NAVIDADES Ignacio Bermejo Martínez

Fueron más o menos siete u ocho copas de whisky las que se tomó aquella tarde antes de que lo echaran del bar de la Estación Marítima.
Nada mas levantar sus codos de la barra, uno de los camareros amablemente le invitó a salir, tomándolo del brazo con suavidad y dirigiéndolo sin remedio hacia el exterior. Era Nochebuena, y en el ambiente se presentía la fiesta.
Abelardo estaba borracho, tan borracho que le costó mucho atravesar entre las puertas abiertas de cristal que daban al muelle sin hacerse daño. Una vez fuera, sintió en su cara el golpetazo gélido del aire invernal. Hacía mucho frío, demasiado para ir dando tumbos junto al mar. En un gesto procuró abrigarse inútilmente levantando el cuello de la gabardina que empezaba a empaparse por la humedad reinante. Comenzó a caminar, guardar el equilibrio, en dirección al edificio de la Aduana. Quería salir de allí, no obstante, a pesar de su embriaguez, no se acercó demasiado al borde del muelle, sabía que aquella noche corría un inminente peligro de caer al agua y morir ahogado.
Esa idea de morir ahogado siempre lo había atormentado. Temía al agua del mar sobre todas las cosas, en especial en noches como esa en la que se le aparecía tan negra, tan inmensa, tan fría y tan brava como una poderosa bestia salvaje sedienta de vida, como si aquello fuera la representación del mismo infierno. Cuando sentía aquel profundo e inhumano miedo, se refugiaba tierra adentro, buscando cualquier lugar donde no viera el agua ni oyera su rugido constante, así que tras cruzar la verja del recinto portuario y adentrarse en la ciudad caminando por las desérticas calles, se sintió mucho mas aliviado.
Las frías y mudas farolas derramaban su luz amarillenta desde arriba. No había tráfico, solo algún despistado atravesaba el asfalto con rapidez rompiendo momentáneamente aquel inusual silencio.
Abelardo, de repente y sin darse cuenta, dejó de tener miedo, pues había dejado de pensar en el agua de la mar. Tampoco tenía ya tanto frió, pues la cálida luz de las farolas parecían romper el gélido viento y reconfortarlo, pero a pesar de ello, se sentía triste, profundamente triste y quizás fuera porque en noches como esa, era cuando mas se daba cuenta de lo solo que estaba en este mundo.
Mientras caminaba se preguntaba de que le había servido ser un hombre de éxito, un hombre de bien, un hombre de provecho, como decía su padre. Para que servían sus títulos, su carrera, su posición social. Era un hombre respetado, un hombre quizás admirado, un hombre envidiado por su profesionalidad y su dedicación, pero todo ello en el fondo de poco le había valido. Todo ello era una extraña parafernalia que revestía su vida de una trágica mentira. Una mentira despiadada que se revelaba de vez en cuando y que dejaba de manifiesto su soledad, su abandono por todos.
Tras los cristales de las ventanas ajenas se presentía el calor de los hogares. Tras los cristales de las iluminadas ventanas de los demás, se podía ver la felicidad de aquellos que compartía su cena con la familia en Nochebuena. El no tenía familia, y sus amigos tampoco lo eran tanto como para que lo acompañaran aquella noche. Sus amigos no lo eran tanto porque sus amigos realmente no eran sus amigos. Algunos a los que él llamaba amigo simplemente eran compañeros de trabajo, otros solo colegas y el resto sencillamente eran conocidos. Amigos, amigos de verdad, ahora que pensaba en ello no tenía ninguno.
Mas desesperado, desolado y triste que borracho, decidió seguir subiendo aquella empinada calle en busca de la plaza de las Flores, donde tenía su ático. Quería tumbarse en la cama y buscar bajo las sábanas esa sensación de confort, de calidez que experimentaba cuando era pequeño, cada vez que su madre lo acurrucaba entre sus brazos, sobre sus pechos y lo acunaba mimándolo. Entonces sí que se sentía seguro, entonces sí que se sentía protegido, pero su madre hacía ya mas de veinte años que había muerto. Ni siquiera recordaba ya con claridad las facciones de su cara. Miró al cielo alzando la cabeza implorando no sé que cosa, pero su mirada se perdió por un infinito inmenso, tan negro y tan frió como la propia mar. Estaba rodeado por todas partes de infierno, de ingrata soledad, y se sintió más pequeño que nunca.
Tanto frió había menguado el efecto del alcohol. Ya no estaba tan borracho, ya no daba tumbos al andar, no obstante, la tristeza que se había apoderado de su alma, crecía y crecía en su interior hasta el extremo de llegar a sentirse angustiado, asfixiado, sin aire. Caminaba despacio porque se sentía terriblemente cansado. Las piernas parecían no responderle con claridad. De vez en cuando el sonido de las risas de los niños, o de las carcajadas de los mayores, escapadas del interior de las casas que adosaban la calle, le llegaban a él como lejanas. Desde su tristeza era testigo inadvertido de la felicidad del resto, y ello acrecentaba aún mas su sentimiento de soledad. Se preguntó ¿por qué?. ¿Por que él?, ¿por que a él?. Recordó entonces aquel cuento que tanto le gustó de niño y que lo marcó para siempre, aquel que hablaba de tres fantasmas que se les aparecían a un avaro llamado “Scrooge”. Se preguntó por que estaba tan solo.
¿Sería él quizás un “Scrooge” de la vida?. No podía jurarlo, pero estaba convencido de que nunca había hecho mal a nadie.
Justo antes de llegar al portal de su casa, en el momento en el que su desesperación se hacía incontenible, percibió un agradable aroma que le resultaba conocido. Olía a... Se volvió en busca de respuesta y vio que “La Marina” estaba abierta. La luz brillante del interior le resultó reconfortante. Se volvió y entró en aquel bar, donde desayunaba cada mañana antes de empezar a trabajar en la oficina del banco.
Nunca antes había sentido tanto aprecio ni apego por Jaime, el canijo, narigudo y antipático camarero, a quien saludó con una alegría inusual. Jaime extrañado por tan sorprendente e inesperada reacción afectuosa lo miró con desconfianza desde la máquina de café que manipulaba con destreza.
Abelardo se pidió uno, para mitigar su fatiga, y mientras contemplaba como el liquido negruzco se precipitaba sobre la inmaculada taza blanca, observó que al otro lado del local, sentada en un una mesa solitaria, se encontraba una señorita. Se preguntó quien sería y por que estaba allí. Se imagino que aquella mujer estaba mas o menos en su misma situación y sintió inicialmente pena de ella.
Jaime, el camarero, había notado el interés que la chica había despertado sobre
Abelardo, y le indicó con la mano en un gesto cordial que se acercara, compinchándose con un guiño, en la maniobra de ligue.
Al poco tiempo Abelardo salía del bar, tras haberse tomado su café, acompañado por la mujer en dirección a su casa.
Ya no estaba para nada borracho, del frió ni se acordaba y su tristeza se había disuelto en el aire como el azúcar en su café.
Estuvieron hablando largo rato antes de que ella, de repente lo acariciara en la cara. Era muy bonita. Tenía una melena rubia muy elegante, sus ojos eran verdes, su cuerpo esbelto. Abelardo respondió a aquella caricia rodeándola con sus brazos por la cintura y besándola en los labios. Tras el beso ambos se fundieron en amor y se convirtieron en uno. Se amaron con desesperación, con una pasión digna de ser narrada por los más insignes autores del romanticismo medieval.
Abelardo no podía creerlo. El destino da a veces vueltas inesperadas sin explicación alguna. Hace tan solo unas horas estaba inmerso en una profunda desesperación y en cambio ahora era el hombre más feliz del mundo.
Fuera, en la calle, se oía el jolgorio de la gente joven que correteaban de un lado para otro en las pandillas escandalizando, tras la cena.
Cuando Abelardo y aquella preciosa mujer terminaron de amar, él pretendió acunarla en sus brazos con cariño, pero ella, mirándolo con sorpresa, se liberó del abrazo, se levantó de la cama y entró en el lavabo. Pensaba él que quizás necesitaba asearse, aunque se quedó perplejo al verla aparecer en la habitación completamente vestida.
De repente todos sus sueños, todas sus esperanzas revividas hacían tan solo un momento, volvieron a derrumbarse como un castillo de arena golpeado en la playa por una ola. Una ola de infierno que entró de repente en la estancia enfriándolo y oscureciéndolo todo. Allí estaba ella, de pié, delante de la cama, con la mano extendida exigiendo los honorarios por los servicios prestados.
Al principio Abelardo se quedó confuso, luego perplejo, y terminó reaccionando con violencia. Fue como si el diablo de su interior se hubiera desatado en un momento.
Un halo de odio y de rabia se apoderó de él y levantándose de un brinco, la abofeteó con fuerza. Ella cayó desplomada. Desde el suelo, sangrándole la boca y llorando no paraba de insultar. El la miraba desnudo desde el otro lado de la habitación, descargando su agónica rabia en su mirada colérica sin decir nada. La levantó del suelo y con la misma fuerza con la que la golpeó, la expulso de su casa empujándola escalera abajo. La chica no se cayó por los escalones de puro milagro, guardando el equilibrio a duras penas.
Cuando recuperó en el rellano la estabilidad, lo amenazó de muerte. El simplemente cerro de un portazo, obviándola.
II
No podía conciliar el sueño. En el fondo sentía todo lo que había pasado.
Cuando se tranquilizó, terminó por aceptar la situación e incluso comprenderla. Aquella chica no era responsable en absoluto de su ingenuidad. El remordimiento se estaba apoderando de su alma y lo mortificaba por instantes cada vez más. Terminó vistiéndose para salir de la casa en busca de ella, pagarle y pedirle perdón por lo ocurrido.
Al llegar abajo, se encontró con Jaime, el camarero de “La Marina”. Le extrañó verlo en su portal, pero ni por asomo adivinó cuales eran sus verdaderas intenciones.
Mientras terminaba de bajar la escalera, le preguntó si había vuelto a ver a la chica, al tiempo que se acercaba confiado hasta la cancela, dirección a la puerta de la calle con la intención de salir. Jaime sin contestar a la pregunta, sacó desde atrás un bate de béisbol con el que lo golpeó con crueldad y por sorpresa una y otra vez, partiéndole la cabeza hasta dejarlo tendido, sin vida, sobre el suelo, sin haberle dado tiempo ni a la mas mínima queja.
Era evidente, que aquel lugar donde Abelardo desayunaba, por las noches era algo más que una cafetería y que Jaime, el antipático camarero, era igualmente algo más que un camarero.
III
Al la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de luz empezaron a despuntar por el horizonte, unos guardias civiles descubrían flotando en el mar el cadáver de un hombre con la cabeza abierta. Fuera del muelle, ajenas al revuelo, las campanas de todas las iglesias de la ciudad tocaban a gloria anunciando a todos que era Navidad.