EL LEÑO Guy de Maupassant

El salón era reducido; los cortinajes, gruesos, y el ambiente, perfumado y agradable. Ardían en la chimenea grandes leños, y un quinqué velaba su luz con una pantalla de blondas antiguas, alumbrando confusamente a dos personas que hablaban.
Una era la señora de la casa; tenía los cabellos blancos, pero la edad no había marchitado su cutis; era una vieja encantadora, impregnada en las finas esencias que perfumaron su baño toda la vida.
Su interlocutor era un amigo de su juventud, soltero empedernido, que la veía una vez por semana: un compañero de viaje en la existencia; nada más.
Habían dejado de hablar y miraban al fuego, silenciosos, como saben estarlo personas que se quieren bien y al hallarse juntas no necesitan hablar constantemente para hacerse agradables.
De pronto, un leño que se apoyaba mal encima de los demás, rodó, saliendo de la chimenea y lanzando sobre la alfombra sus cortezas inflamadas.
La señora no pudo contener una exclamación de susto y se levantó, disponiéndose a huir, mientras el caballero, con las puntas de los pies, empujaba el enorme tizón hacia la chimenea; luego, cogiendo las tenazas lo colocó bien.
Ya remediado el desastre, se dejaba aún sentir el olor de la alfombra quemada, pero la señora volvió a su puesto, y el amigo, sonriente, murmuró:
—Vea usted por qué motivo no estoy casado.
Ella le miró asombrada y curiosa, como interrogándole, y él dijo:
—Es una historia, una triste y desdichada historia.
***
Éramos dos amigos inseparables, y de pronto notaron los camaradas que se habían enfriado completamente nuestras relaciones. Vivíamos juntos y nos separamos para siempre.
Ahora voy a decir el motivo.
Una noche, al retirarnos, me dijo que se casaba.
Aquella noticia me hizo el efecto de una traición. Cuando un amigo se casa, deja de ser amigo. La mujer no tolera rivales, el amor carnal teme a la verdadera confianza.
Sean como fueren los lazos que unen a un hombre y a una mujer, nunca ligan sus almas ni sus inteligencias; el esposo y la esposa quedan como dos beligerantes, frente a frente, porque son individuos de razas distintas. Es inevitable que haya en el matrimonio un dominador y una victima, un dueño y un esclavo; unas veces puede más él y otras ella. Al estrecharse las manos palpitan con ardor; no se las estrechan nunca con esa fuerte, prolongada y leal presión que parece poner en contacto los corazones con afecto sincero y viril.
Los prudentes, en lugar de casarse creando para consuelo de su vejez hijos que los abandonarán, deberían buscar un verdadero amigo y vivir con él en esa vaga comunión de ideas que sólo puede existir entre dos hombres.
Mi amigo Julián se casó. Su mujer era hermosa y atractiva: una rubia esbelta y vivaracha, que al parecer le adoraba.
Al principio frecuenté poco su casa, temiendo ser importuno; pero me trataron uno y otro, con tales atenciones, que poco a poco me dejé seducir por el canto de aquella vida; los acompañaba mucho, comiendo con ellos frecuentemente, y al volver a mi casa pensé muchas veces decidirme a buscar una mujer que alegrara mi soledad. El ejemplo de mi amigo me convencía.
Iban juntos a todas partes y siempre los veía juntos en su casa. Una de las noches que me convidaron a cenar, Julián dijo:
—Amigo mio: he de salir en cuanto pongan los postres en la mesa. Es un asunto urgente, pero volveré a las once en punto. Entre tanto, quédate dando conversación a Berta.
La mujer sonrió, diciendo:
—Yo le dije que invitase a usted hoy.
Estrechándole una mano, respondí:
—Es usted muy amable, señora.
Y sus dedos oprimieron los míos de un modo particular. Fuimos a la mesa, y, a las ocho en punto, Julián se despidió y se fue.
Sentimos bruscamente una turbación extraña; era la primera que nos veíamos a solas, y a pesar de que nos tratábamos con mucha confianza, como siempre se halló entre los dos el marido, aquella situación era muy distinta. Hablé al principio de cosas vagas, insignificantes. Ella no contestó, quedando en silencio frente a mi, al otro lado de la chimenea, con la mirada indecisa, los pies tendidos hacia la lumbre y el pensamiento abstraído en una complicada meditación. Cuando hube agotado el. repertorio de asuntos vulgares y corrientes, callé. Es muy trabajoso en ciertas circunstancias encontrar que decir. Además, en el ambiente se nota como un reflejo misterioso de las intenciones veladas que preocupan a otra persona respecto a nosotros.
El silencio se prolongó mucho, hasta que Berta me dijo:
—Haga el favor de añadir un poco de leña: el fuego se apaga.
Hice una pirámide con los tizones y coloqué para rematarla un leño grueso.
Callamos algunos minutos, y el fuego avivado nos abrasaba el rostro. Berta, clavando en mí sus ojos, dijo:
—Hace demasiado calor; tendremos que retirarnos al diván.
Y allí fuimos, sentándonos el uno junto al otro.
De pronto, mirándome frente a frente, me preguntó:
—¿Qué haría usted si una mujer le confesara que le quería?
Respondí, sorprendido por la pregunta:
—Como no tengo precedentes ni lo he pensado jamás..., dependería de cómo fuese la mujer.
Ella soltó la risa, una risa nerviosa, vibrante, seca, y añadió:
—Los hombres no son audaces ni maliciosos.
Quedó en silencio un instante para proseguir:
—¿Se ha enamorado usted alguna vez?
Dije que si, naturalmente. Me pidió que se lo contara, y mientras yo le refería una historia cualquiera, oyéndome protestaba con gestos despreciativos:
—No; usted no sabe nada de esas cosas. Para que un amor sea verdadero, es necesario que se imponga violentamente, abrasando el corazón, retorciendo los nervios, enloqueciendo el cerebro. Es necesario que sea, ¿cómo decirlo?, que sea peligroso, terrible, casi criminal, sacrílego; que sea una especie de traición. Quiero decir, que para gozarlo sea preciso atropellar leyes y romper lazos. El amor tranquilo, fácil, sin riesgo, legal, ¿puede llamarse amor?
Yo no sabía qué responder, y los ella, con afectada indiferencia, había inclinado el cuerpo de modo que apoyaba la cabeza en mi hombro y dejaba ver los pies bien calzados y la parte baja de sus medias rojas, que los reflejos de la chimenea inflamaban.
Al cabo de un minuto, murmuró:
—Me tiene usted miedo.
Protesté, y apoyó su cabeza en mi pecho sin mirarme, diciendo:
—Si le confesase que le quiero, ¿qué haría usted?
Antes que yo buscara respuesta, sus brazos me oprimían y sus labios me provocaban.
Aquello era para mí terrible. Ser amante de la mujer de Julián, de aquella engañadora, perversa y sensualmente apasionada que ya no tenía bastante con su marido. Hacer traición a todas horas, engañar siempre, fingir amor, sin más deseo que gozar del fruto prohibido... No; no me halagaba. Pero ¿qué hacer? ¿Cómo resistir estúpidamente la perfidia enloquecedora de aquella criatura inflamada y audaz, palpitante y provocativa? ¡Oh! El que no haya sentido sobre su boca el voluptuoso beso de una mujer resuelta a entregarse, que me arroje la primera piedra...
Un minuto más y... ya comprende usted lo que hubiera sucedido. Pero una cosa imprevista nos hizo estremecer.
Algo rodó por el suelo agitando las llamas; era un leño encendido, un leño que incendiaba la alfombra, y que, al quedar junto a un sillón, amenazaba prender la casa.
Me levanté precipitadamente, y mientras ponía en la chimenea mi leño salvador y apagaba con los pies las llamas que se iban encendiendo por el suelo, se abrió la puerta y entró Julián radiante de alegría, gritando:
—Ya estoy libre, libre, dos horas antes de lo que imaginaba.
***
Sí, amiga, el percance de la chimenea me había librado de otro mayor: de que me sorprendiera en flagrante delito.
Y usted supone las fatales consecuencias de una acción semejante.
Pero en lo sucesivo evité las ocasiones y pronto comprendí que Julián me trataba fríamente. Sin duda, su mujer era la causa de que nuestra intimidad amenguase; y me fui retirando de su casa poco a poco, hasta que al fin dejé de verlos en absoluto.
Entonces resolví no casarme. Como usted ve, señora, tenía sobados motivos para tomar esta resolución. FIN