MADEMOISELLE COCOTTE Guy de Maupassant

Íbamos a salir del manicomio cuando en un rincón del patio vi a un hombre alto y delgado que obstinadamente hacía el simulacro de llamar a un imaginario perro. Con una voz dulce, con una voz tierna, gritaba:
—Cocotte, mi pequeña Cocote, ven, Cocotte, ven aquí, perrita— dándose palmadas sobre el muslo como se hace para atraer a los animales.
Pregunté a un médico:
—¿Ese quién es?
Me respondío:
—¡Oh, no tiene mucho interés. Es un cochero, llamado François, que se volvió loco después de ahogar a su perra.
Yo insistí:
—Cuénteme su historia. A veces, las cosas más simples y más humildes son las que más conmueven el corazón.
Y ésta es la aventura de aquel hombre, que habían sabido completa gracias a un palafrenero, compañero suyo.

En las afueras de París vivía una familia de burgueses ricos. Habitaban una villa en medio de un parque, a orillas del Sena. El cochero era el tal François, mozo campesino algo paleto, de buen corazón, simple y fácil de engañar.
Una tarde, cuando volvía a casa de sus amos, se puso a seguirle una perra. Al principio no hizo caso; pero la obstinación del animal que caminaba tras sus talones no tardó en hacerle volverse. Miró si conocía a la perra. No, no la había visto nunca.
Era una perra de una delgadez espantosa, con grandes tetas colgantes. Trotaba tras el hombre con aspecto lamentable y hambriento, la cola entre las patas y las orejas pegadas a la cabeza, y se paraba cuando el hombre se paraba, y volvía a ponerse en movimiento en cuanto él andaba.
Quería alejar a aquel esqueleto de animal y gritó:
—¡Largo! ¡Vete de aquí! ¡Largo, largo!
La perra se alejó unos pasos y se sentó a su espalda, aguardando; cuando el cochero reemprendió la marcha, ella corrió tras él.
François fingió que cogía piedras. El animal huyó algo más lejos zarandeando de un lado para otro sus tetas fofas; pero corrió tras é1 en cuanto el hombre le volvió la espalda.
Entonces el cochero François, apiadado, la llamó. La perra se acercó tímidamente, con el lomo encorvado y todas las costillas marcadas debajo de la piel. El hombre acarició aquellos huesos salientes y, muy conmovido por el miserable animal, dijo:
—Vamos, ven.
Ella empezó a mover la cola al punto, sintiéndose acogida, adoptada, y, en vez de quedarse pegada a las pantorrillas de su nuevo amo, se puso a correr delante de él.
La puso sobre la paja de la cuadra; luego corrió a la cocina en busca de pan. Cuando se hartó de comer, se durmió hecha un ovillo.
Al día siguiente, los amos, avisados por su cochero, 1e permitieron conservar el animal. Era una perrilla buena, cariñosa y fiel, inteligente y dulce.
Pero pronto advirtieron un defecto terrible. Estaba en celo de principio a fin de año. En poco tiempo trabó conocimiento con todos los perros de la comarca, que empezaron a merodear a su alrededor día y noche. Les concedía sus favores con indiferencia de prostituta, mantenía buenas relaciones con todos, arrastrando tras sus pasos una auténtica jauría formada por los modelos más diferentes de la raza perruna, unos del tamaño de un puño, y otros grandes como asnos. Los paseaba por las carreteras en excursiones interminables, y cuando se paraba para descansar en la hierba, los perros la rodeaban y la contemplaban con la lengua fuera.
La gente de la comarca la miraba como a un fenómeno: nunca habían visto nada semejante. El veterinario no entendía nada.
Cuando por la noche volvía a su cuadra, el tropel de perros ponía sitio a la finca. Se colaban por todos los resquicios de los setos vivos que cercaban el parque, devastaban los arriates, arrancaban las flores y hacían agujeros en los cestos, enfureciendo al jardinero. Y ladraban toda la noche en torno al edificio donde se alojaba su amiga, sin que nada lograse ahuyentarlos.
De día llegaban a penetrar incluso en la casa. Era una invasión, una plaga, un desastre. En todo momento los amos encontraban en la escalera e incluso en las habitaciones perrillos amarillos de cola tiesa, perros de caza, bulldogs, perros lobos merodeadores de pelo sucio, vagabundos sin hogar ni calor, terranovas enormes que hacían huir a los niños.
Se vieron entonces en la comarca perros desconocidos a diez leguas a la redonda, venidos de no se sabe dónde, que vivían nadie sabía cómo y que luego desaparecían.
Sin embargo, François adoraba a Cocotte. La había puesto el nombre de Cocotte, sin malicia, aunque bien merecía su nombre; y repetía sin cesar:
—Este animal es una persona. Sólo le falta hablar.
Había encargado para ella un magnífico collar de cuero rojo que llevaba grabadas en una placa de cobre las siguientes palabras: "Mademoiselle Cocotte, del cochero François".
Se había vuelto enorme. Todo lo que antes tenía de flaca, lo tenía ahora de gorda, con una tripa hinchada bajo la que seguían colgando sus largas tetas bamboleantes. Había engordado de pronto y ahora caminaba con esfuerzo, con las patas separadas como las personas demasiado gruesas y con las fauces abiertas para respirar, extenuada en cuanto trataba de correr.
Era, además, de una fecundidad fenomenal; quedaba preñada nada más parir; daba a luz cuatro veces al año una ristra de cachorros pertenecientes a todas las variedades de la raza canina. Después de elegir uno para que, mamándola, le evitara los dolores de la leche, François recogía los demás en su delantal de cuadra e iba a tirarlos, sin ninguna piedad, al río.
Pero no tardó la cocinera en unir sus quejas a las del jardinero. Encontraba perros hasta en el horno, en la despensa, en el sobradillo del carbón, y robaban todo lo que encontraban.
El amo, molesto, ordenó a François deshacerse de Cocotte. Desolado, el hombre buscó dónde colocarla. Nadie la quiso. Entonces decidió perderla, y se la entregó a un carretero que debía abandonarla en pleno campo al otro lado de París, cerca de Joinville-le-Pont.
Aquella misma noche, Cocotte estaba de vuelta. Tenía que tomar una decisión. Por cinco francos, se la entregó a un jefe de tren que iba al Havre. Debía soltarla cuando llegasen.
Al cabo de tres días, Cocotte volvía a entrar en su cuadra cansada, enflaquecida, magullada y extenuada.
El amo, compadecido, no volvió a insistir.
Pero los perros acudieron enseguida en mayor número y más atrevidos que nunca. Y cierta noche que daban una gran cena, un dogo se llevó, en las mismas narices de la cocinera, que no se atrevió a disputársela, una pularda trufada.
Esta vez el amo se enfadó por completo y, tras llamar a François, le dijo en tono colérico:
—Si mañana por la mañana no me tira usted ese animal al agua, le despido, ¿me oye?
El hombre quedó aterrado, y subió a su cuarto para recoger sus cosas porque prefería dejar el empleo. Luego pensó que no podría entrar en ningún otro mientras llevase consigo aquel molesto animal; se dijo que estaba en una buena casa, bien pagado y bien alimentado; se dijo que realmente un perro no merecía aquello; se animó en nombre de sus propios intereses y terminó por tomar la firme resolución de librarse de Cocotte al rayar el alba.
Sin embargo, durmió mal. Se levantó al amanecer y, cogiendo una fuerte cuerda, fue en busca de la perra. Ésta se levantó despacio, se sacudió, desperezó sus miembros y acudió a hacer fiestas al amo.
Entonces a François le faltó valor, y empezó a acariciar a la perra con ternura, pasándole la mano por sus largas orejas, besándola en el morro y prodigándole todas las palabras afectuosas que sabía.
Pero un reloj vecino dio las seis. No podía vacilar. Abrió la puerta: "Ven", le dijo. El animal movió la cola, comprendiendo que iban a salir.
Alcanzaron la orilla, y él eligió un sitio donde el agua parecía profunda. Entonces anudó un extremo de la cuerda al hermoso collar de cuero y, cogiendo una gruesa piedra, la ató al otro extremo. Luego tomó a Cocotte en brazos y la besó con pasión, como a una persona de la que uno se despide. La tenía contra el pecho, la acunaba, la llamaba "mi bonita Cocotte, mi pequeña Cocotte", y la perra se dejaba acariciar gruñendo de placer.
Diez veces quiso tirarla, y diez veces le faltó valor.
Se decidió bruscamente, y la arrojó lo más lejos que pudo con toda su fuerza. Al principio ella trató de nadar, como hacía cuando la bañaban, pero su cabeza, arrastrada por la piedra, iba hundiéndose poco a poco; y lanzaba a su amo miradas enloquecidas, miradas humanas, debatiéndose como una persona que se ahoga. Luego, la parte delantera del cuerpo se hundió, mientras las patas traseras se agitaban enloquecidas fuera del agua; también desaparecieron enseguida.
Entonces, durante cinco minutos, algunas burbujas reventaron en la superficie como si el río se hubiera puesto a hervir; y François, despavorido, enloquecido, con el corazón palpitante, creía ver a Cocotte retorciéndose en el barro; y, en su simplicidad de campesino, se decía: "¿Qué estará pensando ahora de mí el animalillo?"
A punto estuvo de idiotizarse; pasó un mes enfermo, y todas las noches soñaba con su perra; la sentía lamerle las manos, la oía ladrar. Hubo que llamar a un médico. Finalmente, mejoró; y sus amos, a finales de junio, lo llevaron a su finca de Biessard, cerca de Ruán.
También allí estaba a orillas del Sena. Empezó a tomar baños. Bajaba todas las mañanas con el palafrenero, y cruzaban el río a nado.
Pero un día, cuando se divertían chapoteando en el agua, François gritó de pronto a su compañero:
—Mírala acercarse. ¡Qué buen hueso te voy a dar!
Lo que se acercaba era una carroña enorme, hinchada, pelada, que avanzaba con las patas al aire siguiendo la corriente.
François se acercó braceando y continuando con sus bromas:
—¡Rediós! No está fresca. ¡Qué hallazgo, amiguita! Y tampoco está flaca.
Y daba vueltas alrededor, manteniéndose a distancia del enorme animal putrefacto.
Luego, de pronto, calló y la miró con una atención singular; se acercó más todavía, esta vez para tocarla. Examinaba atentamente el collar; luego estiró el brazo, agarró el cuello, dio la vuelta a la carroña, la atrajo hacia sí y leyó en el cobre oriniento que seguía pegado al cuero decolorado: "Mademoiselle Cocotte, del cochero François."
¡La perra muerta había encontrado a su amo a sesenta leguas de su casa!
François lanzó un grito espantoso y empezó a nadar con todas sus fuerzas hacia la orilla mientras continuaba gritando; y cuando llegó a tierra, huyó enloquecido, completamente desnudo, por el campo. ¡Estaba loco! FIN