UN SABIO Guy de Maupassant

Blérot era mi amigo de la infancia, mi camarada más querido; no teníamos ningún secreto. Estábamos ligados por una honda amistad de los corazones y de las mentes, una intimidad fraternal, una total confianza del uno en el otro. El me contaba sus pensamientos más delicados, hasta esos pecadillos de la conciencia que uno apenas se atreve a confesarse a sí mismo. Otro tanto hacía yo con él.
Yo había sido el confidente de todos sus amores. El lo había sido de todos los míos.
Cuando me anunció que iba a casarse, me sentí herido como por una traición. Percibí que se había acabado el cordial y absoluto cariño que nos unía. Su mujer estaba entre nosotros. La intimidad del lecho establece entre dos seres, incluso cuando han dejado de amarse, una especie de complicidad, de alianza misteriosa. Son, el hombre y la mujer, como dos socios discretos que desconfían de todo el mundo. Aunque ese lazo tan estrecho que anudan los besos conyugales se rompe bruscamente el día en que la mujer toma un amante.
Recuerdo como si fuera ayer toda la ceremonia de la boda de Blérot. Yo no había querido asistir a la fiesta de las capitulaciones, pues soy poco aficionado a esta clase de acontecimientos; fui solamente al ayuntamiento y a la iglesia.
Su mujer, a quien yo no conocía, era una jovencita alta, rubia, un poco flaca, bonita, con ojos pálidos, cabellos pálidos, tez pálida, manos pálidas. Caminaba con un leve movimiento ondulante, como sí la llevaran en una barca. Semejaba hacer, al avanzar, una serie de largas y graciosas reverencias.
Blérot parecía muy enamorado. La miraba sin cesar, y yo sentía temblar en él un deseo inmoderado de aquella mujer.
Fui a visitarlo al cabo de unos días. Me dijo: "No te figuras lo feliz que soy. La amo locamente. Ademas, ella es..., es... " No remató la frase, pero poniéndose dos dedos en la boca hizo un gesto que significaba: divina, exquisita, perfecta, y otras muchas cosas mas.
Le pregunté riendo: " ¿Tanto como eso? "
Respondió: " ¡Todo lo que puedas soñar! "
Me presentó a ella. Se mostró encantadora, familiar en la justa medida, me dijo que su casa era la mía. Pero yo sentía que él ya no era mío, él, Blérot. Nuestra intimidad se había cortado en seco. Apenas encontramos nada que decirnos.
Me marché. Después hice un viaje a Oriente. Regresé por Rusia, Alemania, Suecia y Holanda.
Sólo volví a París después de dieciocho meses de ausencia.
Al día siguiente de mi llegada, mientras vagaba por el bulevar para recobrar el aire de París, divisé, viniendo hacia mí, a un hombre muy pálido, de rasgos hundidos, que se parecía a Blérot tanto como un tísico demacrado puede parecerse a un mozo rubicundo y con un poco de panza. Lo miraba sorprendido, inquieto, preguntándomee: " ¿Será él? " Me vio, lanzó un grito, alargó los brazos. Yo abrí los míos, y nos abrazamos en pleno bulevar.
Después de unas cuantas idas y venidas de la calle Drouot al Vaudeville, cuando nos disponíamos a separarnos, pues él parecía ya extenuado de andar, le dije:
"No tienes muy buen aspecto. ¿Estás enfermo?" Respondió: "Sí, un poco indispuesto."
Tenía todas las apariencias de un hombre que va a morir; y una oleada de cariño me ascendió al corazón ante aquel viejo y queridísimo amigo, el único que he tenido nunca. Le estreché las manos.
" ¿Qué te ocurre? ¿Te duele algo?
—No, un poco de fatiga. No es nada.
—¿Qué te dice el médico?...
—Habla de anemia y me receta hierro y carnes rojas."
Una sospecha cruzó por mi mente. Pregunté:
" ¿Eres feliz?
—Sí, muy feliz.
—¿Feliz del todo?
—Del todo.
—¿Tu mujer...?
—Encantadora. La amo más que nunca."
Pero advertí que se había ruborizado. Parecía cohibido, como si temiera nuevas preguntas. Lo cogí del brazo, lo empujé a un café vacío a aquellas horas, le hice sentarse a la fuerza y, clavando mis ojos en los suyos:
"Vamos, chico, dime la verdad." El balbució: "No tengo nada que decirte."
Proseguí con voz firme: "Eso no es cierto, René. Estás enfermo, enfermo del alma, sin duda, y no te atreves a revelar a nadie tu secreto. Te corroe algún pesar. Pero me lo dirás a mí. Vamos, estoy esperando."
Se ruborizó de nuevo, después tartamudeó, volviendo la cabeza:
"Es estúpido..., pero estoy..., ¡estoy acabado!
Como callaba, le dije: "Ea, vamos, habla." Entonces él pronunció bruscamente, como si arrojara fuera de si un pensamiento torturador, inconfesado aún.
"¡Pues bien! Tengo una mujer que me mata..., eso es."
Yo no comprendía. "¿Te hace desgraciado? ¿Te hace sufrir día y noche? Pero ¿cómo? ¿En qué? "
Murmuró con voz débil, como si estuviera confesando un crimen: "No... la amo demasiado."
Quedé cortado ante esta confesión brutal. Después me entraron ganas de reír, y por fin pude responder:
"Pues me parece que..., que podrías.., amarla menos."
Había vuelto a ponerse muy pálido. Se decidió por fin a hablarme con el corazón en la mano, como antaño:
"No. No puedo. Y me muero. Ya lo sé. Me muero. Me estoy matando. Y tengo miedo. Ciertos días, como hoy, tengo ganas de dejarla, de irme para siempre, de marcharme al fin del mundo, para vivir, para vivir mucho tiempo. Y después, cuando llega la noche, regreso a casa, a mi pesar, a pasitos, con la mente atormentada. Subo la escalera lentamente. Llamo. Ella está allí, sentada en un sillón. Me dice: "¡Qué tarde llegas!" Yo la beso. Después nos sentamos a la mesa. Pienso todo el tiempo durante la cena: "Voy a salir después de cenar y cogeré el tren para ir a cualquier lado." Pero cuando volvemos al salón, me siento tan fatigado que ya no tengo ánimos para levantarme. Me quedo. Y después..., y después... Sucumbo siempre... "
No pude contener una nueva sonrisa. El la vio y prosiguió: "Tú te ríes, pero te aseguro que es horrible!
—"¿Por qué —le dije— no adviertes a tu mujer? A menos que sea un monstruo, lo comprenderá."
Se encogió de hombros: "¡Oh! Hablar es fácil. Si no la advierto, es porque conozco su naturaleza. ¿Nunca has oído decir de ciertas mujeres?: "Esa ya va por su tercer marido." Sí, ¿verdad?, y la cosa te ha hecho sonreír, como hace un momento. Y, sin embargo, era cierto. ¿Qué hacer? La culpa no es suya, ni mía. Ella es así, porque la naturaleza la ha hecho así. Tiene, querido mío, un temperamento de Mesalina. Lo ignora, pero yo lo sé muy bien, y peor para mí. Y es encantadora, dulce, tierna, encuentra naturales y moderadas nuestras locas caricias, que a mí me agotan. Tiene todo el aire de una colegiada ignorante. Y es ignorante, pobre niña.
"¡Oh! Cada día tomo enérgicas resoluciones. Comprendo que me muero. Pero basta una mirada de sus ojos, una de esas miradas donde leo el deseo ardiente de sus labios, y al punto sucumbo, diciéndome: "Es la última vez. No quiero saber más de estos besos mortales." Y después, cuando he cedido una vez más, como hoy, salgo, camino sin rumbo pensando en la muerte, diciéndome que estoy perdido, que se acabó.
"Tengo el espíritu tan herido, tan enfermo, que ayer fui a dar una vuelta por el Pére Lachaise. Miraba aquellas tumbas alineadas como dominós. Y pensaba: "Pronto estaré ahí." Volví a casa, muy decidido a fingirme enfermo, a huirle. No he podido.
"¡Oh! No conoces esto. Pregúntale a un fumador a quien la nicotina envenena si puede renunciar a su hábito delicioso y mortal. Te dirá que lo ha intentado cien veces sin lograrlo. Y añadirá: "Mala pata. Prefiero morir de eso." Yo estoy así. Cuando uno está enganchado en el engranaje de una pasión tal o de un vicio tal, hay que meterse por entero."
Se levantó, me tendió la mano. Una cólera tumultuosa me invadía, una horrorosa cólera contra aquella mujer, contra la mujer, contra ese ser inconsciente, encantador, terrible. El se abrochaba el abrigo para irse. Le arrojé bruscamente a la cara: "Pero, ¡rediez!, antes de dejarte matar así, proporciónale amantes."
Se encogió de nuevo de hombros, sin responder, y se alejó.
Estuve seis meses sin verlo. Cada mañana esperaba recibir una esquela de defunción invitándome a su entierro. Pero no quería poner los pies en su casa, obedeciendo a un sentimiento complicado, hecho de desprecio hacia aquella mujer y hacia él, de cólera, de indignación, de mil sensaciones diversas.
Un hermoso día de primavera paseaba por los Campos Elíseos. Era una de esas tardes tibias que remueven en nuestro interior alegrías secretas, que nos encienden los ojos y vierten sobre nosotros una tumultuosa dicha de vivir. Alguien me golpeó en un hombro. Me volví: era él; era él, espléndido, rebosando salud, rosado, gordo, ventrudo.
Me tendió las dos manos, desbordante de placer, y gritó: " ¡Benditos los ojos, traidor! "
Lo miraba paralizado por la sorpresa: "Pues... sí. ¡Caracoles, te felicito! Has cambiado desde hace seis meses."
Se puso escarlata, y prosiguió, con una risa falsa:
"Se hace lo que se puede."
Yo lo miraba con una obstinación que le molestaba visiblemente. Articulé: "Entonces, ¿te has..., te has curado? "
Balbució muy deprisa: "Sí, del todo. Gracias." Después, cambiando de tono: " ¡Qué suerte encontrarte, chico. ¿Eh? Ahora nos veremos, y a menudo, eso espero, ¿no?"
Pero yo no abandonaba mi idea. Quería saber. Pregunté: "Veamos, ya te acordarás de la confidencia que me hiciste, seis meses atrás... Entonces..., entonces..., ahora resistes."
El articuló atropelladamente: "Supongamos que no te he dicho nada, y déjame tranquilo. Pero, ¿sabes?, ahora que te he encontrado no te suelto. Vente a cenar a casa."
Me entraron de pronto unas ganas locas de ver aquel hogar, de comprender. Acepté.
Dos horas después, él me introducía en su casa.
Su mujer me recibió de forma encantadora. Tenía un aire sencillo, adorablemente ingenuo y distinguido, que arrobaba la vista. Sus largas manos, su mejilla, su cuello, eran de una blancura y de una delicadeza exquisitas: era carne noble y fina, carne de raza. Y seguía andando con aquel largo movimiento de chalupa, como si cada pierna, a cada paso, hubiera flaqueado levemente.
René la besó en la frente, fraternalmente, y preguntó: " ¿Aún no ha llegado Lucien?"
Ella respondió, con voz clara y ligera: "No, aún no, amigo mío. Ya sabes que siempre se retrasa un poco."
Sonó el timbre. Apareció un muchacho alto, muy moreno, de mejillas vellosas y aspecto de hércules mundano. Nos presentaron: se llamaba Lucien Delabarre.
René y él se estrecharon enérgicamente las manos. Y después nos sentamos a la mesa.
La cena fue deliciosa, llena de alegría. René no cesaba de hablarme familiarmente, cordialmente, francamente, como antaño. Era: "Ya sabes, chico. Dime, chico. Escucha, chico." Después, de pronto, exclamaba: "No te figuras el gusto que me ha dado encontrarte. Me parece renacer. "
Yo miraba a su mujer y al otro. Se comportaban con perfecta corrección. Me pareció, no obstante, que una o dos veces intercambiaban una ojeada rápida y furtiva.
En cuanto acabó la comida, René, volviéndose hacia su mujer, declaró: "Querida, he vuelto a encontrar a Pierre y me lo llevo; vamos a charlotear por el bulevar, como en tiempos. Perdónanos esta calaverada.., de solteros. Además, te dejo al señor Delabarre."
La joven sonrió y me dijo, tendiéndome la mano: "No lo retenga mucho tiempo."
Ya estábamos en la calle, del brazo. Entonces, queriendo saber a toda costa: "Vamos, ¿qué ha pasado? Cuén....... " Pero me interrumpió bruscamente y, con el tono gruñón de un hombre tranquilo a quien molestan sin razón, respondió: " ¡Ah, chico, déjame en paz de una vez con tus preguntas!" Después agregó a media voz, como hablando consigo mismo, con la pinta convencida de la gente que ha tomado una sabia resolución: "Era demasiado idiota dejarse reventar así, a fin de cuentas."
No insistí. Caminábamos a buen paso. Nos pusimos a charlar. Y de pronto me susurró al oído: " ¿Y si nos fuéramos a ver chicas, ¿eh?"
Me eché a reír francamente: "Como quieras. Vamos, muchacho. " FIN