MADAME PAISSE Guy de Maupassant

I
Me había sentado en el muelle del pequeño puerto de Obernón, próximo a la aldea de Salís, para contemplar a Antibes, iluminada por el sol poniente. Jamás había visto espectáculo tan bello y tan maravilloso. La pequeña ciudad, encerrada en el cinturón de fortificaciones construido por el señor de Vauban, se metía en el mar, en medio del inmenso golfo de Niza. Las grandes olas del mar abierto veían a estrellarse a sus pies, envolviéndolas en una flor de espuma; las casas se encaramaban unas sobre otras por encima de las murallas, hasta sus dos torres, que se elevaban al cielo como los dos cuernos de un casco antiguo. Y aquellas dos torres se dibujaban sobre la blancura lechosa de los Alpes, sobre aquella enorme y lejana muralla de nieve que cerraba el horizonte por completo.
La pequeña ciudad, brillante y erguida sobre el fondo azulado de las montañas más próximas, entre la blancura de la espuma, al pie de sus muros y la blancura de la nieve, en los limites del cielo, presentaba a los rayos del sol poniente una pirámide de casas de rojos tejados y de fachadas que, aunque todas blancas, eran tan distintas que ofrecían las más variadas tonalidades.
También el cielo, por encima de los Alpes, era de un azul blanquecino, como si sobre él hubiese desteñido su blancura la nieve; casi tocando a las cumbres pálidas, algunas nubes de plata; Niza, al otro lado del golfo, se alargaba como un hilo blanco entre el mar y la montaña. Dos grandes velas latinas, hinchadas por el viento, parecían correr sobre las aguas. Yo contemplaba maravillado todo aquello.
Era uno de esos espectáculos tan gratos, tan extraordinarios, tan deliciosos, que se le meten a uno en el alma y que son tan inolvidables como los recuerdos que dejan las horas de placer. También por los ojos se vive, se media, se padece, se emociona uno y se quiere. El que tiene desarrollada la sensibilidad por la vista, experimenta, contemplando las cosas y los seres vivos, el mismo placer, agudo, refinado y profundo, que la persona de oído delicado y sensible en cuyo corazón hace estragos la música.
Dirigiéndome al señor Martini, meridional de pura cepa, le dije:
—Este es, sin duda, uno de los más notables espectáculos que he tenido ocasión de admirar. He visto salir de entre las arenas, con e1 sol naciente, el monte de Saint-Michel, joya monstruosa de granito.
He visto, en el Sahara, brillar la luz de una luna, tan deslumbradora como nuestros soles, el lago de Raianechergui, de cincuenta kilómetros de longitud, del que se desprendía hacia lo alto una blanca neblina, que parecía humareda de leche.
He visto en las islas de Lipari el fantástico cráter de azufre del Volcanello, flor gigantesca de fuego y de humo, inconmensurable flor amarilla, que se abre en medio del mar, y que tiene por tallo un volcán.
Pues bien: no he visto nada tan maravilloso como Antibes, erguida contra los Alpes, bajo los rayos del sol poniente.
No sé por qué razón acuden a mi memoria recuerdos de la antigüedad; resucitan en mi cerebro versos de Homero; ésta es una ciudad del viejo Oriente, es una ciudad de la Odisea. ¡Es Troya, aunque Troya estaba lejos del mar! El señor Martini sacó del bolsillo la guía Sarty, y me leyó: "Esta ciudad fue originariamente la una colonia fundada por los focios de Marsella, hacia el año trescientos cuarenta antes de Jesucristo. Ellos le pusieron el nombre de Antipolis, es decir "contra-ciudad", por hallarse, efectivamente, al lado opuesto de Niza, que era también una colonia marsellesa. Después de la conquista de las Galias, los romanos hicieron de Antibes una ciudad con Municipio, y sus habitantes gozaban del derecho de ciudadanía romana. Sabemos, por un epigrama de Marcial, que en su tiempo..."
Iba a seguir leyendo, pero yo le interrumpí:
—Me tiene sin cuidado lo que fue en otro tiempo. Le afirmo que en este mismo momento estoy viendo, en este mismo instante, una ciudad de la Odisea. En la costa del Asia, o en la costa de Europa, las de uno y otro lado se, parecen todas, y no hay, en la orilla opuesta del Mediterráneo, .ciudad que despierte en mi, tan vivo como ésta, el recuerdo de los tiempos heroicos.
El ruido de unos pasos me hizo volver la cabeza; por el camino que va hacia el cabo, siguiendo la orilla del mar, pasaba una señora, alta y morena.
El señor Martini me dijo, recalcando las silabas finales:
—Esa es la señora de Parise, ¿sabe usted?
Yo lo ignoraba en absoluto, pero ese nombre, que correspondía al del pastor de Troya, no hizo sino confirmarme en mis imaginaciones.
Pregunté, sin embargo:
—Y ¿quién es la señora de Parise?
Se alegró de que yo no conociera su historia.
Le di la seguridad de que jamás la había oído, y me quedé mirando a aquella mujer, que se alejaba sin habernos visto, sumida en sus ensueños, caminando con paso lento y majestuoso, como caminan seguramente las señoras de la antigüedad. Tendría alrededor de treinta y cinco años, y era todavía una mujer hermosa, muy hermosa, aunque un poco metida en carnes.
Y he aquí lo que me contó el señor Martini:
II
La señora de Parise, cuyo apellido paterno era Combelombe, había contraído matrimonio, un año antes de la guerra del setenta, con el señor Parise, funcionario del Estado. Era una joven hermosa, tan esbelta y alegre entonces, como ahora maciza y triste.
Antibes quedó guarnecida al terminar la guerra por un solo batallón de línea, mandado por el señor Juan de Carmelín, oficial joven, condecorado durante la campaña, y que acababa de recibir los cuatro galones.
El comandante, que se aburría mucho dentro de aquella fortaleza, auténtica topera, angosta y encerrada en su doble cinturón de murallas, iba con frecuencia de paseo hasta el cabo, que constituye una especie de parque o de bosque, oreado por todas las brisas de alta mar.
Allí fue donde tropezó con la señora de Parise, que también iba a respirar bajo los árboles el aire fresco en los atardeceres de verano. ¿Cómo fue el enamorarse? ¡Quién puede saberlo! Se cruzaban, y se miraban, y seguramente que pensaban uno en otro cuando ya no se veían. La imagen de aquella mujer joven, de ojos castaños, cabellos negros y cara pálida, de la hermosa y lozana meridional que enseñaba sus dientes al sonreír, seguía flotando delante de los ojos del oficial, que continuaba su paseo, mordiendo su cigarro, en lugar de chuparlo; y la Imagen del oficial, bien ceñido en su guerrera, con pantalones rojos y mucho galón de oro, con rubio bigote rizado sobre el labio, surgiría seguramente a los ojos de la señora de Parise todas las noches, cuando su marido entraba a la hora de la cena, mal afeitado, mal vestido, corto de piernas y barrigón.
Tal vez, a fuerza de encontrarse, acabaron los dos por sonreírse cuando se volvían a ver; y, a fuerza de verse, acabarían imaginándose que se conocían. Fue él seguramente quien se lanzó a saludarla, y ella, sorprendida, le contestó con una ligera inclinación, estrictamente lo justo para no parecer descortés. Pero, al cabo de quince días, ya ella le. devolvía el saludo, desde lejos, aun antes de cruzar el uno al lado del otro.
Le habló él. ¿De qué? Le habló seguramente de la puesta del sol. Y se pusieron a admirarla los dos juntos, mirándose más veces a los ojos que al horizonte, Y fue aquél todas las tardes, durante dos semanas, el pretexto fútil y constante para una charla de algunos minutos.
Después se arriesgaron a dar algunos pasos juntos, hablando de cualquier tema; pero ya sus ojos se decían, entre tanto, mil cosas más íntimas, cosas secretas, encantadoras, que se reflejan en la suavidad y emoción de la mirada, y que aceleran los latidos del corazón, porque con ellas se confiesan las almas mejor que con la palabra.
El, después, le cogería la mano, balbuciendo frases que la mujer adivinaba, aun cuando fingiese no oírlas.
Y aunque no hubiese mediado entre ellos ninguna demostración sensual, de pura animalidad, estuvieron de acuerdo los dos en que se amaban.
Ella se hubiera mantenido indefinidamente en aquella etapa de simple ternura, pero él no; él quería ir más lejos, e insistió cada. día con mayor vehemencia para que accediese a su violento deseo.
Ella se resistía, se negaba, parecía resuelta a no ceder.
Y, sin embargo, le dijo una tarde, como sin darle importancia:
—Mi marido acaba de salir para Marsella, y permanecerá allí cuatro días.
Juan de Carmelin se echó a sus pies, suplicándole que lo recibiese en su casa aquella misma noche, a eso de las once. Pero ella no le hizo caso, y regresó dando muestras. de ir enojada. Aquella noche estuvo el comandante de un humor de todos los diablos; al día siguiente, desde que amaneció, se le vio ir y venir por las murallas, rabioso, acercándose tan pronto al grupo en mar que ensayaban los tambores como al sitio en que hacían ejercicio los pelotones de soldados, lanzando a diestro y siniestro castigos a oficiales y clases, como quien tira pedradas a una multitud.
Pero cuando regresó a su casa para desayunarse, halló debajo de la servilleta, y dentro de un sobre, estas cuatro palabras: "Esta noche, a las diez." Sin razón aparente, dio cinco francos de propina al mozo que le servía.
El día le pareció muy largo, y empleó una parte de él en acicalarse y perfumarse.
En el instante mismo en que. se sentaba para cenar, le entregaron otro sobre, que contenía un telegrama que decía así:
"Querida mía: Realizadas aquí las gestiones. Regreso esta noche, en el tren de las nueve. Parise."
Tan furioso fue el juramento que dejó escapar el comandante, que al mozo se le cayó la sopera al suelo.
¿Qué iba a hacer? Estaba resuelto a que fuese suya aquella misma noche, costase lo que costase, y lo sería. Recurriría a cualquier medio para hacerla suya, aunque tuviese que detener y meter en la cárcel al marido. Una idea descabellada le cruzó súbitamente por el cerebro. Pidió papel, y escribió:
"Señora: Le juro que no regresará esta noche, y yo acudiré a las diez donde usted sabe. Nada tema. Yo respondo de todo, por mi honor de oficial.
Juan de Carmelin."
Envió la carta a su destino, y cenó con toda tranquilidad.
A eso de las ocho, mandó llamar al capitán Gribois, al que correspondía el mando en su ausencia. Y mientras daba vueltas entre los dedos el arrugado telegrama del señor Parise, le habló así:
—Capitán: acabo de recibir un telegrama muy especial, y cuyo contenido ni siquiera puedo darle a conocer a usted. Hará usted cerrar inmediatamente las puertas de la ciudad, montando guardia en las mismas para que nadie, ¡fíjese usted bien!, nadie entre ni salga por ellas hasta las seis de la mañana. Hará usted también que circulen patrullas por las calles, obligando a los habitantes a retirarse a sus casas a las nueve .de la noche. El que no lo haya hecho a esa hora, será conducido ,manu militari a su domicilio. Si su gente tropieza esta noche conmigo, que se aparte de mi camino, haciendo como que no me conocen ¿Me ha entendido usted bien?
—Sí, mi comandante.
—Querido capitán, lo hago a usted responsable de la ejecución de estas órdenes.
—Si, mi comandante.
—¿Quiere tomar una copita de chartreuse?
—Encantado, mi comandante.
Chocaron las copas, bebieron el licor amarillo y el capitán Gribois se retiró.
III
A las nueve en punto llegó a la estación el tren de Marsella, dejó en su andén dos viajeros y siguió su carrera hacia Niza.
Uno de los dos, alto y seco, era el señor Saribe, comerciante de aceites; el otro, pequeño y rechoncho, el señor Parise.
Echaron a andar juntos, con el maletín en la mano, para dirigirse a la ciudad, que dista un kilómetro. Pero cuando llegaron a la puerta del puerto, el pelotón de guardia se interpuso con sus bayonetas, dándoles orden de alejarse de allí.
Asustados, estupefactos, entontecidos de asombro, se apartaron a cierta distancia y deliberaron entre si; luego volvieron a acercarse con muchas precauciones, intentando parlamentar y dar sus nombres.
Las órdenes que tenían los soldados debían de ser muy severas, porque los amenazaron con hacer fuego; los dos viajeros huyeron aterrados y a paso gimnástico, abandonando sus maletines, que les estorbaban. para correr.
Fueron dando vuelta a la muralla, y se presentaron en la puerta de la carretera de Cannes. También la encontraron cerrada y con una patrulla de guardia amenazadora. Los señores Saribe y Parise, que eran hombres prudentes, no insistieron más y regresaron a la estación en busca de cobijo, porque los alrededores de las murallas eran peligrosos después de la puesta del sol.
El empleado que estaba de servicio los autorizó, sorprendido y soñoliento, a que se quedasen en la sala de espera hasta que amaneciese.
Y alil permanecieron, el uno junto al otro, sentados en el sillón de terciopelo verde, sin poder dormir, de asustados que estaban.
Para ellos la noche fue larguísima.
A eso de las seis y media de la mañana se enteraron de que las puertas habían sido abiertas y de que. se podía, al fin, entrar en Antibes.
Echaron otra vez a andar, pero no encontraron los maletines que habían dejado al huir.
Algo intranquilos todavía, cruzaron la puerta de la ciudad; el comandante Carmelin, con los bigotes enhiestos y la mirada solapada, se acercó en persona para identificarlos y hacerles algunas preguntas.
Después los saludó cortésmente y se excusó de haberles hecho pasar una mala noche. El no había tenido más remedio que cumplir órdenes.
En Antibes estaban todos turulatos. Decían unos que si se trataba de una sorpresa preparada por los italianos, hablaban otros de un desembarco del príncipe imperial, no faltando quien lo atribuyese a una conspiración orleanista. Sólo más adelante se adivinó la verdad, al saberse que el batallón del comandante era trasladado muy lejos y el señor de Carmelin severamente sancionado.
IV
El señor Martini había terminado su relato. La señora de Parise regresaba, dando por terminado su paseo. Cruzó muy seria cerca de mí, con la mirada fija en los Alpes, cuyas cimas eran ahora de color de rosa, recibiendo los últimos rayos del sol.
Me dieron ganas de saludar a la triste y desventurada mujer, que pensaría siempre en aquella noche de amor, ya tan lejana, y en el hombre valeroso que, por beso suyo, se había atrevido a poner a una ciudad en estado de sitio y a comprometer toda su carrera.
Seguramente que ya a estas fechas él la habría olvidado, como no la recordase para relatar, cuando estuviese algo bebido, aquella aventura audaz, cómica y enternecedora.
¿Volvió ella a entrevistarse con él? ¿Le amaba ella todavía? Yo pensaba para mis adentros: "He aquí un rasgo, grotesco aunque heroico, del amor de nuestros días.
" Para cantar a esta Helena y las aventuras de su Menéalo haría falta un Homero que tuviese el alma de un Paul de Kock. Sin embargo, el héroe de esta mujer abandonada es valeroso, temerario, bello y fuerte como Aquiles, y más astuto que Ulises. FIN