EL CONDE DE MONTECRISTO primera parte, capitulo XV

Capítulo quince: El número 34 y el número 27

Dantés pasó por todos los grados de desventura que experimentan los presos olvidados en el fondo de
sus calabozos. Comenzó por recurrir al orgullo, que es una consecuencia de la esperanza y un íntimo
convencimiento de la propia inocencia; después dudó de su inocencia, lo que no dejaba de justificar un
tanto las suposiciones de locura del gobernador, y por último cayó del pedestal de su orgullo, y no para
implorar a Dios, sino a los hombres. Dios es el último recurso. El desgraciado que debería comenzar por
él, no llega a implorarle sino después de haber agotado todas sus esperanzas.

Pidió, pues, que le sacasen de su calabozo para ponerle en otro, aunque fuese más negro y más oscuro.
Un cambio, aunque perdiendo, era siempre un cambio, y le proporcionaría por algún tiempo distracción.
Pidió asimismo que le concediesen el pasear, y el tomar el aire, y libros a instrumentos. Nada le fue
concedido; pero no por eso dejó de pedir, pues se había acostumbrado a hablar con su carcelero, que era
más mudo que el anterior si es posible. Hablar con un hombre, aunque no le respondiese, había llegado a
parecerle una gran felicidad. Hablaba para escuchar su propia voz, pues cierta vez que ensayó en hablar a
solas, su voz le dio miedo.

Muchas veces, cuando estaba en libertad, se había horrorizado Dantés al recuerdo de esas cárceles
comunes de las poblaciones, donde los vagabundos están mezclados con los bandoleros y con los asesinos,
que con innoble placer contraen horribles lazos, haciendo de la vida de la cárcel una orgía
espantosa. Pues, a pesar de todo, llegó incluso a sentir deseos de encontrarse en uno de estos antros, por
ver otras caras que la de aquel carcelero impasible y mudo; llegó a echar de menos el presidio con su
infamante traje, su cadena asida al pie, y la marca en la espalda. Los presidiarios al menos viven en
sociedad con sus semejantes, respiran el aire libre y ven el cielo: los presidiarios deben ser muy dichosos.

Un día suplicó a su guardián que pidiese para él un compañero, aunque fuese el abate loco de que había
oído hablar. Bajo la corteza de un carcelero, por más que sea muy ruda, queda siempre algo de
humanidad, y éste, a pesar de que nunca lo había demostrado ostensiblemente, en lo íntimo de su alma
compadeció muchas veces a aquel desgraciado joven, sujeto a tan dura cautividad, por lo que transmitió
al gobernador la solicitud del número 34; pero el gobernador, prudentísimo como si fuera un hombre
político, se figuró que Dantés quería insurreccionar a los presos, fraguar una conspiración, contar con
algún amigo para alguna tentativa; y le negó lo que pedía.

Habiendo agotado todos los recursos humanos, y no encontrando remedio de ninguna clase para sus
males, fue cuando se dirigió a Dios. Vinieron entonces a vivificar su alma todos esos pensamientos piadosos
que baten sus alas sobre los desgraciados. Recordó las oraciones que le enseñaba su madre,
hallándoles una significación entonces de él desconocida, porque las oraciones para el hombre que es
dichoso son a veces palabras vacías de sentido, hasta que el dolor viene a explicar al infortunio ese
lenguaje sublime con que nos habla Dios.

Oró, pues, mas no con fervor sino con rabia. Rezando en alta voz no le asustaban sus palabras: caía en
una especie de éxtasis; a cada palabra que pronunciaba se le aparecía Dios; sacaba lecciones de todos los
hechos de su vida humilde y oscura, atribuyéndolos a Dios, imponiéndose deberes para el porvenir, y al
final de cada rezo intercalaba ese deseo egoísta que los hombres dirigen a sus semejantes más a menudo
que a Dios:

«... Y perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores... »

Y esto le puso sombrío, y un velo cubrió sus ojos. Dantés era un hombre sencillo y sin educación. Lo
pasado permanecía para él envuelto en ese misterio que la ciencia desvanece. En la soledad de un
calabozo, en el desierto de su imaginación, no le era posible resucitar los tiempos pasados, reanimar los
pueblos muertos, restaurar las antiguas ciudades, que el pensamiento poetiza y agiganta, y que pasan
delante de los ojos alumbradas por el fuego del cielo, como los cuadros babilónicos de Martin. Dantés no
conocía más que su pasado, tan breve; su presente, tan sombrío, y su futuro tan dudoso. ¡A la luz de los
diecinueve años ver la oscuridad de una noche eterna! Como ninguna distracción le entretenía, su espíritu
enérgico, a cuyas aspiraciones bastara solamente el tender su vuelo a través de las edades, se veía
obligado a ceñirse a su calabozo como un águila encerrada en una jaula. Entonces se aferraba, por decirlo
así, a una idea, a la de su ventura, desvanecida sin causa aparente por una fatalidad inconcebible;
aferrábase, pues, a este pensamiento, le daba mil vueltas examinándolo bajo todas sus fases, devorándolo
como el implacable Ugolino devora el cráneo del arzobispo Roger en el Infierno del Dante. Edmundo,
que sólo tenía una fe pasajera en el poder, la perdió como la pierden otros después del triunfo, con la
única diferencia de que él no había sabido aprovecharla.

La rabia sucedió al ascetismo. Tales blasfemias decía Edmundo, que el carcelero retrocedía espantado:
se daba golpes contra las paredes, y con cuanto tenía a la mano, principalmente en sí mismo se vengaba
de las contrariedades que le hacía sufrir un grano de arena, una paja o una ráfaga de viento. Entonces
aquella carta acusadora que él había visto, que él había tocado, que le enseñó Villefort, volvía a clavársele
en el magín y cada línea brillaba en la pared como el Mane Thécel Pharés, de Baltasar. Decía para sí que
era el odio de los hombres, no la venganza de Dios el que lo hundió en aquella sima; entregaba aquellos
hombres desconocidos a todos los suplicios que inventaba su exaltada imaginación, y aún le parecían
dulces los más tremendos, y sobre todo livianos para ellos, porque tras el suplicio viene la muerte, y la
muerte es, si no el reposo, la insensibilidad, que se le parece mucho.

A fuerza de repetirse a sí mismo, a propósito de sus enemigos, que la calma es la muerte, y el que desea
castigar con crueldad necesita de otros recursos que no son los de la muerte, cayó en el horrible
ensimismamiento que ocasiona la idea del suicidio. ¡Pobre de aquel a quien detienen en la pendiente de la
desgracia estas tristes ideas! ¡Son como uno de esos mares muertos que reflejan el purísimo azul del cielo;
pero que si el nadador se arroja a ellos, siente hundirse sus pies en un suelo fangoso, que le atrae, le aspira
y le traga! En esta situación, sin auxilio divino, no hay remedio para él, y cada esfuerzo que hace le hunde
más, y le arrastra más y más a la muerte.

Esta agonía moral es, sin embargo, menos terrible que el dolor que la precede y el castigo que acaso la
sigue; es una especie de consuelo vertiginoso, que nos muestra la profundidad del abismo, pero que
también en su fondo nos muestra la nada. Edmundo se consoló, pues, un tanto con esta idea. Todos sus
dolores, todos sus sufrimientos, con su lúgubre cortejo de fantasmas, huyeron hacia aquel rincón del calabozo, donde parecía que el ángel de la muerte pudiese fijar su silenciosa planta. Contempló ya con
tranquilidad su vida pasada, con terror su vida futura, y eligió ese término medio que le ofrecía un asilo.

-Tal vez en mis lejanas correrías, cuando yo era aún hombre, y cuando este hombre libre y potente daba
a otros hombres órdenes que eran ejecutadas en el acto, tal vez (decía para sí) he visto nublarse el cielo,
bramar las olas y encresparse, nacer la tempestad en un extremo del espacio, y como un águila gigantesca
venir llenando con sus alas los dos horizontes. Quizá conocía ya entonces que mi barco era un refugio
despreciable, puesto que parecía temblar y estremecerse, ligero como una pluma en la mano de un
gigante. Después el terrible mugido de las olas, la vista de los escollos me anunciaban la muerte, y la
muerte me espantaba, y hacía inauditos esfuerzos para librarme de ella, y reunía en un punto todas las
energías del hombre y toda la inteligencia del marino para luchar con Dios. Y esto, porque yo entonces
era feliz; porque volver a la vida era para mí volver a la felicidad; porque aquella muerte yo no la había
llamado ni la había elegido; porque el sueño, en fin, me parecía intolerable en aquel lecho de algas y de
légamo..., era que me indignaba a mí, criatura, imagen de Dios, el servir de pasto a los albatros o a los
tiburones. Pero hoy ya es otra cosa: he perdido cuanto me encariñaba con la existencia; hoy la muerte me
sonríe como una nodriza al niño que va a amamantar; hoy muero como se me antoja; muero cansado,
como dormía en aquellas noches de desesperación y rabia después de haber dado tres mil vueltas en mi
camarote; es decir, treinta mil pasos; es decir, diez leguas sobre poco más o menos.

En cuanto esta idea germinó en la imaginación del joven, púsose un tanto más alegre, más risueño, se
conformó más con su pan negro y con su dura cama, comió menos, dejó de dormir, y comenzó a parecerle
soportable aquel resto de existencia, que podría dejar cuando quisiese, como se deja un vestido viejo.

Dos maneras tenía de morir; una era sencilla: atar su pañuelo a un hierro de la ventana y ahorcarse; otra
era dejarse morir de hambre, sin que su carcelero se diera cuenta de ello. La primera repugnaba mucho a
Dantés, porque recordaba a los piratas que mueren ahorcados en las vergas de los navíos que los apresan:
tenía pues a la horca por un suplicio infamante y no quería aplicárselo a sí mismo, por lo que adoptó el
segundo medio, empezando desde aquel día a ponerlo en práctica.

Cerca de cuatro años habían transcurrido en las alternativas que hemos referido. A fines del segundo
dejó de contar los días, y había vuelto a esa ignorancia del tiempo, de que le sacara en otra época el
inspector.

Habiendo dicho Dantés «quiero morir», y habiendo elegido hasta la muerte que se daría, lo calculó bien
todo, y por temor de arrepentirse hizo juramento consigo mismo de morir de aquella manera. «Cuando me
traigan las provisiones las tiraré por la ventana -decíase-, y aparentaré que las he comido.»

Hízolo como se lo había prometido. Dos veces cada día tiraba su comida por la ventanilla con reja, que
apenas le dejaba ver el cielo, primeramente con alegría, después con reflexión, y por último con pesar.
Para fortalecerse en tan horrible lucha, necesitaba recordarse a cada instante el juramento que se había
hecho. Aquella comida que otras veces le repugnaba, gracias al aguijón del hambre, le parecía tentadora a
la vista, exquisita al olfato, y más de una vez pasó horas enteras con la cazuela en las manos
contemplando fijamente iba a cesar para él, hízole figurarse que Dios se compadecía al fin de aquella
carne nauseabunda, aquel pescado podrido, y aquel pan negro sus sufrimientos. Dominaban aún en él los
postreros instintos de la vida. Su calabozo de sus amigos, alguno de esos seres amados, en quien tantas
veces le parecía entonces menos sombrío, y su situación menos desesperada. pensó, siempre que pensaba,
no se ocuparía de él en aquellos momentos. Todavía era joven, puesto que debía contar veinticinco o
veintiséis años, y le quedaban con corta diferencia cincuenta que vivir, o sea el doble de lo que había
vivido. Pero no, sin duda Edmundo se engañaba; aquello no era más que una de esas visiones fantásticas
que se forjan a las puertas de lamentos, y no trataría de disminuir la distancia que los separaba?

Durante este tiempo, ¡cuántos acontecimientos podrían abrir las murallas del castillo de If, y romper las
puertas, y volverle a la libertad! Entonces aproximaba a su boca aquella comida que, Tántalo voluntario,
apartaba al punto con mano firme, pues con el recuerdo de su juramento, esta generosa naturaleza temía
despreciarse a sí mismo si lo quebrantaba. Riguroso a implacable consigo mismo, gastó, pues, el asomo
de existencia que le quedaba, llegando un día en que no tuvo fuerzas para levantarse a arrojar la comida.
Al día siguiente ya no veía, y oía con mucha dificultad. El carcelero creyó que estaba enfermo de
gravedad, y Edmundo confió ya en su muerte próxima. Así pasó todo el día. Cierto aturdimiento vago y
un si es no es agradable, empezaba a apoderarse de él.

Ya se habían adormecido las convulsiones nerviosas de su estómago; se habían calmado los ardores de
su sed. Al cerrar los ojos veía una multitud de resplandores brillantes, como esos fuegos fatuos que
oscilan por la noche a flor de los terrenos fangosos: era el crepúsculo de ese ignoto país que se llama la
muerte.

De repente, a las nueve de aquella misma noche, oyó en la pared en que se apoyaba su cama un ruido
sordo y lento. Venían tantos animales inmundos a hacer ruido por aquel lado, que poco a poco se había
acostumbrado Dantés a no despertar siquiera de sus sueños por cosa tan común allí; pero esta vez, ya que
la abstinencia tuviese exaltados sus sentidos, ya que fuese el ruido, en efecto, extraordinario, o ya porque
en los momentos supremos todo tiene importancia, Edmundo levantó la cabeza para oír mejor. Era una
especie de frotamiento acompasado, que parecía provenir, o de unas enormes uñas o de unos dientes
fortísimos, o en fin, de un instrumento que chocara con la piedra. Aunque debilitada, en la imaginación
del joven bulló al punto esta idea falaz, fija constantemente en la de todo preso: ¡La libertad! La ocasión
en que escuchaba aquel ruido, justamente cuando todo ruido muere. El ruido seguía oyéndose, sin
embargo, y duró hasta tres horas sobre por más o menos, terminando en una especie de roce, como al
arrastrar una cosa.

Horas más tarde se repitió más fuerte y más cercano. Empezaba Edmundo a interesarse en aquel trabajo
que le hacía compañía, cuando entró el carcelero.

Habían pasado ocho días desde que decidió morir, y cuatro desde que empezó a poner en práctica su
proyecto, y en todo este tiempo no había Edmundo dirigido la palabra a aquel hombre, ni respondido a las
que él le dirigía preguntándole por su enfermedad, sino que por el contrario, siempre se volvía del otro
lado cuando el carcelero le contemplaba atentamente. Mas hoy podía el carcelero oír aquel sordo ruido y
alarmarse, y destruir acaso aquel yo no sé qué de esperanza, cuya idea deleitaba los últimos momentos de
Dantés.

El carcelero le traía el almuerzo y Edmundo se incorporó en su cama, y ahuecando la voz se puso a
hablar de todas las cosas posibles, de la mala calidad de su alimento, del frío que reinaba en el calabozo,
maldiciendo y gruñendo, para tener el derecho de gritar más fuertemente, y agotando la paciencia del
carcelero, que precisamente aquel día había pedido para el preso enfermo caldo y pan tierno, y le llevaba
ambas cosas. Por fortuna creyó que Dantés deliraba, y salió del calabozo, poniendo el almuerzo en la
mesilla coja donde lo solía dejar. Libre entonces Edmundo, volvió a escuchar con deleite. El ruido era ya
tan claro que el joven lo escuchaba sin trabajo alguno.
-¡No hay dada! -exclamó para sí-; puesto que, a pesar de la luz del día prosigue este ruido, lo ocasiona
algún desdichado preso para escaparse. ¡Oh! ¡Si yo estuviera con él, cómo le ayudaría!

De pronto, una nube sombría pasó eclipsando esta aurora de esperanza por aquella mente, sólo
habituada a la desgracia, y que no podía sin macho trabajo volver a concebir la felicidad. Era, pues, la
idea de que quizás aquel rumor lo ocasionaban algunos albañiles que se ocupasen por orden del
gobernador, en arreglar el calabozo inmediato.

Fácil era cerciorarse; pero ¿cómo se atrevía a preguntarlo? Nada más fácil, repetimos, que esperar la
llegada del carcelero, hacerle darse cuenta del ruido, y observar la impresión que le causaba; pero con esta
nimia satisfacción de su curiosidad, ¿no podría arriesgar intereses muy altos? Por desgracia, la cabeza de
Edmundo, como una campana vacía, estaba aturdida, y tan débil, que su cerebro, flotante como un vapor,
no podía condensarse para concebir una idea. No vio más que un medio para dar fuerza a su reflexión y
lucidez a su juicio; volvió los ojos hacia el caldo, humeante aún, que el carcelero acababa de poner sobre
la mesa, y levantándose como pudo tomó la taza y bebió de un sorbo, sintiendo al punto un indecible
bienestar. Y tuvo fuerzas para contenerse, aunque había ya cogido el pan para comerlo; pero el recuerdo
de que muchos náufragos, extenuados de hambre, habían muerto por comer mucho de repente, hízole
dejar el pan sobre la mesa y volver a acostarse. Edmundo ya no quería morir.

Pronto sintió penetrar la luz en su cerebro. Sus ideas vagas e incomprensibles empezaban a reflejarse en
ese espejo maravilloso cuya lucidez distingue al hombre del animal. Pudo, pues, pensar, fortificando su
pensamiento con el raciocinio.
-Puedo hacer una prueba -dijo entonces para sí-, pero sin comprometer a nadie. Si el ruido procede de
un albañil, en cuanto yo golpee la pared, cesará, porque él intentará saber quién llama y por qué llama;
pero como será su trabajo no solamente lícito sino obligatorio, al punto lo proseguirá. Si, por lo contrario,
es un preso, el ruido que yo haga debe sobresaltarle, y temiendo ser descubierto abandonará su trabajo
hasta la noche cuando todos duerman en el castillo.

Acto seguido volvió a levantarse Edmundo, y esta vez, ni sus piernas vacilaban ni sus ojos se
desvanecían. Dirigióse a un rincón del calabozo, arrancó una piedra, que con la humedad iba ya
desprendiéndose, y con ella dio tres golpes en la pared, donde parecía sentirse más cercano el ruido. Al
primer golpe, el ruido cesó como por ensalmo. Púsose a escuchar Edmundo con toda su alma, y pasó una
hora, y pasaron dos, sin que el ruido prosiguiese. Del otro lado de la pared respondía a sus golpes un
silencio absoluto. Lleno de esperanza, comió algunos bocados de pan, bebió unos sorbos de agua, y
gracias a la poderosa constitución de que le dotara la naturaleza, hallóse poco más o menos como antes.
Llegó la noche y no se oyó el ruido.
-¡Es un preso! -exclamó Dantés con indecible júbilo.

Desde entonces su cabeza fue un volcán, y se hizo su vida violenta a fuerza de ser activa. Pasó la noche
sin que él cerrara los ojos ni se oyera el más leve ruido. Con el alba llegó el carcelero a traer las
provisiones. Edmundo había agotado las del día anterior, y agotó también las nuevas, escuchando
incesantemente aquel ruido que no continuaba, temiendo que no volviese a repetirse, andando al día diez
o doce leguas en su calabozo, asiéndose a la reja de hierro de la ventanilla para recobrar la elasticidad de
sus miembros, y disponiéndose, en fin, a luchar cuerpo a cuerpo con el porvenir, al igual que los
gladiadores, que ejercitaban su cuerpo y lo frotaban con aceite antes de bajar a la arena. En los intervalos
de esta febril actividad, escuchaba por si volvía el ruido, impacientándose con la prudencia de aquel
preso, que no adivinaba que quien le había interrumpido en sus tareas de libertad era otro preso que
deseaba recobrarla tanto como él.

Transcurrieron tres días... setenta y dos horas mortales contadas minuto por minuto. A1 fin una noche,
cuando el carcelero acababa de hacerle su última visita, tenía Edmundo por centésima vez pegado el oído
a la pared, y le pareció que un rumor imperceptible vibraba sordamente en su cabeza, puesta en contacto
con la pared. Apartóse un poco para refrescar su cerebro exaltado, dio algunas vueltas por la habitación, y
volvió a colocarse en el mismo sitio. No había duda: algo pasaba en el otro lado. El preso había reconocido
lo arriesgado de su empresa y la proseguía de otro modo. Sin duda había sustituido el cincel por la
palanca. Animado por este descubrimiento, Edmundo decidió ayudar a aquel obrero infatigable.
Empezando por apartar su cama, pues detrás de ella creía que sonaba el rumor, buscó con los ojos un
objeto que le sirviese para rascar la pared y arrancar una piedra de sus húmedos cimientos. No tenía
cuchillo ni instrumento cortante alguno, sino sólo los barrotes de la reja, y como más de una vez se había
convencido de que era imposible arrancarlos, ni siquiera lo intentó. Todos sus muebles reducíanse a la
cama, una silla, una mesa, un jarro y un cántaro. La cama tenía los pies de hierro; pero los tenía unidos a
las tablas con tornillos. Para poder arrancarlos necesitaba de un destornillador.

Sólo le quedaba un recurso: romper el cántaro, y emprender su tarea con uno de los pedazos que
tuviesen forma puntiaguda. Dicho y hecho: dejó caer el cántaro al suelo, con lo que se hizo mil pedazos.
Eligió dos o tres de los más agudos y los ocultó en su jergón, dejando los otros en el suelo. El romperse el
cántaro era una cosa tan natural, que no le daba cuidado alguno. Edmundo tenía toda la noche para
trabajar; pero con la oscuridad no se daba mucha maña, pues tenía que trabajar a tientas, y conoció bien
pronto que su primitiva herramienta se embotaba contra un cuerpo más duro. Volvió, pues, a acostarse y
esperó que amaneciera: con la esperanza había recobrado la paciencia, y durante toda la noche no dejó de
oír al zapador anónimo que continuaba su trabajo subterráneo.

Al amanecer entró el carcelero. Díjole el joven que bebiendo, la víspera, con el cántaro, se le había
caído de las manos, rompiéndose. El carcelero, refunfuñando, fue a traer otra vasija nueva, sin tomarse el
trabajo de llevarse los restos de la rota. Volvió con ella un instante después, encargando al preso que tuviese
más cuidado, y se marchó.

Dantés escuchó con alegría inexplicable rechinar la cerradura, que en otros tiempos cada vez que se
cerraba le oprimía el corazón. Oyó alejarse el ruido de los pasos, y cuando se extinguieron enteramente
corrió a retirar la cama de su sitio, con lo que pudo ver, al débil rayo de luz que penetraba en el calabozo,
lo inútil de su tarea de la noche anterior, ya que había rascado la piedra y no la cal que por sus extremos la
rodeaba y que la humedad había reblandecido bastante. Latiéndole con fuerza el corazón observó Dantés
que se caía a pedazos, y que aunque los pedazos eran átomos, en realidad, en media hora arrancó un
puñado poco más o menos. Un matemático hubiera podido calcular que con dos años de este trabajo, si no
se tropezaba con piedra viva, podría practicarse un boquete de dos pies cuadrados y veinte de
profundidad. Entonces el preso se reprendió a sí mismo por no haber ocupado en aquella manera las
largas horas que había perdido esperando, rezando y desesperándose. Eran cerca de seis años que llevaba
en el calabozo. ¿Qué trabajo no hubiera podido acabar por lento que fuese? Esta idea le infundió alientos.

A los tres días logró, con infinitas precauciones, arrancar todo el cimiento, dejando la piedra al aire. La
pared se componía de morrillos interpolados de piedras para mayor solidez. Una de estas piedras era la
que había casi desprendido y que ahora anhelaba arrancar de su base. Recurrió Dantés a sus dedos, pero
fueron insuficientes, y los pedazos del cántaro, introducidos a manera de palanca en los huecos, se
rompían cuando él apretaba. Después de una hora de inútiles tentativas se levantó con la frente bañada en
sudor, lleno de angustia el corazón, preguntándose si tendría que renunciar al principio de su empresa.
¿Tendría que esperar, inerte y pasivo, a que su compañero, que quizá se cansaría, lo hiciese todo por su
parte?

Pasó entonces por su imaginación una idea que le hizo quedarse parado y sonriendo. Su frente húmeda
de sudor se secó al punto. El carcelero le llevaba todos los días la sopa en una cacerola de cinc. Además
de su sopa, contenía esta cacerola seguramente la de otro preso, puesto que había observado Dantés que
unas veces estaba enteramente llena y otras hasta la mitad únicamente, según que su conductor empezaba
a distribuir por él o por su compañero.

La cacerola tenía un mango de hierro, que era justamente lo que Edmundo necesitaba, y lo que hubiera
pagado con diez años de su vida. El carcelero solía vaciar la cacerola en la cazuela de Dantés, quien
después de comerse la sopa con una cuchara de palo, lavaba la cazuela para que le sirviera al siguiente
día. Aquella noche Edmundo colocó la cazuela en el suelo entre la puerta y la mesilla, de modo que al
entrar el carcelero la pisó y la hizo mil pedazos sin que pudiese decir nada a Dantés: si éste había cometido
la torpeza de dejarla en el suelo, el carcelero había cometido la de no mirar dónde ponía los pies; porlo que tuvo que contentarse con refunfuñar. Miró luego a su alrededor para hallar donde dejarle la
comida; pero Dantés no tenía más vasija que la cazuela.
-Dejadme la cacerola -dijo Edmundo-, mañana podréis recogerla cuando me traigáis el desayuno.

Este consejo convenía tanto a la pereza del carcelero, como que así no necesitaba subir y bajar otra vez
la escalera. Dejó pues la cacerola. Edmundo tembló de alegría, y comiendo esta vez a toda prisa la sopa y
el resto de sus provisiones, que, según costumbre de las cárceles, se juntaban en una sola vasija, esperó
más de una hora para cerciorarse de que el carcelero no volvería; separó la cama de la pared, cogió la
cacerola, a introduciendo el mango por la junta de piedra, sirvióse de él como de una palanca.

Una ligera oscilación de la piedra le probó que su ensayo tenía buen j resultado; al cabo de una hora, la
piedra había salido de la pared, dejando un hueco como de un pie de diámetro. Recogió con cuidado toda
la cal, y la esparció en los rincones del calabozo. Luego raspó el suelo con uno de los pedazos del cántaro
y mezcló aquella cal con tierra negruzca. Queriendo después aprovechar aquella noche, en que la casualidad,
o mejor dicho, su sabia combinación le proveyera de tan precioso instrumento, siguió cavando con
mucho afán. Al amanecer volvió a colocar la piedra en su agujero, colocó también la cama en su sitio y se
acostó. Su almuerzo consistía en un pedazo de pan, que poco después vino a traerle el carcelero.
-¡Cómo! ¿No me bajáis otra cazuela? -le preguntó Edmundo.
-No, porque todo lo rompéis -respondió aquél-. Habéis roto a un cántaro, y tenido la culpa de que yo
rompiese la cazuela. Si todos los presos hiciesen tanto gasto como vos, el gobierno no podría soportarlo.
Os dejaré la cacerola, y en ella os echaré la sopa de hoy en adelante: acaso no la romperéis.

Dantés levantó los ojos al cielo y cruzó las manos debajo de su cobertor porque aquel pedazo de hierro,
de que dispondría ya a todas horas, le inspiraba una gratitud al cielo, más viva que la que le habían
inspirado todas las venturas de su vida anterior. Había observado solamente que su compañero no
trabajaba desde que él había comenzado su tarea. Pero ni esto importaba, ni era razón para desmayar: si
su compañero no llegaba hasta él, él llegaría hasta su compañero. Todo el día trabajó sin descanso, de
manera que por la noche, gracias a su nuevo instrumento, había arrancado de la pared sobre diez puñados,
entre morrillos, cal y piedra del cimiento.

A la hora de la visita enderezó lo mejor que pudo el mango de su cacerola, colocándola en su sitio.
Vertió en ella el llavero su ordinaria ración de sopa y de provisiones, o por mejor decir de pescado,
porque aquel día, así como tres veces por semana, hacían comer de viernes a los presos. Este habría sido
un medio de calcular el tiempo, si Edmundo no hubiera renunciado a él desde hacía mucho.

Fuese el carcelero y esta vez quiso Dantés asegurarse de si su vecino había en efecto renunciado o no a
su empresa, y se puso a escuchar atentamente. Todo permaneció en silencio como durante aquellos tres
días en que los trabajos se habían interrumpido. Suspiró, convencido de que el preso desconfiaba de él.
Con todo, no por esto dejó de trabajar toda la noche; pero a las dos o tres horas tropezó con un obstáculo.
El hierro no se hundía, sino que resbalaba sobre una superficie plana. Metió la mano, y pudo cerciorarse
de que había tropezado con una viga que atravesaba, o, mejor dicho, cubría enteramente el agujero
comenzado por él. Era preciso cavar por debajo de ella o por encima. El desgraciado no había pensado en
este obstáculo.
-¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó-, tanto os recé, que confié que me oyeseis. ¡Dios mío!, después
de haberme quitado la libertad en vida... ¡Dios mío!, después de haber hecho renunciar al reposo de la
muerte... ¡Dios mío!, que me habéis devuelto al mundo... ¡Dios mío! ¡Apiadaos de mí, no me dejéis morir
entregado a la desesperación!
-¿Quién es el que habla de Dios y se desespera? -murmuró una voz, que como salida del centro de la
tierra, llegaba a Edmundo opaca, por decirlo así, y con un acento sepulcral.

Erizáronsele los cabellos y retrocedió, aunque estaba de rodillas.
-¡Ah! -dijo-, oigo la voz de un hombre.

Ya hacía cuatro o cinco años que Edmundo no hablaba sino con el carcelero, y para los presos el
carcelero no es un hombre, es una puerta viva que se aumenta a la puerta de encina, es una barra de carne
sujetada a los hierros de su ventana.
-En nombre del cielo, quienquiera que seáis el que habló, imploro que sigáis hablando, aunque vuestra
voz me asuste: ¿quién sois?
-¿Y vos, quién sois? -le preguntó la voz.
-Un preso desdichado -respondió Edmundo, que no tenía ningún inconveniente en responder.
-¿De dónde sois?
-Francés.
-¿Os llamáis?
-Edmundo Dantés.
-¿Vuestra profesión?
-Marino.
-¿Cuánto tiempo hace que estáis preso?
-Desde el 28 de febrero de 1815.
-¿Cuál es vuestro delito?
-Soy inocente.
-Pero ¿de qué os acusan?
-De haber conspirado para que volviera el emperador.
-¿El emperador no está ya en el trono?
-Abdicó en Fontainebleau en 1814, y fue desterrado a la isla de Elba. Pero ¿desde cuándo estáis vos
aquí que ignoráis todo esto?
-Desde 1811.

Dantés se estremeció; aquel hombre estaba preso cuatro años antes que él.
-Está bien: no cavéis más -dijo la voz muy aprisa-. Decidme solamente: ¿a qué altura está vuestra
excavación?
-Al nivel del suelo.
-¿Y cómo puede ocultarse?
-Con mi cama.
-¿No os han mudado la cama desde que estáis preso?

Nunca.
-¿Adónde cae vuestro calabozo?
-A un corredor.
-¿Y el corredor?
-Al patio.
-¡Ay! -murmuró la voz.
-¡Dios mío! ¿Qué ocurre? -preguntó Dantés.
-Que me equivoqué; que lo imperfecto de mi croquis me engañó; que la falta de compás me ha perdido,
pues una línea equivocada en mi croquis equivale en realidad a quince pies. He creído que esta pared que
nos separa era la muralla.
-Pero entonces hubierais salido al mar.
-Era lo que yo quería.
-¿Y si lo hubieseis logrado?
-Nadaría hasta llegar a una de esas islas que rodean al castillo de If, la isla de Daume o la de Tiboulen, o la costa, y me hubiera salvado.
-¿Habríais podido nadar tanto?
-Dios me habría dado fuerzas. Ahora todo está perdido.
-¿Todo?
-Sí, tapad muy bien ese agujero, no trabajéis más, no os ocupéis en nada, y esperad que yo os avise...
-¿Quién sois? Decidme quién sois, por lo menos.
-Soy... soy el número 27.
-¿Desconfiáis de mí? -le preguntó Dantés.
Y creyó oír por toda respuesta una risa amarga.
-¡Oh! Soy buen cristiano -exclamó en seguida, adivinando instintivamente que aquel hombre pensaba
abandonarle-. Os juro por Cristo que primero consentiré que me maten, que dejar entrever a vuestros
verdugos y a los míos un átomo de la verdad; pero, en nombre del cielo, no me privéis de vuestra
presencia, no me privéis de vuestra voz, porque, os lo juro, me van abandonando ya las fuerzas... porque
me estrellaría contra la pared y tendríais que reprocharos mi muerte.
-¿Qué edad tenéis? Vuestra voz parece la de un joven.
-No sé mi edad a punto fijo, como no sé el tiempo que he pasado aquí. Solamente sé que iba a cumplir
diecinueve años cuando me prendieron en 1815.
-No ha cumplido aún veintiséis años -murmuró la voz. A esa edad el hombre no es traidor todavía.
-¡Oh! No, no, os lo juro -repitió Dantés-. Os lo dije, consentiré que me despedacen antes que haceros
traición.
-Hicisteis bien en hablarme, hicisteis bien en rogarme, porque ya iba yo a trazar otro plan y a separarme
de vos. Pero vuestra edad me tranquiliza; esperadme, que me reuniré con vos.
-¿Cuándo?
-Antes calcularé nuestros recursos: dejad a mi cargo el avisaros.
-Pero no me abandonaréis, no me dejaréis solo, ¿verdad? Os vendréis a reunir conmigo o consentiréis
en que vaya a reunirme con vos. Huiremos juntos, y si no podemos huir, hablaremos, vos de las personas
a quienes améis, yo de aquellas a quienes amo. Vos debéis de amar a alguien.
-Estoy solo en el mundo.
-Entonces me amaréis a mí. Si sois joven seré vuestro amigo; si viejo, vuestro hijo. Mi padre debe de
contar ahora setenta años, si aún vive; yo sólo amaba a él y a una joven llamada Mercedes. Estoy seguro de que mi padre no me ha olvidado; pero ella... sabe Dios si aún piensa en mí. Os amaré como amaba a
mi padre.
-Está bien -dijo el preso-. Hasta mañana.

Aunque pocas, el acento de estas palabras convenció a Dantés, que sin hacer ninguna pregunta más se
levantó, y tomando para ocultar los escombros las mismas precauciones de otros días, volvió a arrimar su
cama a la pared. Desde aquel instante se entregó en cuerpo y alma a su felicidad: ya no estaría solo,
quizás iba a ser libre; y lo peor que podría sucederle, si seguía preso, era tener un compañero, y como es
sabido, la prisión en compañía es sólo media prisión. Las quejas exhaladas en común son casi oraciones;
las oraciones en común son casi himnos de gratitud.

Dantés no hizo en todo el día más que pasear de un extremo al otro de su calabozo, saltándosele el
corazón de júbilo, júbilo que en algunos intervalos le ahogaba. Sentábase en la cama, apretándose el pecho
con las manos, y al menor ruido que se oía en el corredor lanzabase hacia la puerta; porque una o dos
veces le pasó por su imaginación la idea horrible de que le separasen de aquel hombre, a quien ya amaba
aún sin conocerle. Entonces tomó una resolución: si el carcelero separaba su cama de la pared, y veía la
excavación, y se inclinaba para examinarla, él le asesinaría al punto con la baldosa en que colocaba el
cántaro de agua.

Le condenarían a muerte, bien lo sabía; pero ¿no iba él a morir de fastidio y desesperación cuando
aquel ruido milagroso le volvió a la vida?

A la noche volvió el carcelero. Dantés estaba acostado, porque le parecía que así ocultaba mejor la
excavación. Con ojos muy extrañados debió de mirar sin duda al inoportuno carcelero, porque éste le
dijo:
-Vamos, ¿vais a volveros loco otra vez?

Dantés no respondió, porque temía que lo conmovido de su acento le delatase. El carcelero se fue,
moviendo la cabeza. Al llegar la noche creyó Dantés que su vecino se aprovecharía del silencio y de la
oscuridad para reanudar la conversación; pero nada menos que eso: transcurrió la noche sin que ningún
ruido respondiese a su febril ansiedad; pero, por la mañana, después de la visita de costumbre, cuando ya
él había separado su cama de la pared, sonaron tres golpecitos acompasados, que le hicieron ponerse
apresuradamente de radillas.
-¿Sois vos? -dijo- ¡Aquí estoy!
-¿Se ha marchado ya el carcelero? -preguntó la voz.
-Sí, y no volverá hasta la noche -contestó Dantés-. Tenemos doce horas a nuestra disposición.
-¿Puedo, pues, trabajar? -preguntó la voz.
-Sí, sí, ¡al instante! ¡Al instante! Yo os lo suplico.

Y en el mismo momento la tierra en que apoyaba Dantés ambas manos, pues tenía la mitad del cuerpo
metido en el agujero, vaciló como si le faltara la base. Echóse hacia atrás Dantés, y una porción de tierra y
piedras se precipitó por otro agujero que acababa de abrirse debajo del que había abierto él. Entonces, en
el fondo de aquel lóbrego antro, cuya profundidad no podía calcularse a primera vista, apareció una
cabeza, unos hombros, y un hombre, por último, que salía con bastante agilidad.