UN HARAGÁN Guy de Maupassant

A Simon Bombard, con frecuencia le resultaba desagradable la vida.
Nació con una increíble aptitud para la holganza y con un deseo inmoderado de no contrariar esta vocación.
Todo esfuerzo moral o físico, todo movimiento realizado para satisfacer un trabajo, le parecía superior a sus fuerzas. En cuanto se hablaba en su presencia de un asunto serio, el pensamiento de Bombard se distraía; era incapaz de profundizar nada, ni siquiera de poner su atención fija en nada.
Hijo de un tendero de novedades de Caen, había escapado muy agradablemente, como decían los de su familia, hasta los veinticinco años.
Pero como sus padres vivieron siempre más próximos de la quiebra que de la fortuna, pasó grandes apuros y escaseces de dinero.
Alto, fornido, guapo mozo, con patillas rojas al uso normando, la tez sonrosada, los ojos azules, alegre y simple, insinuándosele —acaso por el género de vida que llevaba— la curva de la felicidad; vestía con una elegancia estrepitosa de provinciano en día de fiesta. Reía, gritaba, gesticulaba por cualquier cosa, mostrando un buen humor alborotado, con la desenvoltura de un viajante. Imaginaba que la vida sirve sólo para pindonguear y bromear, y en cuanto las circunstancias le obligaban a refrenar su alegría ruidosa, caía en una especie de somnolencia estúpida, pues era incapaz hasta de la tristeza.
Sus necesidades, los apuros monetarios, le inquietaban, y solía repetir una frase que se hizo famosa entre todos los que le conocieron:
—Por diez mil francos de renta, soy verdugo.
Iba todos los años a pasar quince días en Trouville, y a esto le llamaba "su veraneo".
Se instalaba, de convidado, en casa de unos primos que le cedían una alcoba, y desde que llegaba hasta que se iba, diariamente no hacía más que pasear por el tablado que bordea la playa.
Andaba satisfecho y erguido, llevando las manos en los bolsillos O cruzadas atrás, vistiendo siempre trajes holgados, chalecos claros y corbatas llamativas; llevando el sombrero ladeado y un puro de cinco céntimos en la boca.
Se rozaba con las mujeres elegantes, y era impertinente con los hombres, como un "guapo" siempre dispuesto a todo, buscando siempre..., buscando... Porque no hay duda que buscaba.
Sí; buscaba una mujer, contando para seducirla con su arrogancia, con su físico; había calculado:
—¡Qué demonio! Entre las muchas que van a Trouville, acabaré por encontrar la que necesito.
Y buscaba, oliscando como un perro pachón, con sus narices de normando, seguro de que al fin hallaría su fortuna. Verla y adivinarla.
Un lunes por la mañana, murmuró:
—¡Bueno! ¡Bueno! ¡Bueno!
Hacía un tiempo magnífico, uno de esos días dorados y azules del mes de julio, en que todo se vuelve calor. La extensa playa, cubierta de gente, con los colores de los trajes y de las sombrillas, parecía un jardín; un jardín donde cada flor, cada capullo, fuese una mujer; y las barcas pescadoras, con sus velas oscuras, adormecidas, reflejando en el agua su inmovilidad, recibían una lluvia de sol. Eran las diez; y unas más cerca, otras más lejos del muelle de madera; pero todas paradas, parecían rendidas por el bochorno de un día de verano, demasiado perezosas para lanzarse a alta mar o para recogerse en el puerto. Y, a lo lejos, asomaba vagamente, dibujada entre las brumas, la costa del Havre, sobre cuyas alturas se divisaban dos puntos blancos: los faros de Saint Adreisse.
Bombard había pensado: "¡Bueno! ¡Bueno! ¡Bueno!", al encontrarla por tercera vez, sintiendo clavados en él aquellos ojos de mujer madura, experimentada y atrevida, que se ofrece.
Ya se habla fijado en ella días antes, porque también ella parecía buscar algo. Era una inglesa, de buena estatura, delgada; la inglesa audaz que se ha convertido, por especiales circunstancias, viajando mucho, en una especie de hombre. No era desagradable; andaba resueltamente, pero a pasos cortos; vestía con sencillez, pero adornaba su cabeza de un modo extravagante, como todas acostumbran. Tenía buenos ojos, los pómulos bastante salientes, bastante arrebolados; los dientes muy largos, y los mostraba de continuo.
Al llegar cerca del puerto, Bombard retrocedió con la esperanza de verla nuevamente. Al cruzarse con ella la cubrió con una mirada encendida, con una mirada que parecía decir:
—¡Aqui me tienes!
Pero ¿cómo entablar conversación?
La vio por quinta vez, y cuando estaban ya cerca el uno de otro, ella dejó caer la sombrilla.
El se apresuró a recogerla, diciendo:
—Permítame usted, señora...
Y ella respondió:
—Es usted muy amable, caballero.
Se miraron, sin ocurrírsele a ninguno cómo empezar la conversación. Ella se había ruborizado.
Entonces, envalentonándose, Bombard insinuó:
—Hace un hermoso tiempo.
Ella reputó:
— ¡Ah! Muy hermoso.
Y volvieron a quedar en silencio, mirándose, turbados, y sin pensar en apartarse el uno del otro. Al fin, ella tuvo el atrevimiento de preguntar:
—¿Ha venido usted para mucho tiempo a esta playa?
El, sonriendo, contestó:
—Sólo de usted depende.
Y bruscamente, propuso:
—Vayamos al muelle. ¡Oh! El mar es hermoso en días así.
Ella, dijo, sencillamente:
—Sí, vayamos.
Y avanzaron juntos: ella, rígida, y él, balanceándose como un pavo que hace la rueda.
A los tres meses, algunos comerciantes de Caen recibieron una esquela que decía:
En una página:
"El señor y la señora de Bombard tienen el honor de participar a usted el efectuado enlace de su hijo Simón, con la señora viuda Kate Robertson."
Y en la otra:
"La señora viuda Kate Robertson tiene el honor de participar a usted su efectuado enlace con el señor Bombard."
Se instalaron en París.
La fortuna de la novia producía quince mil francos de renta saneada. Simón quería cuatrocientos francos mensuales para su bolsillo particular; y para lograrlo probó que su ternura merecía aquel derroche; lo probó con f acilidad y obtuvo lo que deseaba.
Todo fue bien al principio. La frescura de la señora Bombard, que no era muy joven, había sufrido grandes averías; pero ella tenía una manera de pedir las cosas que imposibilitaba en absoluto al marido para negarlas.
Decía con su expresión voluntariosa y grave:
—Simón, vámonos a la cama.
Y Simón iba tras ella como un perro cuando le mandan entrar en la casulla.
Ella sabía ordenar en todo, así de noche como de día, con autoridad que no admite resistencia.
Nunca se incomodaba, no daba escándalos ni quejas; no levantaba nunca la voz; nunca mostraba disgusto, enfado, ni siquiera molestia; sabía decir las cosas y hablaba oportunamente, de tal modo, que sus proposiciones jamás admitían réplica.
Más de una vez, Simón estuvo a punto de dudar; pero ante los deseos imperiosos y definitivos de aquella extraña mujer, cedía siempre.
Sin embargo, como le resultaban monótonas y angulosas las caricias conyugales y como llevaba en el bolsillo dinero suficiente para darse un gusto, se pagó repetidas dichas, pero siempre con mil precauciones.
La señora pudo notarlo sin que Bombard supiera cómo, y cuando menos lo esperaba el marido, le anunció que había tomado una casa en Mantes, donde vivirían en lo por venir.
La existencia se hizo más dura. Simón probó algunas diversiones, que nunca le compensaron la necesidad y el gusto de tratos femeninos que le pedía el cuerpo.
Pescador de caña, supo distinguir dónde abundaban los gobios, qué lugares prefieren las carpas, los pastos favoritos de la brena y los diversos cebos que gustan más a varios peces.
Pero mirando el corcho a flor de agua, otras visiones atormentaban su espíritu.
Se hizo amigo del oficial primero de la Subprefectura y del capitán de gendarmes; jugaban al whist en el café del Comercio, pero sus ojos tristes desnudaban a la reina de trébol y a la sota de cuadro, mientras el problema de las piernas ausentes, en aquellas figuras de dos cabezas, embrollaba del todo los delirios de su imaginación.
Entonces concibió su plan, un verdadero plan de normando ladino, logrando que la inglesa tomase una criada que le convenía; no una mujer bonita, coqueta y acicalada, sino una mocetona robusta y gruesa, que no despertaría sospechas y que ya estaba dispuesta para realizar sus proyectos.
Le fue cedida y recomendada por el recaudador de contribuciones, un amigo complaciente y cómplice, que la garantizaba en todos conceptos. Y la señora Bombard aceptó sin reparo a la nueva criada.
Simón era feliz; con muchas precauciones, con dificultades increíbles, con sustos infinitos.
Solamente podía librarse de la vigilancia marital durante cortos instantes, y sin tranquilidad absoluta.
Buscaba un recurso, una estratagema, y acabó por encontrar una que le parecía maravillosa.
La señora, no sabiendo qué hacer, se acostaba pronto, mientras que Bombard, jugando al whist en el café del Comercio, se retiraba todos los días a las nueve y media en punto. Imaginó que Victoria, la criada, le aguardase de noche al pie de la escalera, en el vestíbulo, a oscuras.
A pesar de todo, nunca empleaba más de cinco minutos en estas alegrías, temeroso de una sorpresa; pero, al fin, cinco minutos bastaban para satisfacerle, y, de cuando en cuando, regalaba un luis de oro a la moza, pues era espléndido en sus aventuras.
Reía del engaño y triunfaba, repitiendo en alta voz, como el barbero del rey Midas en los cañaverales del río, pescando:
—Ya cayó uno más, patrona.
Y el placer del engaño le compensaba de todo lo que había de incompleto y de vulgar en el goce.
Pero cierta noche halló, como de costumbre, a Victoria en el vestíbulo, aguardándole al pie de la escalera. Ella estaba sin duda más animada que solía, y este atractivo le hizo prolongar hasta diez minutos el entretenimiento.
Cuando entró en la alcoba conyugal, no vio allí a la señora. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, y vencido por una cruel angustia, se aplomó en una butaca.
La mujer apareció con una bujía en la mano.
El marido preguntó estremeciéndose:
—¿De dónde vienes?
Ella respondió tranquilamente:
—De la cocina, de beber un vaso de agua.
Bombard hizo lo posible por tranquilizarse; la inglesa se mostró dichosa y confiada. Esto lo animó.
Cuando entraron en el comedor, a la mañana siguiente, para tomar su almuerzo, Victoria puso en la mesa un plato de chuletas.
La señora Bombard, dándole un luis de oro que llevaba en la mano, dijo con voz tranquila y grave.
—Toma, hija mía: toma los veinte francos de anoche, que te había cogido. Te los devuelvo.
La muchacha, sorprendida, estúpida, tomó la moneda, mientras Bombard aterrado, abría unos ojos enormes. FIN