque la
hubiese encontrado en un libro? Sin duda, puede adoptarla, pero sacrificar la felicidad y la tranquilidad de
su vida, lo repito, sólo un loco es capaz de ese proceder (13). Además, si me objetáis el contenido de vuestros
pretendidos libros santos en favor de esa opinión, os probaré la opinión contraria en esos mismos libros.

(13) Eusebio, en su Historia, lib. III, cap. 25, dice que la epístola de Santiago, la de Judas, la segunda de
San Pedro, la segunda y tercera de San Juan, los hechos de San Pablo, la revelación de San Pedro, la epístola
de Bernabé, las instituciones apostólicas y los libros del Apocalipsis no eran reconocidos de ninguna
manera en su tiempo.
Abro el Eclesiastés y veo en él:

"El estado del hombre es el mismo que el de las bestias. Lo que sucede a los hombres y, lo que sucede a
las bestias es lo mismo. Como es la muerte de unos, así es la muerte de los otros; todos tienen un mismo soplo y el hombre no tiene mas que la bestia; porque todo es vanidad, todo va al mismo lugar, todo ha sido
polvo y todo vuelve al polvo." (Eclesiastés, cap. III, vv. 18,19 y 20).

¿Hay algo más decisivo contra la existencia de otra vida como este pasaje? ¿Hay algo más propio para
sostener la opinión contraria a la de la inmortalidad del alma y al ridículo dogma del infierno?

¿Qué reflexiones puede hacer el hombre sensato al examinar esa absurda fábula de la eterna condenación
del hombre en el paraíso terrestre, por haber comido un fruto prohibido? Por muy minuciosa que sea la
fábula, por muy repugnante que se la encuentre, permitidme que me detenga aquí un momento, ya que se
parte de ella para la admisión de las penas eternas del infierno. ¿Se necesita algo más que un examen imparcial
de este absurdo para reconocer su nulidad? ¡Oh amigos míos!, os lo pregunto, ¿plantaría en su jardín,
un hombre lleno de bondad, un árbol que produjera frutas deliciosas pero envenenadas y se contentaría
con prohibir a sus hijos que las comiesen, diciéndoles que morirán si se atreven a tocarlas? Si supiese que
hay un árbol semejante en su jardín, ese hombre prudente y sabio ¿no lo haría abatir, sobre todo sabiendo
perfectamente que, sin esta precaución, sus hijos no dejarían de perecer comiendo de su fruta y de arrastrar
su posteridad en la miseria? Sin embargo, Dios sabe que el hombre se perderá, él y su raza, si come de esa
fruta, y no solamente pone en él el poder de ceder, sino que además lleva la maldad hasta el punto de seducirlo.
Sucumbe y está perdido; hace lo que Dios permite que haga, lo que Dios le anima a hacer, y ahí lo
tenemos eternamente desgraciado. ¿Puede haber en el mundo algo más absurdo y más cruel? Vuelvo a repetir
que, sin duda, no me tomaría el trabajo de combatir semejante absurdo si el dogma del infierno, cuya
más pequeña huella quiero destruir en vos, no fuese una terrible consecuencia de él.

No veamos en todo esto más que alegorías con las que es posible entretenerse un rato y de las que sólo
debería estar permitido hablar como se hace con las fábulas de Esopo y las quimeras de Milton, con la diferencia
de que éstas son de poca importancia, mientras que aquéllas, al intentar conseguir nuestra fe, turbar
nuestros placeres, se convierten en un peligro evidente, y habría que tratar de destruirlas hasta el punto de
que nunca más hubiese que ocuparse de ellas.

Convenzámonos de que tanto estos hechos, como los que están consignados en la estúpida novela conocida
con el nombre de Las Sagradas Escrituras, no son más que mentiras abominables, dignas del desprecio
más profundo y de las que no debemos extraer ninguna consecuencia para la felicidad o la desgracia de
nuestra vida. Persuadámonos de que el dogma de la inmortalidad del alma, que hay que admitir antes de
destinar a esta alma a penas o recompensas eternas, es la más vacía, la más burda y la más indigna de las
mentiras que se puedan decir; que todo perece en nosotros como en los animales y que, según eso, no seremos
ni más felices ni más desgraciados por la conducta que hayamos podido llevar en este mundo, después
de haber permanecido en él el tiempo que a la naturaleza le plazca dejarnos.

Se ha dicho que la creencia en los castigos eternos era absolutamente necesaria para contener a los hombres
y que, según eso, hay que abstenerse de destruirla. Pero si es evidente que esta doctrina es falsa, si es
imposible que resista al examen, ¿no será infinitamente más peligrosa que útil basar la moral sobre ella?, ¿y
no hay que apostar que perjudicará más que beneficiará, desde el momento en que el hombre, después de
haberla apreciado, se entregará al mal, porque se habrá dado cuenta de que es falsa? ¿No valdría cien veces
más que no tuviese ningún freno, a tener uno que rompe con tanta facilidad? En el primer caso, quizás no
se le hubiese ocurrido la idea del mal; se le ocurrirá al romper el freno, porque entonces existe un placer
más y porque es tal la perversidad del hombre, que no quiere el mal y no se entrega a él voluntariamente
mas que cuando cree encontrar un obstáculo para abandonarse a él.

Los que han reflexionado cuidadosamente sobre la naturaleza del hombre estarán obligados a convenir en
que todos los peligros, todos los males, por grandes que puedan ser, pierden mucho de su poder cuando
están alejados y parecen menos dignos de temer que los pequeños, cuando éstos están ante nuestra vista. Es
evidente que los castigos cercanos son mucho más eficaces y más propios para desviar del crimen que los
castigos del futuro. Respecto a las faltas sobre las que no hacen mella las leyes, ¿no son desviados más eficazmente
los hombres por motivos de salud, de decencia, de reputación y por otras consideraciones temporales
y presentes que están a nuestra vista, que por el temor de las desgracias futuras y sin fin que, raramente,
se presentan ante nosotros, o que sólo llegan como vagas, inciertas y fáciles de evitar?

Para juzgar si el temor de los castigos eternos y rigurosos del otro mundo es más propio para desviar a
los hombres del mal, que el de los castigos temporales y presentes del mundo actual, admitamos, por un
momento, que el primero subsistiese de modo universal y el último estuviese totalmente descartado: en esta hipótesis, ¿no estaría el universo inundado de crímenes enseguida? Admitamos lo contrario, supongamos
que el temor de los castigos eternos fuese destruido, mientras que el de los castigos visibles permaneciese
con todo su rigor; y cuando se viese que estos castigos se ejecutaban sin falta y universalmente, ¿no se reconocería
entonces que estos últimos actuarían con más fuerza en el ánimo de los hombres e influirían mucho
más en su conducta, que los lejanos castigos del futuro, que se pierden de vista en cuanto hablan las
pasiones?

¿No nos ofrece la experiencia diaria pruebas convincentes del poco efecto que tiene el temor de los castigos
de la otra vida, sobre muchos de aquellos que están más convencidos? No hay pueblos más convencidos
del dogma de la eternidad de las penas que los españoles, los portugueses y los italianos: ¿los hay más
disolutos? Por último, ¿se cometen más crímenes secretos que entre los sacerdotes y los monjes, es decir,
entre aquellos que parecen los más convencidos de las verdades religiosas?, ¿y esto no prueba con toda
evidencia que los buenos efectos producidos por el dogma de los castigos eternos son muy escasos e inciertos?
Veremos que estos malos efectos son innumerables y seguros. En efecto, una doctrina parecida, al llenar
el alma de amargura, da las nociones más indignantes de la Divinidad: endurece el corazón y lo sumerge
en una desesperación desfavorable para el sistema. Al contrario, este terrible dogma lleva al ateísmo, a
la impiedad: ya que toda la gente razonable encuentra mucho más sencillo no creer en Dios que admitir uno
lo bastante cruel, lo bastante inconsecuente, lo bastante bárbaro, como para haber creado a los hombres sólo
con el propósito de sumergirlos eternamente en la desgracia.

Si queréis que sea un Dios la base de vuestra religión, tratad, al menos, de que ese Dios no tenga faltas; si
está lleno de ellas, como el vuestro, pronto se detestará la religión que él sostiene y, por vuestro mal planteamiento,
habréis destruido necesariamente ambas cosas.

¿Es posible que una religión pueda ser creída durante mucho tiempo, respetada durante mucho tiempo,
cuando está fundada en la creencia de un Dios que debe castigar eternamente, a un número infinito de sus
criaturas, a causa de inclinaciones inspiradas por él mismo? Todo hombre convencido de estos terribles
principios debe vivir en el continuo temor de un ser que puede hacerlo eternamente miserable: sentado esto
¿cómo podrá nunca amar o respetar a ese ser? Si un hijo imaginase que su padre fuese capaz de condenarlo
a tormentos crueles o no quisiese eximirlo de sufrirlos, siendo él el dueño de ellos, ¿sentiría por él respeto o
amor? Las criaturas formadas por Dios, ¿no están en el derecho de esperar mucho más de su bondad que
los hijos de la de un padre, incluso del más indulgente?, ¿no es por la creencia en que están los hombres de
que todos los bienes de que gozan los reciben de la bondad de su Dios, de que Dios los conserva y protege,
de que es él quien les procura consiguientemente el bienestar que esperan, no son, digo, todas estas ideas
las que sirven de fundamento para la religión? Si las aborrecéis, ya no existe religión: por lo que veis que
vuestro dogma imbécil del infierno destruye, en lugar de consolidar, rompe las bases del culto, en lugar de
reafirmarlas y, por consiguiente, no tuvo más que tontos para creerlo y bribones para inventarlo.

No lo dudemos, ese ser, del que se atreven a hablarnos constantemente, está verdaderamente mancillado,
deshonrado por los colores ridículos de que se sirven los hombres para pintarlo. Si no se formasen ideas
absurdas e irracionales de la Divinidad, no la supondrían cruel: y si no la creyesen cruel, no pensarían que
fuese capaz de castigarlos con tormentos infinitos o, incluso, que pudiese consentir que las obras de su mano
fuesen privadas eternamente de la felicidad.

Para eludir la fuerza de este argumento, los partidarios del dogma de la condenación eterna dicen que la
desgracia de los réprobos no es un castigo arbitrario por parte de Dios, sino una consecuencia del pecado y
del orden inmutable de las cosas. ¿Y cómo lo sabéis?, les preguntaría yo. Si pretendéis que la Escritura os
lo dice, os encontraréis muy embarazados a la hora de probarlo; y si llegaseis a encontrar un sólo pasaje
que hable de ello, qué de cosas no os preguntaría yo, a mi vez, para convencerme de la autenticidad, de la
santidad, de la veracidad del pretendido pasaje que hubieseis encontrado en vuestro favor. ¿Acaso es la
razón la que os sugiere ese dogma atroz? En ese caso, decidme cómo lograsteis aliarla con la injusticia de
un Dios que forma una criatura, aunque muy seguro de que los decretos inmutables de las cosas deben envolverla
eternamente en un océano de desgracias. Si es verdad que el universo está creado y gobernado por
un ser infinitamente poderoso, infinitamente sabio, es preciso absolutamente que todo coopere para sus
intenciones y contribuya al mayor bien. Ahora bien, ¿qué bien puede resultar para la mayor ventaja del
universo de que una criatura débil y desgraciada sea eternamente atormentada por faltas que jamás dependieron
de ella?

Si la multitud de pecadores, infieles, incrédulos estuviese realmente destinada a sufrir crueles tormentos
y sin fin, ¡qué horrible escena de miseria para la raza humana! Entonces, millares de hombres serían sacrificados
sin piedad a suplicios infinitos: en efecto, entonces sería cuando la suerte de un ser sensible y razonable,
como el hombre, sería verdaderamente horrible. ¡Qué!, ¿no son suficientes las penas a que está condenado
en esta vida, y es preciso temer todavía sufrimientos y tormentos horribles, cuando haya acabado su
camino? ¡Qué horror!, ¡qué execración! ¿Cómo pueden entrar semejantes ideas en el espíritu humano y
cómo no convencerse de que no son más que el fruto de la impostura, de la mentira y de la más bárbara
política? ¡Ah!, no dejemos de convencernos de que esta doctrina, ni útil ni necesaria ni eficaz para desviar a
los hombres del mal, no puede servir de ninguna manera de base más que a una religión cuyo único fin
sería doblegar a los esclavos; imbuyámonos de la idea de que este dogma execrable tiene las consecuencias
más enojosas, en vista de que sólo es propio para llenar la vida de amargura, de terrores y de alarmas... para
hacer concebir ideas tales de la Divinidad que ya no es posible no destruir su culto, después de haber tenido
la desgracia de adoptar lo que lo degrada de tal forma.

Ciertamente, si creyésemos que el universo ha sido creado y está gobernado por un ser cuyo poder, sabiduría
y bondad son infinitos, deberíamos concluir de ahí que todo mal absoluto debe estar necesariamente
excluido de este universo: ahora bien, no hay duda de que la desgracia eterna de la mayor parte de los individuos
de la especie humana sería un mal absoluto. ¡Qué papel infame hacéis desempeñar a ese abominable
Dios, suponiéndole culpable de semejante barbarie! En una palabra, los suplicios eternos repugnan a la
bondad infinita del Dios que suponéis: o dejáis entonces de hacerme creer en él, o suprimís vuestro dogma
salvaje de las penas eternas, si queréis que yo pueda adoptar por un momento a vuestro Dios.

No tengamos más fe en el dogma del paraíso que en el del infierno: uno y otro son atroces invenciones de
los tiranos religiosos que pretendían encadenar la opinión de los hombres y mantenerla inclinada bajo el
yugo despótico de los soberanos. Convenzámonos de que no somos mas que materia, que no existe nada
absolutamente fuera de nosotros; que todo lo que atribuimos al alma no es más que un efecto muy sencillo
de la materia; y eso, a pesar del orgullo de los hombres, que nos distingue de la bestia, mientras que, como
esa bestia, al devolver a la materia los elementos que nos animan, no seremos ya no castigados por las malas
acciones a las que nos arrastraron los diferentes tipos de organización que hemos recibido de la naturaleza,
ni recompensados por las buenas, cuyo ejercicio sólo deberemos a un tipo de organización contraria.
Por consiguiente, es igual conducirse bien o mal, respecto a la suerte que nos espera después de esta vida; y
si hemos llegado a pasar todos sus momentos en el centro de los placeres, aunque esta manera de existir
haya podido trastornar a todos los hombres, todas las convenciones sociales, si nos hemos puesto al abrigo
de las leyes, que es lo único esencial, entonces, seguramente, seremos infinitamente más felices que el imbécil
que, en el temor de los castigos de otra vida, se haya prohibido rigurosamente en ésta todo lo que podía
complacerle y deleitarle; porque es infinitamente más esencial ser feliz en esta vida, de la que estamos
seguros, que renunciar a la felicidad segura que se nos ofrece, en la esperanza de obtener una imaginaria, de
la que no tenemos y no podemos tener la más ligera idea. ¡Y!, ¿quién ha podido ser el individuo lo bastante
extravagante para intentar convencer a los hombres de que pueden llegar a ser más desgraciados después de
esta vida, de lo que lo eran antes de haberla recibido? ¿Acaso fueron ellos los que pidieron venir? ¿Son
ellos los que se han dado las pasiones que, según vuestros terribles sistemas, los precipitan a tormentos
eternos? ¡Y!, ¡no, no!, no eran dueños de nada y es imposible que puedan ser castigados nunca por lo que
no dependía de ellos.

¿Pero acaso no basta echar una ojeada sobre nuestra miserable especie humana para convencerse de que
no hay nada en ella que anuncie la inmortalidad? ¡Qué!, esta cualidad divina, digamos mejor, esta cualidad
imposible para la materia ¿podría pertenecer a ese animal que se llama hombre? El que bebe, come, se perpetúa
como los animales, que, por toda bondad, no tiene más que un instinto un poco más refinado, ¿podría
aspirar a una suerte tan diferente a la de los mismos animales?: ¿puede admitirse esto un instante sólo? Pero
el hombre, se dice, ha llegado al sublime conocimiento de su Dios: sólo por eso, anuncia que es digno de la
inmortalidad que él supone. ¿Y qué tiene de sublime el conocimiento de una quimera, si no es que queréis
pretender que, porque el hombre ha llegado hasta el punto de desvariar sobre un objeto, es preciso que desvaríe
sobre todo? ¡Ah, si el desgraciado tiene alguna ventaja sobre los animales, cuántas no tienen éstos, a
su vez, sobre él! ¿Acaso no está sujeto a mayor número de enfermedades y dolencias? ¿Acaso no es víctima
de una mayor cantidad de pasiones? Si combinamos todo esto, ¿tiene realmente alguna ventaja más? ¿Y
puede esta escasa ventaja darle el suficiente orgullo para creer que debe sobrevivir eternamente a sus hermanos?
¡Oh desgraciada humanidad!, ¡a qué grado de extravagancia te ha hecho llegar tu amor propio! ¿Y cuándo, liberado de todas estas quimeras, no veas en ti mismo más que a un animal, en tu Dios más que el
non plus ultra de la extravagancia humana y en el curso de esta vida más que un paso que te está permitido
recorrer tanto en el seno del vicio como el de la virtud?

Pero permitidme entrar en una discusión más profunda y más espinosa.

Algunos doctores de la Iglesia han pretendido que Jesús descendió a los infiernos. ¡Cuántas refutaciones
no ha sufrido este pasaje! No entraremos en las diferentes explicaciones que tuvieron lugar a este respecto:
sin duda, serían insostenibles para la filosofía y sólo de ella hablamos nosotros. Es un hecho que ni la Escritura,
ni ninguno de sus comentadores, decide positivamente ni sobre el lugar del infierno, ni sobre los tormentos
que se experimentan en él. Sentado esto, la palabra de Dios no nos ilumina nada, en vista de que lo
que la Escritura nos enseña debe ser positiva y distintamente enunciado, sobre todo cuando se trata de un
objeto de la mayor importancia. Ahora bien, es muy cierto que no hay, ni en el texto hebreo, ni en las versiones
griega y latina, una sola palabra que designe al infierno, en el sentido que nosotros le atribuimos, es
decir, un lugar de tormentos destinado a los pecadores. ¿Acaso este testimonio no es muy fuerte contra la
opinión de aquellos que sostienen la realidad de estos tormentos? Si no se trata del infierno en la Escritura
¿con qué derecho, os lo ruego, se pretende admitir una parecida noción? ¿Estamos obligados, en religión, a
admitir algo más que lo que está escrito? Ahora bien, si esta opinión no lo está, si no se encuentra en ninguna
parte, ¿en virtud de qué la adoptaremos? No debemos ocuparnos del carácter de lo que no ha sido revelado;
y todo lo que no está en este caso, no puede ser legítimamente considerado por nosotros más que
como fábulas, suposiciones vagas, tradiciones humanas, invenciones de impostores. A fuerza de buscar, se
encuentra que había un lugar, cerca de Jerusalén, llamado el valle de la Gehanna, en el que se ejecutaba a
los criminales y en el que se echaban también los cadáveres de los animales. De este lugar quiere hablar
Jesús en sus alegorías, cuando dice: Illi erit fletus et stridor dentium. Este valle era un lugar de violencias,
de suplicios; es incontestable que es de él de quien se habla en sus parábolas, en sus ininteligibles discursos.
Esta idea es tanto más verosímil cuanto que en este valle se utilizaba el suplicio del fuego. Se quemaba
a los culpables vivos; otras veces se les metía hasta las rodillas en el estiércol; alrededor del cuello se les
pasaba un trozo de tela del que tiraban dos hombres, cada uno por su lado, para estrangularlos y hacerles
abrir la boca, en la que se vertía plomo fundido que les quemaba las entrañas: y ese es el fuego, ese es el
suplicio del que hablaba el galileo. Ese pecado (dice con frecuencia) merece ser castigado con el suplicio
del fuego, es decir: el infractor debe ser quemado en el valle de la Gehanna, o ser echado al vertedero y
quemado con los cadáveres de los animales depositados en ese lugar. Pero la palabra eterno, de la que se
sirve Jesús a menudo cuando habla de ese fuego, ¿se refiere a la opinión de los que creen que las llamas del
infierno no tendrán fin? No, sin duda. Esa palabra eterno, empleada con frecuencia en la Escritura, no nos
ha dado nunca la idea más que de cosas finitas. Dios había hecho con su pueblo una alianza eterna; y, sin
embargo, esta alianza ha dejado de existir. Las ciudades de Sodoma v Gomorra debían arder eternamente;
y, sin embargo, hace mucho tiempo que acabó el incendio (14). Además, es del conocimiento público que
el fuego que existía en la Gehanna, cerca de Jerusalén, ardía noche y día. Sabemos también que la Escritura
se sirve con frecuencia de hipérboles, y que nunca se debe tomar al pie de la letra lo que dice. ¿Hay que
corromper, como se ha hecho, según esas execraciones, el verdadero sentido de las cosas? ¿Y esas exageraciones
no deben ser consideradas verdaderamente como los enemigos más seguros del buen sentido y de
la razón?

(14) El lago de Asfaltita existe actualmente en el emplazamiento de Sodoma y Gomorra, cuyo incendio
ya no existe; las llamas que se observan algunas veces en ese lugar provienen de los volcanes con que está
rodeado: así es como el Etna y él Vesubio están ardiendo constantemente; nunca ardieron de otra forma las
ciudades de que se trata.
Pero, entonces, ¿de qué naturaleza es el fuego con que se nos amenaza? lo No puede ser corporal, ya que
se nos dice que nuestro fuego no es más que una débil imagen de aquél. 2° Un fuego corporal ilumina el
lugar donde se encuentra, y se nos asegura que el infierno es un lugar de tinieblas. 3 ° El fuego corporal consume
en seguida las materias combustibles y acaba por consumirse a sí mismo, mientras que el fuego del
infierno debe durar siempre y consumir eternamente. 4° El fuego del infierno es invisible: por lo tanto, no
es corporal, puesto que es invisible. 5 ° El fuego corporal se apaga falto de alimentos, y el fuego del infierno,
según nuestra absurda religión, no se apagará nunca. 6 ° El fuego del infierno es eterno, y el fuego corporal
no es más que momentáneo. 7° Se dice que la privación de Dios será el mayor de los suplicios para
los condenados: sin embargo, en esta vida sentimos que el fuego corporal es para nosotros un suplicio mayor
que la ausencia de Dios. 8° Por último, ¡un fuego corporal no podría actuar sobre los espíritus! Ahora bien, los demonios son espíritus: por lo tanto, el fuego del infierno no podría actuar sobre ellos. Decir que
Dios puede obrar de manera que un fuego material actúe sobre espíritus, que hará vivir y subsistir a estos
espíritus sin alimentos y que hará durar el fuego sin combustibles, es recurrir a suposiciones maravillosas
que sólo tienen como garantía los estúpidos ensueños de los teólogos y que, por consiguiente, no prueban
más que su estupidez o su maldad.

Concluir que todo es posible para Dios, que Dios hará todo lo que es posible, es sin duda una forma extraña
de razonar. Los hombres deberían abstenerse de fundar sus sueños sobre la omnipotencia de Dios,
cuando no saben siquiera lo que es Dios. Para eludir estas dificultades, otros teólogos nos aseguran que el
fuego del infierno no es corporal, sino espiritual. ¿Qué es un fuego que no es materia?, ¿qué ideas pueden
formarse aquellos que nos hablan de él? ¿En qué lugar les ha declarado Dios cuál era la naturaleza de ese
fuego? Sin embargo, algunos doctores, para conciliar las cosas, han dicho que en parte era espiritual y en
parte material. De esta forma, tenemos dos fuegos de diferente especie en el infierno: ¡qué absurdo! ¡Hasta
dónde se ve obligada a recurrir la superstición cuando quiere imponer sus mentiras!

Es inaudito -el montón de opiniones ridículas que ha habido que inventar cuando se ha querido instituir
algo verosímil sobre un emplazamiento de ese fabuloso infierno. El sentimiento más general fue que se
encontraba en las regiones más bajas de la tierra: pero, por favor, ¿dónde están esas regiones en un globo
que gira alrededor de sí mismo? Otros han dicho que estaba en el centro de la tierra, es decir, a mil quinientas
leguas de nosotros. Pero, si la Escritura tiene razón, la tierra será destruida: y si lo es, ¿dónde se encontrará
el infierno? Entonces, veis a qué irracionalidad se ve arrastrado uno cuando se refiere a los extravíos
del espíritu de los otros. Razonadores menos extravagantes pretenden, como he dicho ya, que el infierno
consistía en la privación de la vista de Dios; en este caso, el infierno comienza ya en este mundo, porque no
vemos aquí a ese Dios del que tratamos: sin embargo, no estamos muy afligidos, y si verdaderamente existiese
ese extraño Dios, como nos lo pintan, ¡no hay duda de que, entonces, el infierno consistiría en verlo!

Todas estas incertidumbres y el poco acuerdo que existe entre los teólogos os hacen ver que yerran en las
tinieblas y que, como la gente borracha, no pueden encontrar un punto de apoyo. ¿Y no es sorprendente que
no puedan ponerse de acuerdo sobre un dogma tan esencial y que encuentran, dicen, tan claramente explicado
en la palabra de Dios?

Convenid entonces, canalla tonsurada, que ese dogma tan dudoso está desprovisto de fundamento, que es
el producto de vuestra avaricia, de vuestra ambición e hijo de los extravíos de vuestro espíritu; que sólo
tiene como apoyo los temores del vulgo imbécil a quien enseñáis a aceptar, sin un examen, todo lo que os
place decirle. Por último, reconoced que ese infierno no existe más que en vuestro cerebro y que los tormentos
que allí se sufren son las inquietudes que os complacéis en infligir a los mortales que se dejan guiar
por vosotros. Imbuidos de estos principios, renunciamos para siempre a una doctrina terrorífica para los
hombres, injuriosa para la Divinidad y que, en una palabra, nadie puede probar de un modo razonable a la
mente.

Todavía se ofrecen diferentes argumentos; me creo obligada a combatirlos.

1° Se dice que el temor que todo hombre siente, dentro de sí mismo, por algún castigo del futuro, es una
prueba indudable de la realidad de este castigo. Pero este temor no es innato y procede de la educación; no
es el mismo en todos los países ni en todos los hombres; no existe en aquellos en quienes las pasiones destruyen
todos los prejuicios; en una palabra, la conciencia sólo es moldeada por la costumbre.

2° Los paganos han admitido el dogma del infierno... No como nosotros, evidentemente; y suponiendo
que lo hayan admitido, puesto que nosotros rechazamos su religión, ¿no debemos rechazar igualmente sus
dogmas? Pero, ciertamente, nunca los paganos han creído en la eternidad de las penas de la otra vida; nunca
han admitido la fábula piadosa de la resurrección de los cuerpos, y por eso los quemaban y conservaban sus
cenizas en las urnas Creían en la metempsicosis, en la transmigración de los cuerpos, opinión muy verosímil
que nos confirman todos los estudios de la naturaleza; pero nunca creyeron los paganos en la resurrección:
esta idea absurda pertenece enteramente al cristianismo y, ciertamente, era digna de él. Parece evidente
que fue de Platón y de Virgilio de donde nuestros doctores sacaron las nociones de los infiernos, del paraíso
y del purgatorio, que después arreglaron a su manera: con el tiempo, los ensueños informes de la imaginación
de los poetas se han convertido en artículos de fe.

3° La santa razón prueba el dogma del infierno y de la eternidad de las penas: Dios es justo, por lo tanto,
debe castigar los crímenes de los hombres... ¡Y!, no, no, nunca pudo la santa razón admitir un dogma que la
ultraja de forma tan evidente.

4° Pero la justicia de Dios está comprometida en ello... Otra atrocidad: el mal es necesario en la tierra; por
lo tanto, es justicia de vuestro Dios, si existe, no castigar lo que él mismo ha prescrito. Si es todopoderoso
vuestro Dios, ¿tenía necesidad de castigar el mal para impedirlo; no podía extirparlo totalmente en los
hombres? Si- no lo ha hecho, es que lo ha creído esencial para el mantenimiento del equilibrio, y, según
esto, ¿cómo, viles blasfemos, podéis decir que Dios pueda castigar un modo esencial para las leyes del universo?

5° Todos los teólogos están de acuerdo en creer y en predicar las penas del infierno... Esto prueba solamente
que los sacerdotes, tan desunidos entre sí, se entienden, sin embargo, siempre que se trata de engañar
a los hombres. Y además, ¿debe- fijar las opiniones de otras sectas los sueños ambiciosos e interesados de
los curas romanos? ¿Es razonable exigir que todos los hombres crean en lo que les ha complacido inventar
a los más despreciables y al menor número de ellos? Es la verdad lo que hay que seguir y no a la multitud:
habría que limitarse a un solo hombre que dice la verdad, antes que a los hombres de todas las edades que
sueltan mentiras.

Los otros argumentos que se presentan tienen todos tal carácter de debilidad que es perder el tiempo intentar
refutarlos. Al no estar apoyados tales argumentos ni sobre las Escrituras ni sobre la tradición, deben
caer necesariamente por sí mismos. Se nos alega el consentimiento unánime: ¿es posible cuando no se encuentran
dos hombres que razonen de la misma forma sobre una cosa que parece, sin embargo, la más importante
de la vida?

A falta de buenas razones, todos estos meapilas os amenazan; pero hace mucho tiempo que se sabe que la
amenaza es el arma del débil y de la simplicidad. Son razones lo que hace falta, imbéciles hijos de Jesús, sí,
son razones y no amenazas. No queremos que nos digáis: Sentiréis estos tormentos, ya que no queréis
creerlos; queremos, y es lo que no podéis conseguir, que nos demostréis en virtud de qué pretendéis hacérnoslos
creer.

En una palabra, el temor del infierno no es un preservativo contra el pecado... No está realmente indicado
en ninguna parte... evidentemente, no es más que el fruto de la imaginación extraviada de los curas, es decir,
de los individuos qué forman la clase más vil y más malvada de la sociedad... Entonces, ¿de qué sirve?
Desafío a que puedan decírmelo. Se nos asegura que el pecado es una ofensa infinita y, por consiguiente,
debe ser castigada infinitamente: sin embargo, Dios mismo no ha querido más que darle un castigo finito, y
ese castigo es la muerte.

De acuerdo con todo esto, concluyamos que el dogma pueril del infierno es una invención de los curas,
una suposición cruel aventurada por pícaros de alzacuello, que han empezado por erigir un Dios tan estúpido,
tan despreciable como ellos, para tener el derecho de hacer decir a este repugnante ídolo todo lo que
podía halagar mejor sus pasiones y procurarles sobre todo mujeres y dinero, únicos objetos de la ambición
de un montón de holgazanes, vil deshecho de la sociedad y de quienes lo mejor que podría hacerse sería
purgarse radicalmente (15).

(15) ¿Quiénes son los únicos y verdaderos perturbadores de la sociedad? -Los curas-. ¿Quiénes son los
que pervierten diariamente a nuestras mujeres y a nuestros hijos?-Los curas-. ¿Cuáles son los enemigos
más peligrosos de cualquier gobierno? -Los curas-. ¿Cuáles son los culpables e instigadores de las guerras
civiles? -Los curas-. ¿Quiénes nos envenenan constantemente con mentiras y engaños? -Los curas-. ¿Quiénes
nos roban hasta el último suspiro? -Los curas-. ¿Quiénes abusan de nuestra buena fe y de nuestra credulidad
en el mundo? -Los curas-. ¿Quiénes trabajan constantemente en la extinción total del género humano?
-Los curas-. ¿Quiénes se mancillan con más crímenes e infamias? -Los curas-. ¿Cuáles son los hombres
más peligrosos de la tierra, los más vengativos y más crueles -Los curas-. ¡Y dudamos en extirpar totalmente
este gusano pestilente de la superficie del globo!... -Entonces, nos merecemos todas nuestras desgracias.
Así pues, desterrad para siempre de vuestros corazones una doctrina que contradice igualmente a vuestro
Dios y vuestra razón. Este es, incontestablemente, el dogma que ha producido la mayoría de los ateos sobre
la tierra, sin que haya un solo hombre que no prefiera no creer en nada antes que adoptar un fárrago de
mentiras tan peligroso; por eso es por lo que tantas almas honradas y sensibles se creen obligadas a buscar
en la irreligión absoluta los consuelos y los recursos contra los terrores con los que la infame doctrina cristiana se esfuerza por colmarlos. Liberémonos, pues, de esos vanos terrores; desechemos para siempre los
dogmas, las ceremonias, los misterios de esta abominable religión. El ateísmo más arraigado vale más que
un culto cuyos peligros acabamos de ver. No sé qué inconveniente puede haber en no creer absolutamente
en nada; pero, ciertamente, se bien todos aquellos que pueden nacer de la adopción de esos peligrosos sistemas.

Esto es, mi querido Saint-Fond, lo que tenía que decirte sobre ese dogma infame del infierno. ¡Que deje
de atemorizarte y de helar tus placeres! No hay más infierno para el hombre que la estupidez y la maldad de
sus semejantes; pero, en cuanto ha dejado de vivir, todo está dicho: su anonadamiento es eterno y nada le
sobrevive. Según esto ¡qué absurdo sería negar algo a sus pasiones! Que piense que sólo está creado para
ellas y para satisfacerlas, por grandes que sean los excesos a que puedan arrastrarle y que todos los efectos
de estas pasiones, de cualquier tipo que las haya recibido, son medios de los que se sirve la naturaleza, cuyos
agentes somos nosotros constantemente, sin que tengamos que dudar de esto y sin que podamos defendernos.

Ahora os devuelvo la idea de un Dios del que no me he servido más que un momento para combatir el
sistema de las penas eternas; no existe Dios ni Diablo, ni paraíso ni infierno; y los únicos deberes que tenemos
que cumplir en el mundo son los de nuestros placeres, abstracción hecha de todos los intereses sociales,
porque no hay ninguno que no debamos inmolar al momento al más pequeño de nuestros placeres.

Y, espero que esto será suficiente para probarte lo absurdo del principio sobre el que basas tu inútil crueldad.
¿Examinaré sus medios? No, honradamente, no va len la pena: ¿cómo has podido creer que una firma
con sangre tuviese más efecto que otra; que, además, ese papel metido en el culo, es decir, un poco de materia
sobre la materia, pudiese convertirse en un pasaporte ante Dios o el Diablo, es decir, ante un ser que
no existe? Es un encadenamiento de prejuicios tan singulares que no merecen, en verdad, el honor de ser
refutados. Sustituye la idea voluptuosa que te asfixia, esa idea de una prolongación del suplicio sobre el
mismo objeto, sustitúyela por una mayor abundancia de crímenes: no matas durante más tiempo a un mismo
individuo, lo que es imposible, pero asesinas a muchos otros, lo que es factible. ¿Hay nada tan mezquino
como limitarte a seis víctimas por semana? Unete a los cuidados y a la inteligencia de Juliette para doblar
y triplicar ese número; dale el dinero necesario: nada te faltará y tus pasiones estarán satisfechas.
- ¡Maravilloso! -respondió Saint-Fond-, adopto esta última conclusión, y desde este momento, Juliette, os
advierto que, en lugar de tres víctimas por comida, quiero seis, y que, en lugar de dos comidas en el mismo
intervalo, haré cuatro, lo que subirá el número de víctimas a veinticuatro por semana, de las cuales un tercio
de hombres y dos tercios de mujeres: os pagaré en consecuencia. Pero no me rindo, señoras, tan fácilmente
a vuestra profunda explicación sobre la nulidad de las penas del infierno; hago justicia a la erudición que se
ve reina en ella... a su objetivo... a algunas de sus consecuencias: admitirlo es lo que no puedo y esto es lo
que le opongo.
En primer lugar, parece que, del principio al fin de vuestro razonamiento, no intentáis más que disculpar
a Dios de la barbarie del dogma del infierno. Si Dios existe, decís casi en cada frase, las cualidades con las
que debe estar dotado son todas incompatibles con ese execrable dogma. Pero ahí es precisamente donde
caéis, según yo, en el más grave error, y esto a falta de una filosofía bastante profunda, bastante luminosa
para haceros ver claro sobre este tema. El dogma del infierno turba nuestros placeres y partís de ahí para
sostener que no hay infierno: ¿qué fe queréis que se tenga en una opinión tan llena de egoísmo? A fin de
combatir el dogma seguro de las penas eternas, comenzáis gratuitamente por destruir todo lo que lo sostiene:
no hay Dios, no tenemos alma; por consiguiente, no puede haber suplicios que temer en otra vida. Me
parece que aquí empezáis con la mayor equivocación que se puede cometer en lógica, que es suponer lo
que está en cuestión. Muy lejos de pensar como vos, admito un Ser supremo y, mucho más constantemente
aún, la inmortalidad de nuestras almas. Pero que vuestros devotos, encantados con este principio, no vayan
a partir de aquí para imaginarse que han hecho de mí un prosélito: dudo que mis sistemas les gusten, y por
muy de extravagantes que podáis tacharlos, sin embargo, voy a presentároslos.

Levanto mis ojos sobre el universo, veo el mal, el desorden y el crimen reinar por todas partes en déspotas.
Bajo mi mirada hacia el ser más interesante de este universo y lo veo igualmente lleno de vicios, de
contradicciones, de infamias: ¿qué ideas surgen de este examen? Que lo que nosotros llamamos impropia-
mente el mal no lo es realmente y es tan necesario para las intenciones del ser que nos ha creado, que dejaría
de ser el dueño de su propia obra si el mal no existiese universalmente sobre la tierra. Totalmente convencido
de este sistema, me digo: existe un Dios; una mano cualquiera ha creado necesariamente todo lo que veo, pero no lo ha creado más que para el mal, sólo se complace en el mal, el mal es su esencia y todo
el mal que nos hace cometer es indispensable para sus planes: ¿qué le importa que yo sufra de este mal, con
tal de que le sea necesario? ¡No parece que yo sea su hijo preferido! Si las desgracias con las que estoy
colmado desde el día de mi nacimiento hasta el de mi muerte prueban su despreocupación por mí, yo puedo
muy bien engañarme sobre lo que llamo mal. Lo que yo caracterizo así, respecto a mí, es verdaderamente
un bien muy grande respecto al ser que me ha puesto en el mundo; y si yo recibo mal de los otros, gozo del
derecho de devolverlo, incluso con la facilidad de hacérselo el primero: desde ese momento, ese mal es un
bien para mí, como lo es para el autor de mis días respecto a mi existencia; soy feliz con el mal que hago a
los otros, como Dios es feliz con el que me hace; ya no hay error más que en la idea atribuida a la palabra,
pero, en la práctica, ese mal es necesario, y el mal es un placer: ¿por qué, entonces, no lo llamaré bien?

No lo dudemos, el mal, o al menos lo que nombramos así, es absolutamente útil para la organización viciosa
de este triste universo. El Dios que lo ha formado es un ser vengativo, muy bárbaro, muy malvado,
muy injusto, muy cruel, y esto porque la venganza, la barbarie, la maldad, la iniquidad, lo criminal, son
formas necesarias para los resortes de esta vasta obra y de las que sólo nos quejamos cuando nos hacen
daño: pacientes, el crimen se equivoca; agentes, tiene razón. Ahora bien, si el mal, o al menos lo que llamamos
así, es la esencia de Dios, que lo ha creado todo, y de los individuos formados a su imagen, ¿cómo
no estar seguros de que las consecuencias del mal deben ser eternas? Ha creado el mundo en el mal; lo sostiene
por el mal; lo perpetúa por el mal; la criatura debe existir impregnada de mal; vuelve al seno del mal
después de su existencia. El alma del hombre no es más que la acción del mal sobre una materia desligada y
que sólo es susceptible de ser organizada por él: ahora bien, al ser esta forma el alma del Creador como es
la de la criatura, así como existía antes de que esta criatura estuviese llena de ella, de la misma forma existirá
después de ella. Todo debe ser malo, inhumano, bárbaro como vuestro Dios: estos son los vicios que debe
adoptar el que quiera complacerlo, sin ninguna esperanza, sin embargo, de lograrlo, porque el mal, que
daña siempre, el mal, que es la esencia de Dios, no podrá ser susceptible de amor ni de gratitud. Si ese
Dios, centro del mal y de la ferocidad, atormenta y hace atormentar al hombre por la naturaleza y por otros
hombres durante todo el tiempo de su existencia, ¿cómo dudar de que actúa de la misma manera, y quizás
involuntariamente, sobre ese soplo que lo sobrevive y que, como acabo de decirlo, no es otra cosa que el
mal mismo? Pero, vais a objetarme, ¿cómo el mal puede ser atormentado por el mal? Porque aumenta al
recaer sobre sí mismo y porque la parte admitida debe ser aplastada necesariamente por la parte que admite:
esto por la razón que somete siempre la debilidad a la fuerza. Lo que sobrevive del ser naturalmente malo,
y lo que debe sobrevivirle, puesto que es la esencia de su constitución existente antes que él y que necesariamente
existirá después, al volver a caer en el seno del mal y al no tener ya fuerza para defenderse, porque
será el más débil, estará, pues, eternamente atormentado por la esencia entera del mal, con la que se
reunirá; y son estas moléculas malignas las que, en la operación de englobar a aquellas que lo que llamamos
la muerte reúne con ella, componen lo que los poetas y las imaginaciones ardientes han llamado demonios.
Como veis, ningún hombre, cualquiera que sea su conducta en este mundo, puede escapar a esta
terrible suerte, porque es preciso que todo lo que ha emanado del seno de la naturaleza, es decir, del mal,
entre en él: esta es la ley del universo. De esta forma, los detestables elementos del hombre malo se absorben
en el centro de la maldad, que es Dios, para volver a animar una vez más a otros seres, que nacerán
tanto más corrompidos cuanto que serán el fruto de la corrupción.

¿Qué será, me diréis, del ser bueno? Pero no existe ser bueno; el que llamáis virtuoso no es bueno, o si lo
es ante vosotros, no lo es, seguramente, ante Dios, que so lamente es el mal, que no quiere más que el mal y
que no exige más que el mal. El hombre del que habláis sólo es débil y la debilidad es un mal. Este hombre,
como más débil que el ser absoluta y completamente vicioso y, por consiguiente, como más prontamente
englobado por las moléculas malignas con las que le reunirá su disolución elemental, sufrirá mucho más: y
esto es lo que debe animar a cada hombre a ser en este mundo el más vicioso, el más malo posible, a fin
que de que, más semejante a las moléculas con las que debe unirse un día, tenga, en este acto de reunión,
que sufrir infinitamente menos su peso sobre él. La hormiga, al caer en un enjambre de animales cuya
energía aplastaría todo lo que se juntase a él, tendría, a causa de la poca defensa que ella opondría, infinitamente
más que sufrir en esta reunión que un gran animal, que, pudiendo oponer más resistencia, sería
arrastrado más blandamente. Cuantos más vicios y fechorías haya manifestado el hombre en este mundo,
más cerca estará de su invariable fin, que es la maldad; por consiguiente, menos tendrá que sufrir cuando se
una al hogar de la maldad, que yo considero como la materia prima de la composición del mundo. Por lo
tanto, que el hombre se abstenga de la virtud, si no quiere verse enfrentado a males terribles; porque al ser
la virtud el modo opuesto al sistema del mundo, todos aquellos que la hayan admitido están seguros de sufrir, después de esta vida, increíbles suplicios, por el trabajo que tendrán en volver al seno del mal... autor y
regenerador de todo lo que vemos.

Cuando veíais que todo era vicioso y criminal en la tierra, les dirá el Ser supremo en maldad, ¿por qué os
perdisteis por los senderos de la virtud? ¿Os anuncié con algo que este mundo estuviese hecho para serme
agradable? ¿Y no debían convenceros las constantes desgracias con que yo cubría el mundo de que sólo
amaba el desorden y que era preciso imitarme para complacerme?

¿Acaso no os di cada día ejemplo de destrucción? ¿Por qué no destruisteis? Las plagas con que aplastaba
al mundo, probándoos que el Mal era toda mi alegría, ¿no debían animaros a servir mis planes por el mal?
Se os decía que la humanidad debía satisfacerme: ¿y cuál es el acto de mi conducta en el que hayáis visto
bondad? ¿Ha sido cuando enviaba pestes, guerras civiles, enfermedades, terremotos, tormentas? ¿Era cuando
sacudía sobre vuestras cabezas constantemente las serpientes de la discordia, cuando os convencí de que
el bien era mi esencia? ¡Imbécil!, ¿por qué no me imitabas? ¿Por qué te resistías a esas pasiones que sólo
había colocado en ti para probarte cuán necesario me era el mal? Había que seguir sus órganos, despojar
como yo, sin piedad, a la viuda y al huérfano, invadir la herencia del pobre, en una palabra, servirte del
hombre para todas tus necesidades, para todos tus caprichos como lo hago yo. ¿Qué te revierte de haber
tomado, como un tonto, un camino contrario y cómo los elementos blandos emanados de tu disolución van
a volver ahora al seno de la maldad y del crimen sin romperse, sin ocasionarte vivos dolores?

Más filósofo que vos, Clairwil, como veis, no he recurrido como vos ni a ese farsante de Jesús ni a esa
simple novela de la Escritura santa para demostraros mi sistema: sólo en el estudio del universo busco armas
para combatiros y sólo por la forma en que está gobernado veo como indispensable la necesidad del
mal eterno y universal en el mundo. El autor del universo es el más malvado, el más feroz, el más espantoso
de todos los seres. Sus obras no pueden ser otra cosa más que o el resultado o el movimiento de la maldad.
Sin el más extremo período de la maldad, nada se sostendría en el universo; sin embargo, el mal es un
ser moral y no un ser creado, un ser eterno y no perecedero: existía antes que el mundo; constituía el ser
monstruoso, execrable que pudo crear un mundo tan extraño. Por lo tanto, existirá después de las criaturas
que pueblan este mundo; y a él volverán todas, para volver a crear otros seres más malvados todavía; y esto
es por lo que se dice que todo se degrada, que todo se corrompe al envejecer: eso sólo procede de la entrada
y de la salida perpetua de los elementos malvados en el seno de las moléculas malignas.

Quizás me preguntaréis ahora cómo, con esta hipótesis, soluciono la posibilidad de hacer sufrir a un ser
más tiempo por medio de un billete introducido en el ano. Es la cosa más sencilla del mundo, e incluso me
atrevo a decir que la más segura y la menos refutable: si bien he querido llamarla debilidad, es porque no
creía que me pusieseis en condiciones de desvelaros mis sistemas. Ahora defiendo mi método y pruebo su
bondad.

Una vez que mis víctimas han llegado al seno del mal, con las pruebas de que han sufrido en mis manos
todo lo que era posible soportar, entran entonces en la clase de los seres virtuosos; yo los mejoro por mi
operación; y esto hace su adjunción a las moléculas malignas de una dificultad bastante grande, para que
los dolores sean enormes; y, por las leyes de atracción esenciales para la naturaleza, deben ser del mismo
tipo que las que yo les haga sufrir en este mundo. De la misma manera que el amante atrae el hierro, así la
belleza aguza los apetitos carnales y de la misma forma los dolores A, los dolores C, los dolores B se llaman,
se encadenan. El ser exterminado con mi mano por el dolor B, supongo, sólo entrará en el seno de las
moléculas malignas por el dolor B; y si el dolor B es el más terrible posible, estoy seguro de que mi víctima
soportará otros semejantes, al unirse al seno del mal, que espera necesariamente a todos los hombres, no los
adopta más que en el mismo sentido en que han salido del universo; -pero el billete- no es más que una
formalidad, estoy de acuerdo... inútil quizás, pero que satisface mi espíritu y que no puede tener nada contrario
al verdadero sentido, al éxito asegurado de mi operación. - ¡He aquí -respondió Clairwil-, el más
asombroso, el más singular, me atreveré a decir el más extraño de todos los sistemas que se hayan presentado
todavía, sin duda, al espíritu del hombre!
-Es menos extravagante que el que acabáis de exponer vos -dice Saint-Fond-: para sostener el vuestro, estáis
obligada a lavar a Dios de sus faltas, o a negarlo; yo lo admito con todos sus vicios y, ciertamente, a los
ojos de aquellos que conozcan bien todos los crímenes, todos los horrores de ese ser extraño, al que los
hombres no ruegan y no llaman bueno más que por temor, a los ojos de esa gente, digo, mis ideas les parecerán
menos irregulares que las que vos habéis expuesto.
-Tu sistema -dice Clairwil-, tiene su fuente sólo en el profundo horror que tienes hacia Dios.
-Eso es verdad, lo aborrezco; pero el odio que tengo por él no ha parido mi sistema: no es más que el fruto
de mi sabiduría y de mis reflexiones.
-Prefiero -dice Clairwil-, no creer en Dios que forjarme uno para odiarlo. ¿Qué piensas de esto Juliette? Profundamente
atea -respondí-, enemiga capital del dogma de la inmortalidad del alma, preferiré siempre tu
sistema al de Saint-Fond; prefiero la certidumbre de la nada que el temor de una eternidad de dolores.
-Ahí está -dice Saint-Fond-, siempre ese pérfido egoísmo, que es la causa de todos los errores de los
hombres. Disponen sus planes de acuerdo con sus gustos, sus caprichos y siempre alejándose de la verdad.
Hay que dejar de lado las pasiones cuando se examina un sistema de filosofía.
-¡Ah!, Saint-Fond dice Clairwil-, ¡cuán fácil sería demostrar que el tuyo no es más que el fruto de esas
pasiones a las que quieres que se renuncie cuando se estudian. Con menos crueldad en el corazón, tus dogmas
serían menos sanguinarios; y prefieres incurrir tú mismo en la eterna condenación de la que hablas,
que renunciar al delicioso goce de aterrorizar a los otros.
-Bah, Clairwil -interrumpí-, ese es su único fin al desarrollar ese sistema: no es mas que una maldad de
su parte, pero no se lo cree.
-Creo que se engañan; y podéis ver que mis acciones están totalmente conformes con mi manera de pensar:
persuadido de que el suplicio de la reunión con las moléculas malignas será muy mediocre para el ser
tan malhechor como ellas, me cubro de crímenes en este mundo para tener que sufrir menos en el otro.
-En cuanto a mí -dice Clairwil-, me mancillo con ellos porque me agradan, porque los creo una de las
maneras de servir a la naturaleza y porque, al no sobrevivir nada de mí, importa muy poco cómo me haya
conducido en este mundo.

Estábamos en este punto, cuando oímos un coche que entraba en el patio; se anunció Noirceuil; apareció,
llevando a un joven de dieciséis años, más hermoso que el mismo Amor.
-¿Qué es esto? -dice el ministro-, acabamos de analizar el infierno, ¿y vienes tú a darme la ocasión de merecerlo
un poco?
-No dependerá más que de ti -dice Noirceuil-, y puedes condenarte a las mil maravillas con este hermoso
niño: sólo para eso lo traigo aquí. Es el hijo de la marquesa de Rose, a la que hace ocho días hiciste meter
en la Bastilla, bajo el vano pretexto de conspiración y que, me imagino, no tenía otro fin que conseguirte
dinero y el goce de este hermoso muchacho. La marquesa, enterada de nuestras relaciones, me ha implorado,
me he conseguido una orden de tus funcionarios para verla y hemos charlado esta mañana. Este es el
resultado de mi negociación dice Noirceuil empujando al joven Rose a los brazos del ministro: jode y firma;
tengo más de cien mil escudos para darte.
-Es guapo dice Saint-Fond, besando al joven-... demasiado guapo; pero llega en un mal momento... hemos
hecho horrores; estoy lleno.
-Tranquilízate sobre eso dice Noirceuil- y encontrarás en los encantos de este muchacho todo lo que te
haga falta para devolverte a la vida.

Rose y Noirceuil, que no habían comido, se sentaron a la mesa; en cuanto acabaron, Saint-Fond dice que
quería que yo fuese la tercera en los placeres que él se prometía con este joven y que Noirceuil se acostase
con Clairwil. Este arreglo pareció gustar a ambos 'y se retiraron.
-Necesitaré muchas cosas dice Saint-Fond, en cuanto estuvimos los tres solos- y por muy guapo que sea
este hermoso muchacho, creo que me costará mucho trabajo que se ponga recta: quítale sus pantalones, Juliette,
levanta su camisa sobre sus riñones, dejando caer agradablemente sus pantalones debajo de las piernas;
amo con locura esta forma de ofrecer el culo.

Y como el que yo presentaba era verdaderamente delicioso, Saint-Fond, masturbado por mí, lo besa fuerte
durante un buen rato excitando el miembro del joven al que pronto vimos en el más brillante estado.
-Chúpalo -me dice mi amante-, yo voy a acariciarlo; durante ese tiempo hay que hacerle descargar entre
los dos.

A continuación Saint-Fond, celoso del semen que yo iba a chupar, quiso cambiar de lugar conmigo, lo
que se hizo tan bien que apenas tuvo el miembro del joven en la boca, se la sentí llena de la más abundante
eyaculación; la tragó.
-¡Oh!, Juliette -me dice-, ¡cuánto me gusta alimentarme con este agradable alimento!... es pura crema.

Después, habiendo dicho al joven que se metiese en la cama, y sobre todo, que no se durmiese hasta que
nos reuniésemos con él, me hizo pasar a su cuarto.

Juliette -me dice-, tengo que informarte de las particularidades de un asunto del que el mismo Noirceuil
no está muy al corriente. La marquesa de Rose, una de las mujeres más hermosas de la corte, fue en otro
tiempo mi amante y el muchacho que ves aquí me pertenece. Hace dos años que estoy enamorado de ese
joven, sin que nunca haya consentido la marquesa en entregármelo. Al no estar todavía mi crédito bien
asentado, no quise arriesgarme; pero al ver elevarse últimamente mi favor sobre las ruinas del suyo, ya no
he dudado en hacerla sospechosa, para vengarme de haber gozado de ella y de haberse opuesto a que goce
de su hijo. Ahora ves que tiene miedo, me lo envía, en verdad, en un momento en que, después de haber
descargado mucho por él durante dieciocho meses, no me excita ya más que muy mediocremente; sin embargo,
como hay bonitos ramalazos de crímenes en toda esta aventura, quiero recogerlos y divertirme. En
primer lugar, voy a aceptar los cien mil escudos de la condesa, quiero fornicar bien a su hijo: pero su salida
de la Bastilla no la hará más que en un cofre. -¿Qué quieres decir con esa expresión?
-Está claro; la condesa ignora que si pierde a su hijo, aunque yo sea su pariente muy lejano, seré su único
heredero: en un mes, ya no existirá la puta; y cuando haya fornicado bien al señor, su querido hijo, esta
noche, le haremos tomar una taza de chocolate mañana por la mañana que desviará pronto a mi favor la
herencia que le correspondería.
-¡Qué complicación de crímenes!
-¡Ya ves que hay con qué hacerme entrar bien cómodamente en el seno de las moléculas malignas!
-¡Oh!, ¡sois un hombre increíble! ¿Y la cosa vale al menos la pena?
-Quinientas mil libras de renta, Juliette, ¡y las gano con veinte céntimos de arsénico! ¡Vamos, joder!,
¿ves? -prosiguió poniéndome la mano en su miembro muy duro y muy firme-, ¿ves la fuerza de una idea
criminal sobre mis sentidos?, no habré fracasado nunca con una mujer si estoy seguro de matarla después.

El joven Rose nos esperaba; nos acostamos cerca de él. Saint-Fond le cubrió con las más lujuriosas caricias;
lo excitamos, lo chupamos, lo acariciamos, y como la imaginación actuaba fuerte, pronto Saint-Fond
había jodido al joven. Yo le excitaba el agujero del culo con la lengua y, con lo enervado que estaba, su
descarga fue de las más largas y más copiosas. Exigió de mí hacérmela devolver en la boca: este libertinaje
me gustaba excesivamente, me suscribía a todo. A continuación fue preciso que el joven Rose me sodomizase
mientras que él lo fornicaba una segunda vez y, después Saint-Fond me trató de la misma manera,
acariciando el culo del joven, al que acabamos de agotar a fuerza de hacerlo descargar o en nuestras bocas

o en nuestros culos. Hacia el despuntar del día, Saint-Fond, hastiado sin estar satisfecho, me ordenó que le
sujetase al muchacho y le desgarró las nalgas a golpes de zorros; a continuación, lo golpeó y martirizó
cruelmente. Hacia las once, se sirvió el chocolate; tuve buen cuidado, por orden del ministro, de echar lo
que debía asegurar la herencia a mi amante; y él, por un insigne refinamiento de crueldad, quiso, mientras
yo preparaba el veneno del hijo, dar la orden al comandante de la Bastilla de administrar el de la madre.
-Vamos -me dice Saint-Fond en cuanto que por medio de nuestras fechorías se introdujo la muerte en las
venas de este desgraciado muchacho- vamos, esto es lo que yo llamo una buena mañana: que el Ser supremo
de las maldades se digne enviarme solamente cuatro como ésta por semana y se lo agradeceré con todo
mi corazón.

Noirceuil estaba desayunando con Clairwil mientras nos esperaban; ninguno de nuestros secretos fue revelado
y el ministro partió para París con el muchacho y su amigo; sólo Clairwil me acompañó.

Para no volver sobre esta aventura, sabréis amigos míos, que este crimen, como todos los de Saint-Fond,
fue coronado con el mayor éxito; poco tiempo después, estuvo en posesión de una herencia, de una renta de
la que quiso darme la parte de dos años por adelantado, por haber compartido su crimen.

En el camino, Clairwil me hizo algunas preguntas, que yo tuve la habilidad de eludir, sin satisfacerla;
ocultar los actos lujuriosos hubiese sido inútil: no me habría creído; pero yo disimulé lo demás, y Saint-
Fond me lo supo agradecer. Aproveché este camino para recordar a mi amiga la promesa que me había
hecho de admitirme en su club libertino; me prometió que esta recepción tendría lugar en la primera asamblea
y nos separamos.