LEOPOLDO EL BESUCÓN Ignacio Bermejo Martínez

Hoy es uno de esos días en los que uno no se levanta bien de ánimos. Es un día
gris, melancólico y triste. Me miro y veo en mi a la protagonista de un anuncio de
compresas. ¡Hay!, ¡hay!, que mal me siento hoy.
Me siento tan mal que no tengo ni ganas de ir a trabajar. Hoy me tomaré el día
libre.
Desde mi cuarto oigo como el agua de la ducha de Angélica se precipita en
minúsculas gotas agresivas y furiosas sobre su cuerpo desnudo. Seguro que se ha vuelto
a dejar abierta la ventana. Oigo el chapoteo y me inquieto. Me pongo muy nervioso.
Una fuerza interior incontenible me incita a mirar por la ventana. Quiero verla. Deseo
verla, pero no, no sería correcto espiarla cuando se asea.
El agua sigue sonando con cierto recochineo. El agua sigue corriendo,
martirizándome. Trato de taparme los oídos, pero no sirve de nada. El ruido provocador
se me ha metido en la cabeza y ya es tarde, demasiado tarde. No lo oigo, pero lo
imagino, que es peor, mucho peor. Ahora la veo dentro de mi cabeza enjabonándose,
acariciando su suave cuerpo con una manopla húmeda. ¡Mírala!, mírala como me mira.
¡Mírala!, mírala como se ríe.
No puedo contenerme, no puedo. Mis ojos niños quieren volver a pecar y nada
puedo hacer por impedírselo. No quiero pero no puedo contenerme, no puedo, no
puedo. Con indiscreción, alevosía y muy a mi pesar, digamos que a cara de perro
traicionero, levanto una balda de mi persiana. Mis ojos no pueden esperar más. Mi
mirada se escapa furtiva. La pasión me golpea en la garganta y... ¡leches!, ¡releches!,
que asco. No es Angélica quien se ducha. Esta maldita visión que me ha cogido por
sorpresa, ha hecho que me diera una punzada repentina en la cornea. Me ha dado un
repelus en el ojo. ¡Que dolor más grande!. No es de Angélica el cuerpo desnudo que se
muestra frente a mí. Es su madre. Su obesa, anciana y viuda madre quien se ducha con
la ventana de par en par. ¡Que gorda!. ¡Que vieja!, ¡Que pliegues de pellejos colgantes!.
¡Que escalofríos más malos!. ¡Que miedo!, que miedo me ha dado cuando la señora me
ha mirado sonriendo y me ha guiñado un ojo.
-Raaak. Raaak. Cierro la persiana con desprecio. Me prometo a mí mismo
clausurar esta abertura en breve y para siempre. Lo antes que sea posible, tapiaré esta
ventana, a pesar incluso de quedarme totalmente a oscuras.
A eso de las doce del la mañana he salido a la calle por dar una vuelta y
tomarme un aperitivo. Antes por supuesto he llamado a la oficina y me he justificado
ante el jefe, a quien le he puesto una excusa bananera sobre mi falta de asistencia, pero
total, como soy funcionario cualquier cosa cuela.
A mí siempre me ha encantado tomarme los aperitivos en el bar Madrid. El bar
Madrid siempre me ha gustado mas que ningún otro porque suele estar muy concurrido
y de personas muy variopintas.
Yo sé bien que por mi físico o por mi... bueno... por ese “no se qué” que tengo,
suelo pasar para los demás por ser un hombre raro. Nada más fuera de la realidad, pues
yo soy muy normal, quizás muchísimo más normal que el resto, y por eso la diferencia.
Por eso me siento tan bien en el bar Madrid. Porque hay gente que son mas raras
que yo. Me gusta el bar Madrid, porque me pido una cerveza y una tapa y me la ponen
corriendo. Me gusta porque la barra, de madera de caoba vieja, pintada y repintada a
través de los años, de color oscuro, está justamente a la altura de mi codo y me apoyo
estupendamente. Me gusta por que me gusta, y no tengo que darles a nadie
explicaciones al respecto.
Pues nada, pues eso, que al entrar en el bar Madrid para tomarme mi aperitivo,
alguien me ha hablado.
-Invítame a un cigarrito.- Me ha dicho un viejo desdeñoso y mugriento que
borracho acaba de entrar por la puerta.
-No fumo- le he dicho tratando de cortarle.
-Pues dame cinco duritos para comprarme uno.
Yo, que no es que sea más bueno que nadie, que simplemente soy más tonto que
todos, he sacado mi cartera y le he dado una propina de cuarenta duracos al pobre
desalmado que apesta a rayos y centellas.
-Tome- Le he dicho con cordialidad.
-Gracias Señor, es Usted todo un Caballero.
Y ni corta ni perezosa el viejo pestoso me ha dado un abrazo con sus mugrientos
y canijos brazos renegridos. Me apretaba contra sí, impregnándome del nauseabundo
olor que manaba de su cuerpecillo.
-¡Suélteme señor!- le he dicho tratándome de librar de él.
-Venga Usted a mis brazos- Seguía el borracho diciéndome apretándome mas
aún.
-¡Que me suerte, leche!.
-Que no le suelto, que es Usted un señor.
-Ya, pero es que como no me suelte me va hacer vomitar, ¡joper!.
Cuando por fin he conseguido librarme de aquel pulpo mal afeitado, él muy
agradecido ha querido también obsequiarme con algo. Ha sacado del bolsillo de su
mugrienta camisa un bolígrafo y se ha puesto a rellenar una quiniela. Al terminarla me
la ha regalado como si fuera un boleto premiado. Yo, que no es que sea bueno, que es
que soy tonto, he vuelto a pagarle otra cervecita y el viejo se ha emocionado tanto que
me ha asaltado a traición y ha vuelto intentado besarme en la boca, el asqueroso.
-¡¿Pero que hace?!-
-¡Dame un beso campeón!- me ha dicho mostrándome con descaro su exagerada
lengua roja que apestaba a rayos y centellas. En su boca sucia solo hay un solo diente.
Eso si, un diente muy grande, muy renegrido por debajo y muy amarillo en el resto.
-¡Dame un beso campeón! – insiste el viejo abrazado a mi cuello de nuevo. No
veas el trabajo que me ha costado librarme del tío.
-¡Pero suélteme, hombre!. ¡Usted apesta!.
-Ya lo sé, es que me he meado encima. ¡Dame un beso!.
-Que no hombre que no.
-Bueno pues te lo doy yo a ti.
-Que no, que no, que le huele a usted el aliento un montón. Déjeme tranquilo
hombre, déjeme tranquilo por favor.
El viejo por lo visto se ha ofendido, se ha separado al instante y por fin se
marcha.
Menos mal que ya me lo he podido quitar de encima, pero su olor su olor se ha
quedado conmigo, me ha impregnado todo ¡que asco!, ¡que asco!.
Es tan fuerte su olor, que al pasar por la alameda, al salir del bar Madrid,
justo cuando pasaba por el banco donde dormía una señora indigente, esta se ha
levantado y se ha puesto a buscar oteando a su alrededor diciendo: -¿Donde estas mi
amor?, ¿dónde estas cariño mío?, que no puedo verte, pero puedo olerte. Ven conmigo
Leopoldo, ven conmigo mi amor.
Vamos, lo que me faltaba, a la vista de tanta pasión, lo único que he podido
hacer es salir corriendo para casa para darme una ducha de urgencia con sesión
extraordinaria de masaje estropajero. ¡Joper! ¡Joper!, y a ver si puedo librarme de esta
manada de perros callejeros que no paran de seguirme desde que salí del bar.
¡Espero que al menos la quiniela de Leopoldo sea lo menos de catorce!.