EL CONDE DE MONTECRISTO primera parte, capitulo XIV

Capítulo catorce: El preso furioso y el preso loco

Al cabo de un año aproximadamente después de la vuelta de Luis XVIII, el inspector general de
cárceles efectuó una visita a las del reino.

Desde su calabozo, Dantés percibía el rumor de los preparativos que se hacían en el castillo, y no por el
alboroto que ocasionaban, aunque no era grande, sino porque los presos oyen en el silencio de la noche
hasta la araña que teje su tela, hasta la caída periódica de la gota de agua que tarda una hora en filtrarse
por el techo de su calabozo, y adivinó que algo nuevo sucedía en el mundo de los vivos: hacía tanto
tiempo que le habían encerrado en una tumba, que podía muy bien tenerse por muerto.

En efecto, el inspector iba visitando una tras otra las prisiones, calabozos y subterráneos. A muchos
presos interrogaba, particularmente a aquellos cuya dulzura o estupidez los hacía recomendables a la
benevolencia de la administración: sus preguntas se redujeron a cómo estaban alimentados y qué
reclamaciones tenían que hacer a su autoridad. Todos convinieron unánimemente en que la comida era
detestable, y pedían la libertad. El inspector les preguntó entonces si tenían otra cosa que decirle. Su
respuesta fue un ademán de cabeza. ¿Qué otra cosa que la libertad pueden pedir los presos?

El inspector se volvió sonriendo, y dijo al gobernador del castillo:
-No sé para qué nos obligan a estas visitas inútiles. Quien ve a un preso los ve a todos. ¡Siempre lo
mismo! Todos están mal alimentados y son inocentes por añadidura. ¿Hay algunos más?
-Sí, tenemos los peligrosos y los dementes, que están en los subterráneos.
-Vamos -dijo el inspector con aire de aburrimiento-. Cumplamos nuestra obligación en regla. Bajemos
a los subterráneos.
-Aguardad por lo menos a que vayan a buscar dos hombres -respondió el gobernador- que los presos,
sea por hastío de la vida, sea para hacerse condenar a muerte, intentan tal vez crímenes desesperados, y
podríais ser víctima de alguno.
-Tomad, pues, precauciones -dijo el inspector.

En efecto, enviaron a buscar dos soldados, y comenzaron a bajar una escalera, tan empinada, tan infecta
y tan húmeda, que el olfato y la respiración se lastimaban a la par.
-¡Oh! ¿Quién diablos habita este calabozo? -dijo el inspector a la mitad del camino.
-Un conspirador de los más temibles: nos lo han recomendado particularmente como hombre capaz de
cualquier cosa.
-¿Está solo?
-Sí.
-¿Y cuánto tiempo hace?
-Un año, con corta diferencia.
-¿Y desde su entrada en el castillo está en el subterráneo?
-No, señor, sino desde que quiso matar al llavero encargado de traerle la comida.
-¿Ha querido matar al llavero?
-Sí, señor: a ese mismo que nos viene alumbrando. ¿No es cierto, Antonio? -le preguntó el gobernador.
-Como lo oye, señor -respondió el llavero.
-¿Está loco este hombre?
-Peor que loco, es el diablo.
-¿Queréis que demos cuenta a la superioridad? -preguntó el inspector al gobernador.
-Es inútil. Bastante castigado está. Ya raya en la locura, y según la experiencia que nuestras
observaciones nos dan, dentro de un año estará completamente loco.
-Mejor para él -dijo el inspector-, pues sufrirá menos.

Como se ve, era este inspector un hombre muy humano, y digno del filantrópico empleo que gozaba.
-Tenéis razón, caballero -repuso el gobernador- y vuestra reflexión da a entender que habéis estudiado
la materia a fondo. En otro subterráneo que está separado de éste unos veinte pies y al cual se desciende
por otra escalera, tenemos un viejo abate, jefe del partido de Italia in illo tempore, preso aquí desde 1811.
Desde fines de 1813 se le ha trastornado la cabeza, y ya nadie le podría reconocer físicamente. Antes
lloraba, ahora ríe; antes enflaquecía, ahora engorda. ¿Queréis verle antes que a éste? Su locura es
divertida y os aseguro que no os entristecerá.
-A uno y otro veré -respondió el inspector-. Hagamos las cosas como se deben hacer.

Era ésta la primera vez que el inspector hacía una visita de cárceles, por lo que deseaba dar a sus jefes
buena idea de sí.
-Entremos, pues, en éste -dijo.
-Bien -respondió el gobernador, haciendo una seña al llavero, el cual abrió la puerta.

Al rechinar de las macizas cerraduras; al rumor de los pesados cerrojos, Dantés, que estaba acurrucado
en un rincón del calabozo recreándose deleitosamente en el exiguo rayo de luz que penetraba por un
tragaluz con gruesísimos barrotes, Dantés, repetimos, levantó la cabeza. Viendo a un desconocido
alumbrado por dos llaveros que llevaban antorchas encendidas, custodiado por dos soldados y respetado
por el gobernador de tal manera que le hablaba con el sombrero en la mano, comprendió Dantés el objeto
de su visita, y viendo en fin que se le presentaba coyuntura de hablar a una autoridad superior, saltó hacia
él con las manos en actitud de súplica. Los soldados calaron bayoneta, temiendo que el preso se dirigiese
al inspector con malas intenciones; éste retrocedió un paso, asustado. Dantés comprendió que le habían
pintado a sus ojos como un hombre temible. Procuró entonces poner en su mirada cuanto de humildad y
mansedumbre hay en el corazón humano, y con una elocuencia piadosa que admiró a todos los
circunstantes trató de conmover al recién llegado. Escuchó hasta el fin el inspector el discurso de Dantés,
y volviéndose al gobernador le dijo en voz baja:
-Ya va haciéndose humano, y los sentimientos dulces empiezan a dominarle. Observad cómo el temor
obra en él su efecto; retrocedió ante las bayonetas, y el loco no retrocede ante peligro alguno. Sobre este
síntoma he hecho ya en Charentón observaciones muy curiosas. Después, volviéndose al preso:
-En resumen-le dijo-, ¿qué pedís?
-Pido que me digan el crimen que he cometido; que se me nombren jueces; que se me juzgue; que se
me fusile si soy culpable, pero que me pongan en libertad si soy inocente.
-¿Coméis bien? -le preguntó el inspector.
-Sí, yo lo creo..., no lo sé; pero eso importa poco. Lo que debe importar, no solamente a mí, pobre
preso, sino a todos los que se ocupan en hacer justicia, y sobre todo al rey que nos manda, es que el
inocente no sea víctima de una delación infame, y no muera entre cerrojos maldiciendo a sus verdugos.
-¡Qué humilde estáis hoy! -le dijo el gobernador-. No siempre sucede lo mismo, de otra manera
hablabais el día que quisisteis asesinar a vuestro guardián.
-Es verdad, señor -respondió Dantés-, y por ello pido humildemente perdón a este hombre, que ha sido
siempre bondadoso conmigo. Pero ¿qué queréis? Yo estaba loco, yo estaba furioso.
-¿Y ahora, ya no lo estáis?
-No, señor; porque la prisión me doma, me anonada. ¡Hace tanto tiempo que estoy aquí!
-¡Mucho tiempo! ¿En qué época os detuvieron? -le preguntó el inspector.
-El 28 de febrero de 1815, a las dos de la tarde.

El inspector se puso a calcular.
-Estamos a 30 de julio de 1816; no hace más que diecisiete meses que estáis preso.
-¿No hace más? -repuso Dantés-. ¿Os parecen pocos diecisiete meses? ¡Ah!, señor, ignoráis lo que son
diecisiete meses de cárcel; diecisiete años, diecisiete siglos, sobre todo para un hombre como yo, que
estaba próximo a ser feliz; para un hombre que vela abierta una carrera honrosa, y que todo lo pierde en
aquel mismo instante, que del día más claro y hermoso pasa a la noche más profunda, que ve su carrera
destruida, que no sabe si le ama aún la mujer que antes le amaba, que ignora en fin si su anciano padre
está muerto o vivo. Diecisiete meses de cárcel para un hombre acostumbrado al aire del mar, a la
independencia del marino, al espacio, a la inmensidad, a lo infinito; caballero, diecisiete meses de cárcel
es el mayor castigo que pueden merecer los crímenes más horribles del vocabulario humano.
Compadeceos de mí, caballero, y pedid para mí no indulgencia, sino rigor, no indulto, sino justicia.
Justicia, señor, yo no pido más que justicia. ¿Quién se la niega a un preso?
-Está bien, ya veremos -dijo el inspector.

Y volviéndose hacia su acompañante añadió:
-En verdad me da lástima este pobre diablo. Luego me enseñaréis en el libro de registro su partida.
-Con mucho gusto -respondió el gobernador-, pero creo que hallaréis notas tremendas contra él.
-Caballero -prosiguió Edmundo-, bien sé que vos no podéis hacerme salir de aquí por vuestra propia
decisión, pero podéis transmitir mi súplica a la autoridad, provocar una requisitoria, hacer en fin que se
me juzgue. ¡Justicia es todo lo que pido! Sepa yo al menos de qué crimen se me acusa, y a qué castigo se
me sentencia. La incertidumbre es el peor de todos los suplicios.
-Contadme, pues, detalles del asunto -dijo el inspector.
-Señor -exclamó Dantés-, por vuestra voz comprendo que estáis conmovido. ¡Señor! ¡Decidme que
tenga esperanza!
-No puedo decíroslo -respondió el inspector-, sino solamente prometeros examinar vuestra causa.
-¡Oh! Entonces, caballero, estoy libre, ¡me he salvado!
-¿Quién os mandó detener? -preguntó el inspector.
-El señor de Villefort -respondió Edmundo Dantés-. Vedle y entendeos con él.
-Desde hace un año que el señor de Villefort no está en Marsella, sino en Tolosa.
-¡Ah! , no me extraña -balbució Dantés-. ¡He perdido a mi único protector!
-¿Tenía el señor de Villefort algún motivo para estar resentido con vos?
-Ninguno, señor; antes al contrario, fue muy bondadoso conmigo.
-¿Podré fiarme de las notas que haya dejado escritas sobre vos, o que me proporcione él mismo?
-Sí, señor.
-Pues bien: tened esperanza.

Dantés cayó de rodillas levantando las manos al cielo, y recomendándole en una oración aquel hombre
que había bajado a su calabozo como el Salvador a sacar almas del infierno. La puerta se volvió a cerrar,
pero la esperanza que acompañaba al inspector se quedó encerrada en el calabozo de Dantés.
-¿Queréis ver ahora el libro de registro -dijo el gobernador-, o bajamos antes al calabozo del abate?
-Acabemos la visita -respondió el inspector-. Si volviese a salir al aire libre quizá no tendría valor para
acabarla.
-Este preso no es por el estilo del otro, que su locura entristece menos que la razón de su vecino.
-¿Cuál es su locura?
-¡Oh!, muy extraña. Se cree poseedor de un tesoro inmenso. El primer año ofreció al gobierno un
millón si le ponía en libertad; el segundo año le ofreció dos millones; el tercero, tres, y así progresivamente.
Ahora está en el quinto año: es probable que os pida una entrevista, y os ofrezca cinco millones.

-Manía rara es, en efecto -dijo el inspector-. ¿Y cómo se llama ese millonario?
-El abate Faria.
-Número 27 -dijo el inspector.
-Aquí es. Abrid, Antonio.

El llavero obedeció, con lo que pudo el inspector pasear su mirada curiosa por el calabozo del abate
loco, que así solían llamar a aquel preso.

En mitad de la estancia, dentro de un círculo trazado en el suelo con un pedazo de yeso de la pared,
veíase agazapado un hombre casi desnudo, tan roto estaba su traje. Ocupábase en aquellos momentos en
hacer dentro del círculo líneas geométricas muy bien trazadas, y parecía tan preocupado con su problema
como Arquímedes cuando le mató el soldado de Marcelo. Ni siquiera pestañeó al rumor de la puerta que
se abría, ni dio muestra alguna de sorpresa cuando el resplandor de las antorchas iluminó con desusado
brillo el húmedo suelo en que trabajaba. Volvióse entonces y vio con gran sorpresa la numerosa comitiva
que acababa de entrar en su calabozo.

Acto continuo se puso en pie y cogió un cobertor que yacía a los pies de su miserable lecho para
envolverse y recibir con mayor decencia a los recién venidos.
-¿Qué es lo que pedís? -le dijo el inspector sin alterar la fórmula.
-¿Yo, caballero...?, no pido nada -respondió el abate como admirado.
-Sin duda no me comprendéis -dijo el inspector-. Yo soy un delegado del gobierno para visitar las
cárceles y atender las reclamaciones de los presos.
-¡Oh!, entonces es otra cosa, caballero -exclamó vivamente el abate- Espero que vamos a entendernos.
-¿Lo veis? -dijo el gobernador por lo bajo- El principio, ¿no os indica que va a parar a lo que yo os
decía?
-Caballero -prosiguió el preso-, yo soy el abate Faria, natural de Roma. A los veinte años era secretario
del cardenal Rospigliossi. Sin saber por qué, me detuvieron a principios de 1811, y desde entonces
suplico vanamente mi libertad a las autoridades italianas y francesas.
-¿Y por qué a las francesas? -le preguntó el gobernador.
-Porque me prendieron en Piombino, y supongo que, como Milán y Florencia, Piombino será
actualmente capital de un departamento francés.

El inspector y el gobernador se miraron sonriendo.
-¿Sabéis, amigo mío -le dijo el inspector-, que no son muy frescas vuestras noticias de Italia?
-Datan del día en que fui preso, caballero -repuso el abate Faria- y como Su Majestad el emperador
había creado el reino de Roma para el hijo que el cielo acababa de darle, supongo que, siguiendo el curso
de sus conquistas, haya realizado el sueño de Maquiavelo y de César Borgia, que era hacer de Italia entera
un solo y único reino.
-Caballero -dijo el inspector-, la Providencia, por fortuna, ha modificado ese gigantesco plan de que
parecéis partidario tan ardiente.
-Ese es el único medio de hacer de Italia un Estado fuerte, independiente y feliz -respondió el abate.
-Puede ser -repuso el inspector-; pero yo no he venido a estudiar un curso de política ultramontana, sino
a preguntaros, como ya lo hice, si tenéis algo que reclamar sobre vuestra habitación, trato y comida.
-La comida es igual a la de todas las cárceles, quiero decir, malísima -respondió el abate- la habitación
ya lo veis, húmeda a insalubre, aunque muy buena para calabozo. Pero no tratemos de eso sino de
revelaciones de la más alta importancia que tengo que hacer al gobierno.
-Ya va a su negocio -dijo en voz baja el gobernador al inspector.
-Me felicito, pues, de veros -prosiguió el abate-, aunque me habéis interrumpido un cálculo excelente
que a no fallarme cambiaría quizás el sistema de Newton. ¿Podéis concederme una entrevista secreta?
-¿Eh? ¿Qué decía yo? -dijo el gobernador al inspector.
-Bien conocéis a vuestra gente -respondió este último sonriéndose, y volviéndose a Faria le dijo:
-Caballero, lo que me pedís es imposible.
-Sin embargo, ¿y si se tratase, caballero -repuso el abate-, de hacer ganar al gobierno una suma enorme,
una suma de cinco millones?
-A fe mía que hasta la cantidad adivinasteis -dijo el inspector volviéndose otra vez hacia el gobernador.
-Vamos -prosiguió el abate, conociendo que el inspector iba a marcharse-, no hay necesidad de que
estemos absolutamente solos. El señor gobernador puede asistir a nuestra entrevista.
-Amigo mío -dijo el gobernador-, sabemos por desgracia de antemano lo que queréis decirnos. De
vuestros tesoros, ¿no es verdad?

Miró Faria a este hombre burlón con ojos en que un observador desinteresado hubiera leído la razón y
la verdad.
-Sin duda alguna -le respondió-. ¿De qué queréis que yo os hable, sino de mis tesoros?
-Señor inspector -repuso el gobernador-, puedo contaros esa historia tan bien como el abate, porque
hace cuatro o cinco años que no me habla de otra cosa.
-Eso demuestra, señor gobernador -dijo Faria-, que sois como aquellos de que habla la Escritura, que
tienen ojos y no ven, oídos y no oyen.
-Amigo -añadió el inspector-, el gobierno es rico, y a Dios gracias no necesita de vuestro dinero.
Guardadlo, pues, para cuando salgáis de vuestro encierro.

Dilatáronse los ojos del abate, y asiendo de la mano al inspector, le dijo:
-Pero, ¿y si no salgo nunca? ¿Y si contra toda justicia permanezco siempre en este calabozo? ¿Y si
muero sin haber legado a nadie mi secreto? ¡El tesoro se perderá! ¿No es preferible que lo poseamos el
gobierno y yo? Daré hasta seis millones, caballero, sí, le daré hasta seis millones, y me contentaré con el
resto si se me pone en libertad.
-A fe mía -dijo a media voz el inspector-, habla con tal acento de convicción, que se le creería a no
saber que está loco.
-No estoy loco, caballero, digo la verdad -repuso Faria, que con ese oído finísimo de los presos no
perdió una sola palabra-. El tesoro de que hablo existe ciertamente, y me comprometo a firmar con vos un
tratado por el cual me llevaréis adonde yo designe, se cavará en la tierra, y si yo miento, si no se
encuentra nada, si estoy loco como decís, consentiré en volver al calabozo, y en permanecer toda mi vida,
y en esperar la muerte sin volver a pedir nada ni a vos ni a nadie.

El gobernador se echó a reír.
-¿Y está muy lejos el lugar de vuestro tesoro?
-A cien leguas de aquí, sobre poco más o menos.
-No está mal imaginado -dijo el gobernador-. Si todos los presos se divirtiesen en pasear a sus guardias
por un espacio de cien leguas, y si los guardias consintiesen en tales paseos, sería un magnífico motivo
para que los presos tomaran las de Villadiego a la primera ocasión, que no dejaría de presentarse,
ciertamente, en tan larga correría.
-Es un ardid muy gastado -dijo el inspector-. Ni siquiera tiene el mérito de la invención.

Después, volviéndose al abate, le dijo:
-Ya os he preguntado si os dan bien de comer.
-Caballero -respondió Faria-, juradme por Cristo nuestro Señor que me pondréis en libertad si no
miento, y os diré dónde está el tesoro.
-¿Os dan buen alimento? -repitió el inspector.
-Nada aventuráis, caballero, y no será un truco para escaparme, pero consiento en permanecer aquí
mientras vos vayáis...
-¿No contestáis a mi pregunta? -repuso impaciente el inspector.
-¡Ni vos a mi solicitud! -respondió el abate-. ¡Maldito seáis como los insensatos que no han querido
creerme! ¿No queréis mi oro? Para mí será. ¿Me negáis la libertad? Dios me la dará. Idos. Ya nada tengo
que decir.

Y el abate tiró el cobertor sobre la cama, recogió su pedazo de yeso, y fue a sentarse en medio de su
círculo, donde continuó trazando sus figuras.
-¿Qué hace? -decía el inspector al irse.
-Cuenta sus tesoros -le contestó el gobernador.

Faria respondió a este sarcasmo con una mirada sublime de desprecio.

Salieron y el llavero cerró la puerta.
-¿Si habrá poseído, en efecto, algún tesoro? -decía el inspector subiendo la escalera.
-O habrá soñado que lo poseía, y despertó demente -repuso el gobernador.
-Si realmente fuera tan rico, no estaría preso -añadió el inspector con la sencillez del hombre
corrompido.

Así concluyó para el abate Faria esta aventura. Siguió preso sin que lograse con la visita otra cosa que
afirmar su fama de loco.

Caligula o Nerón, aquellos célebres rebuscadores de tesoros, que se dieron de cabezadas por todo lo
imposible, hubiesen atendido a este pobre hombre, le hubiesen concedido el aire que deseaba, el espacio
que en tanto tenía, la libertad que tan cara quería pagar; pero los reyes de ahora, encerrados en los límites
de lo probable, no tienen la audacia de la voluntad, temen el oído que escucha las órdenes que ellos
mismos dan, el ojo que ve sus acciones; no sienten en sí lo superior de la esencia divina, son hombres
coronados, en una palabra. En otro tiempo se creían o a lo menos se decían hijos de Júpiter, y
conservaban algo del ser de su padre; que no se plagian fácilmente las cosas de ultra-nubes. Ahora los
reyes se hacen muy a menudo vulgares. Sin embargo, como ha repugnado siempre al gobierno despótico
que se vean a la luz pública los efectos de la prisión y de la tortura; como hay pocos ejemplos de que una
víctima de la inquisición haya podido pasear por el mundo sus huesos triturados y sus sangrientas llagas,
así la locura, esta úlcera causada por el fango de los calabozos, se esconde casi siempre cuidadosamente
en el sitio en que ha nacido, o si sale de él es para enterrarse en un hospital sombrío, donde el médico no
puede distinguir ni al hombre ni al pensamiento entre las informes ruinas que el carcelero le entrega.

Vuelto loco en la prisión el abate Faria, por su misma locura, estaba condenado a no salir nunca de ella.
En cuanto a Dantés, el inspector le cumplió su palabra, examinando el libro de registro cuando volvió a
los aposentos del gobernador. Así decía la nota referente a él:

Edmundo Dantés: Bonapartista acérrimo. Ha tomado una parte muy activa en la vuelta de Napoleón.
Téngase muy vigilado y con el mayor secreto. Esta nota era de otra letra y de otra tinta que las demás del
registro, lo que prueba que no ha sido anotada de la prisión de Edmundo. La acusación era bastante
positiva para dudar de ella. El inspector escribió, pues, debajo:

«Nada se puede hacer por él.»

Esta visita había hecho revivir a Dantés. Desde su entrada en el calabozo se había olvidado de contar
los días; pero el inspector le había dado una fecha nueva, y no la olvidó esta vez, sino que arrancando de
la pared un pedazo de yeso escribió en el muro: «30 de julio de 1816.» Desde este momento señaló con
una raya cada día que pasaba para poder calcular el tiempo.

Transcurrieron días, semanas y meses, y Dantés seguía confiado. Empezó por fijar para su salida de la
cárcel un término de quince días, pues suponiendo que el inspector no tuviese en su asunto sino la mitad
del interés que él mismo tenía, le bastaba con ese plazo. Transcurrido también éste, pensó que era absurdo
creer que el inspector se ocupase en tal cosa antes de su regreso a París, y como su vuelta era imposible
sin terminar la visita, que debía durar lo menos un mes o dos, alargó Edmundo su plazo hasta tres meses.
Pasados éstos hizo otro cálculo, prolongándolos hasta seis; pero cuando éstos pasaron también, halló que
juntos los primeros días con los meses había esperado diez y medio.

Durante dicho tiempo en nada había mudado su situación; ninguna nueva de consuelo había tenido, y
seguía como siempre mudo su carcelero. Dantés empezó a dudar de sus sentidos, a creer que lo que
tomaba por un recuerdo no era sino una visión de su fantasía, y que aquel ángel consolador solamente
había bajado a su calabozo en alas de un sueño.

Al cabo de un año trasladaron al gobernador del castillo, obteniendo el antiguo el mando de la fortaleza
de Ham, a la que se llevó muchos de sus dependientes, entre ellos el carcelero de Edmundo. Llegó el
nuevo gobernador, y como le costase mucho trabajo recordar los nombres de los presos, se los hizo
representar por números. Este horrible hotel tenía unas cincuenta habitaciones, cuyos números respectivos
tomaron sus habitantes. ¡El desgraciado marino dejó de llamarse Edmundo Dantés, conociéndose tan sólo
por el número 34!