EL LISIADO Guy de Maupassant

El hecho ocurrió en 1882. Acababa de instalarme en un rincón de un compartimiento vacío, y había cerrado la portezuela con la esperanza de viajar solo, cuando volvió a abrirse de súbito y oí una voz que decía.
—¡Cuidado, señor! Nos hallamos precisamente en un cruce de líneas; el estribo está muy alto.
Otra voz respondió:
—No te preocupes; me sujeto bien.
Luego apareció una cabeza cubierta con un sombrero hongo, y dos manos, que se aferraban con firmeza a los montantes, izaron lentamente un corpachón cuyos pies al tocar el estribo hicieron el ruido que produce una estaca al golpear el suelo.
Cuando el viajero introdujo el torso en el compartimiento, vi aparecer al extremo del pantalón la contera de una pierna de palo pintada de negro, y después otra pierna de iguales características. Surgió detrás del viajero una cabeza que inquirió:
—¿Está bien instalado el señor?
—Sí, muchacho.
—Pues ahí van los paquetes y las muletas.
Y un criado, que parecía un antiguo asistente, subió a su vez con una porción de bultos envueltos en papeles negros y amarillos, cuidadosamente atados, y los dejó en la red por encima de la cabeza de su amo. Luego dijo:
—Bueno; ya está todo. Hay cinco. Los dulces, la muñeca, el fusil, el tambor y el pastel de foie-gras.
—Bien, muchacho.
—Feliz viaje, señor.
—¡Gracias, Lorenzo! ¡Sigue bien!
El criado se marchó, cerrando la portezuela, y miré a mi vecino.
Debía de tener unos treinta y cinco años, aunque su pelo era ya casi blanco. Llevaba condecoraciones; era bigotudo, robusto, muy gordo, con esa gordura que aqueja a los hombres activos y fuertes cuando una enfermedad o un accidente los obliga a permanecer casi inmóviles.
Se enjugó la frente, resopló con fuerza y preguntó, mirándome a los ojos:
—¿Le molesta a usted el humo?
—No, señor.
Yo conocía ya aquellos ojos, aquella voz, aquella cara. Pero ¿de dónde, de cuándo? Seguramente había hablado con aquel hombre, le había estrechado la mano. Hacía mucho, mucho tiempo, y el recuerdo de aquello estaba envuelto en la bruma que los años adensan en torno a las cosas antiguas, y a través de la cual la inteligencia persigue, muchas veces en vano, los recuerdos que se empeñan en huir.
También él me miraba con la insistencia y la tenacidad de un hombre que recuerda algo, pero de modo confuso.
Nuestras miradas se desviaban al encontrarse; pero al cabo de unos segundos, movidas por la voluntad inconsciente que desarrolla el trabajo de la memoria, volvieron a encontrarse, y entonces insinué:
—Entiendo, caballero, que en vez de mirarnos a hurtadillas durante una hora, vale más que recordemos juntos dónde nos conocimos.
Mi vecino asintió sonriendo:
—Tiene usted mucha razón.
Dije mi nombre:
—Me llamo Enrique Bonclair, magistrado.
Vaciló unos segundos, y luego, en ese tono vago que acompaña siempre a las fuertes tensiones mentales, murmuró:
—¡Ah, sí! Ya me acuerdo; lo conocí en casa de los Poincel, tiempo atrás, antes de la guerra. ¡Hace ya doce años!
—Sí, sí, en efecto... ¿Es usted el teniente Revalière?
—Sí... Fui el capitán Revalière hasta el día que perdí las piernas..., ambas a la vez, segadas por una granada...
Y nos contemplamos de nuevo, después de reconocernos.
Recordaba muy bien haber visto a aquel buen mozo esbelto que bailaba con gran rapidez y soltura y a quien creo que llamaban “la tromba”. Pero detrás de aquella imagen, claramente evocada, flotaba aún algo confuso, algo que yo había sabido y olvidado, uno de aquellos casos a los que se presta escasa atención y que dejan en la memoria una huella casi imperceptible.
Se trataba de amores, no me cabía duda acerca de ello, pero no podía rememorar nada concreto.
Poco a poco, sin embargo, se disiparon las sombras y un rostro de muchacha apareció ante mis ojos. Luego, de improviso, reconstruí su nombre: la señorita de Mandal. Ahora, por cierto, se me hacía presente todo. Era una historia de amor vulgar. La joven amaba al teniente cuando yo lo conocí, y se hablaba de su próximo matrimonio. Él parecía muy enamorado, muy dichoso.
Miré hacia la red donde el criado de mi vecino había puesto los paquetes, que se movían de continuo, sacudidos por la marcha del tren, y me vinieron a las mientes las palabras del criado.
Había dicho:
—Bueno. Ya está todo. Hay cinco: los dulces, la muñeca, el fusil, el tambor y el pastel de foie-gras.
Entonces, de pronto, inventé una novela. Se asemejaba a todas las que había leído y en las cuales el galán o la novia se casan enamorados, después de la catástrofe corporal o económica. Así, pues, aquel oficial, mutilado durante la guerra, halló al terminar la campaña a su prometida tan prendada de él como antes, y se casó con ella.
Aquello se me antojaba hermoso, aunque sencillo, como se juzgan muy sencillos los actos heroicos y los desenlaces de los libros y del teatro.
Cuando se lee o cuando se escucha en esas lecciones de magnanimidad, siempre estima uno que también se sacrificaría con placer entusiasta, con arranque admirable. Pero si un amigo necesitado nos pide al día siguiente unos francos, sobreviene un arranque de malhumor.
Después, otra suposición menos poética y más prosaica siguió a la primera. Quizá se había casado antes de la guerra, antes de que la granada le cortara las piernas, y la joven, desolada y resignada, cuidó de aquel marido que partiera apuesto y robusto y volvía con las piernas de palo, pobre, mutilado, condenado a la inmovilidad, a las cóleras impotentes y a la obesidad fatal.
¿Era feliz o infeliz? Un deseo, leve primero, más acentuado luego, y después irresistible, se apoderó de mi mente. Quería conocer su historia o, por lo menos, lo principal de ella, que me permitiría adivinar lo que no podía o no querría revelarme.
Le hablaba mientras hacía tales reflexiones. Habíamos cambiado algunas palabras sin interés, y yo, mirando hacia donde estaban los paquetes, pensaba: “Tiene tres hijos: los dulces son para su mujer, la muñeca para la niña, el fusil y el tambor para los chicos, y el pastel de foie-gras para él.”
De improviso lo interpelé:
—¿Tiene usted hijos, caballero?
Él contestó:
—No, señor.
Me sentí turbado, como si hubiese cometido una gran inconveniencia, y expliqué:
—Dispense. Lo había imaginado al oír a su criado hablarle de juguetes. Se oye sin escuchar y se deduce sin querer.
Sonrió y luego puntualizó:
—No, no me he casado siquiera; no pasé de los preliminares.
Fingí acordarme de repente:
—¡Ah! Es verdad... Estaba usted prometido, cuando lo conocí, a la señorita de Mandal.
—Sí, señor; posee usted una excelente memoria.
Con audacia increíble añadí:
—Sí, creo recordar haber oído decir que la señorita de Mandal se casó con el señor..., el señor...
Pronunció tranquilamente el nombre:
—El señor de Fleurel.
—¡Eso es! Sí.... hasta recuerdo que se habló de su herida...
Lo miraba; se ruborizó.
Su ancha cara, que el constante aflujo de sangre mantenía muy colorada, se puso más roja todavía.
Replicó con vivacidad, con el ardor súbito de un hombre que defiende una causa perdida por adelantado, perdida en su interior, pero que desea ganar ante la opinión:
—Hace mal, caballero, en asociar mi nombre junto al de la señora de Fleurel. Al volver de la guerra sin piernas, crea usted que no hubiese querido a ningún precio ser su esposo. ¿Era acaso posible? Si una mujer se casa, no es por hacer un alarde de generosidad, sino para vivir día y noche al lado de un hombre, y si ese hombre está lisiado como yo, se la condena a un sufrimiento constante. ¡Oh! Comprendo y admiro todos los sacrificios, todos los afectos desinteresados, siempre que tengan un límite; pero no admito el tormento de una criatura que puede pasar una existencia dichosa, no admito que renuncie a todas las alegrías, a todos los ensueños, por el gusto de excitar la admiración del público. Cuando oigo resonar en el pavimento de mi habitación el ruido de mis piernas y de mis muletas, ese ruido de molino que produzco a cada paso, me sobreviene una cólera tremenda. ¿Cree usted que cabe exigir que una mujer tolere lo que uno mismo no tolera sino a la fuerza? Y, además, ¡valiente facha presentan mis patas de palo!
Calló. ¿Qué iba yo a objetarle? Me parecía que estaba en lo justo. ¿Podía censurarla a ella? No. Y, sin embargo... La solución prosaica, lógica, no satisface mis instintos poéticos. Aquellos muñones heroicos se me figuraban dignos de un sacrificio, y saber que no se había hecho me producía una gran decepción.
Lo interrogué:
—¿Tiene hijos la señora de Fleurel?
—Sí, una niña y dos niños; para ellos son estos juguetes que traigo. Su esposo y ella se han portado muy bien conmigo.
El tren subía la pendiente de Saint-Germain. Pasó los túneles, entró en la estación, se detuvo.
Iba a ofrecer mi brazo para ayudar a bajar al oficial, cuando dos manos se tendieron hacia él por la portezuela abierta.
—Buenos días, querido Revalière.
—Buenos días, Fleurel.
Detrás del marido sonreía la esposa, muy contenta, linda todavía, saludando con las manos enguantadas. Una niñita brincaba de júbilo a su lado, y dos chiquillos miraban con avidez el tambor y el fusil, que pasaban de la red del vagón a las manos del padre.
Cuando el lisiado estuvo en el andén, lo abrazaron los niños. Luego todos echaron a andar, y la niña, cariñosa, apoyaba su manita en el travesaño de una de las muletas, como hubiese podido estrechar, andando a su lado, un dedo de su viejo amigo. FIN