LA RELIQUIA Guy de Maupassant

Señor abate Louis de Ennemare. Soisson.
”Mi querido abate: Mi boda con tu prima se ha roto, y de la manera más necia, por una broma pesada que le jugué casi involuntariamente a mi prometida.
“Recurro a ti, mi viejo camarada, en el lío en que me encuentro, ya que tú puedes sacarme de él. Y te quedaré eternamente reconocido por ello.
“Tú conoces a Gilberte, o más bien crees conocerla; pues, ¿se conoce nunca a las mujeres? Todas sus opiniones, sus creencias, sus ideas son sorprendentes, llenas de vueltas y revueltas, de imprevistos, de razonamientos incomprensibles, de lógica a contrapelo, de terquedades que parecen definitivas y que ceden porque un pajarillo ha llegado a posarse en el borde de una ventana.
“No tengo ni que decirte que tu prima es extremadamente religiosa, educada por las damas blancas o negras de Nancy.
“Todo esto tú lo sabes mejor que yo. Lo que ignoras, sin duda, es que es tan exaltada en todo como en religión. Su pensamiento vuela a la manera de una hoja, haciendo cabriolas en el viento; y es una mujer, o más bien una joven, que como ninguna otra tan pronto está contenta o enojada, pasando rápidamente del cariño al odio, y al revés; y es bonita..., como sabes; y mucho más deliciosa de lo que se puede decir.., y como tú no sabrás nunca.
“Pues bien, estábamos prometidos y la adoraba como la adoro aún; y ella parecía quererme.
“Una noche, recibí un despacho para que fuera a Colonia a una consulta, que tal vez iría seguida de una operación grave y difícil. Como tenía que salir al día siguiente, corrí a despedirme de Gilberte y decirle por qué no comería en casa de mis futuros suegros el miércoles, sino el viernes, día de mi regreso. ¡Ah, ten cuidado con los viernes, te aseguro que son funestos!
“Cuando le hablé de mi marcha, se le vinieron las lágrimas a los ojos; pero, en cuanto le dije que estaría en seguida de regreso, comenzó a dar palmaditas y exclamó: “¡Qué felicidad! ¿Me traerás alguna cosa? Nada, un simple recuerdo, pero un recuerdo elegido para mí. Hay que adivinar lo que me causará más placer, ¿comprendes? Así veré si tienes imaginación”, y tras de reflexionar unos segundos, añadió: “Te prohibo que te gastes en él más de veinte francos. Quiero solamente que me conmueva y me impresione la intención y la inventiva, señor, no el precio.” Luego, tras un nuevo silencio, me dijo a media voz, con los ojos bajos:
“Si te cuesta poco dinero y es algo agradable y exquisito, te... te besaré.”
“Al día siguiente estaba en Colonia. Se trataba de un accidente terrible que había causado un gran disgusto a toda una familia. Era urgente una amputación. Se me alojó, se me encerró casi; no veía nada más que gente llorando y gritando tan desesperadamente que me ensordecían; operé a un moribundo, a quien faltó muy poco para que se me muriese entre las manos; permanecí dos noches a su lado, y cuando vi que estaba fuera de peligro, me hice conducir a la estación.
“Pero me había equivocado, y llegué una hora antes de la salida del tren. Erraba por las calles pensando aún en mi pobre enfermo, cuando me abordó un individuo.
“Yo no sé alemán; él no sabía francés; por fin, comprendí que me proponía unas reliquias. El recuerdo de Gilberte me atravesó el corazón. Había encontrado su regalo, pues conocía su fanática devoción. Seguí al hombré a un almacén de objetos de santidad y elegí un “trocito de hueso de las once mil vírgenes”.
“La pretendida reliquia estaba encerrada dentro de una bonita caja de plata vieja, lo qué decidió mi elección.
“Metí el objeto en mi bolsillo y subí al vagón.
“Al entrar en mi casa, se me ocurrió examinar de nuevo mi compra. La saco, y... ¡la caja estaba abierta y la reliquia se había perdido! Por más que rebusqué en mi bolsillo, lo volví y lo revolví, no encontré nada: el huesecito, de un tamaño como la mitad de un alfiler, había desaparecido.
“Yo tengo una fe muy tibia, como tú sabes, mi querido abate; mas tienes la grandeza de alma de tolerar mi tibieza y de dejarme en paz, esperando el porvenir, como dices; pero soy absolutamente incrédulo en las reliquias que venden esos chamarileros de la fe; y tú compartes mis absolutas dudas a este respecto. Por tanto, la pérdida de esta partícula de esqueleto de un cordero no me desoló en nada; y me procuré, sin ningún esfuerzo, un fragmento análogo, que ajusté cuidadosamente en el interior de mi joya.
“Y fui a casa de mi prometida.
“En cuanto me vio entrar, se abalanzó hacia mí, anhelante y sonriente: “¿Qué me has traído?” Puse cara de habérseme olvidado, pero no me creyó. Me hice de rogar, de suplicar incluso, y cuando la vi ya loca de curiosidad, le ofrecí el santo medallón. Se puso loca de júbilo. “¡Una reliquia; oh, una reliquia!” Y besaba apasionadamente la caja. Me dio vergüenza de mi superchería.
“Mas de pronto le surgió una ligera inquietud, que en seguida se convirtió en un temor horrible; y mirándome al fondo de los ojos, me dijo: “¿Estás seguro de que es auténtica?” “Completamente seguro.” “¿Y por qué?” Estaba pillado. Confesar que había comprado ese hueso a un vendedor de la calle, era perderme. ¿Qué decir, pues? Una idea loca me cruzó por la mente, y respondí bajito y con tono misterioso: “La he robado para ti.”
“Me contempló con sus grandes ojos encantados y maravillados. “¿La has robado? ¿Y dónde?” “En la catedral, en el relicario mismo de las once mil vírgenes.” Su corazón latía agitado, y desfalleciendo de dicha, murmuró: “¡Oh, has hecho eso... por mí! ¡Cuéntame..., dímelo todo!” Había empezado, y no podía retroceder ya. Inventé una historia fantástica con unos detalles precisos y sorprendentes. Le dije que había dado cien francos al guardián del edificio para visitarlo solo; el relicario estaba en reparación, pero había ido precisamente a la hora en que estaban comiendo los obreros y el clero: y al levantar un panel de madera, que volví a ajustar cuidadosamente, pude coger un pequeño huesecito, ¡y tan pequeño!, en medio de una gran cantidad de otros muchos (dije una gran cantidad pensando en lo que deben dar los restos de los once mil esqueletos de vírgenes). Después, me fui a la casa de un orfebre y compré una joya digna de la reliquia.
“No me disgustó decirle que el medallón me había costado quinientos francos. Pero ella no pensaba apenas en eso; me escuchaba trémula, en éxtasis. Y murmuró: “¡Cuánto te quiero! “, y se dejó caer en mis brazos. Date cuenta de esto: yo había cometido por ella un sacrilegio. Había robado; había violado una iglesia, violado un relicario; había violado y robado unas reliquias sagradas. Y me adoraba por eso; me veía enamorado, perfecto, divino. Así es la mujer, mi querido abate, todas las mujeres.
“Durante dos meses, fui el más admirable de los novios. Había preparado en su habitación una especie de capilla magnífica para colocar en ella esa partícula de costillita que, según creía, me había hecho cometer ese divino crimen de amor; y se exaltaba ante ella, de la noche a la mañana.
“Le había rogado que guardase el secreto, por temor, le decía, de verme detenido, condenado y entregado a Alemania. Y había cumplido su palabra.
“Pero he aquí que a comienzos de este verano le entraron unos deseos locos de ir a ver el lugar de mi hazaña. Le rogó tanto y tanto a su padre (sin confesarle su secreta razón) que la llevó a Colonia, ocultándome este viaje, según el deseo de su hija.
“No tengo necesidad de decirte que no he visto la catedral por dentro. Ignoro dónde está la tumba (¿hay tumba?) de las once mil vírgenes. Se cree, ¡ay!, que este sepulcro es inaccesible.
“A los ocho días, recibí una carta de diez líneas deshaciendo nuestro compromiso: y una carta explicativa de su padre, confidente tardío.
“Por sólo el aspecto del relicario, había comprendido mi superchería, mi mentira, y al mismo tiempo, mi real inocencia. Al preguntar al guardián de las reliquias si se había cometido algún robo, éste se echó a reír, demostrándole la imposibilidad de semejante intento.
“Y desde el momento en que yo no había fracturado un lugar sagrado ni metido mi mano profana en medio de unos restos venerables, ya no era digno de mi rubia y exquisita prometida.
“Se me prohibió la entrada en la casa. Por más que rogué y supliqué, no logré enternecer a la hermosa devota.
“Caí enfermo de tristeza.
“Mas, la semana pasada, su prima, que es también la tuya, madame de Arville, me rogó que fuese a verla.
“He aquí las condiciones de su perdón. Tengo que llevarle una reliquia, pero una reliquia verdadera y auténtica, certificada por nuestro santo padre el Papa, de una virgen y mártir cualquiera.
“Me voy a volver loco de perplejidad y de inquietud.
“Iría a Roma si fuese preciso. Pero no puedo presentarme al Papa de improviso y relatarle mi necia aventura. Y, además, dudo que se confíen a los particulares reliquias verdaderas.
“¿No podrías recomendarme a algún monseñor o aunque sólo fuese a un prelado francés, propietario de fragmentos de una santa? ¿Tú mismo, acaso, no tendrás en tus colecciones el precioso objeto que se me reclama?
“¡Sálvame, mi querido abate, y te prometo convertirme diez años más pronto!
“Madame de Arville, que toma el asunto muy en serio, me ha dicho: “La pobre Gilberte no se casará jamás.”
“Mi buen camarada, ¿dejarás morir a tu prima víctima de una estúpida farsa? Te lo suplico, haz que no sea la once mil una virgen.
“Perdona, soy indigno; pero te abrazo y te quiero de todo corazón, tu viejo amigo, HENRY PONTAL.” FIN