MI TIO JULES Guy de Maupassant

Un viejo pordiosero, de barba blanca, nos pidió limosna. Mi compañero, Joseph Davranche, le dio cinco francos. Quedé sorprendido. El me dijo:
—Ese infeliz me ha recordado una historia que voy a contarte y cuyo recuerdo me persigue sin cesar. Es ésta.

Mi familia, originaria del Havre, no era rica. Íbamos tirando, sin más. Mi padre trabajaba, regresaba tarde de la oficina y no ganaba gran cosa. Yo tenía dos hermanas.
Mi madre sufría mucho por la escasez en que vivíamos, y a menudo encontraba palabras agrias para su marido, reproches velados y pérfidos. El pobre hombre hacía entonces un gesto que me afligía. Se pasaba la mano abierta por la frente, como para enjugar un sudor que no existía, y no contestaba nada. Yo notaba su dolor impotente. Economizábamos en todo: nunca aceptábamos una cena, para no tener que devolverla; comprábamos las provisiones de saldo, los restos de existencias. Mis hermanas se hacían ellas mismas la ropa y sostenían largas discusiones sobre el precio de un galón que valía a quince céntimos el metro. Nuestro alimento ordinario consistía en un sopicaldo y carne de buey aderezada con todas las salsas. Es sano y reconfortante, al parecer; yo hubiera preferido otra cosa.
Cada botón perdido o un siete en un pantalón me costaban altercados abominables.
Pero todos los domingos íbamos a dar nuestro paseo por la escollera vestidos de punta en blanco. Mi padre, de levita, gran sombrero, guantes, daba el brazo a mi madre, empavesada como un navío en día de fiesta. Mis hermanas, las primeras en estar preparadas, aguardaban la señal de partida; pero, en el último momento, se descubría siempre una mancha olvidada en la levita del padre de familia, y era preciso limpiarla rápidamente con un trapo empapado en gasolina.
Mi padre, con su gran sombrero en la cabeza, esperaba, en mangas de camisa, que se rematara la operación, mientras mi madre se apresuraba, tras haberse ajustado sus gafas de miope, y quitado los guantes para no estropearlos.
Nos poníamos en marcha con toda ceremonia. Mis hermanas iban delante, dándose el brazo. Estaban en edad casadera, y se las exhibía en la ciudad. Yo me mantenía a la izquierda de mi madre, y mi padre iba a su derecha. Y recuerdo el aire pomposo de mis pobres padres durante los paseos del domingo, la rigidez de sus rasgos, la solemnidad de sus andares. Avanzaban con paso grave, el cuerpo erguido, las piernas rígidas, como si un asunto de suma importancia dependiera de su porte.
Y cada domingo, al ver entrar los grandes navíos que regresaban de países desconocidos y remotos, mi padre pronunciaba invariablemente las mismas palabras:
" ¡Ah! ¡Qué sorpresa, si Jules llegara en uno de ésos!"
Mi tío Jules, el hermano de mi padre, era la única esperanza de la familia, tras haber sido su terror. Yo había oído hablar de él desde la infancia, y me parecía que lo reconocería al primer vistazo, tan familiar me resultaba su idea. Conocía todos los detalles de su existencia hasta el día de su marcha a América, aunque sólo se hablara en voz baja de ese período de su vida.
Había tenido, al parecer, muy mala conducta, es decir se había comido algún dinero, lo cual es el mayor de los crímenes en las familias pobres. Entre los ricos, un hombre que se divierte hace tonterías. Es lo que suele llamarse, sonriendo, un juerguista. Entre los necesitados, un mozo que fuerza a sus padres a mermar el capital se convierte en un mal tipo, un golfo, un sinvergüenza.
Y esta distinción es justa, aunque el hecho sea el mismo, pues sólo las consecuencias determinan la gravedad del acto.
En fin, el tío Jules había disminuido notablemente la herencia con la cual contaba mi padre, tras haberse comido también su parte hasta el último céntimo.
Lo habían embarcado para América, como se hacía entonces, en un barco mercante que iba del Havre a Nueva York.
Una vez allá, mi tío Jules puso una tienda de no sé qué, y escribió muy pronto que ganaba un poco de dinero y que esperaba poder resarcir a mi padre del perjuicio que le había causado. Esta carta provocó en la familia una profunda emoción. Jules, que no valía para maldita la cosa, como suele decirse, se convirtió de golpe en un hombre honrado, un mozo todo corazón, un auténtico Davranche, íntegro como todos los Davranche.
Un capitán nos informó además de que había alquilado una gran tienda y que realizaba tratos de envergadura.
Una segunda carta, dos años después, decía: "Mi querido Philippe, te escribo para que no te preocupes por mi salud, que es buena. También los negocios van bien. Me marcho mañana a un largo viaje por América del Sur. Quizás esté varios años sin darte noticias. Si no te escribo, no te preocupes. Volveré al Havre una vez que haya hecho fortuna. Espero que no será demasiado tarde, y que viviremos felices juntos... "
Esta carta se había convertido en el evangelio de la familia. Se leía con cualquier motivo, se la enseñaban a todo el mundo.
Durante diez años, en efecto, el tío Jules no volvió a dar noticias; pero la esperanza de mi padre crecía a medida que avanzaba el tiempo; y también mi madre decía a menudo:
"Cuando el bueno de Jules esté aquí, nuestra situación cambiará. ¡Ese sí que ha sabido salir adelante!"
Y cada domingo al ver llegar desde el horizonte los grandes vapores negros que vomitaban hacia el cielo serpientes de humo, mi padre repetía su eterna frase:
" ¡Ah! ¡Qué sorpresa, si Jules llegara en unos de ésos!"
Y casi esperábamos verlo agitar un pañuelo, y gritar:
"¡Eh!, Philippe!"
Se habían trazado mil proyectos contando con la seguridad de aquel retorno; incluso íbamos a comprar, con el dinero del tío, una casita de campo cerca de Ingouville. Y no me atrevería a afirmar que mi padre no hubiera ya entablado negociaciones sobre este asunto.
La mayor de mis hermanas tenía entonces veintiocho años; la otra, ventiséis. No se casaban, y eso era un motivo de gran pesar para todos.
Por fin apareció un pretendiente para la segunda. Un empleado, no rico, pero honorable. Siempre tuve la convicción de que la carta del tío Jules, enseñada una tarde, había terminado con las vacilaciones del joven y provocado su resolución.
Se le aceptó con gran placer, y se decidió que después de la boda toda la familia haría un viajecito a Jersey.
Jersey es el ideal del viaje para la gente pobre. No está lejos; se pasa la mar en un paquebote y se está en tierra extranjera, pues ese islote pertenece a los ingleses. Por lo tanto, un francés, con dos horas de navegación, puede permitirse el lujo de ver a un pueblo vecino en su propia casa y de estudiar las costumbres, deplorables, por otra parte, de esta isla amparada por el pabellón británico, como dicen las personas que hablan con sencillez.
Este viaje a Jersey se convirtió en nuestra preocupación, nuestra única expectativa, nuestro sueño de todos los instantes.
Partimos por fin. Lo estoy viendo como si fuera ayer: el vapor calentando las calderas junto al muelle de Granville; mi padre, asustado, vigilando el embarque de nuestros tres bultos; mi madre, inquieta, cogida del brazo de mi hermana soltera, que parecía perdida desde la marcha de la otra, como un pollito, el único que ha quedado de su nidada; y, detrás de nosotros, los recién casados que siempre se quedaban rezagados, lo cual me hacía volver la cabeza con frecuencia.
El barco silbó. Subimos a bordo, y el navío, apartándose de la escollera, se alejó por una mar lisa como una mesa de mármol verde. Mirábamos cómo huía la costa, felices y orgullosos como todos los que viajan poco.
Mi padre tensaba el vientre bajo su levita, cuyas manchas habían sido limpiadas cuidadosamente esa misma mañana, y difundía a su alrededor ese olor a gasolina de los días de paseo que me hacía reconocer los domingos.
De repente, divisó dos elegantes señoras a las que dos caballeros ofrecían ostras. Un viejo marinero andrajoso abría con un cuchillo las conchas y se las pasaba a los caballeros, que se las tendían en seguida a las señoras. Estas comían de una manera delicada, sujetando la ostra con un fino pañuelo y estirando los labios para no mancharse el vestido. Después bebían el agua con un pequeño movimiento rápido y tiraban la concha al mar.
Mi padre, sin duda, quedó seducido por aquel distinguido acto de comer ostras en un navío en marcha. Le pareció de un gran estilo, refinado, superior, y se acercó a mi madre y mis hermanas preguntando:
—¿Queréis que os invite a ostras?
Mi madre vacilaba, a causa del gasto; pero mis dos hermanas aceptaron en seguida. Mi madre dijo, en tono contrariado:
—Me temo que me sienten mal en el estómago. Invita sólo a los chicos, pero no demasiados, se pondrán enfermos.
Después, volviéndose hacia mí, agregó:
—Y para Joseph, no es necesario; no hay que mimar a los niños.
Me quedé, pues, al lado de mi madre, pareciéndome injusta aquella distinción. Seguí con la mirada a mi padre, que guiaba pomposamente a sus dos hijas y su yerno hacia el viejo marinero andrajoso.
Las dos señoras acababan de marcharse, y mi padre indicaba a mis hermanas cómo había que arreglárselas para comerlas sin que se escapara el agua; quiso incluso dar ejemplo y se apoderó de una ostra. Tratando de imitar a las damas, derramó inmediatamente todo el líquido en su levita, y oí murmurar a mi madre:
—Más valdría que se quedara tranquilo.
Pero de repente mi padre me pareció inquieto; se alejó unos pasos, miró fijamente a su familia apretujada en torno al ostrero, y, bruscamente, vino hacia nosotros. Me pareció muy pálido, con unos ojos raros. Le dijo, a media voz, a mi madre:
—Es extraordinario cuánto se parece a Jules el hombre que abre las ostras.
Mi madre, sobrecogida, preguntó:
—¿A qué Jules?...
Mi padre prosiguió:
—Pues..., a mi hermano... Si no supiera que está en buena posición, en América, creería que es él.
Mi madre balbució espantada:
—¡Estás loco! Puesto que sabes perfectamente que no es él, ¿por qué dices semejantes tonterías?
Pero mi padre insistió:
—Vete a verlo, Clarisse; prefiero que te asegures por tí misma, con tus propios ojos.
Ella se levantó y fue a reunirse con sus hijas. También yo miraba al hombre. Era viejo, estaba sucio, lleno de arrugas, y no apartaba la vista de su tarea.
Mi madre volvió. Me di cuenta de que temblaba. Pronunció muy rápido:
—Creo que es él. Vete a pedirle informes al capitán. Y sobre todo sé prudente, ¡no vaya a caernos ahora ese granuja entre los brazos!
Mi padre se alejó, pero yo lo seguí. Me sentía extrañamente emocionado.
El capitán, un señor alto, flaco, de largas patillas, se paseaba por el puente con aire importante, como si hubiera mandado el correo de las Indias.
Mi padre lo abordó ceremonioso, interrogándolo sobre su oficio, con gran acompañamiento de cumplidos:
"¿Cuál era la importancia de Jersey? ¿Sus productos? ¿Su población? ¿Sus costumbres? ¿La naturaleza del suelo?", etc., etc.
Hubiérase dicho que se trataba por lo menos de los Estados Unidos de América.
Después habló del barco que nos llevaba, el Express; después llegaron a la tripulación. Mi padre, por fin, con voz turbada:
—Tiene usted ahí un viejo vendedor de ostras que parece muy interesante. ¿Conoce algún detalle sobre ese hombrecillo?
El capitán, a quien aquella conversación estaba irritando, respondió secamente:
—Es un viejo vagabundo francés que encontré en América el año pasado, y al que repatrié. Tiene, al parecer, parientes en El Havre, pero no quiere volver a su lado, porque les debe dinero. Se llama Jules...Jules Darmanche, o Darvanche, o algo por el estilo. Parece que en cierto momento fue rico allá, para ya ve usted a lo que está reducido ahora.
Mi padre, que se estaba poniendo lívido, articuló, con la garganta seca, los ojos extraviados:
—¡Ah!,¡Ah! Muy bien..., estupendo... No me extraña nada... Se lo agradezco mucho, capitán.
Y se marchó, mientras el marino lo miraba alejarse con estupor.
Regresó junto a mi madre, tan descompuesto que ella le dijo:
—Siéntate; se van a dar cuenta de que pasa algo.
Se desplomó sobre el banco, tartamudeando:
—¡Es él, claro que es él!— Después preguntó:
—¿Qué vamos a hacer?...
Ella respondió vivamente:
—Hay que alejar a las niñas. Ya que Joseph lo sabe todo, que vaya a buscarlas. Y sobre todo hay que tener cuidado de que nuestro yerno no sospeche nada.
Mi padre parecía aterrado. Murmuró:
—¡Qué catástrofe!
Mi madre agregó, furiosa de repente:
—Siempre sospeché que ese ladrón nunca haría nada, ¡y que nos caería encima otra vez! ¡Cómo si se pudiera esperar algo de un Davranche! ...
Y mi padre se pasó la mano por la frente, como hacía ante los reproches de su mujer.
Esta añadió:
—Dale dinero a Joseph para que vaya a pagar las ostras, ahora. Sólo faltaba que ese mendigo nos reconociera. ¡Lindo efecto que causaría en el barco! Vámonos al otro extremo, ¡y arréglatelas para que ese hombre no se nos acerque!
Se levantó, y se alejaron tras haberme entregado una moneda de cinco francos.
Mis hermanas, sorprendidas, esperaban a su padre. Yo afirmé que mamá se encontraba un poco indispuesta, por culpa del mar, y le pregunté al abridor de ostras:
—¿Cuánto le debemos, señor?.—Tenía ganas de decir: tío.
Él respondió:
—Dos francos con cincuenta.
Tendí mis cinco francos y él me dio la vuelta.
Yo miraba su mano, una pobre mano de marinero toda arrugada, y miraba su rostro, un viejo y miserable rostro, triste, abrumado, diciéndome:
"¡Es mi tío, el hermano de papá, mi tío!"
Le dejé cincuenta céntimos de propina. Me dio las gracias:
"Dios lo bendiga, jovencito."
Con el acento de un pobre que recibe limosna. ¡Pensé que había debido de mendigar, allá lejos!
Mis hermanas me contemplaban, estupefactas de mi generosidad.
Cuando le devolví los dos francos a mi padre, mi madre, sorprendida, preguntó:
—¿Te ha costado tres francos?... No es posible.
Declaré con voz firme:
—Le di cincuenta céntimos de propina.
Mi madre tuvo un sobresalto y me miró a los ojos:
—¡Estás loco! ¡Dar cincuenta céntimos a ese hombre, a ese bribón!...
Se detuvo ante una mirada de mi padre, que indicaba a su yerno.
Después enmudecimos.
Ante nosotros, en el horizonte, una sombra violeta parecía surgir del mar. Era Jersey.
Cuando nos acercamos a los muelles, me asaltó un violento deseo de ver una vez más a mi tío Jules, de acercarme a él, de decirle algo consolador, tierno.
Pero como nadie comía ya ostras, había desaparecido, había bajado sin duda al fondo de la infecta cala donde se alojaba el infeliz.
Y regresamos en el barco de Saint-Malo, para no encontrarlo, Mi madre estaba devorada por la inquietud.
¡Jamás he vuelto a ver al hermano de mi padre!
Por eso me verás a veces dar cinco francos a los vagabundos. FIN