ROMEO Y JULIETA, acto I, escena IV

Escena IV
(Una calle.)
(Entran ROMEO, MERCUCIO, BENVOLIO, acompañados de cinco o seis enmascarados, hacheros y otros.)

ROMEO
Y bien, ¿alegaremos eso como excusa, o entraremos sin presentar
disculpa alguna?

BENVOLIO
Esas largas arengas no están ya en moda. No tendremos un
Cupido de vendados ojos, llevando un arco a la tártara de pintada varilla
que amedrente a las damas cual un espanta-cuervos; ni
tampoco, al entrar, aprendidos prólogos, débilmente recitados con
auxilio del apuntador. Que formen juicio de nosotros a la medida
de su deseo; por nuestra parte, les mediremos algunos compases y
tocaremos retirada.

ROMEO
Dadme un hachón; no estoy para hacer piruetas. Pues que me
hallo triste, llevaré la antorcha.

MERCUCIO
En verdad, querido Romeo, queremos que bailes.

ROMEO
No bailaré, creedme: vosotros tenéis tan ligero el espíritu como el
calzado: yo tengo una alma de plomo que me enclava en la tierra, no
puedo moverme.

MERCUCIO
Amante sois; pedid prestadas las alas de Cupido y volad con ellas a
extraordinarias regiones.

ROMEO
Sus flechas me han herido muy profundamente para que yo me
remonte, con sus alas ligeras, y puesto en tal barra, no puedo
trasponer el límite de mi sombría tristeza. Me hundo bajo el agobiante
peso del amor.

MERCUCIO
Y si os hundís en él, le abrumaréis; para el delicado niño sois un
peso terrible.

ROMEO
¿El amor delicado niño? Es crudo, es áspero, indómito en demasía;
punza como la espina.

MERCUCIO
Si con vos es crudo, sed crudo con él; devolvedle herida por herida y
le venceréis. -Dadme una careta para ocultar el rostro.
(Enmascarándose.) [¡Sobre una máscara otra! ¿Qué me importa]
que la curiosa vista de cualquiera anote deformidades? Las
pobladas cejas que hay aquí afrontarán el bochorno.

BENVOLIO
Vamos, llamemos y entremos y así que estemos dentro, que cada
cual recurra a sus piernas.

ROMEO
Un hachón para mí. Que los aturdidos, de corazón voluble, acaricien
con sus pies los insensibles juncos; por lo que a mí toca, me ajusto
a un refrán de nuestros abuelos. -Tendré la luz y miraré. Nunca
ha sido tan bella la fiesta, pero soy hombre perdido.

MERCUCIO
¡Bah! De noche todos los gatos son pardos; era el dicho del
Condestable: Si estás perdido, te sacaremos (salvo respeto) de
la cava de este amor en que estás metido hasta los ojos. -Ea,
venid, quemamos el día.

ROMEO
No, no es así.

MERCUCIO
Quiero decir, señor, que demorando, nuestras luces se
consumen, cual las que alumbran el día, sin provecho. Fijaos en
nuestra buena intención; pues el juicio nuestro antes estará cinco
veces al lado de ella que una al de nuestros cinco sentidos.

ROMEO
Sí, buena es la intención que nos lleva a esta mascarada; pero no es
prudente ir a ella.

MERCUCIO
¿Se puede preguntar la razón?

ROMEO
He tenido un sueño esta noche.

MERCUCIO
Y yo también.

ROMEO
Vaya, ¿qué habéis soñado?

MERCUCIO
Que los que sueñan mienten a menudo.

ROMEO
Cuando, dormidos en sus lechos, sueñan realidades.

MERCUCIO
¡Oh! Veo por lo dicho que la reina Mab os ha visitado.
Es la comadrona entre las hadas; y no mayor en su forma que
el ágata que luce en el índice de un aderman, viene arrastrada por
un tiro de pequeños átomos a discurrir por las narices de los
dormidos mortales. Los rayos de la rueda de su carro son hechos de
largas patas de araña zancuda, el fuelle de alas de cigarra, el correaje
[de la más fina telaraña, las colleras] de húmedos rayos de un claro de
luna. Su látigo, formado de un hueso de grillo, tiene por mecha una
película. Le sirve de conductor un diminuto cínife, vestido de gris, de
menos bulto que la mitad de un pequeño, redondo arador, extraído con
una aguja del perezoso dedo de una joven. [Su vehículo es un
cascaroncillo de avellana labrado por la carpinteadora ardilla, o el
viejo gorgojo, inmemorial carruajista de las hadas.] En semejante tren,
galopa ella por las noches al través del cerebro de los amantes, que en el
acto se entregan a sueños de amor; sobre las rodillas de los cortesanos, que al instate sueñan con reverencias; [sobre los dedos de los
abogados, que al punto sueñan con honorarios;] sobre los labios de las
damas, que con besos suenan sin demora: estos labios, empero, irritan a
Mab con frecuencia, porque exhalan artificiales perfumes y los acribilla
de ampollas. A veces el hada se pasea por las narices de un palaciego, que al golpe olfatea en sueños un puesto elevado; a veces
viene, con el rabo de un cochino de diezmo, a cosquillear la nariz de un
dormido prebendado, que a soñar comienza con otra prebenda más; a
veces pasa en su coche por el cuello de un soldado, que se pone a soñar
con enemigos a quienes degüella, con brechas, con emboscadas, con
hojas toledanas, con tragos de cinco brazas de cabida: Bate
luego el tambor a sus oídos, despierta al sentirlo sobresaltado, y [en su
espanto], después de una o dos invocaciones, se da a dormir otra vez.
Esta [misma] Mab es la que durante la noche entreteje la crin de los
caballos y enreda en asquerosa plica las erizadas cerdas, que,
llegadas a desenmarañar, presagian desgracia extrema. [Ésta es la
hechicera] que visita en su lecho a las vírgenes, [las somete a presión y,
primera maestra, las habitúa a ser mujeres resistentes] y sufridas.
Ella, ella es la que...

ROMEO
Basta, basta, [Mercucio, basta;] patraña es lo que hablas.

MERCUCIO
Tienes razón, hablo de sueños, hijos de un cerebro ocioso, sólo
engendro de la vana fantasía; sustancia tan ligera como el aire y más
mudable que el viento, que ora acaricia el helado seno del Norte, ora,
irritado, vuelve la faz y sopla en dirección contraria hacia el
vaporoso mediodía.

BENVOLIO
Ese viento de que hablas nos lleva a nosotros. Se ha acabado la Cena y llegaremos demasiado tarde.

ROMEO
Temo que demasiado temprano. Mi alma presiente que algún suceso,
pendiente aún del sino, va a inaugurar cruelmente en esta fiesta
nocturna su curso terrible y a concluir, por el golpe traidor de una
muerte prematura, el plazo de esta vida odiosa que se encierra en mi
pecho. El que gobierna, empero, mi destino, que arrumbe mi bajel. -Adelante, bravos amigos.

BENVOLIO
Batid, tambores.
(Vanse.)