LA LEY DEL TALIÓN

LA LEY DEL TALIÓN

Un honesto burgués de la Picardía, descendiente tal vez de uno de aquellos ilustres trovadores
de las riberas del Oise o del Somme, cuya olvidada existencia acaba de ser rescatada
de las tinieblas apenas hace diez o doce años por un gran escritor de este siglo; un
burgués bueno y honrado, repito, vivía en la ciudad de San Quintín, tan célebre por los
grandes hombres que ha dado a la literatura, y vivían allí honradamente él, su mujer y una
prima en tercer grado, religiosa en un convento de la ciudad. La prima en tercer grado era
una muchacha morena, de ojos vivaces, nariz respingona y esbelto talle. Fastidiada por
tener veintidós años y por ser religiosa desde hacía ya cuatro, la hermana Petronila, pues
ese era su nombre, poseía además una bonita voz y mucho más temperamento que religión.
En cuanto a Esclaponville, que así se llamaba nuestro burgués, era un joven gordinflón
de unos veintiocho años a quien por encima de todo le gustaba su prima y no tanto,
ni muchísimo menos, la señora de Esclaponville, pues venía acostándose con ella desde
hacía ya diez años y un hábito de diez años resulta verdaderamente funesto para el
fuego del himeneo. La señora de Esclaponville -hay que hacer su descripción, pues, ¿qué
ocurriría si no cuidásemos las descripciones en un siglo en el que sólo hay demanda de
cuadros, en el que incluso una tragedia puede no ser aceptada si los vendedores de telones
no ven en ella seis cambios de decorado, por lo menos.-; la señora de Esclaponville, repito,
era una rubianca algo insípida pero blanca como la nieve, con unos ojos bastante bonitos,
algo entrada en carnes y con esos mofletes que se suelen atribuir a una buena vida.

Hasta el momento en que nos hallamos, la señora de Esclaponvílle ignoraba que pudiera
existir una forma de vengarse de un esposo infiel. Prudente como su madre, que había
vivido ochenta y tres años con el mismo hombre sin haberle sido infiel jamás, era todavía
tan ingenua y tan candorosa que no podía ni siquiera sospechar ese espantoso crimen que
los casuistas han denominado adulterio y que los sofisticados, que todo lo suavizan, han
calificado simplemente de galantería. Pero una mujer traicionada pronto recibe consejos
de venganza de su resentimiento, y como nadie quiere quedarse a la zaga, en seguida que
se le presenta la ocasión no hay cosa alguna que la arredre para que nada le puedan reprochar.
La señora de Esclaponvílle se enteró, al fin, de que su querido esposo visitaba
con excesiva frecuencia a la prima en tercer grado; el demonio de los celos se apodera de
su alma, acecha, se informa y acaba por descubrir que hay muy pocas cosas en San Quintín
tan probadas como los amoríos de su esposo y de sor Petronila. Segura de su efecto, la señora de Esclaponville declara finalmente a su marido que la conducta que observa la
desgarra el alma; que ella nunca ha merecido un comportamiento semejante, y le ruega
que no siga haciendo de las suyas.

-¿De las mías? -le contesta flemáticamente su marido- ¿No sabes, amiga mía, que acostándome
con mi prima la religiosa gano mi salvación? Con una intriga tan santa el alma
queda limpia; es como identificarse con el Ser supremo; es como si el Espíritu Santo tomara
cuerpo dentro de uno mismo. No puede haber ningún pecado, mujer, con personas
consagradas a Dios; purifican todo lo que se hace con ellas, y frecuentarlas sume despejar
el camino hacia la beatitud celestial.

La señora de Esclaponville; no muy satisfecha del éxito de su amonestación, no despegó
los labios, pero jura en su fuero interno que ya sabrá encontrar alguna forma de elocuencia
más persuasiva... Lo malo de esto es que las mujeres siempre encuentran lo que
buscan: por poco atractivas que sean, no tienen más que invocarlos y los vengadores les
llueven por todas partes.

En la ciudad vivía cierto vicario de parroquia al que llamaban el padre Bosquet, un
buen mozo de unos treinta años que andaba detrás de todas las mujeres y que estaba haciendo
un bosque con las frentes de todos los maridos de San Quintín. La señora de Esclaponville
comió al vicario; como es inevitable, el vicario conoció a su vez a la señora
de Esclaponville y los dos llegaron a conocerse tan a fondo que ambos hubieran podido
pintar un retrato de cuerpo entero del otro sin temor a la más pequeña equivocación. Al
cabo de un mes todos acudieron a felicitar al bueno de Esclapooville, que se jactaba de
ser el único que había escapado a las temibles galanterías del vicario y de poseer la única
frente aún no mancillada por aquel granuja.
-Eso no puede ser-contesta Esclaponville a quienes se lo contaban-, mi mujer es tan virtuosa
como una Lucrecia, no lo creería aunque me lo repitieran mil veces.
-Entonces, ven -le dice uno de los amigos-, ven y haré que te convenzas con tus propios
ojos y luego ya veremos si sigues dudándolo.

Esclaponville se deja llevar y su amigo le conduce a un paraje solitario, a una media legua
de la ciudad, donde el Somme, encajonado entre dos arboledas frescas y cubiertas de
flores, invita a los habitantes de la ciudad a un delicioso baile; pero como la cita era a una
hora en la que por lo general nadie se esta bañando todavía, nuestro infortunado esposo
apura el amargo trago de ver cómo aparece primero su virtuosa mujer y acto seguido su
rival sin que nadie venga a estorbarles.
-¿Y qué? -le pregunta su amigo a Esclaponville-, ¿ya te empieza a picar la frente?
-Todavía no -contesta el burgués rascándosela, no obstante, sin darse cuenta-, a lo mejor
viene aquí a confesarse.
-Entonces esperemos al desenlace -responde su amigo.

No tuvieron que esperar demasiado. Nada más llegar a la deliciosa sombra del oloroso
seto, el padre Bosquet se despoja de todo cuanto pudiera constituir un estorbo para los
amorosos abrazos que maquina y pone manos a la obra santamente para elevar, quizá ya
por trigésima vez, al bueno y honrado de Esclaponville a la altura de los restantes maridos
de la ciudad.
-Y bien, ¿ahora lo crees? -le pregunta el amigo.
-Volvamos -responde agriamente Esclaponville porque a fuerza de creerlo podría muy
bien matar a ese maldito cura y me harían pagarlo más caro de lo que vale; volvamos,
amigo mío, y guardadme el secreto, os lo ruego.

Sumido en la mayor turbación, Esclaponville regresa a su casa y su beatífica esposa
aparece poco después para comer en su casta compañía.
-¡Un momento! -exclama el burgués, furioso-. Mujer, siendo aún un niño juré a mi padre
que nunca me sentaría a la mesa con prostitutas.
-¿Con prostitutas? -le contesta beatíficamente la señora de Esclaponville-. Amigo mío,
vuestras palabras me asombran, ¿es que tenéis acaso algo que reprocharme?
-¡Pero cómo, carroña! ¿Que si tengo algo que reprocharos? ¿Qué es lo que habéis ido a
hacer esta tarde a los baños con nuestro vicario?
-¡Oh, Dios mío! -responde la dulce esposa-. ¿Sólo es eso? ¿Eso es todo lo que tienes
que decirme?
-¡Cómo, diablos, que si es eso todo...!
-Pero, amigo mío, yo he seguido vuestros consejos. ¿No me dijisteis que no había nada
de malo en acostarse con gente de la Iglesia, que el alma se purificaba con una intriga tan
santa, que era como identificarse con el Ser supremo, hacer que el Espíritu Santo entrara
dentro de uno y abrirse; en una palabra, el camino de la beatitud celestial...? Pues bien,
hijo mío, yo no he hecho más que lo que me indicasteis, por lo que soy una santa y no
una ramera. ¡Ah!, y os añado que si alguna de esas almas elegidas de Dios tiene medios
para abrir, como vos decíais, el camino de la beatitud celestial, tiene que ser, sin duda, la
del señor vicario, pues yo no había visto nunca una llave tan grande.