Encontrar esa leyenda en una bolsa de plástico me produjo una alegría infinita. Si aquel objeto no se trataba de un juguete, y ni tan solo era apto para niños, debía tratarse de un objeto adulto. Me trasladaría de mis insulsos 4 años a un nuevo mundo plagado de interesantes conversaciones.
Sí. Mil veces sí.
Arrugué la bolsa y la introduje en mi bolsillo, para dirigirme a continuación hacia la salita, donde mis padres conversaban animadamente con unos amigos. Esperé una mirada distinta en ellos, alguna exclamación, una invitación a charlar... nada, ni repararon en mi. Volví a mi cuarto.
Algo fallaba. Quizá la bolsa no debía estar arrugada. La estiré, la llevé en la mano, en los zapatos, en la ropa interior, la dejé encima de la mesa. De pronto lo vi claro. Mis padres siempre se fijarían en mi cara, para seguir etiquetándome como niño. Para que esto cambiara, debía colocármela en la cabeza. Y aquí acaba la historia, creo. Sí, dejé inmediatamente de ser un niño. Y mis padres me hicieron más caso del que nunca hubiera soñado. Qué cosas.