LA ISLA DEL TESORO, PARTE PRIMERA, cap.2. La aparición de «Perronegro»


Capítulo 2
La aparición che «Perronegro»
Poco después de los sucesos que acabo de narrar tuvo lugar el primero de los misterioros acontecimientos que acabaron
por librarnos del capitán, aunque no, como ya verá el lector, de sus intri gas. Fue aquel invierno un invierno en que
la tierra permaneció cubierta por las heladas y azotada por los más furiosos vendavales. Nos dábamos cuenta de que mi
pobre padre no llegaría a ver la primavera; día a día empeoraba, y mi madre y yo teníamos que repartirnos el peso de la
hostería, lo que por otro lado nos mantuvo tan ocupados, que difícilmente reparábamos ya en nuestro desagradable
huésped.
Recuerdo que fue un helado amanecer de enero. La ensenada estaba cubierta por, la blancura de la escarcha, la mar en
calma rompía suavemente en las rocas de la playa y el sol naciente iluminaba las cimas de las colinas resplandeciendo
en la lejanía del océano. El capitán había madrugado más que de costumbre, y se fue hacia la playa, con su andar hamacado,
oscilando su cuchillo bajo los faldones de su andrajosa casaca azul, el catalejo de latón bajo el brazo y el sombrero
echado hacia atrás. Su aliento, al caminar, iba dejando como nubecillas blanquecinas. Al desaparecer tras un peñasco,
profirió uno de aquellos gruñidos que tan familiares ya me eran, como si en aquel instante hubiera recordado con indignación
al doctor Livesey.
Mi madre estaba arriba, velando a mi padre; yo atendía mis quehaceres y preparaba la mesa para cuando regresara el
capitán. Entonces se abrió la puerta y apareció un hombre al que jamás antes había visto. Pálido, con la blancura del
sebo; vi que le faltaban dos dedos en la mano izquierda, pero, aunque le colgaba un machete, no tenía trazas de hombre
pendenciero. Yo, que estaba siempre pendiente de cualquier marino, tanto con una como con dos piernas, recuerdo que
me sentí desconcertado, pues aquel visitante no parecía hombre de mar, pero algo en él olía a tripulación.
Le pregunté en qué podía servirle, y dijo que quería beber ron; pero, cuando iba a traérselo, se sentó sobre una mesa y
me hizo una seña de que me acercara. Me quedé quieto donde estaba con el paño de limpieza en las manos.
—Acércate, hijo —me llamó—. Acércate.
Yo di un paso hacia él.
—¿Esa mesa que está ahí preparada no será para mi compadre Bill? —me preguntó con aire burlón.
Le dije que no conocía a su compadre Bill; que aquella mesa estaba dispuesta para otro huésped a quien llamábamos
el capitán. —Bien —dijo—, eso le gusta a mi compadre Bill, que le llamen capitán. Pero si el que dices tiene una cicatriz
grande en un carrillo y da gusto ver lo fino que es, sobre todo cuando está borracho, ése es mi compadre Bill. Además,
vamos a ver, si tu capitán tiene una cuchillada en la mejilla... ¿no será además en el lado derecho? ¡Ah, ya decía
yo! Así que... ¿está aquí mi compadre Bill?
Le contesté que se encontraba fuera, dando uno de sus paseos. —¿Por dónde, hijo? ¿Por dónde ha ido?
Le indiqué la playa y le dije por dónde podría regresar el capitán y lo que aún tardaría, y, después que respondí a otras
de sus preguntas, me dijo:
—Ah... Verme le va a sentar mejor que un trago de ron a mi compadre Bill.
La expresión de su cara al decir esto no me pareció muy agradable, por lo que pensé que el forastero no decía la verdad.
Pero pensé que no era asunto mío; y, además, tampoco podía yo hacer nada. El hombre salió y se apostó en la entrada
de la hostería, acechando como gato que espera al ratón. Cuando se me ocurrió salir a la carretera, me ordenó que
entrase inmediatamente, y, como no obedecí con la presteza que él esperaba, un cambio terrible se produjo en su rostro
blanquecino, y profirió un juramento tan terrible, que me heló el alma. Entré rápidamente en la posada y él entonces se
me acercó, recobrando su aire zalamero, y dándome una palmadita en el hombro me dijo que yo era un buen muchacho
y que se había encariñado conmigo.
—Tengo yo un hijo —me contó— que se parece a ti como una gota de agua a otra y que es el orgullo de mi corazón.
Pero los muchachos necesitáis disciplina, hijo, disciplina. Si tú hubieras navegado con mi compadre Bill, no necesitarías
que te lo dijera dos veces para entrar en casa, no... No eran esas las costumbres de Bill ni de los que navegaban con él.
¡Pero, mira! ¡Ahí viene! Con su catalejo bajo el brazo. Es mi compadre Bill. ¡Bendito sea! Tú y yo vamos a meternos
dentro, hijo, y nos esconderemos tras la puerta; vamos a darle a Bill una buena sorpresa. ¡Dios lo bendiga!
Y diciendo esto, entró conmigo en la hostería y me ocultó tras él, junto a la puerta. Yo estaba, como es de suponer,
inquieto y alarmado, y el miedo que sentía aumentaba al ver que el forastero también daba muestras de temor. Acarició
la empuñadura de su machete y empezó a sacarlo de su vaina, y todo el tiempo que estuvimos aguardando no dejó de
tragar saliva, como si tuviera, como suele decirse, un nudo en la garganta.
Por fin entró el capitán, cerró la puerta de golpe y, sin desviar su mirada, se dirigió a grandes zancadas hacia su mesa.
—¡Bill! —llamó el forastero, con una voz que pretendía ser firme y resuelta.
El capitán giró sobre sus talones y se nos quedó mirando; el color había desaparecido de su rostro y hasta su nariz se
tornó lívida; tenía el aspecto del que ve a un aparecido o al mismo diablo o incluso algo peor, si es que existe; tanto me
sobrecogió verlo así, porque fue como si en un instante envejeciera cien años.
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—Vamos, Bill... Ya me conoces... ¿O es que no te acuerdas de tu viejo camarada? —dijo el forastero.
El capitán ahogó un grito de asombro y exclamó:
—¡«Perronegro»!
—¿Y quién si no? —contestó el otro, ya más tranquilo—. El mismo «Perronegro» de siempre, que viene a saludar a
su antiguo camarada Bill a la posada del «Almirante Benbow». Ah, Bill, Bill…. ¡Las cosas que hemos visto los dos
desde que yo perdí estos garfios! —y levantó su mano mutilada.
—Está bien —dijo el capitán—, al fin me has pillado, ya me tienes; bien, echa fuera lo que tengas que decir. ¿Qué
quieres? —Siempre el mismo, ¿eh, Bill? —respondió «Perronegro»—.
Tienes toda la razón. Ahora este buen mozalbete nos va a traer un trago de ron y vamos a sentarnos, ¿quieres?, y vamos
a charlar mano a mano, como viejos camaradas.
Cuando yo regresé con el ron, estaban los dos sentados en la mesa del capitán, uno frente al otro. «Perronegro» se
había situado cerca de la puerta y con la silla algo separada de la mesa, como para poder al mismo tiempo vigilar a su
antiguo compinche y, supongo, tener pronta la huida.
Me mandó que me retirase y que dejara la puerta abierta de par en par, y añadió:
—No se te ocurra espiar por el ojo de la cerradura, hijo—. Así que, dejándolos solos, me retiré.
Durante largo rato, y aunque me esforcé por escuchar, no pude entender más que apagados susurros; pero después
empecé a oír sus voces, cada vez más altas, y entonces pesqué alguna palabra, principalmente juramentos del capitán:
—¡No, no, no, no! ¡Y basta! —gritaba—. ¡Si hay que acabar colgados, a la horca todos! —chilló.
Y de repente estalló en juramentos horribles y escuché ruido de golpes; la mesa y las sillas rodaban por el suelo con
gran estrépito; oí chocar de aceros y un instante después vi a «Perronegro» huir despavorido y al capitán corriendo tras
él, los dos con los machetes en la mano, y vi que el hombro de «Perronegro» manaba sangre. Ya en la puerta el capitán
descargó sobre el fugitivo un tajo tan tremendo, que, de haberlo alcanzado, lo hubiera abierto en canal, pero gracias a
que el cuchillo chocó con la muestra de la hostería que colgaba en el portal. Todavía puede verse la muesca en el lado
inferior del marco.
Aquel golpe fue el último de la pelea. Cuando pudo llegar a la carretera, «Perronegro», a pesar de su herida, demostró
saber correr y desapareció tras la colina en medio minuto. El capitán, por su parte, miró la muestra como aturdido. Se
pasó varias veces la mano por sus ojos, y después volvió a entrar en la casa.
—Jim! —gritó—, ¡ron! —; y al pedírmelo, se tambaleó un poco y trató de sostenerse apoyándose en la pared.
—¿Estáis herido? —exclamé.
—Ron... —me pidió de nuevo—. He de huir de aquí... ¡Ron! ¡Ron!
Corrí a traérselo, pero estaba tan impresionado por todo lo que había visto, que rompí un vaso y averié el grifo, y,
mientras trataba de calmarme, oí el golpe de un cuerpo al caer al suelo; corrí entón ces hacia la habitación donde había
dejado al capitán y allí me lo encontré tirado cuan largo era. En ese instante mi madre, alarmada por los gritos y la pelea,
acudió presurosa en mi ayuda. Entre los dos tratamos de levantar al capitán, que resollaba fuerte y estertoreamente;
tenía los ojos cerrados y en su rostro el color de la muerte.
—¡Pobre de mí! —gritaba mi madre—. ¡La desgracia se ceba en esta casa! ¡Y con tu pobre padre tan enfermo!
No teníamos ni idea de qué hacer para auxiliar al capitán, lo único que se nos ocurría es que había sido herido de
muerte en la pelea con el forastero. Traje, por si acaso, el ron y traté de hacérselo beber, pero tenía los dientes apretados
y la boca encajada, como si fuera de hierro. En ese instante, y con gran alivio por nuestra parte, se abrió la puerta y vimos
entrar al doctor Livesey, que venía a visitar a mi padre.
—¡Doctor! —exclamamos—. ¡Ayúdenos! ¡No sabemos si está muerto!
—¿Muerto? —dijo el doctor—. No más que uno de nosotros. Este hombre no tiene sino un ataque, que por cierto ya
le advertí. Y ahora, señora Hawkins, vuelva usted al lado de su esposo, y, si es posible, que no se entere de nada de esto.
Yo, como es mi obligación, trataré de salvar la despreciable vida de este tunante. Jim —me indicó—, haz el favor de
traerme una jofaina.
Cuando volví con lo que me había pedido, el doctor había cortado de arriba hasta abajo una manga del capitán, dejando
al descubierto su enorme brazo nervudo, sobre el que se veían varios tatuajes; en el antebrazo, con gran claridad,
leímos: «Mía es la suerte», y «Viento en las velas», y «Billy Bones es libre», y más arriba, junto al hombro, veíase una
horca con un hombre colgado; el dibujo estaba trazado con cierta gracia.
—¡Profético! —dijo el doctor, indicándome el dibujo—. Y ahora, señor Bones, si ése es su nombre, vamos a ver de
qué color tiene usted la sangre. ¿Te asusta la sangre, Jim? —me preguntó.
—No, señor —respondí.
—Bueno, pues entonces —me dijo— sostén la jofaina. Y diciendo esto, cogió la lanceta y abrió una vena. Abundante
sangre manó antes de que el capitán abriese los párpados y nos mirara con turbios ojos. Primero reconoció al doctor, y
frunció su ceño; luego me vio a mí, y eso pareció tranquilizarlo. Pero de pronto su rostro palideció y trató de incorporarse,
gritando:
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—¿Dónde está «Perronegro»?
—Aquí no hay ningún «Perronegro» —dijo el doctor—, excepto el que lleváis en el pellejo. Habéis seguido bebiendo
y os ha dado un ataque, tal como anuncié; y en este instante acabo, muy contra mi gusto, de sacaros por las orejas de la
sepultura. Y ahora, señor Bones...
—Yo no me llamo así —interrumpió el capitán.
—Tanto me da —replicó el doctor—. Es el nombre de un pirata del que he oído hablar; y así os llamo para abreviar.
De cualquier forma lo que tenía que deciros es tan sólo esto: un vaso de ron no acabará con vuestra vida, pero a ése seguirá
otro, y después otro, y apuesto mi peluca a que, de no dejarlo, no tardaréis en morir, ¿está claro?, moriréis y así
iréis al lugar que os corresponde, como está en la Biblia. Ahora, vamos, haced un esfuerzo y os ayudaré, por esta vez, a
ir a la cama.
Entre el doctor y yo, con gran trabajo, conseguimos hacerlo subir la escalera y dejarlo en el lecho, donde su cabeza
cayó sobre la almohada igual que si aún permaneciera desmayado.
—Y ahora, pensadlo —dijo el doctor—. Yo declino mi responsabilidad. Sólo el nombre del ron ya significa vuestra
muerte. Y tomándome por el brazo, salimos de aquel cuarto para ir a ver a mi padre.
—No hay que temer —me dijo el doctor tan pronto cerramos la puerta—. Le he extraído suficiente sangre como para
que descanse tranquilo una temporada; tendrá que quedarse aquí una semana, es lo mejor para todos; pero, sin duda,
otro ataque puede acabar con él.