EL CONDE DE MONTECRISTO tercera parte, capitulo V

Capítulo quinto: La vendetta

-¿Por dónde quiere el señor conde que empiece a contar los sucesos? -preguntó Bertuccio.
-Por donde queráis -dijo Montecristo-, pues no sé absolutamente nada de todo ello.
-Sin embargo, yo creía que el abate Busoni había contado a vuestra excelencia
-Sí, algunos detalles, sin duda, pero han pasado siete a ocho añosy lo he olvidado todo.
-Entonces puedo, sin temor de fastidiar a vuestra excelencia
-Hablad, señor Bertuccio, hablad; de algún modo he de pasar la noche.
-Los sucesos se remontan a 1815.
-¡Ah! ¡Ah! -dijo Montecristo-, no es ayer mismo, que digamos.
-No, señor, y sin embargo, los menores detalles los tengo tan presentes como si hubiesen sucedido ayer.
Yo tenía una hermana y un hermano mayor, que estaba al servicio del emperador. Era teniente de un
regimiento compuesto enteramente de corsos. Este hermano era mi único amigo. Habíamos quedado
huérfanos, yo a los cinco años y él a los dieciocho. Me había criado como a un hijo. En 1814, en tiempo
de los borbones, se había casado. El emperador salió de la islade Elba, y mi hermano continuó a su
servicio y, herido ligeramente en Waterloo, se retiró con el ejército detrás del Loira.
-Pero esa historia de los Cien Días que me contáis, señor Bertuccio, la he oído ya, si no me equivoco.
-Perdonad, excelencia, pero estos primeros detalles son necesarios, y me habéis prometido tener
paciencia.
-¡Proseguid!, ¡proseguid!, cumpliré mi palabra.
-Un día recibimos una carta. Debo deciros que habitábamos en la pequeña aldea de Rogliano, en la
extremidad del cabo Corso. Esta carta era de mi hermano. Nos decía que el ejército estaba licenciado, y
que volvía por Chateau-Roux, Clermond-Ferrand, Le Puy y Nimes. Si tenía algún dinero me suplicaba
que lo mandase a Nimes en casa de un fondista conocido nuestro, con el cual tenía yo algunas relaciones.
-De contrabando -respondió Montecristo.
-¡Pero, por Dios, señor conde! ¡Uno ha de ganarse la vida!
-Ciertamente; continuad, pues.
-Yo amaba tiernamente a mi hermano, ya os lo he dicho, excelencia; así, decidí no enviarle el dinero,
sino llevárselo yo mismo. Poseía mil francos, dejé quinientos a Assunta, que era mi cuñada, tomé los
quinientos restantes y me puse en camino para Nimes. Era cosa fácil, tenía mi barca un cargamento que
hacer en el mar, todo secundaba mi proyecto. Pero hecho el cargamento, sopló viento contrario, de modo
que estuvimos cuatro o cinco días sin poder entrar en el Ródano. Por fin lo conseguimos, llegamos hasta
Arlés, dejé el barco entre Bellegarde y Beaucaire y me dirigí a Nimes.
-Y llegasteis, ¿no es así?
-Sí, señor, dispensadme, pero como ve vuestra excelencia, no digo más que las cosas absolutamente
necesarias. Fuera de esto, era el momemo en que tenían lugar los famosos asesinatos del Mediodía. Había
allí dos o tres bandidos llamados Trestaillón, Truphemy y Graffan, que degollaban por las calles a todos
los presuntos bonapartistas. Sin duda, el señor conde habrá oído hablar de estos asesinatos.
-Vagamente, estaba muy lejos de Francia en esa época. Continuad.
-Al entrar en Nimes, se caminaba pisando sangre. A cada Paso se encontraban cadáveres, los asesinos
organizados por bandas. Ante esta carnicería me entró miedo, no por mí; yo, simple pescador corso, no
tenía gran cosa que temer, al contrario, aquel tiempo era bueno para nosotros, los contrabandistas, pero
por mi hermano, por mi hermano, que era soldado del Imperio, que volvía del ejército del Loira con su
uniforme y sus charreteras, y que por consiguiente tenía que temerlo todo. Corrí a la casa de nuestro
fondista; mis presentimientos no me habían engañado. Mi hermano había llegado a Nimes y a la puerta
misma del que iba a pedir hospitalidad, había sido asesinado. Pregunté a todo el mundo acerca de los
asesinos, pero nadie se atrevía a decirme sus nombres, tan temidos eran. Pensé entonces en la justicia
francesa, de que me habían hablado tanto, que no teme nada, y me presenté en casa del procurador del rey.
-Y ese procurador del rey ¿se llamaba Villefort? -preguntó el conde de Montecristo.
-Sí, excelencia. Venía de Marsella, en donde había sido sustituto. Su celo le había valido el ascenso.
Decían que fue uno de los primeros que anunció al Gobierno el desembarco en la isla de Elba.
-Pero -interrogó Montecristo-, ¿vos os presentasteis en su casa?
-Señor -le dije yo-, mi hermano fue asesinado ayer en las calles de Nimes, yo no sé por quién, pero es
vuestra obligación saberlo.

Vos sois aquí el jefe de la justicia, y a la justicia toca vengar a los que no ha sabido defender.
-¿Y qué era vuestro hermano? -preguntó el procurador del rey.
-Teniente del batallón corso.
-Entonces, un soldado del usurpador, ¿no es eso?
-Un soldado de los ejércitos franceses.
-¡Y bien! -replicó-, se ha servido de la espada y ha perecido por la espada.
-Os equivocáis; ha perecido por el puñal.
-¿Qué queréis que haga? -respondió el magistrado.
-Ya os lo he dicho, quiero que le venguéis.
-¿Y de quién?
-De sus asesinos.
-¿Acaso los conozco yo?
-Mandad que los busquen.
-¿Para qué? Vuestro hermano habrá tenido alguna querella, y se habrá batido en duelo. Todos esos
antiguos soldados cometen excesos; nuestras gentes del Mediodía no quieren ni a los soldados ni a los excesos.
-Señor -respondí yo-, no os suplico por mí. Yo lloraría o me vengaría, eso sería todo, pero mi pobre
hermano tenía una mujer, si me sucediese la misma desgracia a mí también, esta pobre criatura moriría de
hambre, porque se mantenía sólo con el trabajo de mi hermano. Obtened para ella una pequeña pensión del gobierno.
-Todas las revoluciones tienen sus catástrofes -respondió el señor de Villefort-, vuestro hermano ha
sido víctima de ésta. Es una desgracia, pero el gobierno no debe nada a vuestra familia por esto. Si
tuviésemos que juzgar todas las venganzas que los partidarios del usurpador han ejercido contra los
partidarios del rey, cuando a su vez disponían del poder, puede ser que vuestro hermano hubiese sido hoy
condenado a muerte. Lo que ha ocurrido es cosa muy natural, porque es la ley de las represalias.
-¡Cómo, señor! -exclamé yo-, ¡es posible que me habléis así vos, un magistrado...!
-Todos estos corsos son unos locos -respondió el señor de Villefort-, y creen aún que su compatriota
es emperador. Os engañáis, amigo mío, debisteis decirme esto hace dos meses. Hoy es demasiado tarde.
Idos, pues, y si no queréis, yo os haré marchar.

Yo le miré un instante para ver si una nueva súplica podría alcanzar algo de aquel hombre, pero aquel
hombre era de piedra. Me aproximé a él.
-Y bien -le dije a media voz-, puesto que vos conocéis tan bien a los corsos, debéis saber cómo cumplen su palabra.
Vos creéis que han hecho bien en matar a mi
hermano, que era bonapartista, porque vos sois realista, ¡pues bien!, yo que también soy bonapartista, os
declaro una cosa, y es que os he de matar. A contar desde este momento, os declaro la vendetta; así, pues,
sabedlo, y guardaos mejor, porque la primera vez que nos encontremos cara a cara habrá llegado vuestra
última hora.

Y antes de que hubiese vuelto de su sorpresa, abrí la puerta y me marché.
-¡Ah, ah! -dijo Montecristo-,con vuestra humilde figura decir esas cosas, señor Bertuccio, ¡y a un
procurador del rey! ¿Y sabía él al menos lo que quiere decir esa declaración?
-Tan bien lo sabía, que desde aquel momento no salió ya solo y se encerró en su casa, haciéndome
buscar por todas partes. Por fortuna, estaba tan oculto que no pudo encontrarme. Entonces se apoderó de
él el temor, y tuvo miedo de permanecer en Nimes. Solicitó un cambio de residencia y como era, en
efecto, un hombre influyente, fue nombrado para Versalles, pero vos lo sabéis, no existen las distancias
para un corso que ha jurado vengarse de su enemigo, y su carruaje, por bien conducido que fuese, no me
ha llevado nunca más de media jornada de ventaja, a pesar de que le seguía a pie.

Lo importante no era matarle, cien veces había encontrado ya ocasión, pero era menester matarle, sin
ser descubierto, y sobre todo sin ser detenido. Por otra parte, yo no me pertenecía a mí mismo, tenía que
proteger y mantener a mi cuñada. Durante tres meses espié al señor de Villefort, durante tres meses no dio
un paso, un movimiento, un paseo, que mi mirada no le siguiese donde iba. Al fin, descubrí que venía
misteriosamente a Auteuil; le seguí aún, y le vi penetrar en esta casa en que estamos ahora. Solamente
que en lugar de entrar como todo el mundo, por la puerta de la calle, venía, unas veces a caballo, y otras
en carruaje, dejaba el carruaje o el caballo en la posada, y entraba por esta puertecilla que veis allí.

Montecristo hizo con la cabeza un gesto que probaba que en medio de la oscuridad distinguía en efecto
la entrada indicada por Bertuccio.
-Yo, que no tenía nada que hacer en Versalles, fijé mi residencia en Auteuil a hice mis indagaciones. Si
quería, aquí es donde infaliblemente debía encontrarle. La casa pertenecía, como ha dicho el portero a
vuestra excelencia, al señor de Saint-Meran, suegro de Villefort. El señor de Meran vivía en Marsella, por
consiguiente esta casa no le servía de nada; así, pues, decían que acababa de alquilarla a una joven viuda a
quien conocían bajo el nombre de la baronesa.

En efecto, una noche, mientras yo estaba mirando por encima de la tapia, vi una mujer joven y
hermosa que se paseaba sola por el jardín y miraba con frecuencia a la puertecita, y comprendí que esa
noche esperaba a Villefort. Cuando estuvo bastante cerca de mí para que, a pesar de la oscuridad, pudiese
distinguir sus facciones, vi a una mujer de dieciocho a diecinueve años, alta y rubia. Como sólo llevaba
un peinador y nada ceñía su cintura, noté que estaba encinta y que su embarazo parecía muy avanzado.

Momentos después abrieron la puertecita. Un hombre entró, la joven corrió precipitadamente a su
encuentro, ambos se arrojaron en brazos uno de otro, besáronse tiernamente y entraron juntos en la casa.
Este hombre era el señor de Villefort. Yo juzgué que al salir, sobre todo si salía de noche, habría de
atravesar el jardín.
-Y -preguntó el conde- ¿habéis sabido después el nombre de esa mujer?
-No, excelencia.
-Continuad.
-Aquella noche -replicó Bertuccio- podía muy bien matarle si hubiera conocido mejor el jardín. Temí
no herirle bien, y no poder huir si alguien acudía a sus gritos. Lo dejé para la próxima cita, y para que no
se me escapase alquilé un cuartito frente a la tapia del jardín.

Tres días después, hacia las siete de la noche, vi salir de la casa un criado a caballo que tomó a galope
el camino que conducía al de Sevres y presumí que iba a Versalles. No me engañaba. Tres horas después
el hombre volvió cubierto de polvo, su misión estaba terminada. Diez minutos después, otro hombre a
pie, envuelto en una capa, abría la puertecita del jardín, que se volvió a cerrar detrás de él.

Bajé apresuradamente. Aunque no hubiese visto el rostro de Villefort, le reconocí por los latidos de mi
corazón. Atravesé la calle, me arrimé a un poste colocado junto a la tapia, y con ayuda del cual había
mirado otra vez al jardín.

Ahora no me contenté con mirar. Saqué mi cuchillo del bolsillo, me aseguré que la punta estaba bien
afilada, y salté por encima de la tapia.

Mi primer cuidado fue correr a la puerta, había dejado la llave dentro, tomando la precaución de dar
dos vueltas a la cerradura.

Nada impediría la fuga por este lado. Me puse a estudiar el lugar. El jardín formaba un cuadrilátero,
un prado de fino musgo se extendía en medio. En los ángulos de este prado había algunos árboles de
follaje espeso y cubierto de flores de otoño.

Para dirigirse de la casa a la puertecita, el señor de Villefort tenía que pasar junto a uno de estos
árboles.

Era a fines de septiembre. El viento soplaba con fuerza, el resplandor de la pálida Tuna, velada a cada
instante por densas pubes, iluminaba la arena de las calles de árboles que conducían a la casa, pero no
podía atravesar la oscuridad de esos árboles espesos, en los que un hombre podia permanecer oculto sin
terror de ser visto.

Me oculté en uno de ellos, junto al cual debía pasar Villefort. Apenas estaba allí, cuando en medio de
las ráfagas de viento que encorvaban los árboles sobre mi frente, creí percibir unos gemidos. Pero ya
sabéis, o más bien no sabéis, señor conde, que el que espera el momento de cometer un asesinato cree
siempre oír gritos en el aire. Dos horas pasaron, durante las cuales, repetidas veces creí oír los mismos
gemidos.

Al fin dieron las dote de la noche.
Al dar la última campanada, lúgubre y retumbante, percibí un débil resplandor que iluminaba las
ventanas de la escalera secreta, por la que hemos descendido hace poco.
La puerta se abrió y el hombre de la capa volvió a aparecer.

Era el momento terrible, pero hacía demasiado tiempo que estaba preparado, para que pudiese vacilar;
así pues, saqué mi cuchillo y esperé.

E1 hombre de la capa se dirigió hacia donde yo me hallaba, pero a medida que avanzaba, creí notar
que llevaba un arena en la mano derecha. Tuve miedo, no de una lucha, sino de fracasar en mi intento.
Así que estuvo a solo unos pasos de mí, conocí que lo que yo había tornado por arena no era otra cosa que
un azadón.

No había tenido tiempo aún de adivinar qué objeto tenía en la mano el señor de Villefort un azadón,
cuando se detuvo al lado del árbol arrojó en derredor una mirada y se puso a cavar un hoyo. Entonces
noté que debajo de la capa llevaba algo que colocó sobre el césped para tener mayor libertad de
movimientos.

La curiosidad me detuvo y quise ver lo que iba a hacer Villefort, y permanecí inmóvil, sin aliento,
esperando el resultado.

Luego se me ocurrió una idea, que se confirmó al ver al procurador del rey sacar de debajo de su capa
un cofrecito de dos pies de largo y seis a ocho pulgadas de ancho.

Le dejé colocar el cofre en el hoyo, sobre el cual echó tierra, después apoyó sus pies sobre esta tierra
fresca para hacer desaparecer las huellas de la obra nocturna. Me lancé sobre él y le hundí mi cuchillo en
el pecho, diciéndole:
-¡Soy Juan Bertuccio!. Ya ves que mi venganza es más completa de lo que yo esperaba.

Ignoro si oyó estas palabras, no lo creo, pues cayó sin dar un grito. Yo sentí su sangre saltar humeante
y ardiente sobre mis manos y sobre mi rostro, pero estaba ebrio, deliraba. En lugar de quemarme la sangre
me refrescaba. En un segundo desenterré el cofre con ayuda del azadón, y para que no viesen que lo había
desenterrado, volví a llenar el agujero, arrojé el azadón por encima de la tapia y me lancé por la puerta,
que cerré por fuera, llevándome la llave.
-Bueno -repuso el conde-, fue un asesinato y un robo.
-No, excelencia -respondió Bertuccio-, fue una venganza seguida de una restitución.
-¿Y la suma estaría al menos en buena moneda?
-No era dinero.
-¡Ah, sí!, recuerdo que me hablasteis de un niño.
-Exacto, excelencia. Corrí hacia el río, me senté en la ribera, y ansiando saber lo que contenía el cofre,
hice saltar la cerradura con un cuchillo.

Entre unos paños de finísima batista estaba envuelto un niño recién nacido. Su rostro de color de
púrpura y sus manos de color de violeta, anunciaban que debió sucumbir por una asfixia producida por
ligamentos naturales arrollados alrededor del cuello. No obstante, como aún no estaba frío, procuré
bañarle en el agua que corría a mis pies. En efecto, poco después creí sentir un ligero latido hacia la
región del corazón. Desembaracé su cuello del cordón que le rodeaba y como había sido enfermero en el
hospital de Bastia, hice lo que hubiera hecho un médico en mi lugar, es decir, le introduje aire en los
pulmones, y después de un cuarto de hora de inauditos esfuerzos, le vi suspirar y oí escaparse un grito de
su pecho.

Yo también lancé un grito, pero fue un grito de alegría. Dios no me maldice -dije-, puesto que permite
que devuelva la vida a una criatura humana en cambio de la vida que he quitado a otra.
-¿Y qué hicisteis del niño? -preguntó Montecristo-, era una carga demasiado embarazosa para un
hombre que tenía que huir.
-No tuve la menor idea de conservarle conmigo. Pero yo sabía que había en París un hospicio donde se
recibía a estas pobres criaturas. Al pasar por la barrera declaré haber hallado aquel niño en el camino, y
me informé. El cofre estaba allí y podía dar testimonio; los pañales de batista indicaban que el niño
pertenecía a padres ricos, la sangre de que yo estaba cubierto podía pertenecer lo mismo a la criatura que
a cualquiera otra persona. No pusieron ninguna dificultad, entonces me dieron las señas del hospicio, que
estaba situado en la calle del Infierno. Y después de haber tomado la precaución de cortar el pañal en dos
pedazos, de manera que una de las dos letras que lo marcaban envolviese el cuerpo del niño, mientras yo
conservaba la otra, deposité mi carga en el torno, llamé, y empecé a correr sin descansar. Quince días
después estaba de vuelta en Rogliano y decía a Assunta:
-Consuélate, hermana mía, Israel ha muerto, pero le he vengado.

Entonces me pidió la explicación de estas palabras, y le conté todo lo que había pasado.
-Juan -me dijo Assunta-, debiste traerte ese niño, le hubiésemos hecho de padres, le hubiésemos
llamado Benedetto, y en favor de esa buena acción Dios nos bendeciría seguramente.

Por toda respuesta, le di la mitad del pañal que había conservado a fin de hacer reclamar el niño si
algún día llegábamos a ser ricos.
-¿Y con qué letras estaba marcado ese pañal? -preguntó MonteCristo?
-Con una H y una N debajo de una diadema de barón.
-Me parece, Dios me perdone, que os servís de términos de blasón. ¡Señor Bertuccio! ¿Dónde diablos
habéis hecho vuestros estudios heráldicos?
-A vuestro servicio, señor conde, donde todo se aprende.
-Proseguid. Deseo saber dos cosas.
-¿Cuáles, señor?
-¿Qué fue del niño? ¿No me habéis dicho que era un niño, señor Bertuccio?
-No, excelencia, no recuerdo haberos dicho nada de eso.
-¡Ah!, creí haber oído...; bien, tal vez esté equivocado.
-No, no estáis equivocado, porque efectivamente era un niño, pero vuestra excelencia desearía, según
me dijo, saber dos cosas, ¿cuál es la segunda?
-La segunda es el crimen de que fuisteis acusado cuando pedisteis el confesor, y el abate Busoni fue a
veros a la prisión de Nimes.
-Quizá durará mucho esta relación, excelencia.
-¿Qué importa? Apenas son las diez, bien sabéis que yo no duermo, y supongo que tampoco vos tenéis
muchas ganas de hacerlo.

Bertuccio se inclinó y prosiguió su narración.
-Tanto para desterrar de mi mente los recuerdos que me asaltaban cuanto para ayudar a las necesidades
de la pobre viuda, me dediqué con ardor al oficio de contrabandista.

Las costas del Mediodía estaban muy mal guardadas, debido a los continuos movimientos que tenían
lugar allí, ora en Avignon, ora en Nimes o en Uzés. Nos aprovechamos de esta especie de tregua que nos
era concedida por el gobierno. Después del asesinato de mi hermano en las calles de Nimes, yo no había
querido entrar en esta ciudad. De aquí resultó que el posadero, con el cual efectuábamos nuestros negocios,
viendo que no queríamos buscarle, nos buscó él a nosotros, y fundó una posada en el camino de
Bellegarde a Beaucaire, con el nombre de la Posada del Puente Gard. Así teníamos, ya sea en Aigues
Mortes, ya en Martignes, o en Bonc, una docena de casas donde depositábamos nuestras mercancías, y
donde, en caso de necesidad, hallábamos un refugio contra los aduaneros y los gendarmes. Este oficio de
contrabandista es muy lucrativo, cuando se aplica a él cierta inteligencia secundada de algún vigor; en
cuanto a mí, yo vivía en las montañas, teniendo ahora que temer con doble razón de los gendarmes y
aduaneros, teniendo en cuenta que toda presentación delante de jueces podía producir una pesquisa, y esta
pesquisa es siempre volver a lo pasado, y en mi pasado podía mostrar algo más grave que algunos
cigarros entrados de contrabando, o barriles de aguardiente circulando sin pagar derechos. Así, pues,
prefiriendo mil veces la muerte a un arresto, realizaba hazañas asombrosas, y que más de una vez me
demostraron que el tener tanto cuidado con el cuerpo es el único obstáculo que se opone al buen éxito de
aquellos proyectos nuestros que necesitan decisión rápida y ejecución vigorosa y determinada. En efecto,
una vez hecho el sacrificio de la vida, ya no es uno igual a los otros hombres, o mejor dicho, los otros
hombres no son nuestros iguales, y una vez tomada esta resolución, siente uno aumentarse sus fuerzas y
agrandarse su horizonte.
-¡Filosofía también, señor Bertuccio! -interrumpió el conde-, pero vos de todo sabéis un poco.
-¡Oh, excelencia... !
-No, no; únicamente que la filosofía a las diez y media de la noche, es un poco tarde. Pero no tengo otra
observación que haceros, ya que la encuentro exacta, lo que no se puede decir de todas las filosofías.
-Cuanto más largas eran mis correrías, mayor era el rendimiento. Assunta era el ama de casa, y nuestra
pequeña fortuna se iba aumentando. Un día que yo partía para una expedición, díjome ella: Anda, que a lo
vuelta lo preparo una sorpresa.

La interrogué inútilmente. Nada quiso decirme y partí.

La correría duró más de seis semanas. Habíamos estado en Luca cargando aceite, y en Liorna tomando
algodones ingleses; nuestro desembarque se hizo sin ningún acontecimiento adverso; hicimos nuestro
negocio y volvimos más contentos que nunca.

Al entrar en la casa, la primera cosa que vi en el sitio más visible del cuarto de Assunta, en una cuna suntuosa,
en comparación con el resto de la habitación, fue un niño
de siete a ocho meses. Lancé un grito de alegría.

Los únicos momentos de tristeza que había experimentado después del asesinato del procurador del
rey, habían sido causados por el abandono de este niño, porque lo que es remordimiento por el asesinato
no tuve ninguno.

La pobre Assunta todo lo había adivinado, se había aprovechado de mi ausencia, y con la mitad del
pañal, habiendo escrito, para no olvidarlo, el día y la hora en que fue depositado el niño en el hospicio,
partió a París, y fue a reclamarle. No le pusieron ninguna dificultad, y el niño le fue entregado. ¡Ah!,
confieso, señor conde, que al ver aquella criatura durmiendo en su cuna, se me partió el corazón, y
algunas lágrimas brotaron de mis ojos.
-En verdad, Assunta -exclamé-, eres una buena mujer y la Providencia lo bendecirá.
-¡Ay, excelencia! -dijo Bertuccio-, no sospechaba yo que este niño había de ser el encargado por Dios
de mi castigo. Jamás se declaró tan pronto una naturaleza más perversa, y no obstante, no se podía decir
que estuviese mal educado, porque mi hermana le trataba lo mismo que a un príncipe. Era un muchacho
de rostro encantador, con unos ojos de azul claro, únicamente sus cabellos, de un rojo muy vivo, dando a
este rostro un carácter extraño, aumentaban la vivacidad de su mirada y la malicia de su sonrisa. También
es cierto que la dulzura de su madre animó sus primeras inclinaciones; el niño por quien mi pobre
hermana iba al mercado a cuatro o cinco leguas de allí, para comprarle las primeras y mejores frutas y los
bizcochos más delicados, y prefería las naranjas de Palma a las conservas de Génova, las castañas robadas
a un extraño, mientras que a su disposición tenía las castañas y manzanas de nuestro jardín.

Un día, cuando Benedetto apenas contaba cinco o seis años de edad, el vecino Basilio, que según las
costumbres de nuestro país no encerraba ni su dinero ni sus joyas, porque el señor conde lo sabe tan bien
como nadie, en Córcega no hay ladrones, el vecino Basilio vino a vernos y se quejó de que le había
desaparecido un luis de su bolsillo. Todos creyeron que había contado mal, pero él dijo estar seguro de
que le faltaba. Este día Benedetto había faltado de casa desde la mañana y estábamos muy inquietos,
cuando a la noche le vimos venir con un mono que se había encontrado, según decía, encadenado al pie
de un árbol.

Hacía un mes que ya no sabía qué pensar, no cesaba de pensar en un mono. Un batelero que había
pasado por Rogliano, y que tenía muchos de esos animales, le inspiró sin duda este desgraciado capricho.
-En nuestro bosque no hay monos -le dije yo-, y sobre todo encadenados. Confiésame de dónde lo ha
venido eso.

Benedetto confesó su mentira y la acompañó de detalles que hacían más honor a su imaginación que a
su veracidad. Me irrité, y se echó a reír. Le amenacé y se retiró dos pasos.
-Tú no puedes pegarme, no tienes derecho a ello, no eres mi padre.

Siempre ignoramos quién le reveló ese fatal secreto, que con tanto cuidado le habíamos ocultado. En
fin, de todos modos, esta repuesta en la cual el muchacho se rebelaba abiertamente, me espantó. Mi brazo
casi levantado, volvió a caer sin tocar al culpable. El muchacho salió victorioso y esta victoria le dio tal
audacia, que desde aquel momento todo el dinero de Assunta, cuyo amor hacia él parecía aumentarse a
medida que era menos digno de él, se gastó en caprichos. Cuando yo estaba en Rogliano, las cosas iban
bastante bien, pero apenas hube partido, Benedetto quedó dueño de la casa, y todo empezó a ir de mal en
peor. De edad de once años escasos, todos sus camaradas los había elegido entre jóvenes de dieciocho a
veinte años, lo más calaveras de Bastia; por algunos incidentes, la justicia nos había avisado repetidas
veces.

Yo estaba asustado. Cualquier informe podía tener fatales consecuencias. Precisamente pronto me iba a
ver obligado a salir de Córcega para una expedición importante. Reflexioné largo tiempo, y con el
pensamiento de evitar grandes desgracias, me decidí a llevar conmigo a Benedetto. Esperaba que la vida
activa y laboriosa del contrabandista, la disciplina severa del Norte, cambiarían este carácter pronto a
corromperse, si es que ya no lo estaba del todo.
Llamé, pues, aparte a Benedetto y le hice la proposición de seguirme, rodeando esta proposición de
todas las promesas que pueden seducir a un niño de doce años.

Me dejó hablar hasta el fin, y cuando hube acabado, soltó una carcajada diciendo:
-¿Estáis loco, tío? -pues así me llamaba cuando estaba de buen humor-. ¿Yo cambiar la vida que llevo
con la que vos lleváis, mi excelente holgazanería por el horrible trabajo que os tenéis impuesto? ¿Pasar la
noche al frío, el día al calor, ocultarse sin cesar, recibir tiros sin cesar y todo esto por ganar un poco de
dinero? Dinero tengo yo cuanto quiero; madre Assunta me da todo lo que le pido, bien veis que sería un
imbécil si aceptase lo que me proponéis.

Me quedé estupefacto ante esta audacia y este razonamiento; Benedetto siguió jugando con sus
camaradas, y lo vi a lo lejos señalándome a ellos como si yo fuera un idiota.
-¡Oh! ¡Niño encantador! -murmuró Montecristo.
-¡Ah!, si hubiese sido mío -respondió Bertuccio-, si hubiese sido mi hijo, o por lo menos nú sobrino,
yo le hubiese corregido sus vicios, pero la idea de que había matado al padre me hacía imposible toda
corrección. Di buenos consejos a mi hermana, que siempre salía en defensa del desgraciado, y como me
confesó que muchas veces le habían faltado sumas considerables, le indiqué un lugar donde podría ocultar
nuestro pequeño tesoro.

En cuanto a mí, mi resolución estaba tomada. Benedetto sabía leer, escribir y contar perfectamente,
porque cuando por casualidad quería dedicarse al trabajo, aprendía en un día lo que otros en una semana.
Mi resolución, como digo, estaba tomada. Yo pensaba emplearle de secretario en algún buque, y sin
avisarle, hacerle venir conmigo una mañana y llevarlo a bordo; de este modo, recomendándole al capitán,
todo su porvenir dependía de él.

Una vez dispuesto este plan, partí para Francia.

Aquella vez debían efectuarse todas estas operaciones en el golfo de Lyón, y eran cada vez más
difíciles, porque estábamos en 1829. La tranquilidad reinaba por doquier, y por consiguiente el servicio
de las costas era entonces más regular y más severo que nunca. Esta vigilancia estaba aún aumentada
momentáneamente por la feria de Beaucaire que acababa de empezar.

Nuestra primera expedición se efectuó sin ningún tropiezo. Amarramos nuestra barca, que tenía un
doble fondo, en el que ocultábamos nuestras mercancías de contrabando, en medio de una cantidad de
bateles que bordeaban ambas orillas del Ródano desde Beaucaire hasta Arlés. Llegados allí, empezamos a
descargar nuestras mercancías prohibidas, y a hacerlas pasar por medio de las personas que estaban en
relaciones con nosotros, o de posaderos, en casa de los cuales las íbamos depositando. Ya fuese que el
buen éxito nos hubiese hecho imprudentes, ya que fuimos delatados, una tarde, a las cinco y media,
cuando volvíamos a reanudar nuestro trabajo, uno de nuestros espías llegó azorado, diciendo que había
visto un grupo de aduaneros dirigirse hacia este lado. No era precisamente el grupo lo que nos daba
miedo. A cada instante, sobre todo a la sazón, compañías enteras rondaban por las orillas del Ródano,
pero eran las precauciones que según decía el muchacho tomaban para no ser vistos. En seguida
estuvimos alerta, pero era ya muy tarde. Nuestra barca era evidentemente el objeto de las pesquisas;
estaba rodeada. Entre los aduaneros vi algunos gendarmes, y tan tímido a la vista de éstos, como valiente
era de ordinario a la vista de cualquier otro cuerpo militar, deslizándome por una tonelera, me dejé caer
en el río, después nadé entre dos aguas, no respirando sino a largos intervalos, de suerte que sin ser visto
llegué al canal que va de Beaucaire a Aigues Mortes. Una vez aquí, me había salvado, porque podía
seguir este canal sin ser visto. No era por casualidad y sin premeditación por lo que seguí este camino. Ya
he hablado a vuestra excelencia de un posadero de Nimes que había establecido una posada en el camino
de Bellegarde a Beaucaire.
-Sí -dijo Montecristo-, lo recuerdo; ese hombre era también, si no me engaño, vuestro asociado.
-Eso es -respondió Bertuccio-, pero después de siete a ocho años había cedido su establecimiento a un
antiguo sastre de Marsella, que, luego de arruinarse en su oficio, quiso probar fortuna en otro. Además,
las relaciones que teníamos con el primero siguieron con el segundo. A este hombre fue a quien yo iba
pedir asilo.
-¿Y cómo se llamaba? -inquirió el conde, que parecía volver a tomar algún interés en la relación de
Bertuccio.
-Llamábase Gaspar Caderousse, casado con una de Carconte, y que nosotros no conocemos bajo otro
nombre que el de su pueblo. Era una pobre mujer atacada de una penosa enfermedad que la iba llevando
al sepulcro. En cuanto al hombre, era un sujeto robusto, de cuarenta a cuarenta y cinco años de edad, que
más de una vez nos había dado pruebas, en circunstancias apuradas, de su presencia de espíritu y de su
valor.
-¿Y decís -preguntó Montecristo-, que esas cosas sucedían en el año...?
-Mil ochocientos veintinueve, señor conde.
-¿En qué mes?
-En el mes de junio.
-¿Al principio o al fin?
-El día tres, por la noche.
-¡Ah! -dijo Montecristo-, el tres de junio de 1829... Bien, proseguid.
-A Caderousse, pues, era a quien tenía que pedir asilo, pero como por lo regular no entrábamos en su
casa por la puerta que daba al camino, decidí no alterar las costumbres, salté el vallado del jardín, me
escurrí por entre los olivos y las higueras, y entré temiendo que Caderousse tuviese algún viajero en su
posada, en una especie de caramanchón, en el que más de una vez había pasado la noche tan bien como
en la mejor cama. Este caramanchón no estaba separado de la sala común del piso bajo más que por un
tabique de tablas un poco entreabiertas a propósito, a fin de poder avisar que estábamos allí.

Mi intención era, si Caderousse se hallaba solo, avisarle de mi llegada, cenar con él y aprovecharme de
la tempestad que se avecina . Iba, para llegar a las orillas del Ródano y cerciorarme de lo que había sido
de la barca y de los que iban en ella. Me deslicé, pues, en el caramanchón y me alegré de no haber dado la
señal, pues en el mismo momento vi a Caderousse que entraba en su casa con un desconocido.

Me agazapé allí y esperé, no con la intención de sorprender los secretos de mi huésped, sino porque no
podía hacer otra cosa; además, diez veces había ya sucedido un caso semejante.

El hombre que iba con Caderousse era evidentemente extranjero en el Mediodía de Francia; era uno de
esos negociantes que vienen a vender joyas a la feria de Beaucaire, y que, en un mes que dura la feria,
donde se reúnen mercaderes de todas partes de Europa, hacen algunas veces negocios de ciento cincuenta
mil francos.

Caderousse entró el primero.

Al ver la sala vacía como de costumbre, guardada sólo por el perro, llamó a su mujer.
-¡Eh... ! Carconte -dijo-, el buen sacerdote no nos había engañado, el diamante era bueno.

Una exclamación de alegría se oyó, y casi al mismo tiempo la escalera crujió bajo un paso vacilante y
pesado.
-¿Qué dices? -preguntó más pálida que una muerta.
-Digo que el diamante era bueno. Aquí tienes al señor, uno de los primeros joyeros de París, que está
pronto a darnos cincuenta mil francos por él. Solamente que para estar más seguro de que el diamante es
nuestro, me ha pedido que le cuentes, como ya lo he hecho yo, de qué manera vino a nuestras manos.
Mientras tanto, caballero, sentaos, si gustáis, y como el tiempo está algo caluroso, os voy a traer algo con
qué refrescar.

El joyero examinó detenidamente el interior de la posada y la visible pobreza de los que iban a venderle
un diamante digno de un príncipe.
-Contad, señora -dijo, queriendo sin duda aprovecharse de la ausencia de su marido para que ninguna
señal de parte de éste influyese en la mujer, y para ver si entre ambas relaciones encajaban la una con la
otra.
-¡Oh! ¡Dios mío! -dijo la mujer-, es una bendición del cielo que estábamos muy lejos de esperar.
Imaginaos, caballero, que mi marido tuvo relaciones en 1814 ó 1815 con un marino llamado Edmundo
Dantés. Este pobre muchacho, a quien Caderousse había olvidado completamente, no lo ha olvidado a él,
y al fallecer le ha dejado el diamante que acabáis de ver.
-¿Pero cómo llegó a ser poseedor de ese diamante? -preguntó el joyero-. ¿Le tenía cuando entró en la
prisión?
-No, señor; pero en la prisión trabó conocimiento con un inglés muy rico -respondió la mujer-, y como
cayó enfermo su compañero de prisión y Dantés le cuidó como si hubiese sido su hermano, el inglés, al
salir de la cautividad, dejó al pobre Dantés (que menos feliz que él murió en la prisión), este diamante que
nos legó a su vez al morir, y que se encargó de entregarnos el digno abate que vino esta mañana a cumplir
con su encargo.
-Bien. Las dos historias concuerdan -murmuró el joyero-, y después de todo, bien puede ser verdad,
aunque parezca inverosímil a primera vista. Sólo resta que nos pongamos de acuerdo sobre el precio.
-¡Cómo! -dijo Caderousse-, yo creía que habríais consentido en el precio que yo pedía.
-Es decir -replicó el joyero-, que yo he ofrecido cuarenta mil francos.
-¡Cuarenta mil! -exclamó Carconte-, por ese precio no se lo damos. El abate nos ha dicho que valía
cincuenta mil francos el diamante solo.
-¿Y cómo se llamaba ese abate? -preguntó el infatigable joyero.
-El abate Busoni.
-¿Era un extranjero?
-Creo que era un italiano de los alrededores de Mantua.
-Mostradme ese diamante -repuso el joyero-, que a veces juzgo mal las piedras a primera vista.

Caderousse sacó de su bolsillo un estuchito negro, lo abrió y lo pasó al joyero. Al ver el diamante, casi
tan grueso como una nuez pequeñita, recuerdo que los ojos de la Carconte brillaron de codicia.
-Y vos, señor Bertuccio, ¿qué pensabais de todo eso? -preguntó Montecristo-, ¿creíais esa fábula?
-Sí, excelencia; yo no creía que Caderousse fuese un mal hombre, y le juzgaba incapaz de haber
cometido un crimen o un robo.
-Eso honra más a vuestro corazón que a vuestra experiencia, señor Bertuccio. ¿Habíais conocido a ese
Edmundo Dantés de quien habláis?
-No, excelencia, nunca había oído hablar de él hasta entonces y luego otra vez, al abate Busoni, cuando
le vi en la cárcel de Nimes.
-Bien, continuad.
-El joyero tomó la sortija de manos de Caderousse, y sacó de su bolsillo unas pinzas de acero y unas
balanzas de cobre. Después, separando el cerco de oro que sujetaba la piedra en la sortija, hizo salir el
diamante de su engaste y lo pesó minuciosamente en las balanzas.
-Daré hasta cuarenta y cinco mil francos -dijo-, pero nada más. Por otra parte, como esto es lo que valía
el diamante, no he tomado más que esta suma.
-¡Oh!, no importa -dijo Caderousse-, volveré con vos a Beaucaire por los otros cinco mil.
-No -dijo el platero devolviendo el anillo y el diamante a Caderousse-. No, eso no vale más a incluso
me arrepiento de haber ofrecido esa suma, pues la piedra tiene un defecto que yo no había visto, pero no
importa, no tengo más que una palabra, he dicho cuarenta y cinco mil francos y no me desdigo.
-Al menos volved a colocar el diamante en la sortija -dijo la Carconte con acritud.
-Justo es -dijo el platero. Y volvió a engastar la piedra.
-Bueno, bueno, bueno -dijo Caderousse, metiendo el estuche en el bolsillo-, a otro se lo venderemos.
-Sí -repuso el platero-, pero no hará lo que yo. Otro no se contentará con los informes que me habéis
dado. No es natural que un hombre como vos tenga diamantes de cuarenta y cinco mil francos. Avisará a
los magistrados, tendrán que buscar al abate Busoni y los abates que dan diamantes de dos mil luises son
raros. Lo primero que hará la justicia será mandaros a la cárcel, y si sois reconocido inocente, si os sacan
de la cárcel al cabo de tres o cuatro meses, la sortija se habrá perdido, o bien os darán una piedra falsa que
sólo valdrá tres francos en lugar de un diamante que valía cincuenta mil.

Caderousse y su mujer se interrogaron con una mirada.

No -dijo Caderousse-, no somos tan ricos que podamos perder cinco mil francos.
-Como gustéis, amigo mío -dijo el platero-; sin embargo, como véis, había traído buena moneda.

Y sacó de uno de sus bolsillos un puñado de oro que hizo brillar a los deslumbrados ojos del posadero,
y del otro un paquete de billetes de banco. En el alma de Caderousse se estaba librando un rudo combate.
Era evidente que para él aquel estuchito que daba vueltas en su mano no correspondía a la enorme suma
que fascinaba sus ojos. Volvióse hacia su mujer, y le dijo en voz baja:
-¿Tú qué dices?
-Dáselo, dáselo -dijo ella-, si vuelve a Beaucaire sin el diamante nos denunciará, y según él dice, quién
sabe si podremos encontrar al abate Busoni.
-¡Pues bien!, sea -dijo Caderousse-. Tomad el diamante por cuarenta y cinco mil francos. Pero mi mujer
quiere una cadena de oro y yo un par de hebillas de plata.

El platero sacó de su bolsillo una cajita de plata larga y chata que contenía muchos objetos de los que
habían pedido.
-Tomad -dijo-, acabemos de una vez, elegid.

La mujer escogió una cadena de oro que podía valer cinco luises, y el marido un par de hebillas de plata
que valdrían quince francos.
-Espero que no os quejaréis -dijo el platero.
-Pero es que el abate había dicho que valía cincuenta mil francos -murmuró sordamente Caderousse.
-¡Vamos, vamos! ¡Qué hombre éste! -replicó el joyero cogiéndole el diamante de las manos-, le doy
cuarenta y cinco mil francos, dos mil quinientas libras de renta, es decir, una fortuna que yo quisiera tener
para mí, ¡y aún no está contento!
-¿Y dónde están los cuarenta y cinco mil francos?
-Aquí -dijo el platero.

Y contó sobre la mesa quince mil francos en oro y treinta mil en billetes de banco.
-Aguardad a que encienda la lámpara -dijo la Carconte-, ya no se ve muy bien y nos podríamos
equivocar.

En efecto, durante esta discusión había ido oscureciendo y con la noche se acercaba rápidamente la
tempestad. Oíase rugir sordamente el trueno a lo lejos, pero ni el platero, ni Caderousse, ni la Carconte,
parecían ocuparse de ello, poseídos como estaban los tres de una avaricia diabólica.

Yo mismo experimentaba una extraña fascinación a la vista de todo aquel oro y los billetes. Me parecía
soñar, y como sucede en un sueño, me sentía clavado en el sitio donde estaba.

Caderousse contó y volvió a contar el oro y los billetes, después los entregó a su mujer, la cual los
contó y volvió a contar otra vez.

Durante este tiempo el platero hacía brillar la joya a la luz de la lámpara, y el diamante arrojaba
resplandores que le hacían olvidar los que, precursores de la tempestad, comenzaban a inflamar las
ventanas.
-¿Está bien la cuenta? -preguntó el joyero.
-Sí -dijo Caderousse-, dame la cartera y busca un talego, Carconte.

Esta se dirigió a un armario y volvió con una cartera vieja de cuero de la cual sacaron algunas cartas grasientas,
en lugar de las cuales pusieron los billetes, y un talego que
contenía dos o tres escudos de seis libras que, probablemente, componían toda la fortuna del miserable
matrimonio.
-¡Ea! -dijo Caderousse-, aunque nos hayáis dejado sin una docena de miles de francos tal vez, ¿queréis
cenar con nosotros? Lo digo con buena voluntad.
-Gracias -dijo el platero-, debe ser tarde y es preciso que vuelva a Beaucaire, pues mi mujer estaría
inquieta -sacó su reloj y exclamó-: ¡Diantre!, las nueve y tardaré tres horas en ir a Beaucaire. Adiós,
amigos míos, si vienen por ahí más abates Busoni, pensad en mí.
-Dentro de ocho días ya no estaréis en Beaucaire -dijo Caderousse-, puesto que la feria concluye la
semana que viene.
-No, pero eso no importa. Escribidme a París al señor Joannés, Palms-Royal, galería de piedra, número 45. Haré
expresamente un viaje si vale la pena.
De repente brilló un relámpago tan intenso, que casi eclipsó la claridad de la lámpara, seguido de un
formidable trueno.
-¡Oh! -dijo Caderousse-. ¿Vais a partir con ese tiempo?
-Yo no temo a los truenos -dijo el platero.
-¿Y a los ladrones? -preguntó la Carconte-. Ahora durante la feria no está el camino muy seguro.
-En cuanto a los ladrones -dijo Joannés-, estoy preparado contra ellos.

Y sacó de su bolsillo un par de pistolas cargadas.
-Veo que tenéis -dijo- un par de cachorros que ladran y muerden al mismo tiempo. ¿Los destináis a los
dos primeros que tengan ganas de poseer vuestro diamante?

Caderousse y su mujer cambiaron una mirada sombría. Parecía como si al mismo tiempo hubieran
tenido algún terrible pensamiento.
-Entonces, ¡buen viaje! -dijo Caderousse.
-Gracias --dijo el platero.
Cogió su bastón y salió.

En el instante en que abrió la puerta, una bocanada de viento entró por ella violentamente, y poco faltó
para que apagase la lámpara.
-Quedaos -dijo Caderousse-, aquí dormiréis.
-¡Oh! -dijo-, vaya un tiempo que va a hacer, y no será nada agradable caminar ahora dos leguas en
despoblado.
-Sí, quedaos -dijo la Carconte con voz trémula-, os cuidaremos mucho.
-No, es preciso que vaya a dormir a Beaucaire. Adiós.

Caderousse acercóse lentamente a la puerta.
-No se ve el cielo ni la tierra -dijo el platero, ya fuera de la casa-, ¿sigo a la derecha o a la izquierda?
-A la derecha --dijo Caderousse-, no os podéis perder. El camino está bordeado de árboles por ambos lados.
-Bueno, ya lo he encontrado -dijo la voz cuyo eco se había perdido casi a lo lejos.
-¡Cierra la puerta! -dijo la Carconte-, no me gusta la puerta abierta cuando truena.
-Y cuando hay dinero en la casa, ¿no es verdad? -respondió Caderousse, dando dos vueltas a la llave.

Entró, se dirigió al armario, sacó el talego y la cartera, y ambos volvieron a contar por tercera vez sus
monedas de oro y sus billetes.

Nunca he visto expresión semejante a la de aquellos dos rostros iluminados por la codicia. La mujer,
sobre todo, estaba odiosa. El temblor febril que generalmente la animaba, había aumentado, su rostro se
había vuelto lívido, sus ojos hundidos brillaban en el fondo de sus órbitas.
-¿Por qué -preguntó ella con voz sorda- le ofreciste que se quedase a dormir?
-¡Eh! -respondió Caderousse estremeciéndose-, para... que no tuviese la molestia de volver a Beaucaire.
-¡Ah! -dijo la mujer con expresión imposible de describir-, yo creía que era para otra cosa.
-¡Mujer! ¡Mujer! -exclamó Caderousse-, ¿por qué has de tener tales ideas, y por qué al tenerlas no las
callas?
-Es igual -dijo la Carconte después de un momento de silencio- tú no eres hombre.
-¡Cómo! -exclamó Caderousse.
-Si tú fueras hombre, ése no habría salido de aquí.
-¡Mujer!
-O bien, no hubiese llegado a Beaucaire.
-¿Qué estás diciendo?
-El camino hace un recodo, tiene que serguirlo, mientras que junto al canal hay otra senda mucho más
corta.
-Mujer, tú ofendes a Dios. Mira, escucha...

En efecto, un relámpago azulado iluminó toda la sala, y un rayo descendió rápidamente y pareció
alejarse con sentimiento de la casa maldita. En seguida se oyó un espantoso trueno.
-¡ Jesús! -dijo la Carconte, santiguándose.

En el mismo instante, y en medio del silencio de terror que sigue a la tormenta, se oyó llamar
precipitadamente a la puerta.

Caderousse y su mujer se estremecieron y se miraron espantados.
-¡Quién es! -exclamó Caderousse levantándose y reuniendo en un montón el oro y los billetes
esparcidos sobre la mesa, cubriéndolos con ambas manos.
-¡Yo! -dijo una voz.
-¿Quién sois vos?
-¡Eh! ¡Qué diantre! ¡Joannés, el platero!
-¿Qué lo parece? ¿No decías -replicó la Carconte con diabólica sonrisa- que yo ofendía a Dios...? ¡Pues
mira, Dios nos lo envía!

Caderousse cayó pálido y desfallecido sobre la silla. La Carconte, al contrario, se levantó, dirigióse a la
puerta con paso firme y la abrió.
-Entrad, querido señor Joannés -dijo.
-¡A fe mía! -dijo el platero empapado de agua y sacudiéndose-, parece que el diablo no quiere que
vuelva a Beaucaire esta noche. Nada, me habéis ofrecido hospitalidad, la acepto y he vuelto para pasar la
noche en vuestra posada.

Caderousse murmuró algunas palabras enjugándose el sudor que inundaba su frente. La Carconte cerró
cuidadosamente y con llave la puerta detrás del platero.