LA REINA HORTENSIA Guy de Maupassant

La llamaban, en Argenteuil, la reina Hortensia. Nadie supo jamás por qué. ¿Acaso porque hablaba con energía, como un oficial que da órdenes? ¿Acaso porque era alta, huesuda, imperiosa? ¿Acaso porque gobernaba un pueblo de animales domésticos, gallinas, perros, gatos, canarios y cotorras, esos animales tan caros a las solteronas? Pero no tenía con aquellos animales familiares ni mimos, ni palabras cursis, ni esas pueriles ternuras que parecen fluir de los labios de las mujeres sobre el pelaje aterciopelado del gato que ronronea. Gobernaba a sus bichos con autoridad, reinaba sobre ellos.
Era una solterona, en efecto, una de esas solteronas de voz cascada, gesto seco, cuya alma parece dura. No admitía jamás contradicción, ni réplica, ni vacilación, ni indolencia, ni pereza, ni fatiga. Nunca se la había oído quejarse, añorar lo que fuese, envidiar a cualquiera. Decía: "A cada cual lo suyo", con una convicción de fatalista. No iba a la iglesia, no le gustaban los curas, no creía en Dios, llamaba a todas las cosas religiosas "mercancía de llorones".
En los treinta años que llevaba viviendo en su casita, precedida por un pequeño jardín que bordeaba la calle, jamás había modificado sus costumbres, cambiando sólo despiadadamente de criadas, cuando éstas cumplían veintiún años.
Reemplazaba sin lágrimas ni disgustos a sus perros, sus gatos y sus pájaros cuando morían de viejos o. por accidente, y enterraba a los animales difuntos en. un arriate, con una pequeña layá, y luego amontonaba la tierra encima con unas cuantas patadas indiferentes.
Tenía en la ciudad algunas amistades, familias de empleados cuyos hombres iban a París .todos los días. De vez en cuanto, la invitaban a ir a tomar una taza de té al atardecer. Se dormía inevitablemente en aquellas reuniones, había que despertarla para que volviese a su casa. Jamás permitió que nadie la acompañase, pues no tenía miedo ni de día ni de noche. No parecían gustarle los niños.
Ocupaba su tiempo en mil tareas masculinas, carpintería, jardinería, cortaba madera con la sierra o el hacha, reparaba su casa envejecida, e incluso hacía de albañil cuando era preciso.
Tenía unos parientes que venían a verla dos veces al año: los Cimme y los Colombel, pues sus dos hermanas se habían casado una con un herbolario, otra con un modesto rentista. Los Cimme no tenían descendencia; los Colombel poseían tres hijos: Henri, Pauline y Joseph.. Henri contaba veinte años, Pauline diecisiete y Joseph sólo tres años, al haber llegado cuando parecía imposible que su madre fuera todavía fecundada.
La solterona no se sentía unida por la menor ternura a sus parientes.
En la primavera del año 1882, la reina Hortensia cayó enferma de repente. Los vecinos fueron a buscar un médico, al que ella despidió. Al presentarse entonces un sacerdote, salió de la cama semidesnuda para arrojarlo a la calle.
La criadita, desolada, le hacía tisanas.
Al cabo de tres días de cama, la situación pareció agravarse tanto que el tonelero de al lado, por consejo del médico, que había vuelto de manera imperativa a la casa, se encargó de avisar a las dos familias.
Estas llegaron en el mismo tren hacia las diez de la mañana, y los Colombel traían al pequeño Joseph.
Cuando se presentaron en la entrada del jardín, lo primero que vieron fue a la criada que lloraba, en una silla, junto a la pared.
El perro dormía acostado en el felpudo de la puerta de entrada, bajo un ardiente sol; dos gatos, que parecían muertos, estaban tumbados en el alféizar de las dos ventanas, los ojos cerrados, las patas y la cola extendidas todo a lo largo.
Una gorda gallina cloqueante paseaba un batallón de polluelos, revestidos de plumón amarillo, tan ligero como el algodón, a través del pequeño jardín; y una gran jaula colgada del muro, cubierta de álsine, contenía toda una tribu de pájaros que se desgañitaban a la luz de aquella cálida mañana de primavera.
Dos inseparables, en otra jaulita en forma de chalet, permanecían tan tranquilos, uno al lado del otro en su travesaño.
El señor Cimme, un gordísimo personaje resoplante, que entraba siempre el primero en todas partes, apartando a los otros, hombres o mujeres, cuando era preciso, preguntó:
"¿Qué, Céleste? ¿La cosa no marcha?".
La criadita gimió entre lágrimas:
"Ya ni me reconoce. El médico dice que es el fin".
Todos se miraron.
La señora Cimme y la señora Colombel se abrazaron al instante, sin decir una palabra. Se parecían mucho, pues siempre habían llevado bandós lisos y chales rojos, casimires franceses refulgentes como brasas.
Cimme se volvió hacia su cuñado, hombre pálido, amarillo y flaco, consumido por una dolencia de estómago, y que cojeaba espantosamente, y pronunció con tono serio:
"¡Caramba! Ya era hora".
Pero nadie se atrevía a penetrar en la habitación de la moribunda, situada en la planta baja. Hasta el propio Cimme cedía el paso a los otros. Fue Colombel quien se decidió primero, y entró balanceándose como un mástil de navío, haciendo resonar en las baldosas la contera de su bastón.
Las dos mujeres se aventuraron a continuación, y el señor Cimme cerró la marcha.
El pequeño Joseph se había quedado fuera, seducido por la vista del perro.
Un rayo de sol cortaba en dos la cama, iluminando precisamente las manos que se agitaban nerviosamente, abriéndose y cerrándose sin cesar. Los dedos se movían como si un pensamiento los hubiera animado, como si hubieran significado cosas, indicado ideas, obedecido a una inteligencia. Todo el resto del cuerpo permanecía inmóvil bajo la sábana. El anguloso rostro no tenía un estremecimiento. Los ojos estaban cerrados.
Los parientes se desplegaron en semicírculo y empezaron a mirar, sin decir una palabra, el pecho oprimido, la respiración entrecortada. La criadita los había seguido y continuaba lloriqueando.
Al final, Cimme preguntó:
"¿Qué ha dicho exactamente el médico?".
La sirvienta balbució:
"Dice que la dejemos tranquila, que no hay nada que hacer".
Pero, de pronto, los labios de la solterona empezaron a agitarse. Parecían pronunciar palabras silenciosas, palabras escondidas en aquella cabeza de moribunda, y las manos precipitaban su movimiento singular.
De repente habló con una vocecita endeble que nadie reconocía, con una voz que parecía venir de lejos, ¿acaso del fondo de aquel corazón siempre cerrado?
Cimme se marchó de puntillas, juzgando penoso el espectáculo. Colombel, cuya pierna lisiada se fatigaba, se sentó.
Las dos mujeres se quedaron en pie.
La reina Hortensia parloteaba ahora muy de prisa sin que se comprendiera nada de sus palabras. Pronunciaba nombres, muchos nombres, llamaba tiernamente a personas imaginarias.
"Ven aquí, Philippe, pequeñín, besa a tu madre. Tú quieres mucho a mamá, ¿verdad, hijo mío? Y tú, Rosa, vas a cuidar de tu hermanita mientras yo salgo. Sobre todo, no la dejes sola, ¿me oyes? Y te prohíbo que toques las cerillas".
Callaba unos segundos, y después, con un tono más alto, como si estuviera llamando: "¡Henriette!". Esperaba un poco, y proseguía: "Dile a tu padre que venga a hablar conmigo antes de irse a la oficina". Y de pronto:
"Estoy un poco indispuesta hoy, cariño; prométeme que no volverás tarde. Dile a tu jefe que estoy enferma. Comprenderás que es peligroso dejar solos a los niños cuando estoy en la cama. Para cenar te haré una fuente de arroz con leche. A los niños les encanta. ¡Qué contenta se pondrá Claire! ".
Se echaba a reír, con una risa joven y bulliciosa, como nunca se había reído: "Mira a Jean, qué carita tiene. Se ha embadurnado de mermelada, ¡el muy sucio! Mira, cariño, ¡qué gracioso está! ".
Colombel, que cambiaba de posición a cada momento la pierna cansada por el viaje, murmuró:
"Sueña que tiene hijos y un marido, es la agonía que comienza".
Las dos hermanas seguían sin moverse, sorprendidas y atónitas.
La criadita pronunció:
"Tienen que quitarse los chales y los sombreros, ¿quieren pasar a la sala?".
Ellas salieron sin haber pronunciado una palabra. Y Colombel las siguió cojeando, dejando de nuevo completamente sola a la moribunda.
Cuando se hubieron desembarazado de sus ropas de viaje, las mujeres se sentaron por fin. Entonces uno de los gatos dejó su ventana, se estiró, saltó a la sala, y después a las rodillas de la señora Cimme, que se puso a acariciarlo.
Se oía al lado la voz de la agonizante, viviendo, en esta última hora, la vida que había esperado sin duda, viviendo sus propios sueños en el momento en que todo iba a acabar para ella.
Cimme, en el jardín, jugaba con el pequeño Joseph y el gato, divirtiéndose mucho, con una alegría de hombre gordo en pleno campo, sin el menor recuerdo de la moribunda.
Pero de repente entró en la casa y, dirigiéndose a la criada:
"Oye, hija mía, danos algo de almorzar. ¿Qué vais a tomar vosotras?"
Acordaron que una tortilla, un trozo de solomillo con patatas nuevas, queso y una taza de café.
Y como la señora Colombel hurgaba en su bolsillo buscando el portamonedas, Cimme la detuvo; después, volviéndose a la criada: "¿Tú debes de tener dinero?". Ella respondió:
"Sí, señor.
—¿Cuánto?
—Quince francos.
—Bastará. Date prisa, hija mía, empiezo a tener hambre".
La señora Cimme, mirando en el exterior las flores trepadoras bañadas en sol, y dos palomas enamoradas sobre el tejado de enfrente, pronunció con aire consternado:
"Es una desgracia haber venido por una circunstancia tan triste. ¡Se estaría tan bien hoy en el campo!".
Su hermana suspiró sin responder y Colombel murmuró, emocionado acaso por la idea de una marcha:
"La pierna me molesta tremendamente".
El pequeño Joseph y el perro hacían un ruido terrible; uno lanzando gritos de gozo, otro ladrando a más no poder. Jugaban al escondite alrededor de tres arriates, corriendo como locos el uno detrás del otro.
La moribunda seguía llamando a sus hijos, charlando con cada cual, imaginándose que los vestía, que los acariciaba, que les enseñaba a leer: " Vamos! Simón, repite: A B C D. No lo dices bien, veamos, D D D, ¿me oyes? Repítelo. . . "
Cimme pronunció: "Es curioso lo que uno dice en esos momentos".
La señora Colombel preguntó entonces:
"¿No valdría más volver a su lado?". Pero Cimme la disuadió en seguida:
"¿Para qué, ya que no puede usted hacer nada por ella? Estamos igual de bien aquí".
Nadie insistió. La señora Cimme examinó los dos pájaros verdes, llamados inseparables. Alabó con unas cuantas frases aquella fidelidad singular y censuró a los hombres por no imitar a aquellos animales. Cimme se echó a reír, miró a su mujer, canturreó con aire de guasa: "Tra-la-la. Tra-la-la", como dando a entender muchas cosas sobre su fidelidad, la suya, la de Cimme.
Colombel, a quien le estaban dando dolores de estómago, golpeaba el pavimento con su bastón.
El otro gato entró con la cola levantada.
Hasta la una no se sentaron a la mesa.
En cuanto hubo probado el vino, Colombel, a quien le habían recomendado que no bebiera más que buen burdeos, llamó a la sirvienta:
"Oye, hija mía, ¿es que no hay nada mejor que esto en la bodega?
—Sí, señor, hay del vino fino que les servíamos cuando venían ustedes.
—¡Bueno!, pues ve a buscarnos tres botellas."
Probaron aquel vino, que les pareció excelente; no es que procediera de un caldo muy notable, pero llevaba quince años en la bodega. Cimme declaró: "Es un auténtico vino de enfermo."
Colombel, asaltado por unos deseos ardientes de poseer aquel burdeos, interrogó de nuevo a la criada:
"¿Cuánto queda, hija mía?
—¡Oh!, casi todo, señor; la señorita no lo bebía nunca. Es el montón del fondo."
Entonces él se volvió hacia su cuñado:
"Si quiere usted, Cimme, le cambio ese vino por otra cosa, le va de maravilla a mi estómago."
La gallina había entrado a su vez con su bandada de polluelos; las dos mujeres se divertían echándoles migas.
Mandaron de nuevo al jardín a Joseph y al perro, que habían comido ya bastante.
La reina Hortensia seguía hablando, pero en voz baja ahora, de manera que no se distinguían las palabras.
Cuando acabaron el café, todos fueron a comprobar el estado de la enferma. Parecía calmada.
Salieron y se sentaron en círculo en el jardín para la digestión.
De repente el perro empezó a girar alrededor de las sillas con toda la rapidez de sus patas, llevando algo en la boca. El niño corría tras él a todo correr. Ambos desaparecieron en la casa.
Cimme se durmió con la barriga al sol.
La moribunda volvió a hablar en voz alta. Después, de repente, gritó.
Las dos mujeres y Colombel se apresuraron a entrar para ver qué tenía. Cimme, despertado, ni se molestó, pues no le gustaban esas cosas.
Ella se había sentado, con los ojos extraviados. Su perro, para escapar a la persecución del pequeño Joseph, había saltado sobre la cama, pasando por encima de la agonizante; y, parapetado tras la almohada, miraba a su compañero con ojos brillantes, dispuesto a saltar de nuevo para comenzar la partida. Llevaba en la boca una de las zapatillas de su ama, destrozada por sus colmillos, desde hacía una hora que jugaba con ella.
El niño, intimidado por aquella mujer que se alzaba de pronto ante él, permanecía inmóvil frente al lecho.
La gallina, que también había entrado, amedrentada por el ruido, había saltado a una silla; y llamaba desesperadamente a sus polluelos que piaban, asustados, entre las cuatro patas del asiento.
La reina Hortensia gritaba con voz desgarradora:
"¡No, no, no quiero morir, no quiero! ¡No quiero! ¿Quién criará a mis hijos? ¿Quién cuidará de ellos? ¿Quién los querrá? No, ¡no quiero!... no..."
Cayó de espaldas. Se había acabado.
El perro, muy excitado, saltó de un brinco de la cama.
Colombel corrió a la ventana, llamó a su cuñado:
"Venga enseguida, venga enseguida. Creo que acaba de morir."
Entonces Cimme se levantó y, resignándose, penetró en el cuarto balbuciendo:
"Ha sido menos largo de lo que me temía." FIN