EL ALMENDRO Ignacio Bermejo Martínez

Si existe algo que resplandezca sobremanera en mi infancia, es sin duda el
grandísimo almendro que crecía con esplendor, mas o menos en el centro del corral
donde yo jugaba.
Aquel impresionante árbol, fue mi mejor cobijo en innumerables ocasiones.
Algunos días, al regresar del colegio, subía a sus ramas, perdiéndome en su
altura en busca de soledad. Me quedaba tumbado en el regazo que formaba su tronco
oscuro, casi vertical, con la rama más importante y allí contemplaba el color azul
turquesa del cielo en los atardeceres.
Meditaba en una comunión perfecta con el medio, elevándose mi espíritu a
dimensiones grandiosas. A veces deseaba ser aire para acariciar con suavidad las verdes
hojas o pájaro para lanzarme al vacío y reflotar en el espacio, surcando desde lo alto
sobre el magnífico paisaje, aunque la mayoría, simplemente descansaba, abiertos mis
sentidos, queriendo percibir sobre la piel de mi cara, el frescor dulce de la brisa
veraniega, el zumbido interminable y coqueto de las pequeñas olas de la mar lamiendo
las sapinas secas sobre la arena de la orilla, y el alborozo lejano de los chiquillos
correteando por la plazoleta de la Iglesia.
Momentos, rotos casi siempre por mi hermana, quien desde abajo se adentraba
con su infantil mirada, con sus inocentes ojos en aquel lugar secreto y me llamaba
gritando.
A los pies del árbol labré mi primer huerto, levantando surcos negros en la tierra
que bebía sedienta las húmedas gotas del mi sudor caliente.
A sus pies, oculto en rincones de desahuciados gallineros y conejeras, mis
primeros descubrimientos sobre mi condición más humana, hojeando revistas
extraviadas por sabe Dios que clase de hombres descuidados. Eran fotos de mujeres,
mostrando a mi curiosidad temprana, el gozo de contemplar la carne desnuda,
imaginando las caricias, en aquellos que fueron mis primeros sueños como hombre.
Las campanas viejas y amigas, rompiendo los silencios mañaneros y aquellos
hombres rudos, reunidos en el bar que había en la playa, bebiendo jaras de cerveza,
hablando de sus cosas, bajo un sol escandaloso que acuchillaba a eso de las doce del
medio día.
Yo bajaba montado en bicicleta, pasando por el lado de los perros que dormían
tumbados en las aceras y que eran botín de cientos de voraces moscas.
En fila, limitando los caminos, hileras de chumberas y cañaverales, por donde se
perdían los gatos que huían de ser manoseados. En uno de aquellos recovecos, oculto
con maldad, el viejo “Arrastraculo” que exento de moral, llamaba a los niños, que
engolfados con los gatos se acercaban. En sus manos un gato oscuro, demasiado
pequeño para tener hechuras de gato de verdad. Un gato sucio que salía de su bragueta,
y que mostraba a los pequeños sin pudor, pidiéndoles que lo acariciaran. Un gato que
una vez mi madre quiso ver, tras contárselo mi hermana, y degolló con violencia para
desgracia del viejo que jamás volvió a las tunas.
Después de las cervezas al medio día en el bar de la playa, aquellos hombres
rudos, subían con los carrillos cargados de pescado. Róbalos, zapatillas, herreras y
mojarras que pregonaban vendiéndolas. Mi madre las compraba y las limpiaba en la
acequia cortándoles debajo de sus bocas, haciéndoles una raja por donde sacaba las
tripas. Las descamaba, las enjuagaba en el grifo y se las fría a mi padre. El se las comía
mientras yo lo contemplaba. - “!Come, niño!”- me decía desde el otro lado de la mesa.
A mí jamás me gustó el pescado. Siempre me olió mal, como los conejos.
Lo de los conejos era distinto. A los conejos los mataba mi padre, atándolos por
sus patas traseras a la rama más baja de mi almendro. Los trincaba por las orejas con
una mano y con el canto de la otra los desnucaba de un golpe certero. Luego les rasgaba
la piel, arrancándosela de cuajo y quedaba el conejo desnudo con un aspecto asqueroso.
Les abría la barriga y sacaba sus mal olientes tripas, echándolas en una
palangana de plástico, dándoselas al perro para que se las comiera. Las tripas se
retorcían mientras estaban calientes, pero luego terminaban de morir y se llenaban
también de moscas.
Al conejo se dejaba lo menos una noche colgado de la rama, para que la relente
ablandara su carne, y al día siguiente mi madre lo guisaba en amarillo, que era como
mas sabroso estaba.
Mientras mi madre cocinaba, poniendo sus ollas de aluminio al fuego, también
barría, limpiaba, fregaba y tendía. Tender lo hacía en los alambres acerados que había
en el corral. En ellos la ropa se inflaba de aire, sobre todo los días de levante, dando la
apariencia de estar llenas de personas invisibles. Yo asustaba a mi hermana, pero esta, a
pesar de ser más pequeña, exenta de miedo se iba hasta los seres invisibles y los mataba
a escobazos, manchando toda la ropa. Mi madre se enfadaba, cuando esto ocurría. Yo
me escondía en mi almendro y mi hermana simplemente la correteaba hasta que mi
madre se cansaba y jadeante se retiraba vencida.
Recuerdo como algo muy especial el día de mi primera comunión. Mi madre no
quiso comprarme el vestidito blanco de almirante con galones dorados que a mi me
gustaba. Me vistió con un pantalón claro y una chaqueta marrón, pues decía que de esa
forma, aquella ropa me serviría para otras ocasiones, y bien que me sirvió, pues un poco
mas y casi tengo que ir a hacer la mili con ella puesta.
Aquel día fantástico, a pesar de no vestir con el traje que me gustaba, recuerdo
como algo sublime el hecho de engalanarnos desde temprano. A mí me levantaron el
primero, pues mama sabía que yo era mucho más formal que mi hermana y no me
ensuciaría.
Como iba a recibir el cuerpo de Cristo, debía estar en ayunas para tan gran e
importante momento de mi vida, así que no puede desayunar. Mamá y papa tampoco lo
hicieron, pero si mi hermana, quien se tomó un apetitoso vaso de leche con cacao y su
correspondiente ración de galletas y todo ello antes de vestirse, pues mama si que sabía
que si no era de esa forma, la niña terminaría manchándose y era una pena después de
tanto sacrificio.
Cuando por fin salimos al callejón para ir a la iglesia, yo mire para el corral y me
quedé perplejo, maravillado ante la preciosísima visión de mi almendro florido de
millones de minúsculas florecillas blancas nacaradas que brillantes, parecían ataviar
también al árbol para la ocasión, deslumbrándome el alma. ¡Que bonito estaba!. Pensé
que mas o menos así debía de ser el cielo ese del que me habían hablado.
Luego con los años, he visto otras floraciones espectaculares, como la de los
cerezos por los campos del norte, o la amarilla de los jaramagos y los vinagrillos de los
esteros, pero, a pesar de ser preciosas, no llegaron a impresionarme como la floración de
mi amigo el viejo almendro de mi corral.
A nosotros nos terminaron echaron del lugar, aludiendo no se que razones de
mayores que entonces no comprendí demasiado bien. Aquel corral y mi casa fueron
adquiridos por un desalmado que terminó tapando la tierra con una torta de hormigón y
cortando el almendro porque decía que daba bichos.
Los caminos se fueron perdiendo, bajo el asfalto negro de nuevas carreteras.
Mamá murió, se apagó la luz de sus ojos y su voz dejó de sonar para siempre, como las
campanas, aquellas pequeñas campanas que mañaneaban cada domingo. También
cortaron las tunas y en la playa ya no está aquel bar. Los hombres, aquellos hombres
rudos de la mar, todos muertos como mama, y yo, yo aquí, solo, recordando inmerso en
un vacío difícil de explicar.
Algunas veces ahora, cuando voy con mi mujer y mi hijo a la vera de la mar, me
quedo embelesado mirando el infinito, y mientras el pequeño juega con la arena ella me
pregunta que es lo que estoy mirando. –Miro a mi almendro- respondo, pero no me
entiende. Se que a veces piensa que estoy loco, y es que en la mar no crecen árboles.